Hace varias semanas recibiste la visita de un mensajero ricamente ataviado. Te llevaba una invitación perfumada para que asistieses a un suntuoso banquete en la mansión del señor Claudius Giovanni. Giovanni pertenece a una rica familia de comerciantes italianos, y es tan temido como respetado. Una invitación como esta es un gran honor, que no puede ser desdeñado a la ligera, ni siquiera aunque provenga de alguien tan misterioso y de tan siniestra reputación como Claudius Giovanni.
No.
No, esa no era yo, ni por mil veces que releyera esa maldita carta jamás habría sido escrita para mi y no había sido yo quién la había recibido como mi cabeza bien me hacía recordar. Aquel a quien había estado destinada era Ivan, mi amado hermano mayor, cuya alma debía encontrarse ya en los cielos a la vera del Señor. Su recuerdo hizo que las lágrimas volvieran a enturbiar mi mirada antes de obligarme a endurecer mi corazón.
¿Faltará mucho?
Me pregunté intentado distraerme, pero la pregunta era otra trampa. Desde Zale hasta los Cárpatos había más de un mes de viaje, suponiendo que no sufriéramos ningún incidente por el camino, y ese era el principal motivo por el que había sido imposible avisar del incidente.
Incidente...
El eufemismo no llegaba a ocultar la terrible realidad que justificaba el negro de mis ropas y el rojo de mis ojos. Necesitaba distraerme, pero ya había descubierto que en la Biblia encontraría poco consuelo y también sentía sus palabras vacías fuera de una iglesia. Incluso el crucifijo seguía temblando en el asiento de enfrente a la par de traqueteo del carruaje. Un traqueteo por el que incluso debía dar las gracias, dado que significaba que seguíamos por un camino transitado y no una mera senda, motivo por el que opté por mirar a través de la ventana.
En ese momento el camino cruzaba una pradera, por lo que no existía peligro como cuando atravesábamos un bosque. Era entonces cuando debíamos andarnos con ojo por la posibilidad de encontrar bandidos, pero hasta ahora habíamos tenido suerte en ese aspecto puesto que no siquiera nos habíamos cruzado con un árbol caído por alguna tormenta. Casi parecía que Dios deseaba brindarnos con un viaje seguro, quizas se trataba una forma de compensar todo el daño que me había ocasionado, aunque una un tanto despreciable y además extraña porque ¿por qué ahora que decidía darle la vuelta me ayudaba? Era extraño. Mucho. Todo porque no creía posible que el Diablo me otorgara su favor por algo tan simple.
¿O si? ¿O quizás Dios espera de mi que actúe como Samael y por eso el Caído me reconoce?
Era una pregunta digna de consideración y que podría despertar apasionados debates teológicos, si algún sacerdote decidiera interesarse por dicha cuestión y no condenarme directamente. En cualquier caso, no era una pregunta que tuviera derecho a formular ahora que ya me había decidido a recorrer este camino, un camino que invariablemente me llevaría al Infierno y todo por el bienestar de mi familia.
¿Estás segura Anka? ¿De verdad lo haces solo por ellos?
Obviamente no. Todo había empezado así, pero con cada legua que me alejaba de casa, más sobrecogida quedaba por su inmensidad y las posibilidades que ofrecía. Incluso había empezado a preguntarme cómo podía existir tanta gente que jamás se hubieran alejado una jornada de sus hogares, porque no era cuestión de llevar una vida nómada como los zíngaros o mercaderes, sino simplemente el alejarse de casa y descubrir cómo se vivía en otras tierras, qué comían, sus historias. Esos detalles eran fascinantes y por primera vez podía disfrutarlos por mi misma, sin ninguna impedimenta más allá de la de continuar viajando hasta los Cárpatos para cumplir las obligaciones para con mi familia. Aunque también podían ampliarse tras ellas. Podía ser que tuviera que casarme o que viajar por mi cuenta y riesgo, opciones que habrían un millar de posibilidades, pero fuera lo que fuera estaba emocionada por vivirlas.