Partida Rol por web

TRIGÉSIMO QUINTO DÍA DE LA RUPTURA DE LA ROCA.

AÑO: 4715 RA.

MES: FARASTO (INICIOS DE LA PRIMAVERA, MES TRES).

DÍA: 8, DÍA DEL SOL.

HORA: HACIA LA MEDIA MAÑANA. - CLIMA: CIELO DESPEJADO. TEMPERATURA TEMPLADA.

Mis ojos recorrieron el carro deteniendome apenas un instante en cada objeto. Cuando acabé solté un rápido suspiro y di comienzo al registro de nuevo para confirmar, con una sonrisa resignada, lo que ya había concluido en el primero.

- No hay nada que no sea lo que parece ser... Se puede repartir la carroña entre los buitres sin problema.

TRIGÉSIMO QUINTO DÍA DE LA RUPTURA DE LA ROCA.

AÑO: 4715 RA.

MES: FARASTO (INICIOS DE LA PRIMAVERA, MES TRES).

DÍA: 8, DÍA DEL SOL.

HORA: HACIA LA MEDIA MAÑANA. - CLIMA: CIELO DESPEJADO. TEMPERATURA TEMPLADA.

El Chamán Rastrojo tenía un extraño don para comunicarse con la gente; al final de la conversación, dejaba claro que era un amigo en quien se podía confiar, y daba consejos siempre adecuados.

-Sí, puedes estar tranquilo, que no haré nada sin comunicarlo antes.

Aspiró fuerte; algo olía raro. Reparó en que era la carroña que le seguía, que se mantenía a pocos metros de él, siempre mirándole fijamente, rodeado ahora de una cohorte de moscas zumbonas.

-Quizá no me haya expresado bien, pues ya sabes que soy poco hablador, pero antes de dar parte de nada... quiero asegurarme de que es cierto. Será pronto, si todo sucede como parece que debe. Pronto.

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DÍA: 8, DÍA DEL SOL.

HORA: HACIA LA MEDIA MAÑANA. - CLIMA: CIELO DESPEJADO. TEMPERATURA TEMPLADA.

Lombriz sintió un nudo en la garganta cuando el cabo Barril hizo mención a que estaba ocioso. Ya había terminado todo lo que tenía que hacer, pero por el tono de su superior se sentía como si no lo hubiera hecho. Aquel robusto guerrero tenía una voz y algo más que le ponía nervioso. — Así... así es señor. Todo está preparado. — Respondió firme como estatua. 

Más personas habían llegado y eso fue un alivio para el infante, quien no quería quedar como el único curioso de la duodécima. Aunque ese alivio duró poco. Estaba por acercarse a Cielo, cuando otra vez la voz del cabo se hizo escuchar. Esta vez con una reprimenda y amenaza generalizada. Así que haciendo caso a su instinto de supervivencia salió raudo de ahí. 

No volvería a acercarse a un carro a menos de que le dijeran, eso le pasaba por curioso y para colmo ninguna cosa de allí le gustó. 

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Tarado seguía en la tienda de los heridos. Ballestero había sido claro indicando que era Plumilla quien tenía que autorizarle para poder ayudar en la cocina.

Buscó a Plumilla y en cuanto tuvo ocasión solicitó el permiso.

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DÍA: 8, DÍA DEL SOL.

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Reyezuelo despertó en la tienda de heridos recostado boca abajo. La espalda le escocía fuertemente allí donde los varazos propiciados por el Cabo Ponzoña le habían abierto la carne, lo que se sumaba a las graves heridas que aún no sanaban producidas en la última batalla. La piel de su brazo izquierdo tenía una marca grabada a fuego con la forma de la hoja de una daga, la de su maestro. La rozó con la yema de sus dedos, aún le ardía. Marcado como un caballo... no, como esclavo. Una huella que perdurará como recordatorio de mi deshonra por desobediencia. Reyezuelo suspiró.

Un deje de su orgullo alicaído le hizo formar una media sonrisa al recordar que aguantó el dolor del castigo sin gritar ni gemir. Reyezuelo no lo sabía aún, pero esa sería la última vez que sonreíría hasta quien sabe cuándo.

Miró a su alrededor.

Encontró a un costado su taparrabos y vestimenta de noble, pero algo faltaba, tardó un segundo en darse cuenta y abrió sus ojos de par en par violentamente. ¡Mi capa!

Se olvidó completamente de sus heridas y se levantó. Ni su capa ni su broche de plata estaban allí, y entonces se dió cuenta. Me han degradado. Yo... Ya no soy un hermano juramentado de la Duodécima. Sintió que un puñal le atravesaba el corazón.

¿Qué era esta clase de dolor? Hacía parecer minúsculo al dolor de sus heridas en la carne, tán así que ya ni las sentía. Era el dolor de su orgullo haciéndose añicos hasta quedar totalmente devastado.

Reyezuelo deseó haber muerto junto a Desastre, o quizás durante el castigo, así al menos habría partido al otro mundo conservando su esencia. Ahora, en cambio, había muerto también, solo que de otra forma.

Se quedó parado en silencio con la mirada perdida unos largos minutos hasta que un ruido del exterior lo espabiló. Miró hacia el campamento por una de las aperturas de la tienda, estaban de preparativos. Vió por primera vez a los zombus de Fadresh, no entendía nada de lo que estaba pasando, pero tampoco mostró interés. ¿Qué importa ya todo?

Una hermosa pluma de faisán cayó desde su cabellera y la atrapó a la altura de su cintura. Sabandija... Pensó con seguridad, tenía que ser un regalo de aquél, pues se conocían bien y sabía cuánto apreciaba Reyezuelo aquellos ornamentos.

Una pequeña ráfaga de aire la hizo volar desde su mano, el castor no hizo esfuerzo por agarrar la pluma, ni levantarla del suelo. La expresión en su rostro había cambiado, el noble K'halta que siempre se mostraba tan lleno de vida y altivo, tenía en vez una mirada apagada y falta de emoción, un semblante que hacía recordar al de los revividos del inquisidor.

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Había estado hablando brevemente con Ponzoña antes. Desde donde estaba puliendo obsesivamente pequeñas piezas desmontadas de su ballesta, de vez en cuando, miraba en dirección a su tienda. Debía estar ocupado, y quizá...

Se levantó meneando la cabeza y se fue hacia Barril para buscar un aparte con él.

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—Señor —saludó —. Cielo tiene permiso para hablar con el Inquisidor, ¿cierto? Nadie me ha dicho nada, pero lo han hecho con tanto descaro que supuse... Necesito que alguien me lo confirme.

El grueso Oscuro se volvió para atender las palabras de Ballestero. Parecía que intentaba solucionar el asunto del nuevo equipo con rapidez, si bien el comentario del enjuto K'Hlata le había llamado la atención.

— No sé nada de ese asunto, acabo de llegar al campamento. Sin embargo se ha determinado que Cielo se quede en Carnonegro para bajo el mando de Cabo Ponzoña, ya que Mago Serpiente debe examinar la naturaleza de su transformación.

Si ha hablado o no con Fadresh es algo que le preguntaré a éste último de camino a Cántaro Roto. Más no te puedo decir, Ballestero. —

Barril se volvió de nuevo hacia el carro de no añadir más el Segundo de Hostigadores, ya que esperaba acabar cuanto antes el asunto de intendencia pendiente.

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—¡Cielo! —llamó Ballestero señalando al K'latha tatuado. —¡Ven a nosotros! —Estaba con Barril con quien acababa de hablar brevemente.

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Luego de que Grito le indicase lo de hacer más silbatos, y Ballestero lo de las armas de entrenamiento, se dedicó a entrenar durante un rato más con su clava de guerra. El arma era pesada y estaba toscamente balanceada, pero cumpliría su función, y además, por la sensación que dejaba en los hombros al esgrimirla, los acabaría fortaleciendo mucho.

Cuando se dio cuenta de que los preparativos estaban casi listos en la infantería para irse, decidió acercarse a Sabueso para despedirse.

— Pelea bien, Sabueso —deseó el leñador—. Nos veremos pronto —le tendió la mano para estrechársela, a la expectativa de si el enjuto monje sabría qué significaba un apretón de manos. Era una convención social de reconocimiento entre iguales, y no sabía si en su convento raro acostumbraban hacerlo también. Al menos, que el recordase, no había visto a Sabueso estrechar manos nunca.

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Sabueso aguardaba con la manta que le había dado Analista junto al caballo de éste, mientras se hacían los últimos preparativos. Giró despacio su rostro torturado hacia el leñador ignorando la mano tendida, como si no se hubiera dado cuenta.

— Gobaldet. No puedes mirar por mí, ni yo puedo por ti. — le respondió, teniendo presente la conversación de días atrás. Entonces, con un movimiento lento y calculado, Sabueso levantó su mano quemada y estrechó vacilante la de Gobaldet, mucho más firme y recia. La segunda mano que había estrechado en su vida. Tenía que practicar más, temía. — Pero nos volveremos a ver, Gobaldet. Vivos. Sí. Tal vez.

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Un rápido intercambio de palabras en voz baja, con un Capitán que parecía estar valorando algo antes de asentir, culminó en lo que a todas luces era el reparto de su contenido. Una vez aquello quedó aclarado, el oscuro volvió a ponerse en movimiento. Pronto la comitiva de Cántaro Roto saldría para allá, y esperaba que volvieran igual que se iban a marchar, aunque no se atrevía a esperar tanto. 

Sin embargo, también había otros asuntos que atender. Asuntos que, al parecer, se habían pospuesto, pero que no podían ni debían quedar en el aire. Acudió en busca de un objeto, uno del que los mandos ya habían hablado, antes de salir con el mismo en dirección a la tienda de los heridos. Una espada corta. 

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Levantó la cabeza en cuanto oyó la voz de Ballestero convocándole.

-¡Voy!

Y se encaminó rápido hacia desde donde era llamado, sintiendo, más que viendo, al revivido que, a su paso, se seguía. Más le valía acostumbrarse a esa "sombra", pues...

Pudo observar que el Cabo Barril estaba también por allí. Sentía la natural curiosidad por saber el motivo de la llamada. Puede que se tratase de algún encargo, puede que alguna pregunta sobre la conversación que acababa de tener, o puede que...

Casi mejor era no especular. No era su especialidad.

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Apenas si presto atención al grupo que llega procedente de Carnonegro. De sobra sé lo que un recluta puede esperar de cualquier cosa que hayan conseguido: nada o, en el mejor de los casos, las sobras a punto de caerse a pedazos.

Por lo tanto lo que hayan traído no es de mi incumbencia, y sí lo es en cambio la seguridad del campamento. Por lo tanto me mantengo atento a comprobar que nada se acerque en el momento que más distraídos estamos.

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Me acerco a mi cabo con cuidado mientras miro los objetos que le han dado para repartir. Cabo Ponzoña digo, haciendo el saludo de la compañía, lo cierto es que sigo necesitando algunas lanzas cortas. Si pudiera tener una de esas, podría usar la mía para arrojar. O si tuviéramos alguna en el fondo común de la compañía... no sé... Aunque tampoco es que sea muy habilidoso lanzando lanzas, así que lo que usted prefiera.

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Esperó a que llegara cielo junto a un impaciente por salir Barril y habló con él cuando lo hizo.

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—Cielo. Quiero preguntarte si algún oficial, un mago, Analista, un cabo, alguien, te ha dado permiso para hablar con Inquisidor. —Volvió brevemente la vista a Barril. —Lo hizo con mucha seguridad y, pensando en su problema, pensé que quizá había sido así. Sin embargo me ha quedado la duda, y prefiero aclararlo.

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El reparto de armas siempre era bien recibido, sin duda un aliciente en forma de material.  El carro fue vaciado con presteza dejando el carruaje libre para recibir la carga que se agolpaba con los preparativos, sin duda el carro iría hasta arriba de carga ya que no se trataba de una misión de unos días sino de conseguir un segundo asentamiento de larga duración.

Tan pronto el carruaje estuvo en posición, los bultos se apilaron con rapidez dejando en la parte baja el material más pesado que sirviera de base al resto de elementos.  Los hombres apuraban la ración y llenaban los odres con agua fresca, la impaciencia por partir se empezaba a palpar en el ambiente, todo parecía estar en orden tan solo restaba la orden de Capitán.

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Esa era la pregunta oportuna, y justo a la que debía responder.

-No, Segundo. Fue precisamente él quien se dirigió a mí, sabedor de... lo que ha sucedido. Me ha contado cosas, cosas que ya sabía en parte, y que no ha hecho sino confirmarme. Ahora tengo la certeza de que cosas que funcionaban de una manera en nuestro mundo, también lo hacen aquí. Cosas que tendrá que saber el Capitán, por lo que puedan representar.

Miró al Cabo Barril, allí presente. Ballestero había obrado perfectamente al sacar el tema con él delante.

-Cabo, antes debo contárselo a usted, como mi superior inmediato. Ello explicará... -Señaló con la cabeza a la carcasa andante que se mantenía a unos pasos de él- Ballestero, ¿nos disculparías un momento? Que lo sepa más o menos gente, no depende de mi criterio. Prefiero que el Cabo decida.