Preludio al capítulo VIII
Bajo el sol justiciero de aquella planicie conocida como La Mancha, un gigante avanzaba temeroso, pues había llegado a sus oídos que un famoso caballero rondaba la región deshaciendo entuertos. El gigante, conocido como Brandilón, era el último de su especie. Durante siglos los «Amadises de Gaula» de turno se habían dedicado a dar caza a los suyos, pero Brandilón había escapado de la Purga cuando de repente los caballeros se desvanecieron de la faz de la tierra. Sin duda, este nuevo justiciero, que se hacía llamar Don Quijote de la Mancha, venía a por él para rematar el trabajo de sus predecesores.
Pero aún tenía una oportunidad. Frestón, un viejo sabio muerto hacía muchos años, le había entregado una poción de transmutación. Si conseguía esconderse durante el tiempo suficiente, quizá este caballero también desaparecería. Se situó entro dos edificios de aquellos que llamaban molinos de viento y se bebió el brebaje de un trago. En un momento su piel se volvió blanca, su cuerpo se tornó cilíndrico y sus brazos se convirtieron en aspas.
La transformación se completó justo a tiempo de ver aparecer, a lo lejos, la inconfundible y triste figura de un caballero andante y su escudero. Pero el alivio de Brandilón solo duró unos instantes, ya que el caballero se lanzó a la carga contra él. ¿Cómo era posible que lo hubiera descubierto? El gigante aguzó la vista y con terror descubrió que el caballero llevaba lo que sin duda era una bacía de visión verdadera.
Sí, sé que Don Quijote no consigue la bacía hasta mucho más adelante, pero me he tomado esa licencia porque aquí queda bien.
Más altos que nunca. Más que las más altas torres. Los molinos coronan las montañas pastoreando el viento con sus brazos. ¿Son gigantes? ¿Alguien lo duda?
Hay que tener una buena dosis de desapego para hacer del sayo una capa y enfrentarlos sin más armas que uno mismo. Por eso siempre fue más saludable mirar a otro lado y cada cual que recuerde lo que le entre en gana.
Y así pasa. Poco o nada cambia: en esta tierra el sol tuesta lo que sea que pise el suelo y el aire quema lo que sea que se atreva a volar. Luego ¿qué persona cabal querrá recordar un sitio nefasto como éste? Así permanece incógnito, aun siendo tan nuestro.
Sancho sigue apaciguando los ánimos. Nunca vino mal un poco de pragmatismo para el sustento y no hay como un trozo de queso y un vaso de vino para calmar el ímpetu y de paso engordar un poco. Pero el Caballero de la Triste Figura me busca y tira de mí enjuto espíritu. ¡Ataca, ataca!
Y es verdad. Siendo irracional, tiene razón. A fin de cuentas, también he visto arder mis libros en una gran pira.
Y también fue demasiado tarde.
Ya me volvieron lo bastante loco.
Y estoy listo para partir.
Se hizo el silencio y los dos jugadores miraron serios a Miguel.
—Espero que estés de broma —dijo uno.
El otro, menos presto a comunicar su disconformidad, mostraba una velada aceptación.
—Os dije que no sería la típica historia de caballerías.
—Que sí, Miguel; pero esto es absurdo.
—¿Os lo dije o no os lo dije?
—Pero es que…
—¿Os lo dije o no os lo dije? —repitió Miguel imperturbable.
—Esto no lleva a ninguna parte… —murmuró el primero apesadumbrado.
—Mi historia, mis normas —sentenció Miguel ligeramente hastiado.
—Tiene razón —aceptó el que hasta ahora había estado en silencio—. Vamos a seguir que, si no, esto va a eternizarse.
—¡¿Cómo?! ¿Tú también, Bruto? —preguntó el primero muy dramáticamente—. Me lo esperaba de Miguel, pero ¿de ti? Eres mi compañero, mi hermano en la batalla, mi… ¡Eres mi escudero!
—Mi personaje es tu escudero. Yo, tu amigo; y no quita que vea que esto no lleva a ninguna parte. Déjalo y sigamos adelante.
—Bueno, pues nada, el gigante es ahora un molino. Creo que es una pifia en avistar completamente absurda —se quejó. Luego remató con retintín—: pero tu partida, tus normas.
—Sigamos, pues. —Miguel esbozó una sonrisa satisfecha.
Fue en una noche oscura cuando dulcinea recibió noticia de lo sucedido con su amado caballero que, en nombre suya emprendió aventura peligrosa y valiente como ninguna. Resultaba que ella, siendo la más virtuosa dama de La Mancha no faltaban mensajeros suyos en los caminos reales, quienes por recorrer distancias muy largas y con tal de ahorrar camino decidían probar veredas inciertas. Fermín había marchado días antes a comunicar en positiva la respuesta de su ama sobre un viaje al baile en su honor propuesto por un conde Galo, el cual quería conocer en boca suya la ordenanza del nuevo caballero.
Para sorpresa suya, un día de trote antes de su llegada recibió noticia en su andar de la injusticia hecha a rocinante y del apresuramiento del Quijote por reprender a aquella gente de baja ralea. Jadeando llegó para contar la historia, Dulcinea atenta escuchó todos los detalles dados por Fermín, anticipándose en su rostro la razón de su desconcierto, pues adelantándose a los preparativos que el conde le había pedido, poca gente quedaba ya a su disposición, pues el resto se entrontraba ya en camino para el acondicionamiento de los aposentos.
Sin embargo, la gana de ayudar de la Bella Dulcinea al adolorido caballero suplicó al mago de la corte por una solución que resolviese los problemas que aquejan a una bella dama, la cual sin posibilidad de ser acompañada por su escolta tenía miedo de llegar al siguiente camino sin ser violentada de manera alguna, a éste ocurriósele una poción que le hiciese fea por unos días a todo aquel que no tuviese un corazón puro, haciéndole posible el camino para curar ella misma a su caballero más fiel.
Buenas a todos, me presento al grupo con este ejercicio. Mi escena sucede en la venta cuando Don Quijote encuentra a Maritornes pero él está convencido que es Dulcinea.
Cervantes escribía su novela. No pensaba que fuese a ser gran cosa, al menos al principio, pero las situaciones se sucedían y su mente volaba. Pero algo pasaba, Quijote perdía su chispa, cada vez estaba más apagado. De pronto, alguien llamó a la puerta de su estudio.
-¿Quién es, quién me molesta?
Por toda respuesta, la puerta sé abrió. En ella estaba un tipo delgado, de barba afilada y ojos penetrantes. Su ropa era una armadura de caballero, y en su mano llevaba una enorme lanza.
-¿Quién es usted?
-Antes la mía razón era Alonso Quijano, más ahora me dicen Don Quijote de la Mancha.
-Pero eso es imposible...
Cervantes no sabe que decir. No puede ser él, debe ser un loco. Pero la novela ni siquiera se ha publicado. Mejor seguirle la corriente y que sé vaya:
-¿Y qué deseas?
-Estoy harto de vagar solo, de que me apedreen, de sentirme solo y triste. Quiero un compañero.
-Pero ya tienes a...
-¿Rocinante?- termina él tipo, provocando un auténtico shock en el escritor-. Es sólo un caballo. No, yo quiero alguien con quien hablar.
-¿Un escudero?
-¡Eso sería perfecto!- exclama el caballero.
-¿Y volverás a ser el que eras?
-Por supuesto.
-Entonces sea.
El caballero se marcha mientras él escritor idea un nuevo personaje. Sancho Panza, la voz de la razón en la locura del Quijote, piensa Cervantes ilusionado.
Cargado de cadenas en aquel maldito navío, que final tan deshonroso. No es que aquello fuera demasiado diferente a sus últimos cinco años, pero el futuro se presentaba poco halagüeño, sin más oportunidades de ganar su libertad. En el destino de aquella nave sería sólo un sueño lejano e inalcanzable, lejos de ciudades de buenos cristianos.
Suspirando, recordó con amargura la captura por parte de aquellos moros, y las traiciones. Aquello era lo que más había dolido. Tres veces, tres malditas veces había sido traicionado cuando intentaba escapar de aquella plaza. Las otras… No había tenido suerte. Habían sido descubiertos, o el dinero del rescate sólo había dado para salvar a su hermano de las garras del maldito bey. Y no sólo le habían traicionado moros, también lo hicieron cristianos. Y bien barato que se vendieron algunos, como el hideputa de Juan Blanco, que le vendió por un escudo y una jarra de manteca.
Más, ¿qué importaba ya? En cuanto levaran anclas, su destino estaría sellado. Sólo Dios sabía qué torturas le tendrían preparadas, o si volvería a ver algún día las costas cristianas. Parece que hay cambios de última hora, uno de sus captores bajó con el resto de presos de aquella galera, con las llaves en la mano.
-Cervantes, eres libre.
-Paiceme a mi, buen Hidalgo, que eso no son…- lo que fuera a ser dicho después, quedo olvidado para siempre, cuando el señor al que servia el bueno de Sancho Panza, cabalgo como si todos los demonios del infierno fueran tras el, arremetiendo contra las aspas de un molino y dándose el batacazo padre; junto a su pobre montura, que relinchaba tan espantado como Sancho; contra el duro suelo del camino.
El pobre escudero; un hombre de recias costumbres campesinas, nacido y criado entre gente con poco tiempo para zarandajas; suspiro y con una mano en las riendas de su burro, se dedico a ver si entre las diversas posesiones que llevaba en sus alforjas, quedaba algo de linimento y de ese potingue para las heridas, que el bueno del galeno del pueblo, le dio antes de partir.
Sancho era un hombre leal y con los pies en la tierra y bien sabia Dios que Don Quijote no era una mala persona, pero a veces, ay Virgen Santa, a veces, a Sancho le gustaría que su señor, tuviera a bien mirar dos veces antes de cargar como un descosido contra el peligro.
Un día de estos se iban a llevar un disgusto del malo.
Impulsado por el sistema de transporte tridimensional de su arnés, nuestro héroe se catapultó desde lo alto del edificio hacia delante, espada en mano. No había equivocación alguna respecto a cuál era su objetivo. El titán que había aparecido en las puertas aquella mañana era único en su especie: cuatro musculosos brazos y tan grande como la más alta de las torres de la ciudad. Su rostro iracundo parecía buscar el más delicioso de los manjares entre los habitantes que huían despavoridos buscando la protección de los muros interiores, pero él tenía otros planes para aquella monstruosidad. No, él ya tenía decidido que daría hasta la última gota de su sangre para derrotar al titán. No sólo porque albergaba la vana esperanza de que así disminuyeran las burlas y las bromas respecto a su estado físico, sino porque era lo correcto. Porque eso hacían los héroes. Nacían para servir de ejemplo a los demás, como había leído una y mil veces en los libros prohibidos de su biblioteca secreta. Clavaría su acero en la blanquecina piel del gigante y desgarraría su cuerpo hasta que no fuera más que un guiñapo. Y entonces, acudiría a casa de su amada para declararle su amor.
Y quizás así sería feliz por primera vez en toda su vida.