La nada. Tienes la sensación de que ha pasado mucho tiempo. ¿Qué ha sucedido? Tus recuerdos están borrosos y desordenados... ¿Quién eres? Tu mente ha estado vagando en la nada durante demasiado tiempo, avanzando sin moverse para llegar a ningún sitio en particular. Cientos de recuerdos lentamente comienzan a volver a ti, recuerdos de toda tu vida. Ah, Sarthan, ese era tu nombre. Intentas abrir los ojos pero no lo logras, estás dormido, dormido en un sueño profundo, más profundo que cualquier otro que hayas vivido nunca. Te encuentras completamente solo en una nada sin fin. De pronto te miras la mano... tu mano... Es la primera vez en mucho tiempo que sientes tu cuerpo. Miras hacia abajo y ves tu abdomen, tus pies, piernas y brazos. También tu torso, pero sin la cicatriz con la que habías vivido toda tu vida pues, ya no la ves allí, destacando en tu pecho. Ya no es la nada, ahora eres tú. Tú en la nada. Mires a donde mires no encontrarás nada, pero tus pies pisan suelo y si lo intentases posiblemente podrías caminar en cualquier dirección, aunque lo cierto es que daría igual hacia dónde caminases pues sólo encontrarías... nada. Te sientes en una paz infinita y, sin embargo, hay algo extraño. No sabes decir qué es exactamente, pero sientes que algo no está bien, que algo se ha salido de su lugar.
Llevas tu mirada hacia un lado. Tu último recuerdo es haber llegado a Gran Torreón; junto a otras decenas de jóvenes habías estado esperando durante tres días fuera de los terrenos de la academia. Un anciano de aspecto sombrío y que por cuya vestimenta parecía ser alguna clase de sirviente se había acercado a ustedes les informado de que por motivos de fuerza mayor la prueba se retrasaría un par de días más. Exceptuando a unos pocos que se habían retirado, todos habían permanecido allí, en medio de un descampado con nada más para cubrirse durante las frías noches otoñales que las mantas de tela desgastadas que aquel hombre les había proporcionado. No faltaron quienes, sin comida para llevarse a la boca o faltos de abrigo, habían estado los últimos días en un estado deplorable, retorciéndose de hambre o frío sobre el pasto mojado.
Pasados unos días, un hombre encapuchado con cara de pocos amigos había aparecido frente a ustedes. Alegando ser un mago, los había conducido por el camino que llevaba a la academia. Luego de un par de horas llegaron al lugar, pero por lo que parecía no entrarían al imponente castillo; en cambio, el hombre les hizo formar nuevamente una fila fuera de una cabaña que había a unos cuantos metros de la enorme edificación. Exceptuando a un pequeño puñado de chicos, de la cual no habías vuelto a saber nada, todos los jóvenes habían salido de allí casi tan rápido como entraron, con evidente frustración en el rostro y cerrando los puños con rabia mientras se disponían a emprender su viaje de regreso a casa. Llegó tu turno. Dentro, dos magos esperaban sentados tras una gran mesa de madera, redonda y algo descuidada. Una chica con una capucha roja y de aspecto gentil te había dado la bienvenida con una sonrisa. El semblante de el mago más cercano a ti era era serio y levemente tenso, mientras que el tercer mago, un poco más anciano que el primero, mostraba una mirada de preocupación y nerviosamente golpeteaba la mesa con sus dedos mientras te analizaba con cuidado.
La misma chica te había explicado que analizarían tu potencial mágico, y que si eras apto para ser mago procederían a despertar tu alma. Te había explicado algo más sobre este proceso pero no lograste recordar qué. Te pidió luego que intentases dejar tu mente en blanco, para acto seguido apoyar sus dedos sobre tu sien. Sentiste una presencia que parecía estar intentando entrar en tu mente, pero no lo hacía. De alguna manera te escudriñaba de forma sutil, sin llegar a ver tus pensamientos pero tampoco siendo ajena a la existencia de estos, era... extraño.
Pasaron unos segundos hasta que la chica finalmente separó sus dedos de tu cabeza, y al hacerlo sentiste como aquella presencia se desvanecía. Te miró con curiosidad y cierta incomprensión, aunque también interés
—Interesante —dijo—. Nolan, ¿me harías los honores? —preguntó dirigiéndose al mago que te había mirado con cierta preocupación al entrar.
—Por supuesto... —dijo mientras se levantaba y se acercaba a ti. Te sonrió con cierta timidez y apoyó lentamente su mano sobre tu pecho. A los pocos segundos sentiste como un calor casi imperceptible recorría tu cuerpo y cambiaba algo en lo más profundo de tu ser. Tu visión se volvía cada vez más borrosa y el sonido llegaba a tus oídos a forma de susurros. Estabas perdiendo la consciencia. Lo último que escuchaste fue de Nolan decir «cuidado».
Desde entonces tu mente había estado vagando sin rumbo en aquella nada infinita e interminable. No había sido hasta hacía unos instantes que habías poco a poco recuperado tu consciencia podías por primera vez razonar sobre lo sucedido. ¿Cuánto tiempo habías estado así? Parecía haber sido una infinidad. Aquella sensación de que algo no estaba en su lugar se intensificó. De pronto te diste cuenta. Había algo detrás tuyo, sentías el murmullo de bestias, del viento y de la noche a tus espaldas, y al voltearte lo viste a un par de metros, suspendido en el aire. ¿Qué era eso? No estabas seguro de pero, por alguna razón, sentías que debías alcanzarlo.
Diste un par de pasos y estiraste tu mano hacia aquella cosa. En cuanto tu mano hizo contacto con uno de los puntos una poderosa onda expansiva te empujó hacia atrás, tirándote al suelo, o eso creíste haber visto, pues en cuanto te intentaste parar te percataste de que ya estabas erguido y en dos pies. Ante ti aparecieron de súbito dos pequeñas mesas de una refinada madera marmoleada hechas con arce oscuro.
Sobre la primer mesita podías observar un hacha ornamentada. El pulido mango hecho de ébano contrastaba con la reluciente cabeza del arma, hecha de algún metal opaco, de un color blanco crema. Tenía tallado en el carrillo una detallada planta de espinos acompañada por unas inscripciones en un lenguaje que jamás en tu vida habías visto y por ende no pudiste comprender.
Sobre la segunda mesa, un pequeño frasco cuadrado junto a una delicada pluma negra cuyo raquis, al igual que el hacha, contrastaba con los filamentos negros por su sólido color blanco. En la punta tenía un plumín que chorreaba un poco de tinta negra.
Entre medio de las dos mesas apareció, al igual que estas dos, de súbito, un pequeño árbol de papiro, famoso por tener aquella corteza fácil de extraer y usada en gran parte de Shinie como sustituto del papel refinado.
—Elige —dijo una voz que no supiste reconocer de dónde provenía.
Estoy a oscuras, aunque llamar a eso oscuridad no sería lícito porque no hay luz, ni color, ni contraste alguno. Me siento rodeado por una distancia interminable, pero tampoco eso es cierto, pues no hay centro, ni norte, ni referencia en dónde estoy. Estoy? Todavía existo? Me pregunto cuánto tiempo pasó, y la inquietud se me hace absurda en sí misma, en lo eterno no hay un antes y un después, ni un comienzo ni un fin. La experiencia de una existencia inmanifiesta me conmueve, me llena de algún modo, me siento vacío y completo a la vez, sin que nada me falte, sin carencias ni problemas. Podría asegurar que es perfecto, pues sin lugar a dudas esto no tiene error, aunque tampoco aciertos. La idea de tener, de poseer, de lo que es propio, en una existencia sin cosas ni identidades no tenía el menor sentido. En realidad, ni la existencia estaba asegurada allí, aunque pensándolo bien, si podía cuestionar mi existencia entonces había algo, por incorpóreo que fuese, que existía de mi.
Sarthan. Así me llamaba mi padre, y todas las personas que había conocido cuando estaba vivo, porque lo estuve, eso lo recuerdo. Vienen a mi mente más imágenes de otro tiempo, de otro espacio. De un tiempo y un espacio, porque aquí y ahora no hay nada que pueda definirse de ese modo. Entonces mi cuerpo va tomando forma, una que contrasta con el vacío en el que me encuentro. Estoy desnudo, limpio, sano, y la ausencia de la cicatriz de mi pecho me hace pensar que no es realmente mi cuerpo el que se ha manifestado, aunque tal vez éste sea el verdadero, el puro, el sagrado, y el otro que solía usar fuese sólo una cobertura para caminar en un mundo como Shinie.
Cuidado. Recuerdo que eso fue lo último que escuché. Un hombre me lo dijo, un mago. Estaba con varios de ellos, de los pocos que quedaban. Muchos como yo habían ido en una búsqueda al Gran Torreón. No importa, los vi salir, irse sin haberse encontrado. Yo en cambio no había salido, no aún, mas bien había entrado aun lugar sin espacio, a un momento sin tiempo. Ella había entrado en mi mente, con delicadeza, y él había tocado mi pecho, con timidez y calidez. Ni mi mente se resistió al escudriñamiento de la mujer, ni mi cuerpo a la calidez de la mano de aquél hombre. Primero me fusioné con ellos, de algún modo, fue entonces cuando me perdí.
A mi espalda escucho un murmullo, millares de estrellas que se mueven sin detenerse, formando una imagen armoniosa que se recrea a sí misma una y otra vez. Estiro mi mano, entonces algo sucede. Al fin algo sucede. La dualidad se manifiesta, el negro y el blanco, lo grande y lo pequeño, lo pesado y lo liviano, la materia y la palabra, lo tangible y lo intangible. El hacha encierra en sí misma aquella dualidad, al igual que lo hace la pluma. Siempre es así, en todos los mundos. Y entonces para mí sorpresa aparece un arbusto entre las dos mesas. Vida en medio de aquella materia inerte, color en medio de ese contraste monocromático. Me doy cuenta que esa planta está en frente mío, representando de algún modo otra dualidad, la quietud y el movimiento, la planta y el animal, lo pasivo y lo activo, el que contempla y el que acciona. Una voz me pide, me ordena o me suplica, no sabría decirlo, que elija.
Elegir un extremo? Para qué? Acaso alguno es mejor que otro? No encierra cada uno su propia plenitud? Me revelo en un comienzo a tener que someterme a aquello, no lo hacía en Shinie, dónde todos vivían divididos, menos lo iba a hacer allí dónde todo eran posibilidades. Y entonces surgió, como un destello, como una de esas estrellas que había visto, una idea que aceptaba el reto pero con mi propia impronta, un camino que allí no estaba presente pero en realidad lo estaba, porque no existía aún pero podía gestarse, podía nacer de la unión de todos los extremos de ese cuadrilátero, podía cobrar existencia pero no ya de la voluntad de quién sea que me estaba sometiendo a elegir, sino de la mía, la cual tal vez era compartida por los cuatro.
Entonces me acerco a la planta con mi cuerpo animal, y estiro una de mis manos para tomar el hacha. El arma es excelente y la uso para cortar el tallo. Apoyo la rama que corté sobre la mesa, me valgo del filo del metal para quitarle la corteza y dejar al descubierto el centro. Luego uso la parte plana del hacha como si fuese un martillo, golpeando el blando corazón del papiro contra la mesa, aplastando la pulpa con suavidad, hasta que queda una capa delgada. La tomo entre mis manos, parece que va a deshacerse pero no es así, resulta ser resistente y flexible. La apoyo en la otra mesa, tomo entonces la pluma y sumerjo su punta en el frasco de tinta negra, y luego hago un trazo sobre la blanca lámina.
La imagen es simple, un símbolo, en el idioma en el que esas estrellas me habían hablado. Me evoca una sensación de continuo movimiento y de quietud, de principio y de infinito. He visto eso antes, en un caracol cuando llegué a la costa tras haber saltado al vacío la noche en que cambió mi destino. Ahora aparecía de nuevo, se había presentado en otro vacío pero en la misma soledad, y de algún modo forjaba nuevamente mi destino.
Experimentaste una sensación de disgusto, pero no era tu disgusto sino el de alguien o algo más... ¿El de la voz quizás? En cualquier caso, luego de unos instantes aquella sensación pareció esfumarse por completo para en cambio dejar lugar a una de intriga y aceptación, que tampoco te pertenecían.
—Entiendo... Entiendo... —dijo la voz, pensativa.
El espiral que habías trazado con la pluma comenzó a tomar brillo propio y antes de que pudieses hacer algo al respecto ya brillaba con tal intensidad que tus ojos no podían permanecer abiertos, y no pudiste evitar llevarte una mano a la cara en un intento fallido de evitar que la luz de deslumbrase. Estabas acostado sobre algo mullido y confortable. Una sensación muy similar a la resaca se había asentado en tu cuerpo, pero te abandonó casi por completo con la misma velocidad con la que había aparecido. Podías sentir la presencia de alguien que te observaba y escuchabas su respiración en el silencio de la sala. Quizás... ¿te estabas despertando?