Montalbano conducía su coche por la noche, de vuelta a su casa.
Repentinamente toda la ciudad le parecía un decorado. Un inmenso decorado donde un montón de figurantes realizaban tareas cotidianas para darle aspecto de normalidad. Hubo un momento que esa sensación fue tan intensa que tuvo que detener el coche en la cuneta y bajarse para tomar aire.
Y entonces vio el cielo nocturno teñido de rojo sangre. Y de alguna manera se dio cuenta de que toda su vida, todo lo que consideraba como cierto, no era más que una enorme mentira. A trompicones llegó hasta donde se encontraba el quitamiedos y lo poco que había comido aquel mediodía salió disparado mientras el detective se daba cuenta de que estaba al borde de la locura. Manchado con su propio vómito le gritó a la noche desafiante. En las sombras criaturas más antiguas que el hombre lo observaban con una sonrisa de depredador.
Una eternidad después llegaba a su casa. El cielo no era rojizo ni las sombras ocultaban siniestras criaturas. Se había dejado llevar por el pánico, por el estrés. Necesitaba dormir. Descansar. Olvidar toda esta locura. Creer de verdad que nada de lo que le rodeaba era una colosal mentira.
Y mientras Montalbano y el resto del equipo se iba a dormir la Ciudad aguantaba la respiración.
Cierre de escena.
Esta noche empezamos con la siguiente.