LA COMPAÑÍA NEGRA 3: CEMENTERIO DE LA COMPAÑÍA.
- Escena para recordar y honrar a los muertos de la Compañía Negra.
DÉCIMO SEGUNDO DÍA DE LA RUPTURA DE LA ROCA.
AÑO: 4715 RA.
MES: CALISTRIL (MITAD DEL INVIERNO, MES DOS).
DÍA: 13, DÍA DEL FUEGO.
HORA: POCO DESPUÉS DEL OCASO. - TIEMPO: TIEMPO EN CALMA.
URO (SOLDADO NUEVO DE LA ESCUADRA DE HOSTIGADORES): MUERTO A MANOS DE ESQUELETOS QUE ATACARON ESA NOCHE LA GRANJA MALDITA, GUIADOS POR UN EXPLORADOR DE ZON-KUTHON.
Una cálida penumbra inundaba el interior de la choza. Las sombras desdibujaban el austero mobiliario, acariciando con afecto cada uno de los objetos que el viejo curandero había ido atesorando a lo largo de su vida y dando un toque onírico a la amplia estancia. Un sinfín de abalorios, collares y coronas de hierba trenzada colgaban del tejado de paja, meciéndose indolentes al son de la suave brisa otoñal que entraba por una ventana abierta. Las paredes estaban cubiertas por sencillos estantes repletos de viales, frascos y pequeñas figuras de madera tallada.
Bharin traspasó el umbral y dejó caer a su espalda la gruesa piel de oso que servía de puerta. Un silencio sereno, solo interrumpido por el intermitente croar de las ranas de un arroyo cercano, le envolvió como el abrazo de un amigo largo tiempo ausente. El muchacho se tomó unos segundos para que los ojos se acostumbraran a la escasa luz.
—¿Maestro...?— susurró escudriñando la oscuridad.
—Acércate, mi joven aprendiz...
La cascada voz procedía del rincón más alejado de la estancia. Allí, sentado en una mecedora junto a un viejo brasero de bronce, aguardaba el anciano, contemplando las estrellas a través de la cercana ventana. Con una mano de piel negra y apergaminada, echó con tembloroso pulso una pizca de polvos a los moribundos rescoldos. Tras un ligero chisporroteo, la habitación se llenó con el tenue y dulzón aroma del incienso.
—Hoy es noche de historias, maestro— dijo el joven tras acercarse y acomodarse en el suelo, a los pies del brasero.
—Y de despedidas, también... ¿No es cierto...?— respondió el curandero, con una sonrisa desdentada. Bharin hizo ademán de levantarse cuando una tos explosiva obligó a su maestro a doblegarse como un junco en una tormenta—. Estoy bien, muchacho...—alcanzó a susurrar entre jadeos el viejo—. Poco falta, pero todavía no es mi hora. Cuéntame, ¿a dónde os dirigís...?
—Mañana partiré hacia las tierras herejes con una partida de castigo... —admitió Bharin, renuente—. Los paganos rebasaron nuestras fronteras hace tres días e instalaron un asentamiento al norte de las montañas, más allá del Bosque Anillo. Su afrenta no puede ignorarse. ¡Son un insulto a nuestro Dios!
—Los dioses solo se preocupan de los dioses, muchacho... —replicó el maestro. Un profundo cansancio empañaba el tono de su voz—. Los hombres no deberían verter sangre en su nombre. Los espíritus de nuestros muertos dan más consuelo y guía que cualquier dios que haya conocido.
—No he venido a discutir, maestro. —Con el paso de los años, el viejo santero había perdido todo miedo a la blasfemia, pero por suerte Bharin era el único con el que se sentía lo suficientemente libre como para soltar la lengua. Eso incomodaba al aprendiz, pero el afecto que sentía hacia su decrépito mentor hacía que le perdonara sus deslices—. Tan solo quería llevarme a mi viaje alguna de tus vivencias para que me sirviera de guía y consejo, como tantas otras veces ha sido.
El anciano permaneció unos instantes en silencio, mesándose con parsimonia la enmarañada barba. Las brillantes hebras de plata que decoraron antaño la negra y rizada mata que le cubría desde la mandíbula hasta la mitad del pecho, hacía tiempo ya que se habían apoderado de toda la barba hasta convertir el rostro del maestro en una desgastada máscara de ébano rodeada por un níveo halo de vello ensortijado.
—Como desees, pues... —concedió indulgente el curandero. Con notable esfuerzo, el hombre se incorporó y se dirigió renqueante hacia las estanterías que decoraban la pared sobre la cabecera de su camastro. Esos estantes estaban repletos de pequeñas tallas de aspecto humanoide—. Déjame ver... —musitó el anciano mientras repasaba con la mirada su curiosa colección. Primero tomó una figura que representaba a una mujer con cabeza de Jaguar que empuñaba dos cimitarras con los brazos en cruz—. No, esta no...
Tras dejar la miniatura en su sitio, siguió cogiendo otras tallas y desechándolas entre murmullos: una de un guerrero de tez pálida, que empuñaba dos espadas y de cuyas muñecas colgaban sendas cadenas; otra que, por su desproporción, debía de tratarse de un gigante que alzaba al aire una especie de lanza o alabarda. Soltó una risa rota y áspera al sostener por unos instantes la talla de un hombre negro con un pájaro negro posado sobre la cabeza, pero también esta fue descartada. Finalmente se decidió por una figura tallada en una madera de negras vetas. Representaba a un salvaje que sujetaba una cabeza cortada en cada mano. Cojeando, regresó hasta su asiento y colocó la figurilla en una peana en el borde del brasero. De una de las abullonadas mangas de la túnica, extrajo un puñado de diminutas escamas de cristal rojizo y lo lanzó a las moribundas brasas. Una humareda carmesí empezó a brotar y a llenar lentamente la estancia hasta que maestro y pupilo quedaron rodeados por una neblina del color de la sangre. Nada parecía existir más allá de ellos y el brasero. Los ojos de Bharin lagrimeaban por el humo y un sabor agrio se arrastraba por su garganta, como tantas otras veces que había visitado el Mundo de los Sueños de la mano de su maestro. Las palabras del anciano llegaron hasta él a través de la niebla, cálidas y esponjosas como un suave y mullido cojín, para transportarle a un pasado remoto y mágico.
—He aquí la historia de Uro, el Ungido...
La talla de madera pareció crecer ante los ojos del muchacho y la vida se filtró en la inerte madera. Los brazos se alzaron sosteniendo los crueles trofeos y la boca de la figura se abrió en un alarido silencioso de furia desatada. Bharin dejó de existir más allá de sus ojos. La niebla dibujaba siluetas amorfas y sinuosas a su alrededor.
—Uro nació en la Sagrada Sabana, allá en el Primer Mundo, entre las gentes de la tribu de los Cazadores de Cabezas. —Las palabras parecían resonar directamente dentro de su cabeza, sin pasar por los oídos. Directamente en su alma—. Los Cazadores eran una tribu de guerreros temidos por su arrojo y su brutalidad. No combatían por ambición o por venganza; luchaban alegremente por y para mayor gloria de su Diosa Durmiente. Según sus creencias, si derramaban la sangre suficiente, su Diosa despertaría y ellos serían el pueblo elegido.
Ecos de tambores de guerra palpitaban desde el interior de la bruma, acompañados por gritos de batalla y el fiero canto del acero.
—Había uno entre ellos que descollaba por encima del resto. Ese era Uro, el salvaje campeón de los Cazadores de Cabezas. Los chamanes de la tribu le ungieron con los sagrados aceites y cubrieron su piel con los tatuajes de la Diosa. Según sus profecías, estaba destinado a ser el Elegido que anegaría la Sagrada Sabana con la sangre de los enemigos caídos, trayendo de vuelta a su cruel deidad. Tan devoto era Uro y tanto creía en su sacro destino, que incluso se alejó de su gente en busca de una senda que pudiera reportarle más enemigos y más muerte. Para él no era suficiente con vencer a las tribus rivales, necesitaba más oponentes y cuánto más poderosos mejor. Así fue como sus pasos le llevaron hasta la Hermandad Negra.
Estoicas siluetas hechas de vaporoso humo empezaron a alinearse alrededor del brasero, creando una muralla de hombres sin rostro cubiertos de armaduras rojizas. Al unísono, todas ellas alzaron un puño hasta el pectoral de sus corazas lanzando un grito en un idioma desconocido, con una sola voz.
—Muchas fueron las batallas que libró el Ungido. Muchas fueron sus heridas y muchas más las muertes que se cobró en ese camino de sangre y predestinación. Sus tatuajes eran grietas en la realidad que servían de ventana para que su Diosa pudiera contemplar con regocijo las matanzas que el Elegido cometía en su honor. Pero lo malo de las ventanas, muchacho, es que cualquiera puede asomarse a ellas...
La niebla pareció oscurecerse y las filas de soldados se desdibujaron hasta desaparecer. Una ominosa silueta de proporciones inmensas se cernió sobre Bharin desde una altura imposible. Dos ascuas de brillante luz refulgían allá donde deberían estar sus ojos. Tal y como un hombre se agacha para estudiar un diminuto insecto, la criatura echa de negro humo se inclinó hasta que su terrible y gigantesco rostro pareció ocupar toda la visión del aprendiz, que intentó sin éxito apartarse o esconderse. Pero cuando uno ha perdido el cuerpo, es difícil agazaparse...
—La Oscuridad usó la puerta que era el vínculo que unía a Uro con su divinidad para extender sus crueles raíces en el corazón del guerrero, alimentándose de su fuerza y su devoción. El Ungido se fue retrayendo poco a poco, aislándose de sus hermanos y apagándose como la vela que arde durante demasiadas horas en la noche. Cuando la Hermandad Negra cruzó al Segundo Mundo, la Diosa Durmiente quedó atrás y, con ella, los últimos retazos de fuerza y de pasión del antiguo Cazador de Cabezas. Y la Oscuridad no tardó en llegar...
Una voluta de humo se desenroscó desde la neblina circundante como un tentáculo de vapor. Su extremo se retorció alrededor de la talla de Uro y Bharin creyó distinguir una mueca de sufrimiento y tristeza que por un instante se reflejó en el rostro de madera. Cuando la garra de vaho rojizo se apartó de la figurilla, el aprendiz pudo contemplar horrorizado como un corazón humano palpitaba entre sus engarfiados dedos de niebla. Un chillido de torturada angustia estalló en los inexistentes oídos del ente incorpóreo que era Bharin.
El aprendiz despertó entre toses, pálido y desorientado. El curandero estaba junto a él, de rodillas, y le ofrecía afectuoso un cuenco de agua fresca. Bharin bebió con ansia para borrar el amargo sabor del humo alucinógeno. Tras unos minutos de jadeos y sudores fríos, pudo incorporarse y recuperar un ritmo de respiración normal.
—Lamento haberte llevado a este viaje tan funesto, pero quería que vieras el peligro de la senda de los dioses. Su voluntad es caprichosa y los hombres solo somos peones en sus juegos de poder...
Unas violentas toses embargaron al anciano, convirtiendo su rostro en una máscara de dolor.
—¡Maestro! —gritó Bharin alarmado, incorporándose para sostener al anciano.
Le tomó entre sus brazos y le ayudó a llegar hasta la cama y tumbarse. Lágrimas de sudor perlaban la frente del achacoso santero cuando le arropó con el cariño de un hijo.
—Debes descansar, maestro.
—No te preocupes por mi, muchacho... Estoy preparado para el final...
—No digas eso. Cuando vuelva, subiremos al lago con tu viejo carromato, como cuando solo era un crío, y veremos a las truchas saltar a la luz del ocaso.
El curandero sonrió. Manchas sanguinolentas decoraban sus desportillados dientes.
—Parte ahora, muchacho... Deja que este vejestorio duerma un poco...
Bharin se despidió y abandonó la cabaña, preocupado por la declinante salud de su maestro. Con gusto se hubiera quedado a cuidar de él, pero tenía una misión y la partida de castigo iniciaría su viaje antes del amanecer. Solo esperaba que el curandero aguantara hasta su regreso.
Al anochecer del tercer día tras la marcha de Bharin, llegó el final para el viejo santero. La noche era inusualmente fría y un coro de ranas parecía querer despedirse del enfermo entonando su triste croar desde el cercano arroyo. El anciano aguardaba su momento postrero sentado en su desastrada mecedora, cubiertas las piernas con una raída manta. A medianoche, los batracios callaron de golpe y la cabaña quedó en silencio. El mundo pareció detenerse y contener la respiración.
—Sabía que vendrías, viejo amigo... Lo sentía en mis maltratados huesos..—balbució el curandero, moribundo.
La piel de oso que hacía las veces de puerta se echó a un lado lentamente. Una figura hecha de sombras se recortó contra la noche, en el umbral de la choza. En la oscuridad reinante era imposible saber de quién se trataba, pero dos esquirlas de fuego verde brillaban allí donde el desconocido debería tener los ojos.
—¿Vienes a acabar lo que empezaste...?— graznó el curandero, apartando con una temblorosa mano su blanca barba y dejando al descubierto una antigua y desdibujada cicatriz que le recorría la garganta de lado a lado.
El recién llegado cruzó la estancia con paso sereno. El sonido del roce de metal contra metal acompañaba sus pausados pasos. Se detuvo como una estatua de metal negro frente al curandero e hincó una rodilla en tierra para que sus ojos pudieran estar a la misma altura.
—He venido parrra llevarrrte al Mausssoleo... Hay un lugarrr parrra ti junto a tusss herrrmanosss...
Su voz era seca y áspera como el estancado aire de una tumba olvidada. Un tenue aroma a flores marchitas y polvo llegó reptando hasta las fosas nasales del anciano. El visitante alzó una mano cubierta por un guantelete oxidado y apartó delicadamente el brasero ya apagado que se interponía entre los dos. Por un instante, una fina pátina de escarcha dibujó telarañas de hielo sobre la deslustrada superficie de bronce del brasero.
—La Duodécima ya no existe, eremita... —susurró el antiguo Pies Rojos con su último aliento.
Esas fueron sus últimas palabras.
El recién llegado desenganchó una pequeña talla de madera que colgaba de su cinturón. Era una figura que representaba a un soldado cubierto de armadura de pies a cabeza, con el rostro oculto tras una siniestra máscara mortuoria. Después de dejarla en el alféizar de la ventana, el desconocido tomó con inusitada ternura entre sus acorazados brazos el cuerpo exánime del anciano, como si no pesara más que una ligera pluma.
—Hicimosss un jurrramento, Chamán Rrrojo... Ni la muerrrte puede rrromperrrlo...
Y con paso quedo, abandonó la cabaña llevándose a su último hermano.
DÉCIMO CUARTO DÍA DE LA RUPTURA DE LA ROCA.
AÑO: 4715 RA.
MES: CALISTRIL (MITAD DEL INVIERNO, MES DOS).
DÍA: 15, DÍA DEL SOL.
HORA: POR LA TARDE. - CLIMA: CIELO GRIS OSCURO. HACE FRÍO.
MATADOR (SOLDADO NOVATO MESTIZO, ESCUADRA BARRIL DE LA INFANTERÍA): SE SUICIDÓ CON SU HACHA CHONDELORIANA, TRAS SER DERROTADO POR EL GARROTAZO DE UN MUTANTE, TRAS HABER MATADO A ADRIANA DE PANGOLAIS, DANDO ASÍ CUMPLIMIENTO AL OBJETIVO PRINCIPAL DE LA MISIÓN ENCOMENDADA POR SELDOCHA.
DE VUELTA AL BARRO
Justo cuando pensó que regresarían a casa, sucedió.
Bajó las defensas. No el escudo, ni el hacha, si no las defensas de su mente. Dejó que la Bestia se apoderase de él. Matador ni siquiera lo vio venir. No lo demandó, ni lo exigió; ella se apoderó. La Gran Niveladora se adueñó de su cuerpo en un santiamén. Giró la cabeza, con los ojos inyectados en sangre, lo que sumado al conjunto de la sangre que le brotaba a borbotones del agujero en el cuello, de las quemaduras de ácido de la sangre de Adriana, y del hacha con el aura maligna, lo hacía ver como un poseso Ávatar de la Muerte.
Se lanzó contra Caracabra con un poderoso hachazo que hendió el aire por encima de la joroba del contrahecho K'hlata. Soltó una carcajada lunática, y antes de lo que dura un parpadeo, su brazo del arma salió disparado como si tuviese voluntad propia, el hacha chondeloriana refulgiendo de energías impías. Sus instintos detectaron una presa, y se descargaron contra ella.
Sabueso.
El chorro de sangre que se derramó tras el potente hachazo se unió a los que había ya en esa parte del suelo. Su presa, sin embargo, escapó. La Bestia se puso a balbucear de forma ininteligible, viendo el filo de su hacha de forma desquiciada, murmurándole promesas de muerte a la siniestra arma. Ajeno a los enemigos que se le acercaban.
— ¡NO! —El hombre que estaba atrapado dentro de la prisión de ira escuchó al Cabo Barril y se levantó a luchar contra la Bestia— ¡NO DE NUEVO, NO TE DEJARÉ!
El cuerpo de Matador se retorció, y un grito gutural que escapó de su garganta selló la batalla interna. Sus ojos recuperaron el enfoque. Matador había ganado. Vio a sus compañeros alejarse. Aún podía alcanzarlos. Tendría que responder por sus acciones, acababa de atacar de nuevo a un Hermano Juramentado, y herido a Sabueso. Pero en el fondo, se sintió feliz porque todos regresarían a casa. Cruzó su mirada con la del Cabo Barril, y sonrió de par en par. Los poderosos cuádriceps del infante más rápido de la Compañía se tensaron, listos para impulsarlo hacia la salida y...
Un trueno le partió la cabeza en dos. Sus rodillas no pudieron sostener el peso de su cuerpo, y se doblaron. Matador cayó bajo el burdo garrote del mutante, y de alguna forma sintió los pasos de un segundo que se acercaba a rematarlo. Su vista se nubló por el golpe, al borde de la inconsciencia.
— Así que así se siente la muerte... No... No está del todo mal —La Rabia seguía ahí, pero Matador la disipó con la facilidad de quien espanta una mosca. De nada le valdría estar furioso. Pasó toda su vida estando muy cabreado; al menos disfrutaría de una muerte digna con pleno control de su mente. Sólo quería dormir... — Pero estos mutantes de mierda no me enviarán al barro. Incluso en estas condiciones puedo matarme a mí mismo mejor de lo que ellos podrán en su puta vida.
Matador, con el último esfuerzo de voluntad que pudo permitirse, levantó la mano del hacha chondeloriana al aire, sobre su garganta, mientras le dirigió una mirada a los últimos miembros de la Compañía que atravesaban las puertas de aquél estiercolero. Su garganta de desgarró con un rugido inhumano de batalla, y de victoria, que retumbó en los tímpanos de sus Hermanos incluso de manera más fuerte que el lamento final de Adriana. Era una despedida que recordarían siempre.
Dejó caer el hacha sobre su cuello descubierto y destrozado por la pelea con el monstruo. La recibió como una vieja amiga que siempre lo esperó pacientemente. No al hacha chondeloriana, arma que despreciaba; si no a la Gran Niveladora, que había llegado para llevárselo, libre de su eterna ira asesina finalmente.
— De vuelta al barro, Fierecilla —Oscuridad.
TRIGÉSIMO CUARTO DÍA DE LA RUPTURA DE LA ROCA.
AÑO: 4715 RA.
MES: FARASTO (INICIOS DE LA PRIMAVERA, MES TRES).
DÍA: 6, DÍA DEL FUEGO.
HORA: MEDIODÍA.
DESASTRE (RECLUTA DEL PELOTÓN DE INSTRUCCIÓN), MURIÓ COMBATIENDO CONTRA LOS SEGUIDORES NIDALESES DEL INQUISIDOR SERPEJO EN EL CAMPAMENTO PRINCIPAL DE LA COMPAÑÍA NEGRA JUNTO AL PUEBLO DE CARNONEGRO. FUE REMATADO EN EL SUELO A PATADAS Y PISOTONES POR UN MONJE DE LA ORDEN DE LA MANO ROJA. RESTITUIDO EN SU FUNERAL, LA NOCHE DEL DÍA SIGUIENTE, AL RANGO DE SOLDADO NOVATO, DE FORMA PÓSTUMA.
Se sentía pesada. Era algo (sentir, ser capaz de explicar las realidades de su ser) que le extrañaba. Antes no era así. Antes era la certeza sin pensamiento, el rumbo directo de los actos sin que los mismos fueran tocados por la duda o la reflexión. ¿Acaso reflexiona el viento con su soplo, la lluvia con su humedad, el río con sus aguas? Tampoco ella lo hacía. Con la insultante elegancia de sus ciento diez kilos de peso, notando el vientre abultado por su preñez, se tendió de lado, sin dejar de observar a esos extraños seres bípedos, en pie en mitad de la noche, delante de una tumba a una distancia que solo sus ojos preparados para la noche y la caza podían percibir.
Algo en ella los reconocía, y mientras se lamía con displicencia la pata derecha, se planteó por qué. Qué había en ella nuevo. Por qué esas extrañas presas bípedas peligrosas eran cercanas. Lo desconocía. Reflexionó, asombrada por las palabras que iban apareciendo en su mente, como si las susurrase alguna voz interna y, sin embargo, ajena.
Había en su mente... cosas. Palabras repletas de significado. Recuerdos que pugnaban por aparecerse de otros mundos, de una zambullida en aguas gélidas, de un tormento insoportable, de otros hijos, grandes, poderosos, temibles. Meneó la cabeza. Recordaba que su madre le había llamado con un timbre especial; reconocía su olor, y el olor de su pareja. Era el olor, y no el nombre, lo que le daba forma, lo que diferenciaba unos seres de otros. Y sin embargo... Nunca había sido consciente de los recuerdos. No de verdad. No como ahora. Todo era un ahora, un constante devenir que, sin embargo, en este momento estaba fracturado con esa marea de recuerdos. Una familia bípeda, de gente negra. La decepción. La tribu. La necesidad y la violencia. Tigres, de alguna manera, tigres como ella. Tigres como los tigres que llevaba dentro. Un mundo de batallas. La sangre. El dolor. La ira. Ascender, ser degradado. Ver a los espíritus aceptando que estás siguiendo el camino correcto. Y comprender: comprender que todo camino que lleva a la muerte es el camino correcto. Mi nombre está escondido pero se grita a los cuatro vientos.
De ninguna manera los había visto antes, de eso estaba segura. Ni siquiera tenía que pensarlo demasiado.
Era sin embargo algo muy cercano, como una voz melosa, divertida, llena de contradicciones.
Si pudiera explicar por qué lo sabía, por qué conocía esas ideas, de donde procedían los susurros.
Atenta, volvió a mirar a esas gentes extrañas, a esos predadores sin garras ni colmillos.
Sentía, de alguna manera, que estaban en una ceremonia aunque no podía explicar ni cómo ni por qué.
Tal vez fuera esperanza. Había algo divertido en esa idea. Quizás algunos de sus retoños fuera Tigre Esperanzado.
Rugió suavemente. Era consciente del ir y venir de sus pensamientos. Pero los motivos se le escapaban.
Era ridículo seguir allí. Se aburría. Pero miró otra vez, curiosa. Luego notó como todo se difuminaba. Como el rumbo normal de la vida volvía a inundarla. Miró, por última vez, a la hembra bípeda con aspecto violento que parecía mirar ese agujero en el suelo con más intensidad que el resto. Sintió como algo dentro de ella le saludaba y supo que de alguna manera era parte de algo importante. Algo hermoso. Pero todas las cosas perecían, antes o después. Había un ciclo. Sí, se aburría. Notaba como poco a poco las palabras desaparecían, y el tiempo volvía a su perfección del ahora, desapareciendo recuerdos y esperanzas. Se levantó. Aun podía cazar. Miró: cerca había algunas cabras. Parecían apetitosas. Miró por una última vez desde la lejana colina. Los bípedos implumes seguían frente a ese agujero en la tierra, pero ya nada había allí. De alguna manera lo supo, y ese conocimiento le llenó de satisfacción. Tigre Esperanzado, sin duda. Lentamente, se giró, y se marchó con la elegancia propia de los grandes felinos. Iba de caza. Y con esa caza, y la sangre, y el viento, y el lento pisar sobre la tierra húmeda de la noche, el tiempo volvió a su cauce. Iba a ser una buena noche.