Las paredes que se encuentran detras de los maniquíes se abren, revelando una gigantesca habitación de paredes absolutamente blancas. Vestidos con sus trajes blancos, ocho personas vuelven a encontrarse. Ya no son todos desconocidos. Ya no son seres que se miran con desconfianza, hasta temor. Aquí y allá hay miradas de reconocimiento, sonrisas, nervios ante el reencuentro.
En el centro de la sala hay una cortina circular, y la figura sombreada de una mujer. Alrededor de ella, como únicos puntos de color, hay botes de pintura, pintura en spray, con varios tonos y colores. Tambien hay brochas y rodillos. Una vez más se escucha la voz que les ha acompañado durante todo el recorrido.
-Y finalmente se llega al final del camino. A veces, no es lo que uno esperaba, ¿no es cierto? Solo luz blanca al final de todo... Pero, ¿no ha sido divertido el camino hasta acá? Nuevos amigos, nuevas historias, nuevas emociones. Queridos jugadores, he aquí donde les digo: el final es aquel que ustedes deseen tener. Pinten su historia en estas paredes, sin miedo a mancharse. Jueguen con ese espíritu aventurero que los ha traído hasta aquí. Y sobretodo, aprecien a aquellos que están junto a ustedes, porque ningún viaje está completo si se hace solo.-
Al fondo, pueden ver una puerta con un letrero que dice "Salida", y el letrero se enciende. -Son libres de irse cuando quieran, o de quedarse un rato más. Gracias por haberse atrevido a intentar.- La voz se apaga, y la sombra tras la cortina se difumina.
Bueno chicos, esta es la sala final, y aquí acaba mi intervención en esta historia.
Mil gracias a todos por haberme acompañado en estos casi tres meses un poco caóticos, espero que les haya hecho ilusión, y que las frustraciones hayan sido menores en comparación con la diversión.
Un inmenso agradecimiento a cada uno de ustedes, por soportar mis momentos de locura, y pido disculpas por aquellos momentos en que pude haberles incomodado.
En un rato quitaré el oculto para que puedan verse las caras, y abriré el off-topic. Esta partida estará abierta hasta el 31 de Diciembre, pueden continuar roleando esos días entre ustedes, o retirarse si prefieren. El último día pondré un epílogo para dar cierre a esta historia.
Una vez más (porque nunca serán suficientes): Gracias.
Y ya estaba. Lo había conseguido, y mira que a última hora estuvo casi segura de que no superaría la última prueba. Pero la había sacado adelante, a costa de casi dejar sordo a su compañero y hasta a los organizadores. Había estado bien, ¿cuánto tiempo había pasado? Le habían parecido meses, y solo habían pasado unas horas.
Con determinación, Martha se fue hacia la cortina y cogió un bote de pintura azul y un rodillo. No se quitó la máscara, porque no tenía muchas ganas de que se le llenara el pelo de pintura, pero sí tenía ganas de soltar tensión y aprovechar el juego hasta el final. Miró a su alrededor, tratando de distinguir a Cillian, Olivia, Yoel o Adrian, sus compañeros de viaje.
Pero mientras trataba de distinguirlos, se puso a andar junto a las paredes de la habitación, pintando una línea azul a media altura de su cuerpo, ondulante, como si fuera un mar, con su oleaje. Tenía toda la intención de recorrer la habitación de lado a lado, pintando hasta que se le acabara el bote.
Entiendo que llevamos todos la máscara puesta, así que igual no es fácil distinguirnos los unos de los otros... ¡pero Martha no va a quitarse la máscara y se va a manchar de pintura si puede evitarlo! ;)
¿Qué significaba ser libres de irse cuando quisieran? ¿En eso consistía la libertad? ¿En escapar? Porque ahora que había llegado el final, Joelle no sentía al escape room tanto como una habitación de la cual escapar, sino un lugar hacia donde una huía por voluntad propia, libremente y con alegría: una vía de escape del horror y la vulgaridad de la vida cotidiana, de la rutina, del trabajo y las ilusiones rotas. Y por un momento Joelle deseó que las puertas permanecieran trancadas, que no fueran "libres de irse", que el letrero de salida estuviese apagado, porque a fin de cuentas, incluso si era verdad que cuando una escapaba de una jaula, no hacía más que acabar en otra un poco más grande y compleja (y así, verdaderamente, había sido su experiencia en A Escape To Date), no existía jaula más sobrecogedora que la que nosotros mismos construíamos con nuestro propio andar en la vida. Y de esta forma fue que Joelle se prometió cambiar ni bien pusiera un pie fuera: el valle de su existencia no debía permanecer encerrado entre sombrías montañas (montañas que ella mismo había erigido), como decía la voz del altoparlante una debía atreverse a correr riesgos y apostar a la aventura, dejar atrás esos amores antiguos de los que una habla en las horas muertas de la madrugada, cuando ya no queda nada más por decir, y dar la bienvenida a nuevas fantasías.
Y si bien con aquellos trajes blancos era imposible saber quién era quién, quién era Gabby, la asesina serial reconvertida en una astuta y adorable criminóloga, quién era _SeeKeR_, el chef más sensual, misterioso e interesante de todo Nueva York, quién era Andrew, el apuesto y relamido policía infiltrado, o quién era la otra Joelle, una otra Joelle tal vez más musical que la verdadera (Joelle), un otro yo que por improbable no resultaba menos encantador, y aunque tampoco era posible saber quién había cogido el primer rodillo, Joelle decide ayudar, así que cogiendo otro de los botes de pintura se pone a trazar una línea ondulante pero en sentido contrario, unas olas que subían y bajaban y que si tenían suerte se encontrarían a medio camino en alguna de las paredes blancas al otro lado de la habitación, con sus lomos curvados en sincronía o tal vez rompiéndose entre sí, la verdad es que al final del día eso mucho no importaba.
Crucé la pared esperando encontrar a Olivia, pero lo que encontré no fue solo a mi compañera, sino a otras personas con el mismo traje. Mis ojos saltaron rápidamente de una figura a otra hasta encontrar una en particular que hizo que mis labios se curvaran con alegría y tranquilidad.
La voz que nos había acompañado durante el juego volvió a sonar mientras mis ojos recorrían la cortina central.
Con el corazón acelerado, observé cómo una de las personas con la que no había coincidido se acercó a la cortina con un bote de pintura azul y un rodillo, como si fuera una invitación para la otra chica con la que tampoco había coincidido.
Tímidamente me acerqué a por la pintura verde. Verde esperanza, la bola verde, la que había comenzado aquella historia. Con una pequeña brocha dibujé una botella de cristal, o esa fue mi intención. Dentro de la botella escribí la palabra "tonto", porque aquella palabra lo había cambiado todo.
Sentía que una parte de mí se había liberado con esta experiencia, demostrándome que la vida era mucho más que el lugar del que venía al inicio del juego.
Al cruzar la pared y encontrarme en aquella habitación blanca, me detuve por un instante, dejando que el eco de las palabras de la voz resonara en mi mente. El final del camino, el lugar donde cada uno podía dejar su huella. No era algo que había esperado al inicio de esta aventura pero, ahora, frente a los botes de pintura y las herramientas esparcidas por la sala, sentí que era justo lo que necesitaba.
Busqué instintivamente a los compañeros con quienes había compartido momentos pero no había forma de distinguirlos. Esa misma igualdad que ofrecían los trajes parecía borrar las diferencias, dejando sólo las conexiones que habíamos forjado.
Mis ojos recorrieron las paredes, observando cómo las demás figuras, aún anónimas bajo sus trajes blancos, comenzaban a trazar líneas, a jugar con colores. Cada trazo parecía contar una historia, un momento que había quedado en sus mentes durante el juego.
Miré los botes de pintura, dejando que los colores me llamaran. Elegí tonos que resonaban dentro de mí: el rojo profundo de la amapola, el dorado del colibrí, el blanco de la sencillez y el rosa brillante de las gafas que habían transformado mi visión de las cosas. Me acerqué a un espacio vacío en la pared y, con una brocha pequeña, comencé a pintar.
El primer trazo fue el del colibrí dorado, suspendido en pleno vuelo, con sus alas extendidas en dirección a una amapola de pétalos vibrantes. El colibrí realmente había dado un picotazo a mi corazón, anclándome no sólo a un Ahora, sino a un posible futuro. La amapola podía pasar desapercibida para quien no mirase de cerca pero, si te parabas a observarla, tenía una presencia que realmente lo llenaba todo de vida.
Junto al colibrí, tracé la silueta de dos figuras blancas bailando un tango. Con líneas sencillas pero precisas, capturé los movimientos de dos siluetas conectadas por un abrazo, un baile que me había recordado la importancia de dejarme llevar, de confiar en otros, de encontrar belleza incluso en lo que me parecía desconocido o incómodo.
Finalmente, añadí unas gafas rosas en forma de corazón. Sus líneas brillantes reflejaban humor y perspectiva. No había un mejor elemento que lo captase. Aquellas gafas y aquel a quien me evocaban me enseñaron que, a veces, basta con mirar desde otro ángulo para encontrar sentido.
Retrocedí un paso para observar mi creación: el colibrí, la amapola, la pareja de tango y las gafas rosas. Cada elemento llevaba una historia, un fragmento de lo que había sido esta experiencia. Pero, más que eso, reflejaban un cambio en mí. Me sentía más presente, más abierta, más dispuesta a dejar que otros dejaran su marca en mi vida.
Con una sonrisa que ya no era tímida, dejé la brocha a un lado. Miré a mi alrededor, viendo cómo las demás historias llenaban las paredes, esperando distinguir entre los trazos los de aquellos con los que había compartido algo que para mí había sido más que una experiencia. Y aunque sabía que la salida estaba ahí, iluminada y esperándonos, me sentí agradecida por haberme permitido quedarme en este ahora, en este lugar donde los momentos importantes habían encontrado su propio picotazo en el corazón, esperando que a partir de ahora muchos estuvieran por venir.
Me puse ese traje espacial y me enmascaré hasta el punto de que observé en los espejos que desaparecía todo rastro perceptible de Yoel(Yo). Tal vez era necesario que todo fuera extremadamente aséptico para encontrarme con Yoel(ella). O tal vez como me había imaginado en algún momento desde que abrí la caja, temía que nos gasearan justo en el último pasillo antes de la salida. La gente me tildaba de un poco flipado pero esto ya lo habíamos vivido provocado por un bajito con bigote a través de una grandilocuente campaña de marketing. Había que permanecer siempre atento a las señales.
—ME ALEGRA VERTE AL FIN... YOEL—grité mientras salía por la puerta sin ningún motivo aparente pero acostumbrado a la forma de comunicarnos Yoel(ella) y Yoel(yo) en la sala anterior.
Pero allí no solo estaba Yoel(ella) y Yoel(yo), sino que había más gente (¿otros Yoeles?) en un multiverso de paredes blancas y pintura en los suelos. Pensé que sería divertido conocer otros Yoeles además de Yoel(ella) la que estaba al otro lado del espejo y aunque era difícil de identificar quién era quién, si es que eran los que entraron o meros reflejos de Yoel(otros) en el Metaverso. Al menos yo(Yoel) tenía mi propia certeza de ser el auténtico porque no había dejado atrás, ni de coña, el estuche con mi guitarra. Rápidamente eché un vistazo para comprobar que no había otro con estuche y que el Metaverso hubiera decidido que ese sí llevaría dentro una ametralladora.
El color empezó a poblar las paredes de la habitación, desde un azul que se esparcía como una ola, primero por un lado, luego por el otro formando el retrato de un mar donde flotaría una botella con un mensaje. ¿Tonto? ¿Habían dado para tanto los minutos que se aparecían hasta mensajes de reproche?
Sí que habían dado. Lo supe desde el momento que empecé a ver los primeros trazos de un colibrí. Allí no se escondía un Yoel, lo tenía más claro que el agua que inundaba ya gran parte de la pared. Yo pillé un spray, verde como mi greencard, y me acerqué a la chica colibrí para darle un afectuoso abrazo silencioso y envolvente por la espalda.
Tras unos segundos la solté permitiendo que siguiera expresando sus emociones a través de aquel colibrí con flor, y toda la composición en la que fue desgranando su experiencia de una forma tan artística. Removí el spray y soltando mi estuche en el suelo me puse a dibujar torpemente el montículo de una isla que sobresalía por esa línea de mar, un reducto al que poder llamar hogar en aquel océano de esperanza, a poder ser cerquita del colibrí. Luego eso lo de ponerle palmeritas con cocos y hasta una cabañita con chimenea que lo hiciera otro Yoel más variopinto, porque este no había cogido un spray en su vida.
Ya con marcar la isla y el sentido simbólico que tenía para mí estaba. Dejé el bote de pintura, miré a Gabby y ofreciéndole la mano volví a alzar la voz para todos, aunque esta vez de forma consciente.
—¿Y ENTONCES QUIÉN SE VIENE AL PARQUE A COMER PIPAS?
El crujir del traje me acompañaba tronando en los oídos como lo hace el latir del corazón en el silencio acusador de la noche. Lo aséptico de la vestimenta, no era más que una metonimia de lo mismo que sentía. Lejanía en lo cercano.
E impersonalidad.
Sobre todo al cruzar la puerta esperando encontrarme con la voz que acompañó la soledad. Era perverso y cruel, casi como la metáfora más pura de la vida, pensar que al otro lado, en la oscuridad de la distancia hay alguien. Y en el fondo, los gatos humanos de un Schrödingen irónico, acompañamos ese experimento del estar y no estar. ¿Estaba si no escuchaba su voz? ¿O estaba porque sí lo hacía? ¿Están aunque no se le escuchen en la inmensidad solitaria de la nada?
Si la máscara que portaba lo hubiera permitido, alguien intuiría la conciencia de una sonrisa en mi rostro, pero ¿no era mejor así? Las tristezas y alegrías era mejor nutrirlas para sí mismo, entregando al resto de un mundo representados por caretas de Manzana de un Magritte sonoro en la neutralidad de lo anónimo.
Y aún así, entre toda esa uniformidad, se reconocían figuras y siluetas, sombras de lo compartido. Algunas más fáciles puesto que de la misma puerta en la sala, entraban a pares, así que por extensión, saludé a Jackie, ahora careta a careta, resonando aún en mi cabeza su pregunta... Por qué. Buscando también la respuesta imprecisa. ¿Por qué no?
Acostumbrada a reconocer el arte en los ojos de manos profesionales, olvidaba que rebosaba en cada sentimiento y ¿qué era sino eso? La expresión de lo que llevamos dentro.
Tomé un bote blanco. Uno cualquiera. Pinté la palma de la mano completa sin olvidar un rincón. Con un par de pasos vacilantes, avancé hasta el dibujo de las dos personas bailando y en lo secreto de una sala con ocho maniquís iguales, reconocí a alguien pequeña y grande a la vez, escuché la melodía que transportaba a los ecos de pasado e imperceptible. Sin mucha parafernalia, dejé la palma entre ambas figuras, uniendo con el meñique y el pulgar corazón con corazón — o al menos, donde debieran estar.
Entre los chapoteos líquidos de pintura, solo escuchaba palabras de alguien que no reconocía, rompiendo el frenesí de mutismo, cuando la cabeza de un rodillo mojado en pintura roja, se estrelló sobre la línea azul onduleante que recorría la sala. En lo inesperado, la marca dejó una mancha extendiéndose roja, resbalando senderos carmesíes en semejanza a un buen caldo que se desperdicia al caerse la botella al suelo en el mismo estruendo.
Y si pudiera sonreír, alguien la vería hacerlo de nuevo.
Aún restaba rojo pasión en la yema del dedo enguantado y finalizando el círculo que había comenzado varias salas atrás, dibujó un trazo rojo, redondo, limitado en sí mismo, del tamaño de una bola de ping pong. A terminar, la artista insegura observando su obra maestra, decide completarla, añadiéndole pétalos a la pelota y emborronando la flor en un frenesí de curvas orgánicas, espirales y frondosidad.
E igual y distinta, con huellas indelebles e invisibles que llevaría conmigo más allá de la pintura, me encaminé, discreta, hacia la salida.
¿O era la Entrada?
Ya hacía rato que en la sala ya no se escuchaban risas, conversaciones, saludos y presentaciones. Aquellos curiosos que se acercaron a la cortina, encontraron un maniquí vestido de mujer, en un estilo de los años 50. En su mano tenía una radio pequeña, que parecía un micrófono con carita.
Las paredes ya no eran blancas. Los colores fluían, mensajes que se enviaban unos a otros, de buenos deseos, de amistad, de rivalidades, de misterio, de amor. En aquel silencio, tan antinatural que era casi escalofriante, se abrió de pronto una escotilla en el techo. De allí bajó una chica, cubierta con uno de esos trajes de cuerpo completo. Tenía en sus manos una cámara de fotos instantáneas, y se acercó a cada pared.
El flash iluminó la escena una y otra vez, hasta que la chica estuvo segura de tener todo a buen recaudo. Entonces, armada con un largo rodillo, pasó las siguientes dos horas pintando la habitación.
Ya había estado en las salas anteriores, recogiendo los jarrones, reponiendo los rotos, limpiando el desastre con la botella en uno de los cuartos, rellenando cartones de huevos, guardando con mucho cuidado las teclas en los huevos especiales (que se abrían como una Matrioska pero solo si sabías como hacerlo, aunque partirlos era mas fácil y realista). Devolvió los microfonos a su sitio, desvistió a los maniquies, dejandoles puestas las gafas rosas, y cerrando los espejos.
Se secó el sudor de la frente. Todo volvía a estar blanco. Como una obra de arte efímera, quedaría grabada solo en la memoria de quienes lo vieron... Y en las instantáneas en su bolso.
***
-Nina, ¿eres tú?- La señora Constanza Villalobos, quien era aún una reconocida multimillonaria, había decidido pasar sus últimos años de vida sin grandes comodidades, mas allá de lo necesario para vivir. Su nieta Valentina era enfermera, y también heredera de la cuantiosa fortuna que crecía día tras día en los bancos suizos. Nina no deseaba más de lo que podía conseguir con su trabajo de enfermera, pero quería dar a su abue, la persona más maravillosa que había conocido, días de felicidad. De esperanza en una humanidad que la radio, la televisión, y las redes sociales hacían parecer más imposible.
-Ya llegué, abue.- Sonrió Nina. -Tengo muchas fotos nuevas hoy...-
-Oh, gracias querida. ¿Quieres cenar?-
-¡Claro! Traje huevos. ¿Hacemos tortilla?-
-Sabes que es mi favorita.- Sonrió la dulce abuela, reuniéndose con la joven que aún tenía una mancha de pintura blanca en el rostro.
Y con esto, me despido.
¡Gracias a todos, y feliz 2025!