Base rusa Vostok, el lugar donde se había registrado la temperatura más fría del planeta.
Comparada con el Gran Imán, aquello era poco más que la explanada de una obra por construir.
Visualmente había poco más que las marcas de oruga de los trineos en el suelo, un par de casetas de obra de aspecto militarizada y un desproporcionadamente alto mástil en el que ondeaba la bandera soviética. Sí. La bandera soviética. O bien a aquel remoto paraje no había llegado la noticia de la disolución de la URSS o bien a sus ocupantes no les había importado aquella noticia.
De pronto, una voz de alarma se elevó por encima de la quietud del lugar dominándolo todo. Segundos más tarde, un ruso enfundado en pieles salió de una de las casetas en dirección a la principal. Poco después, varios rusos igualmente ataviados salieron de la principal. Solo dos de ellos no iban armados.
Uno de los que no iban armados escoltado por otros tres corrieron a una tercera caseta y, momentos después, la caseta empezó a deslizarse sobre la blanca nieve dejando registros de orugas que habrían hecho comprender a cualquier espectador avezado que aquellas marcas nunca habían sido de trineos.
El contenedor-tanqueta se encaminó en la dirección en la que los otros rusos señalaban vociferando cosas extrañas. Al ganar un leve promontorio, pudieron por fin avistar su objetivo: cuatro solitarias figuras caminaban dificultosamente por la nieve. Parecían heridas, cansadas, casi desfallecidas. De hecho, dos de ellas cargaban con la tercera.
Más tarde, los rusos descubrirían que eran los únicos supervivientes del bombardeo sobre la base estadounidense más próxima.
Aún más tarde, descubrirían que eran, además, su peor pesadilla hecha carne, pero esa será otra historia.