22 de diciembre de 1926. Mediodía.
Era mediodía, o al menos eso decían los relojes. Sin embargo, el clima lluvioso y el cielo nublado hacían difícil recordarlo en su camino hacia la mansión del difunto Seamus LaCroix. Cada uno había sido citado por Robert Warhus, aquel que todos habían conocido como un hombre de poco más de 20 años, ambicioso y extrañamente soltero. Este había mencionado que era el abogado de LaCroix y que los esperaría a todos a la entrada de la casa este día al mediodía. Aquel que no se presentara, sería sacado de la línea sucesoria y perdería su derecho a reclamar la herencia dejada por el excéntrico ermitaño; motivo que llevó a todos a presentarse ese día por cualquier medio necesario: pidiendo ayuda a amigos o por medio de un transporte propio.
El aparcamiento era espacioso, aunque se notaba descuidado por la falta de uso, emergiendo ya rastros de césped en lo que alguna vez fue un elegante esfaltado. Las hojas ya marchitas de los árboles cubrían el camino, por lo que se escuchaba cómo se quebraban bajo los neumáticos. Parado en el porche, portando un paraguas negro ancho, se encontraba un hombre apuesto de gabardina marrón gruesa, bufanda y guantes, esperándoles con una sonrisa. Su bigote bien pulido y su barba bien afeitada, además de su cabello cuidadosamente peinado y locionado... Todo hablaba de lo meticuloso que era este hombre sobre su apariencia física. Ya estando cerca suyo, el olor de un perfume fino se percibía de este. Claro que la lluvia mitigaba un poco su aroma para mezclarlo con aquel olor a hierba mojada.
Su cabello y ojos castaños los miraron llegar uno a uno y dijo por fin - Bienvenidos. Esperaremos a que todos estén listos para entrar - y con ello, les mostró un juego de llaves. Estas se veían bastante antiguas, de seguro eran las originales de la casa. Y aunque parecía ridículo que los hiciera esperar en medio de una tormenta, este estaba tomándoselo muy en serio. ¿Cómo llegaba cada uno? ¿Qué ropa vestían?
Y comenzamos :D.
La idea es que cada uno se describa y diga cómo llega a la casa n.n.
La lluvia era un incordio. El cielo estaba tan oscurecido como el rostro de Matthew mientras caminaba bajo un negro paraguas. Un viejo conocido había aceptado darle un empujón hasta las cercanías de la mansión, lo que se traducía a poco más de un kilómetro de distancia. Para cuando llegó al aparcamiento, su elegante traje, el único que tenía, estaba en gran parte un poco humedecido. Quienes conocieran al investigador de antemano, ya habrían visto el dichoso traje, más gastado por los años ahora. ¿Qué sabría Matthew que se toparía con conocidos, de todos los lugares, precisamente ahí?
Si no fue el último en llegar, fue uno de los últimos sin duda. Con la ropa humedecida y el cabello algo desarreglado por la inesperada brisa, el investigador no se veía de muy buen humor. Llegar hasta esa mansión suponía un considerable dolor en el trasero. Solo estaba allí por una razón. Una inesperada y noble razón.
Acercándose al grupo que aguardaba en el porche por alguna razón, Matthew frunció un poco el ceño y sacudió su ropa. Conforme se acercaba, notó más de una cara conocida. No pudo evitar detenerse por un momento. Apretó un par de veces su nariz y con una mirada un poco más seria siguió caminando, pasando una mano por su cabello. Primero se acercó a los conocidos. Si personas como Raban, Isobel o Marvin estaban presentes, a estos se acercó a saludar Matthew extendiendo una mano y con una sonrisa. Sobre todo a los dos primeros. A los demás, por más de una razón, solo los saludó con un cordial asentimiento de cabeza, evitándolos con la mirada. En especial a Helena y Sophie.
—Es una sorpresa encontrar tantas caras conocidas aquí —dijo por lo bajo y rio un poco incómodo, pasando la mano libre por su barba un poco descuidada.
La mansión LaCroix se dibujaba a lo lejos y entre la lluvia como un lugar digno de la fortuna que se le atribuía a Seamus. Había logrado que Markus, de matemáticas, me prestara su vehículo para llegar hasta ahí y así llegué al aparcamiento.
Me parecía haber llegado el último. Me calé el sombrero y bajé del coche con la gabardina todavía puesta y apresuré mi paso hacia el porche de la casa.
- Buenos días - dije a todos ellos mientras me sacudía el exceso de agua de la ropa.
Recibí el saludo del hombre que parecía ser nuestro anfitrión, le miré y me perfilé el bigote mientras examinaba al resto. Esperaba ver caras poco conocidas, quizá al fin alguien que se apellidase LaCroix con cara de no muy buenos amigos deseando que nadie más se presentase para quedarse con todo el dinero de su familiar pero lo que vi ahí fueron todo caras conocidas.
Amistades y conocidos se congregaban en aquel porche a la espera de alguien más, después de mí.
- Hola Isobel - saludé con alegría -. No te esperaba aquí, es una agradable sorpresa. El té que me prestaste es delicioso - le comenté mientras me acercaba a ofrecerle un par de besos como saludo.
También me encontré con otras celebridades con quien tenía más o menos relación.
- Hola, señora Blavatsky, todavía nos queda pendiente terminar nuestro debate acerca de la conductividad del aire, he estado investigando y tengo algunos puntos interesantes que creo que le harán cambiar de opinión - le dije a la escritora.
- Señor Massari, cuánto tiempo sin verle, fue muy interesante su ponencia sobre pintura en la antigua Grecia de hace dos meses.
Miré al periodista de reojo sorprendido.
- No sabía que se iba a documentar este momento, señor Kitterman - le saludé con una sonrisa.
Miré a Sophie y apreté los ojos intentando imaginar de que recordaba a aquella mujer, entonces se me encendió la bombilla y sonreí.
- ¿Hace cuánto que nos nos veíamos Sophie? Desde la universidad, sentí mucho leer lo que había pasado, te acompaño en el sentimiento - comenté.
- Señor Schwartz, un gusto verle de nuevo, en la universidad siempre se habla de lo agradecidos que le estamos por ayudar con nuestras investigaciones.
Mientras acababa de saludar a todos una nueva persona llegó y no pude evitar poner cara de sorpresa, aunque un poco extrañada.
- Señor Williams - dije -. Espero que hoy no tengamos que agradecer su presencia a ningún caso.
La lluvia repiqueteaba sobre la capota del Hispano-Suiza como unos dedos que tamborilearan impacientes. Jake detuvo el automóvil a los pies de la escalinata que daba entrada a la mansión del difunto LaCroix; la camión de reparto de los hermanos O'Hara frenó pegándose al paragolpes trasero del H6. Bajo el alero del porche podían distinguirse varias personas esperando.
—¿Está seguro que no quiere que me quede, señor? —preguntó solícito el exboxeador.
A su lado, sentado en el asiento del copiloto, Raban Schwartz dio una profunda calada al cigarrillo Morley. Dejó escapar el humo sin prisa, que se arremolinó perezosamente en el techo interior del vehículo. Echó un vistazo tranquilo a la comitiva que esperaba ante las grandes puertas dobles de la mansión. Tomó el sombrero panamá del asiento trasero y se lo caló; su ancha ala le protegería de la intensa lluvia.
—No será necesario, mein Freund.
—Pero, señor... ese de ahí es un Massari... Esos puercos macarronis son capaces de...
—Basta.
Raban ni siquiera había levantado la voz, pero el robusto Jake Winston, el "Martillo de Cincinnati", como le apodaban cuando todavía tenía reputación, se arrugó como cartón bajo un aguacero.
—Lo siento, señor Schwartz, yo no quería... no pretendía...
—Tranquilo, mein Freund, no pasa nada —le tranquilizó Raban. Dio otra calada al cigarrillo antes de continuar—. Eres como un... ¿cómo se dice...?... un dogge... ¡un gran danés! Sí, eso es. Mi gran danés. Alto, fuerte, protector... Tú acompaña a los O'Hara y cuida que el intercambio se haga sin problemas. Protege mis propiedades. Sé un buen dogge. Yo pasaré unas horas aquí, haciendo negocios, y ya volveré con el H6 más tarde.
Tras una última calada, Raban aplastó la colilla en el cenicero, abrió la portezuela y salió del coche. Las primeras gotas repicaron en el ala del sombrero mientras se cubría con un grueso abrigo.
Jake condujo el Hispano hasta aparcarlo unos metros más allá, se apeó con la torpeza de un gigante encajonado en un espacio demasiado angosto y, tras despedirse de su jefe con un ligero cabeceo, desapareció dentro de la parte trasera del camión. Brendan y Callum, los gemelos O'Hara, cruzaron una mirada con su patrón, escupieron una masa de saliva oscura y tabaco de mascar cada uno por su ventanilla y mostraron una sonrisa cariada y desigual a modo de despedida. El camión arrancó con un petardeo y se perdió bajo la lluvia camino de los muelles de Boston.
Raban Scwartz terminó de abotonarse el abrigo, se dio la vuelta y ascendió los pocos escalones que llevaban hasta el porche.
—Guten Morgen —saludó escuetamente al grupo—. Usted debe ser el señor Warhus —dijo ofreciéndole la mano al joven abogado—. Raban Schwartz, encantado. ¿Tendremos que esperar mucho más bajo esta... refrescante lluvia?
El día había amanecido plomizo, y no daba ninguna señal de ir a cambiar pronto, de modo que Gianlucca, después de prepararse, pidió a Federico el uso de su chófer privado, y no mucho más tarde se encontraba en el camino a la mansión del difunto Seamus, perdido en sus pensamientos mientras veía la lluvia deslizarse por el cristal de la ventanilla del automóvil.
Tal vez por el clima, tal vez por la pérdida de su amigo, o tal vez por las extrañas implicaciones de aquella llamada, el humor del italiano comenzó a oscurecerse, pero cuando finalmente la silueta de la sombría mansión LaCroix apareció recortándose sobre el cielo gris, la expectación de lo desconocido terminó por sacudirle la melancolía, especialmente al ver la cantidad de gente reunida, y la sorprendente cantidad de conocidos que había entre ellos.
Con un crujido de gravilla, el flamante coche de importación modelo RL, la joya de la corona de la recién creada sociedad Alfa Romeo, rodó hasta situarse cerca de la entrada y se detuvo.
-Grazie Pietro. -Agradeció Gianlucca al hombre de confianza de su padrino. Hizo un gesto hacia los reunidos en el porche. -Vai a dire a Federico che è venuto e torna a cercarmi. Potrebbe essere necessario aspettare.
Suspirando, se recolocó su largo abrigo de oscura lana, comprobó que contaba con todo lo imprescindible, y luego se apeó del coche, sacando un amplio paraguas y abriéndolo para cubrirse. Sin prisa, vio cómo Raban se adelantaba para saludar al abogado, y aguardó a que terminara para acercarse a él y tenderle la mano para estrechársela, cruzando un par de frases que quedaron ahogadas por la lluvia.
-Guten morgen, Raban. No sabía que tenías relación con Seamus, alter Wolf. -Le dijo en voz baja, sonriente.
-Pero casi prefiero no saber qué era lo que te debía. -Añadió con un guiño al alemán, en un tono que, como casi siempre, mezclaba hermanamiento con una pizca de desafío. -O acabaré yo también debiéndote el alma.
-Caballeros. -Girándose para encararse al grupo allí reunido, se inclinó a modo de saludo a los allí reunidos, y en esa ocasión su voz, teñida del melódico acento italiano, sí se elevó sobre el repiqueteo de las gotas de lluvia. -Señoritas.
-Me alegro de verlos a todos aquí, pero me apena profundamente que tenga que ser en circunstancias tan desafortunadas como éstas. -Añadió con un pesar que no parecía en absoluto fingido. -Os ofrezco mi sentido pésame a todos. Entiendo que, si estamos aquí, es porque lamentamos que Seamus nos haya dejado tan trágicamente… y porque él así lo pensaba.
-Y gracias, señor Hopkins. -Contestó cuando el profesor de la Universidad mencionó su última intervención en Miskatonik. -Me alegra que le gustara. Aunque el mérito es de los maestros que crearon aquellos milagros, me gusta pensar que aportamos algo recordándolos debidamente.
Después de lo que pareció un infinitesimal momento de duda en el que observo a los demás, esbozó una levísima sonrisa, se acercó a Sophie, y la cubrió con su paraguas.
-Signorina. -Saludó, aún con la sonrisa contenida curvando sus labios. -Detestaría pensar que os resfriáis pudiendo yo evitarlo.
Aquella mañana hacía mucho frío. Desde la parte de atrás del Cadillac 341 que su padre le había dejado en herencia, Sophie contemplaba como se deslizaban por el cristal, las gotas de lluvia que habían encontrado su destino en las frías ventanillas. Se arrebujó en el abrigo de pieles que envolvía su figura, sintiendo la suavidad del pelo en su rostro y dejó que Thomas continuara hablando de su nieta recién nacida. Al subirse al coche había cometido el error de preguntarle por su hija. Sabía que debía haber dado a luz hacía poco y se sintió con la obligación moral de interesarse por su estado.
Craso error.
Su padre ya le había advertido, como de tantas otras cosas que ella había procurado tener en cuenta, pero aquella mañana, con la lluvia repiqueteando en el capó del coche y el frío aire que se colaba por una pequeña rendija que había quedado en la ventana, Sophie cometió el error de olvidarse de los consejos de su padre.
«Procura no hablar con el chófer, es difícil hacerle callar...»
Finalmente llegaron a la Mansión de LaCroix y Sophie sintió que los latidos de su corazón quedaban por un instante suspendidos. En cuanto el coche se detuvo, abrió la portezuela y se desmontó, sin dejar de contemplar la enorme mansión. Escuchó la voz del chófer a través de la lluvia, pero le hizo un gesto con la mano, despidiéndolo, sin prestar atención a sus gritos. Por fin se libraba de su voz engolada y del pequeño Tomasito. Que por cierto, ridículo el nombre que le habían puesto a la pobre criatura. Con ese nombre, el niño estaba predestinado a ser un simple vendedor de fruta... O peor aún... Un pobre músico sin futuro...
El coche empezó a alejarse y Sophie se encaminó, acelerando el paso, en dirección al porche, maldiciendo no haber pensado en coger un paraguas antes del salir de casa.
Al llegar, sus ojos se abrieron ligeramente al reconocer varios rostros de los presentes. El abogado que la había llamado le había dicho que habían más beneficiarios del testamento, pero nunca se había imaginado que entre ellos habría gente como Raban, Matthew o Madam Blavatsky.
— Buenos días, señores... — Saludó con un suave gesto de cabeza y su mirada se cruzó un instante con la de Theodore.
— ¿Theodore... Theodore Hopkins...? — Hacía tiempo que no le veía, pero sí, debía ser él... — Sí que hace mucho tiempo, gracias por tus palabras... — En ese momento sintió como la lluvia que estaba empapando su cabello ondulado y el grueso abrigo de pieles que la cubría, parecía detenerse y sintió su presencia muy cerca. Se volvió a mirarle y una sonrisa bailó en sus labios. — Señor Massari, acaba de salvarme... —
El golpeteo de las gotas de lluvia sobre la parte de arriba de la limusina era agradable. Isobel tomó con delicadeza la boquilla que usaba para fumar, poniéndose a jugar con ella entre sus dedos de manera distraída, no solía fumar dentro del automóvil por el olor que dejaba. Aunque en aquel instante se planteaba levantar esa prohibición simplemente para mitigar los nervios que sentía. No era la primera vez que iba a la mansión, no era la primera vez que recorría ese camino, pero si era la primera vez que lo haría sin poder ver a su difunto amigo. Con el índice golpeó un par de veces la boquilla y finalmente la guardó en su bolso, apartando la mirada de aquella dichosa tentación.
- Señora Bailey, hemos llegado ya.
Asintió con lentitud. Mientras el hombre aparcaba, ella aprobechó para colocarse sobre los hombros un largo abrigo en tono negro, con la parte del cuello acolchada con piel de animal sintética. Bajo este, lucía unas ropas que para muchos podían parecer anticuadas por la época de la que estaban sacadas, una camisa blanca con detalles bordados en la parte del pecho, y las mangas acabadas en un puño ajustado con un par de botones color marfil. Esta la llevaba por dentro de una larga falda en tono negro que se ajustaba en la cintura de ella. No eran las ropas con las que solía lucir, pero igualmente le quedaban perfectas y hacían que su cuerpo se viera bonito. Cuando el coche finalmente se paró, el hombre salió para apurarse en abrir la puerta de la mujer. Una vez abierta cubrió con su paraguas a la mujer antes de que esta saliera del coche.
Con suavidad levantó los bajos de la falda y salió con elegancia.- Gracias.-Dijo segundos antes de que el chofer le ofreciese el paraguas restante. Isobel lo abrió y se cubrió. Con paso tranquilo dejó atrás al hombre que la acompañaba, que aprovechó para cerrar la puerta y volver a guarecerse dentro del gran coche negro. Isobel sostenía con una de sus manos la larga falda y con la otra el paraguas. La suave brisa hacía que las mangas del abrigo se movieran levemente, pero eso no parecía molestarle. Cuando alzó la mirada, se encontró con caras conocidas y otras que había visto seguramente alguna vez pero de pasada.
- Buenas noches, siento la tardanza.-Una vez en quieto soltó la falda con cuidado y se ajustó el abrigo correctamente, evitando que el agua que no evitaba el paraguas la mojase más de lo necesario. En ese pequeño espacio el primero de los presentes se acercó para saludarla, una cara conocida, un gran amigo en realidad. Le sonrió de manera coqueta a la par que le devolvía los dos besos.- Diría que me alegra verlo aquí, pero desgraciadamente esta reunión mancha ese sentimiento.-Apretó su brazo con la mano libre en un gesto cariñoso.- Pero siempre es agradable verte. Y por favor, no me lo agradezcas... Tengo nuevos tés importados, le llevaré algunas muestras para que las pruebe tranquilamente.-Dicho aquello, retiró la mano del brazo del hombre para volver a sujetar el abrigo a la altura del pecho.
Isobel no pasó por alto algunos movimientos de los presentes, pero lejos de decir o hacer algo, simplemente los ignoró mientras sonreía de medio lado.
¡La virgen santísima!
No llovía, Diluviaba. Justo hoy que llevaba una chaqueta bien planchada. No es que en otros momentos no la llevara, a fin de cuentas, ser reportero también significaba estar bien vestido y dar buena impresión. No como esos Italianos que perseguían a los famosos de turno vestidos como gáster de poca monta. Afortunadamente, me puse un chubasquero por encima para soportar el aguacero, a juego con mi sombrero habitual.
Llegué en bicicleta. Sí, el transporte más sano y ecológico. Creedme, soy un visionario. En el futuro, algún alcalde de una gran ciudad construirá carriles en las calles solo para bicicletas. Ya lo veréis. Y además era prestada, así que...
- Buenos días.- Dije a los presentes bajando de la bicicleta y apoyándola en alguna pared. Abrí un paraguas que llevaba en el transportín. Que llevara sombrero y chubasquero no quería decir que fuera tonto y me quisiera calar entero.
¿Qué hacíamos todos allí? Me costaba creer que el difunto hubiera juntado a tanta gente para... qué. ¿Repartir sus bienes? De hecho, ni sabía cuáles eran sus bienes y estaba allí tan solo para cubrir la noticia.
- Vamos, profesor Hopkins.- me dirigí al hombre- Nunca se sabe qué puede ocurrir cuando tanta gente...- miré a nuestro alrededor.-… se junta.- Sonreí saludando con la cabeza a uno y con la mano a otros.- La última vez intenté sacar una foto en el camarote de los señores Marx. Fue... cuanto menos, interesante.- Dije orgulloso, palmeando una especie de bandolera de cuero cuadrada, donde portaba la cámara de fotos.
Iba a ser algo interesante. Eso, además de constipado que pese al chubasquero y el paraguas, iba a pillar si seguíamos mucho tiempo bajo ese sitio
-¡¡Atchis!!-
Estornudé falsamente mientras miraba al señor de la puerta que... bueno, no nos hacía el favor de pasar a resguardarnos del aguacero.
Eran las once cuarenta y cinco de un 22 de diciembre. Miércoles.
El cielo grisáceo se precipitaba sobre el sombrero de Helena Blavatsky en forma de gotas de agua arrojadas con desdén.
Su rostro no había cambiado desde que leyó la carta que el Señor Warthus había enviado a su tranquila residencia de NorFolk. Había tenido que viajar durante días para acudir a aquella cita.
Atenta, intranquila y con cierta tristeza en el rostro, Helena permaneció fuera del coche que la dejó frente a la mansión. Con cierta pasividad abrió un paraguas negro, que la abrazó en las sombras, y caminó hacia la entrada.
Allí estaba Warthus. No había nadie más. El silencio del lugar, interrumpido únicamente por la lluvia, se le hizo extraño, incluso molesto. Esperaba algo más de vida en esa enorme residencia, pero no había estado nunca en aquella casa, a pesar de mantener una relación estrecha hacía años con el señor LaCroix.
Pensó en él unos instantes antes de acercarse a saludar. Recordó sus conversaciones: todas las inquietudes que atravesaban la mente de Seamus eran recibidas por Helena con sosiego y casi siempre acababan recitando palabras que para ambos tenían sentido. Un escalofrío recorrió entonces el cuerpo de Helena. Cerró los ojos e inspiró todo el aire que pudo, llevándose el aroma a petricor impregnado en las hojas muertas del suelo.
—Buenos días, señor Warthus. —Le tendió la mano en la que llevaba un anillo plateado. El gesto del hombre fue caballeroso y Helena pudo percibir aquella exquisita fragancia que desprendía.— Siento mucho la pérdida de Seamus. Después de tantos años sin vernos..., me ilusioné al tener noticias suyas y... fue un duro golpe saber que se trataba de esto.
Se colocó mirando al frente, sin intención alguna de mantener una conversación. Uno a uno fueron llegando los invitados. Blavatsky, envuelta en un amplio vestido de cuello alto y negro, con un sutil encaje decorando su garganta, observaba con una atención que se hacía excesiva al mirarla a los ojos. No se sentía cómoda, algo poco habitual en ella, y los presentes pudieron percibirlo.
¿Cómo era posible que todos se conocieran? Ella no creía en casualidades. Metió la mano en el bolsillo de su vestido, retirando la capa que la cubría. Y allí la dejó reposar, mientras movía cuidadosamente los labios para que su gesto pasara inadvertido.
No todos los presentes era de su agrado, en especial el hombre que llegó unos minutos antes que Hopkins. Había saludado, incómodo y se había detenido antes de llegar a ella y a Shopie. No sabía su verdadero nombre, pero estaba a punto de averiguar quién era.
Helena Estrechó el brazo de Shopie con el suyo.
— Nos vamos a quedar heladas a este paso. Ojalá dentro encontremos algo de calor.
No esperaba respuesta, solo acercar a Shopie, que había aceptado la invitación de Massari para resguardarse de la lluvia. Ahora todos formaban un gran techo oscuro, de tela gruesa, donde el sonido del agua que se estrellaba les recordaba el paso del tiempo de una forma abrupta e inquietante.
—¿Por qué será que la galantería de estos hombres siempre quiere mantenernos pegados a ellos? —susurró Helena con una sonrisa cómplice.— Seguro que le ocurre a menudo. Solo espero que pueda distinguir el interés que despierta, mi querida Sophie. Usted es muy valiosa...
Y volvió a mirar al señor Warthus, esperando que les permitiera entrar por fin en la casa.
Ante el saludo de Helena, Robert tomó su mano con la delicadeza de quien toca la más fina porcelana y besó el dorso para luego decir con una sonrisa cortés – Madame… - para luego erguirse y mirar a Raban, quien había exteriorizado la pregunta que muchos de los presentes se hacían. Con una sonrisa, tomó el ala de su sombrero y dio un leve asentimiento con la cabeza – Me disculpo por lo inconveniente, pero las especificaciones del contrato me impedían abrir las puertas de la casa hasta que todos los herederos designados se encontraran presentes. He preparado una habitación por adelantado y allí de seguro podrán resguardarse de la lluvia -.
El abogado pareció ignorar el gesto de Marvin y solo se giró para abrir la puerta principal. El porche era bastante pequeño, con espacio solo para tres personas. Estaba cubierto por un tejadillo y enmarcado por columnas de madera en no muy buen estado, tiene dos puerta, la principal y un lateral, aunque esta segunda está tan oxidada que es fácil asumir que hace años no se usa. Si se intentara abrir, de seguro se rompería. La aldaba es un modelo de bronce de alta calidad y de seguro era valiosa, aunque su diseño era algo peculiar.
Para poder entrar, tendrían que hacerlo en grupos de tres personas. Una vez adentro, pasaron a lo que sería el pasillo distribuidor. Warhus les hizo una señal para que lo siguieran a través de la estancia.
Continuamos en la escena "Planta Baja - Salita".