Narrar la historia de Antares es tan difícil como describir la vida de las estrellas. ¿Cómo capturar en palabras, en términos proporcionales, comprensibles para la vida humana, lo que son diez millones de años de longevidad, lo que implica estar a ciento cincuenta años luz, sin acabar haciendo una caricatura esbozada y simplista de una maravilla del universo?
No es que Gabriel Kerrigan tuviera miles de años, pero sus ciento diecisiete años de vida estaban llenos de tantas maravillas como las que pueblan el firmamento.
Su nacimiento en la campiña inglesa en un siglo que se acababa en el seno de una familia aristocrática venida a menos
Su alistamiento en la Gran Guerra, su valentía e idealismo y aquella mina que le hizo pensar que su vida acababa entonces
Su recuperación y descubrimiento de sus poderes de luz en aquel hospital alemán y regresar a casa sabiendo que jamás podría ser el mismo.
Sus primeros contactos con otros como él: Con Gaia, Cédric, Numaios... pero también con la Sombra y sus soldados....
El saberse en medio de una Batalla entre la luz y la oscuridad como la de sus propios dones que un día le dieron el nombre de un héroe tras mil combates y mil y un peligros: Antares, la más brillante de las estrellas de Escorpio.
Todo aquello hubiera dado para varios libros. ¿Cuántas vidas cabían en una sola? Pero si aquella tenía que ser contada de manera breve, la historia de Gabriel Kerrigan estaba ligada para siempre a la de Elisabeth Grant.
La primera vez que oyó hablar de ella fue en una trinchera, durante la Segunda Guerra Mundial. El Consejo había ordenado apoyar a las tropas aliadas, conocedores de que el propio Fuhrer contaba entre los suyos con el Ejército de las Tinieblas. Allí estaba con un mythohumano como él, alguien que distaba de poder llamar amigo por su carácter esquivo y algo tramposo y que siempre estaba en el ojo de las críticas del Consejo. Cédric. Al que también llamaban "El Cuco"
- Mira esta foto. Es mi hija, ¿sabes?. Debe tener tu edad, aunque ya sabes que al final acabamos todos aparentando la misma. ¿no es preciosa?
Gabriel contempló la foto a la luz de su propia mano y observó aquel rostro angelical de sonrisa pícara, cuyos ojos parecían clavarse en él.
- Lo es, Cédric, lo es... ¿Dónde está ahora? ¿Es entonces uno de los nuestros?
- Oh sí, pero el Consejo la está examinando como han hecho con otros de mis descendientes en el pasado. Han tardado en encontrarla porque parece que ha heredado algunas de mis habilidades... No todos entre nosotros podemos tener descendencia y parece que eso despierta ciertos recelos... ¿No crees...- dijo como si estuviera a punto de desvelar algo que llevara mucho tiempo incubando- ¿No crees que a veces...? ¿No sientes que El Consejo no tiene derecho a imponernos la vida que ellos quieran en cada momento? Un siglo debemos reproducirnos y crecer como especie, al siguiente se nos obliga a la castidad... Y esta guerra... esta maldita guerra ya ha durado demasiado
- Es duro pero no debemos desfallecer. El bien ha de...
- Bah, déjalo, no lo entiendes, apenas eres un cachorro en esto aunque a buen seguro tu nombre ya ha alcanzado mucha mejor reputación que el mío. Eres un héroe, y como tal te honrarán. No podrás entender lo que digo. Seiscientos años llevo ya en esta tierra y a veces siento que nos hemos equivocado en todo.
- En Santuario te pueden ayudar- dijo de nuevo Gabriel recitando el código, bien aleccionado- Saben cómo lidiar con la apatía de la inmortalidad y...
Cédric se puso de pie de un salto.
- A la mierda Santuario, el Consejo, Gaia, Proctor y todos vosotros. ¿Sabes qué te digo? Que renuncio. Voy a irme a algún lugar de este planeta. Follar. Madrugar. Emborracharme los días festivos. Morir libre. Adios, Antares.
Nunca pensó que aquel salto que dio en medio del campo de guerra fuera su adiós definitivo, pero jamás volvió a ver al Cuco. La foto de su hija quedó allí tendida y le acompañó las siguientes dos noches cuando vio a tantos hombres morir.
Por eso, cuando un año después, regresó a Santuario supo inmediatamente quién era. Y que estaba enamorado de ella. Aquella tarde, en la isla que atardecía sobre sus cabellos rojizos y su vestido rojo, en aquel cuerpo delicado, lleno de vida. Aquel era un recuerdo que únicamente merecía toda una vida para guardarlo.
Ya no se llamaba Elisabeth, sino Atenea, y al contrario que su padre, había decidido dedicar su vida al Consejo y a luchar por el bien. Sus poderes de fuego eran tan destructivos que, tal vez, buscaba expiar sus culpas uniéndose al bando de la luz.
Antares y Atenea pronto congeniaron. Ambos eran jóvenes, apuestos y de la misma época. Ambos creían en los principios del Consejo y estaban dispuestos a arriesgar sus vidas las siguientes décadas si con ello eran capaces de proteger a una humanidad que desconocía su existencia.
Y entonces podríamos hablar de su boda durante el Mayo Francés, desnudos y sin más testigos que un par de gatos.
O de la aparición de un tercer bando en la Guerra, de humanos que pretendían borrar el rastro de todos los mythos
O de innumerables batallas en las que la luz y el fuego combatieron unidas haciendo su amor eterno
O de cómo todo aquello empezó a despertar críticas en el Consejo, como si el amor sólo pudiera ser permitido si era trágico y no perfecto como ellos representaban. Es difícil describir algo que sucedió poco a poco durante treinta años.
Pero lo que no había cambiado era el amor entre ellos. Un día, Elisabeth le pidió algo
- ¿Sabes? Creo que no quiero que me llames nunca más Atenea, quiero ser Elisabeth, Gabriel.
- Eres Elisabeth, amor. No...
- No. no entiendes- dijo ella sonriendo, tumbada encima de él- digo que cada vez anhelo más una vida normal. A veces siento que te quiero tanto que el que sea para siempre puede estropearlo todo.
Gabriel se acordó de Cédric, el padre de esta chica al que no volvieron a ver pero que ella parecía entender cada vez más. Y esta vez, medio siglo después, él había cambiado
- Pues vámonos. Lo plantearemos al Consejo. Otros ya lo hicieron. Ya no somos sus favoritos. Tienen a ese jóven, Esguince y a los demás para librar sus batallas. Vámonos, Elisabeth, montemos una pequeña tienda en el Bronx y comamos perritos y cenemos judías todas las noches de nuestra vida
Ella le besó jubilosa
- ¿Una tienda? ¡De antigüedades, entonces!
Esa risa aún viaja desde muy lejos hasta el hombre que una vez fue Antares
Porque meses después se produjo la gran emboscada que acabó con una veintena de miembros de El Consejo. Ellos pudieron haber escapado pero Atenea tuvo que hacer un sacrificio final. Su vida por salvar la de Esguince. Un gambito de dama que ella aceptó porque nunca dejó de ser una heroína.
Y ahí se para una vida. Todo el resto del tiempo muere y lo único que llega a la cabeza son los recuerdos de una estrella apagada, que por la distancia, aún nos parece que esté viva.
El duelo por las muertes y las explicaciones que jamás convencieron a Gabriel, quien fue herido casi mortalmente en un intento desesperado de recuperar el cadáver de su amada
El verse desposeído de sus dones al recuperarse poco a poco en torno a un Consejo que seguía empeñado en esperar un tercer advenimiento, una tercera génesis de héroes.
Su renuncia a todo y su vida como anticuario, en una pequeña tienda de Nueva York donde una vez soñó sería compartida.
Once años han pasado y aquel recuerdo, aquella cama, aquella sonrisa sigue viajando desde un lugar muerto.
Hoy, la puerta de la tienda se abre y es Próctor, un miembro del Consejo quien acude a él, como han intentado hacer en el pasado. Más del lado del Consejo que de la Sombra, eso es cierto. Parece que al Mal le satisface la idea de dejarle con vida sufriendo par siempre.
- No tengo nada que ofrecerle, señor, buenas noches
- Antares. Hoy no vengo a pedirte ayuda, escúchame.
- Me da igual que haya otros como nosotros, que vuestras profecías sean ciertas, que haya nuevos que reclutar. Vete. Sé que ya no puedo plantarte cara pero sí podré morir alejándote de mi miserable vida de una vez. Vete. No lo repetiré
Julius Próctor le mantuvo la mirada, sabedor de que sus próximas palabras sí harían reaccionar a Gabriel
- Es El Cuco. Cédric. Ha muerto y aunque no le recordaremos por sus hazañas sí fue uno de los nuestros durante siglos. Ha muerto protegiendo algo. Algo que implica a Atenea y a su linaje. El funeral será mañana y eres el representante legal de su hija. No lo hagas por nosotros pero hazlo por ella. Por Elisabeth.
Miré a Proctor con sorpresa, ¿El Cuco muerto?. Durante los primeros años de mi autoimpuesto exilio había intentado encontrarlo, sin éxito, para poder hablarle de su hija y de la maravilla de mujer que había sido. A decir verdad, me había hecho ya a la idea de que nunca le encontraría, y así sería, al parecer, por lo menos vivo:
- ¿Muerto?. ¿Como es posible?. ¿Que pasó?. ¿Como murió?. - Pregunté de manera alterada.
Mientras hablaba, volví a llenarme el vaso de whisky, algo que ya había hecho muchas veces durante el día...