La mañana empieza como terminó la noche anterior. Con gritos de dolor. En otro poste levantado a semejanza de los empleados enteonces, la jóven que se le encaro aulla y se retuerce con las manos atadas, mientras uno de los guardias emplea el látigo donado por uno de los muleros para la ejecución de la sentencia dictada por Förner, que preside sobre el brutal espectáculo con el aire fastidado del que preferiría estar haciendo cualquier otra cosa. Para cuando uno de los guardias se mueve y corta las ataduras del guiñapo gimoteante en que se ha convertido la muchacha, esta se desploma y se queda hecha un ovillo en el suelo, al que poco a poco va llegando la propia sangre que mana de la carnicería en la que se ha convertido su espalda y hombros. Förner se retira, y los alguaciles de la ciudad esperan, con expresión culpable, a asegurarse de que no emerja de la catedral anes de que dos se adelanten y la ayuden a caminar sobre sus piernas tambaleantes.
Por "minar la moral del pueblo", dicen. Tiene gracia. Nada podría minarla más que el recuerdo de lo que vieron la noche anterior, o el mismo espectáculo de esta mañana. Pero las intervenciones de Förner ya han demostrado que sería necedad decírselo a él.
En lugar de ello, el pueblo se reune en corrillos, y una figura inesperada- Bertold emerge como la voz del descontento. Durante el día, suelta sapos y culebras contra los "inquisidores de la capetal", lamentándose de que "¿qué somos para que la Iglesia nos ningunee así, españoles?, y con inusual afabilidad ofrece ánimo a los demás. Para el final del día, toda la ciudad siente confianza en él, y algunos incluso aprovechan para dejar en su oído cosas más íntimas de las que habrían dicho de otro modo.
El jugador con el tercer número más alto (third highest number) puede ver el Equipo (Pueblo o Culto) de quien escoja.
En este caso, el tercero desde arriba es el 8, de modo que Berthold puede escoger el número del jugador que desee, y que este le revele su Equipo en un susurro para él. La elección del número es pública, de modo que Berthold tiene que poner en un post público en éste hilo a quién elige.
Volvéis a tener el mismo sueño.
Estáis en un claro del bosque, por la noche. La luna llena brilla como un espejo en el cielo, arrojando algo de luz que apenas logra traspasar debilemente las densas copas de los pinos y abetos. Todos portáis en las manos objetos que no reconocéis como vuestros. Hoces y pequeños cuchillos hechos de oro. Manosjos de hierbas fragantes atados con cuerda de tripaje de caballos. Huesos y calaveras de animales que no reconoceis. Cuando miráis a vuestro alrededor, unos rostros desconocidos os devuelven la mirada.
Y sin embargo, de alguna forma, con una logica que no sabeis explicar, esos rostros son los de vuestros vecinos y la gente que conoceis.
Un hombre ataviado con un enorme cráneo de ciervo sobre las facciones y una capa hecha con la piel del mismo animal alza los brazos, sosteniendo un cuchillo curvo de plata directamente hacia arriba, como ofrecinéndolo a la luna. Con delibración, baja el arma.
Berthold, Horst y Wilburg- o las personas cuyas caras y cuerpo llevan como la misma piel del hombre- se adelantan y se arrodilan ante él, alzando la cabeza para abrir las bocas. El hombre habla, en un idioma que la mayoría no habéis oído, pero que aún así entendéis.
Oculos habent et non vident. Os habent, et non loquentur. Veniat veritas, ab his qui verbum et carnem rejiciunt.
Sus dedos, largos y finos, se meten en la boca de Wilbur y tiran de la lengua, sacándola hacia afuera. Un movimiento rápido, un destello de plata, y su lengua cae al suelo recubierto de hojas, agitándose aún como una sangijuela, escupiendo aún sangre. La sengre baja en dos chorros por las comisuras de su boca, pero la expresión de sus ojos tiene una maravilla y una paz infinitas, como si el silencio le estuviese revelando cosas que no podría imaginar. En total silencio, el hombre repite la operación con los otros dos. Os incináis sobre vuestras rodillas hasta que vuestras frentes tocan el suelo y el olor a pino os inunda la nariz.
Despertáis. Pero durante todo el día, algunos de los ciudadanos de Bamberg parecen incapaces de hablar coherentemente, cortándose en medio de palabras a medio formar, quedándose de pronto en silencio, perdidos en sus pensamientos, u ovlidando por completo lo que querían decir, comunicándose sólo en gruñidos.
En la próxima votación, los personajes con los tres números más altos no pueden votar.
Es decir, que aunque puedan hablar y participar en la discusión, Berthold (8), Horst (9) y Wilburg (10) no emiten ningún voto durante la fase de votaciones.
"Tienen ojos más no ven. Tienen boca, más no hablan. Venga la verdad a aquellos que rechazan el verbo y la carne"
No había pasado nada.
A pesar de que Wilheim no aceptó la piedra que le tendía y la misma que, según Berthold, sería la prueba definitiva de su implicación con el Señor o la oscuridad de las brujas, esperaba en el juicio que hubiera cualquier tipo de elemento revelador como ocurrió con la hermosa Muriel.
Carnero se rascó las nalgas por debajo del pantalón en una severa confusión, pronunciando un “uhhmmm” demasiado extendido mientras miraba a los restos de la hoguera, su piedra, y el hombre que había gritado por los cuatro vientos la culpabilidad del acusado, Wilburg.
Non pasó ná.- Después de rascarse, llevó su mano a su nariz para oler por pura inercia, haciendo una mueca de desagrado antes de limpiarse los dedos con su propia camisa.- ¿Tú qu’eres molinero? – Se acercó a él con curiosidad, esperando saber la respuesta.
Número 10: Wilburg
Para que lo sepas a la hora de pensar en respuestas independientemente de cuando y como te lo cuente, Wilbur pertenece a El Culto.
¿Yo? - Contestó entre susurros el molinero. O más bien, no contestó.
Pasó el rato y Wilburg se quedó pensativo sondeando al posadero con la mirada. O lo hubiera hecho si supiera el significado del verbo sondear. Estaba intentando discernir si podía o no confiar en él posadero.
Era su amigo, alguien del pueblo llano, como él mismo. Y eso era un punto a favor. También estaba el hecho de que no sabía en quiénes podía confiar y en quienes no. Pero acabó por tomar una decisión.
Habrá que confiar en alguien, digo yo. Amigo Berthold, yo sigo el culto. Asín te lo digo. Sin tapujos. Pero lo negaré como se lo digas a alguien y tatacaré con la mesma fuerza quataqué a Wilhelm. ¿Quedará entre nos, verdad?
Se tomó la falta de respuesta como respuesta y se alejó del lugar
¡Eso espero!
Soy del culto.