El zorro trastabilló hasta detrás del sofá y ladró para llamar a Amaia. Cuando fue a mirar vio un sifonier lleno de arañazos. Encima, doblado pulcramente sobre un tapete, había un pañuelo como las que Amaia veía llevar a algunas de las señoras viejas del pueblo en la cabeza, pero de un intenso color rojo.
-¿Qué coño...? -La redcap deseó tener balas para el rifle-. ¿Qué es este sitio? ¿Hay alguien ahí?
De pronto, al otro lado de la puerta se oyó un estruendo metálico, un arrastrar de cadenas e intensos jadeos, multiplicados y distorsionados por las paredes de la caverna. La sorpresa hizo saltar a Seve, que se cayó de costado y empezó a lloriquear con el rabo entre las piernas.
-¡Aaaay joder, la hostia puta, cagondios! -barbotó la redcap, que desenvainó y se puso a la defensiva-. ¡Quienquiera que seas, doy mucho miedo! ¡Si me haces algo te... te comeré!
No hubo ningún cambio. Los jadeos continuaron, aunque empezaban a apagarse poco a poco, y la puerta permaneció cerrada.
-¿Seve? -dijo, con la espalda aún apoyada en la pared-. ¿Qué hacemos?
El zorro se dirigió hacia la puerta con un paso que, de no haberse encontrado tan débil, hubiera sido decidido. Olfateó el suelo y empezó a rascar la madera.
Tragando saliva, Amaia apretó la espada y se encaminó hacia la puerta. Con sumo cuidado, giró el picaporte y miró al otro lado.
-Hola... -murmuró, deseando con todas sus fuerzas que no hubiese respuesta.
Por toda respuesta Amaia recibió más jadeos y un tintineo metálico. Lo primero que vio fue el tronco de un árbol. Al otro lado de la puerta la caverna se abría en otra sala circular, pero mucho más amplia. Del suelo de piedra brotaba un tejo cuyas ramas secas y cubiertas de frutos rojos se apretujaban contra las paredes de la cueva. Y en el suelo, encadenado al tronco del árbol e iluminado por los mismos cristales que había en la entrada del túnel, estaba el origen de los jadeos.
Lo primero que pensó Amaia es que era una serpiente gigante. Un segundo vistazo le hizo pensar en una sirena. Tenía un tronco, dos brazos y una cola de pez, pero estaba cubierto de escamas de un dorado apagado de la cabeza a los pies. Tenía una cara simiesca, con gruesos labios que se retraían para mostrar unos dientes pequeños y puntiagudos, y dos ojos completamente negros y cubiertos por membranas de aspecto viscoso. A ambos lados de su cabeza sin cuello se abrían y cerraban al compás de sus jadeos unas agallas que parecían cortes profundos. Y repartidos por todo el cuerpo, mordiscos que habían arrancado trozos de carne de la criatura. Algunos eran antiguos, un cráter de color rosa pálido, mientras que otros estaban cubiertos de costras y uno o dos aún sangraban.
La criatura se volvió hacia Amaia. Tenía la locura y la desesperación escritos en la mirada. A sus pies, Seve empezó a lloriquear.
-¡Coño! ¿Qué es...? ¿Quién eres?
La redcap se acercó lentamente, con la espada pegada al cuerpo pero preparada para darle un tajo si se acercaba demasiado. Le daba pena y miedo, pero más pena.
-¿Quién te ha hecho esto? Joder, la hostia. Tienes que estar jodido de la leche, tío. Necesitas agua, ¿no? O sea, el mar o el río o lo que sea. ¿Por dónde se sale de aquí? ¿Quieres que te ayude?
El hombre pez se hizo un ovillo y dejó de jadear, pero no trató de moverse ni atacar. Al acercarse Amaia se dio cuenta de que había algo familiar en los mordiscos. Aquellas marcas de dientes pertenecían a un redcap.
-Deja eso y vámonos -dijo una voz temblorosa a su espalda.
Seve había vuelto a su forma humana y se había envuelto en una manta. Estaba muy pálido y se apoyaba en el marco de la puerta. La herida de la cabeza casi no sangraba ya, pero tenía regueros de sangre seca y marrón aplastándole el pelo y cayéndole por el cuello.
-No puedo. No puedo dejar aquí a este pobre... lo que sea. -Amaia tragó saliva. Intentaba hacerle caso a Seve y salir pitando de allí, pero su compasión la obligaba a hacer algo, sobre todo si había alguien de su linaje torturándolo tan cruelmente-. Escucha, voy a acercarme para romper la cadena. No voy a hacerte daño, ¿de acuerdo? Te lo juro.
Muy despacio, la redcap se acercó al árbol por el lado opuesto al que se ovillaba el monstruo. Si le daba un mordisco a la cadena le liberaría.
Al rodear el árbol Amaia vio que tras el tronco se abría un pasillo que avanzaba un par de metros antes de girar a la izquierda. El hombre pez no reaccionó cuando le habló y Seve chascó la lengua, molesto.
La cadena estaba húmeda y sabía a madera y óxido. No era rival para sus dientes, y con un par de bocados logró partirla. El efecto fue inmediato: la criatura empezó a chillar y se desembarazó de sus ataduras. Echó a correr con sorprendente agilidad para la condición en la que estaba y desapareció por el pasillo entre aullidos y golpetazos contra las paredes.
-Ahora sí. Nos vamos -dijo a Seve-. Y no te despistes, no sea que el bicho ese vuelva o algo.
Avanzaron por la caverna sala tras sala y pasillo tras pasillo. La mayoría estaban vacías o eran barracones, pero pasaron junto a varias cocinas y unos cajones llenos de armas quiméricas y reales. Seve, que caminaba apoyado en ella la guiaba sin palabras: un empujón hacia la derecha o la izquierda o un gruñido y un gesto perezoso eran todo lo que ofrecía, pero a juzgar por el cambio en el aire y la presión de la Banalidad sobre sus semblantes feéricos parecía saber lo que se hacía.
Al girar una esquina se encontraron con una puerta de madera, a través de la cual se intuía la luz del día y se escuchaban los sonidos de la naturaleza mezclados con el tráfico. Seve tiró del pomo y se encontraron fuera, en medio de la nada. A unos cincuenta metros había una parada de autobús vacía.
fin