Antes de darse cuenta, el reloj de cocina empieza a sonar con una estridente campanilla, y el montacargas se activa, listo para usarse.
Pueden poner un último mensaje de despedida, y de allí les daré paso a la siguiente habitación. No tienen que decidir quien se sube y quien no, pues ambos usarán el montacargas, solo que no al mismo tiempo.
Ahora sí.
Ese pensamiento se fue trenzando y diluyendo entre la placidez del beso finalmente correspondido, con sus retazos de sabor a café, fresa y chocolate, y el sonido de la plataforma activando su funcionamiento. El reloj en estos momentos se encargaba de rasguñar un poquito mi corazón y apresarlo en una cárcel de congoja por la inminente separación del beso, que no era solo por el beso en sí sino por la euforia del reto, la bandera blanca de la batalla que manchaba nuestros delantales y por las sonrisas de café que habían acompañado nuestro encuentro.
Fundido en esa cercanía y propenso a no abandonarla hasta el último suspiro concedí en aprovechar mi mano sobre su cintura para inclinarme hasta pasar el otro brazo por debajo de sus rodillas para auparla en brazos sin dejar de mirarla.
Como correspondía a mi templada y nada inflexible caballerosidad, la llevé hasta la plataforma con el fin de posarla sobre el montacargas con la delicadeza que se deja un pajarillo sobre su rama.
Era ahora o era nunca.
Una vez posada con la seguridad de saber que iba a volver a verla de alguna forma, desenlacé de mi cuello la cadena que había estado ahí desde antes de entrar.
—¿Conoces la leyenda de los Ahoras?—dije mostrando la efigie de un colibrí finamente labrado—. Dicen que antiguamente los humanos llevábamos siempre la compañía de un pequeño animalillo que nos ayudaba a ser conscientes de los momentos importantes que acontecían en nuestra vida dándonos un picotazo en el corazón.
Alargué las manos rodeándole el cuello para dejar sobre él la cadena con el colibrí apuntando hacia el lado izquierdo.
—Siempre lo he llevado conmigo con el propósito de que me hiciera consciente de uno de esos momentos. Así que ahora te lo cedo a ti para que pueda ejercer su magia sobre ti.
Tras colocarlo dejé ir una caricia siguiendo la línea del cuello prolongándola hasta su mejilla y sonreí.
–Que te dé suerte en las próximos retos–dije con sinceridad sin confesar que lo quede verdad deseaba era que sintiera el picotazo del Ahora la próxima vez que volviera a verle.
El beso se había sentido como una pequeña victoria, un momento de valentía inesperada pero se terminó tan rápido como había empezado. El sonido del reloj anunciando el fin del tiempo en la habitación me devolvió a la realidad sin alcanzar a borrar la calidez que seguía envolviéndome. Antes de que pudiera procesar lo que estaba ocurriendo, Yoel me tomó en brazos con una firmeza suave y segura que me dejó sin aliento. Desde luego jamás me habría imaginado que algo así me pasase a mí antes de entrar. Mi sorpresa se convirtió en una sonrisa agradecida mientras él me llevaba hasta el montacargas. Alargué la mano para coger la amapola que me había dado Joelle de la encimera. La experiencia me estaba sorprendiendo en todos los sentidos.
Miré a Yoel cuando este me depositó en el montacargas, consciente de la urgencia del tiempo pero queriendo alargar este instante y grabarme el momento en la memoria. Cuando sacó la cadena de su cuello, la figura de un colibrí captó mi atención. Negué con la cabeza en respuesta a su pregunta. Su mirada se suavizó mientras hablaba de la leyenda y sus palabras sobre los Ahoras me envolvieron como si de verdad estuviera en el umbral de uno de esos momentos únicos.
Me quedé en silencio mientras rodeaba mi cuello con la cadena, sintiendo un leve cosquilleo que recorría mi piel cuando sus dedos rozaron mi mejilla con una caricia cálida.
—Gracias, Yoel... —susurré, dándole gracias por mucho más que el colibrí, con la voz cargada de emoción sin poder verbalizar con palabras todo lo que habían significado estos últimos quince minutos que habían hecho temblar los cimientos de mis creencias y mis miedos. Por primera vez en mucho tiempo, el "ahora" que tanto miedo me daba no era una amenaza, sino una posibilidad emocionante que ahora me sentía más dispuesta a vivir.
La puerta del montacargas se cerraba lentamente y mi mirada no se apartó de la suya.
—Te espero a la salida de todo esto, no llegues tarde —le dije con una sonrisa más segura—. No te deseo suerte porque sé que no la necesitas.
Al bajar del montacargas, un pasillo de paredes de metal se extiende y cruza. Cada pocos pasos hay un cruce a derecha o a izquierda, hay momentos en que se escucha golpes metálicos y deslizantes. Finalmente está una puerta. Al abrir...