Sábado, 25 de Agosto de 1962. 8:05 PM
Grant Park
Con un preciso tirón, Romy Shepard le arrebató el bolso a una descuidada mujer de mediana edad que portaba un caro abrigo de bisón por el enorme Grant Park junto a su marido. Ella chilló, asustada más por la impresión que por el robo en sí, y el marido comenzó a perseguir a Romy.
Tras varios minutos de persecución en la que aparecieron dos policías de la nada, Romy se encontró a si misma atrapada. Frente a una pequeña cascada artificial, estaba casi segura de que el agua de abajo no era lo bastante profunda para evitar que se hiciera daño y los dos agentes estaban ya andando hacia ella, convencidos de que la iban a atrapar.
Maldiciendo su suerte, pensó en lo idiota que había sido por llegar hasta aquella situación.
Días antes...
Romy había cumplido los trece años hacía unos cuantos días, y su regalo de cumpleaños había sido ser expulsada violentamente de casa por su madre. Aquel día 19 uno de los clientes habituales de su madre se encontraba en el salón de casa esperando por ella, que estaba atendiendo una llamada telefónica. Romy había salido de su habitación pese a que su madre se lo tenía prohibido a ciertas horas del día (la mayoría, cuando tenía clientes). Pero ella necesitaba ir al baño y por eso se aventuró a dirigirse hasta él, pero el hombre la interceptó cuando estaba cerca de la puerta. Él la había mirado de una manera que le había provocado escalofríos y le preguntó que si quería hacerle compañía hasta que volviera su madre.
La niña se negó e intentó apartarse, pero él la agarró del brazo. El hombre, mucho más fuerte que ella, lo atrajo hacia sí con su apestoso olor y sus gestos lascivos. Entonces, sin previo aviso, le propinó una patada en la entrepierna. Él se encogió sobre si mismo con un alarido de dolor, como quien acuchilla a un cerdo, mientras su madre aparecía de la cocina, chillando asustada.
El hombre se levantó como pudo y propinó un empujón a Romy y una bofetada a su madre, insultándola de todas las maneras conocidas. Se largó de aquí cojeando de dolor.
Su madre la miró con una mezcla de rabia, odio y... miedo. Y Romy creyó que esos sentimientos iban hacia ella. Su madre la agarró del brazo y la llevó hasta la puerta, cogiendo su chaqueta y dándosela en la mano. Gritándole que no podía quedarse, abrió la puerta, empujó a su hija fuera de ella y cerró de un portazo. Por mucho que Romy llamó a su madre durante los siguientes minutos, la puerta jamás se abrió.
El aire caliente le arañada el rostro mientras corría. Cualquier niño de su edad reiría al echar una carrera, pero no cuando de esta dependía tu supervivencia. Romy no se había dado cuenta de lo difícil que resultaba vivir en la calle hasta que había tenido que hacerlo, e incluso echó de menos la vida repugnante que llevaba junto a su madre y aquel montón de desconocidos. De repente estaba frente a frente con la verdadera cara de la vida. Fue consciente de la crueldad de una madre, de la perversión que ocultaba el ser humano, y de la hambruna que reinaba en el mundo, pareja a la desesperación y las ganas de morir.
Nunca se había sentido tan desgraciada como en aquellos días, ni tan perdida. Dormía de día para caminar sin rumbo durante la noche, evitando exponerse más todavía. Rebuscaba en los cubos de basura junto a los restaurantes pero, al final, había tenido que recurrir al robo. Le resultó muy complicado hacerlo la primera vez, pero cuando se dio cuenta de que corría tanto que no podían alcanzarla se fue animando. Sin embargo, aquella vez la habían rodeado. No quería volver con su madre ni acabar en un centro para menores. No necesitaba la caridad de nadie para subsistir, era algo que había ido madurando durante aquellas calurosas noches de verano. Así que buscó una ruta alternativa, y si se tenía que partir una pierna, siempre sería mejor que volver a casa. Cualquier cosa sería mejor que eso.
Fue entonces cuando un silbido rompió la tensión acumulada. Una pelota de tenis salió disparada por el aire golpeando a un policía en la sien, que se desequilibró por el inesperado golpe. Entonces cayeron sobre él dos chicas muy jóvenes, poco más mayores que Romy. Una, la más grande, empujó al policía aturdido mientras otra chica se agachaba tras él para que éste cayera al suelo.
Una chica más alta, pelirroja y de mirada segura, apareció de entre unos arbustos y propinó una patada en la entrepierna del otro hombre, que con un grito se dobló sobre si mismo y cayó al suelo, lamentándose.
- ¡Vamos, sígueme! - exclamó la pelirroja, haciéndole un gesto a Romy mientras salía corriendo. El resto de chicas soltaron lo que llevaban encima y salieron tras ella con intención de perderse por el parque.
Romy se giró ante el revuelo que se había formado a su espalda. Observó cómo aquellas chicas reaccionaban rápidas como centellas y, sin pensarlo, siguió aquella cabellera pelirroja hacia donde quiera que fuese. ¿Serían como ella?, se preguntó mientras sus piernas se movían sin necesidad de orden alguna.
-¡Gracias! -chilló, ahogada mientras les seguía el ritmo, dejando atrás el peligro.
- ¡Agradécenoslo cuando hayamos escapado! - entendió con rapidez por qué decía aquello: ambos policías debían haber pedido refuerzos y comenzaron a sonar unas sirenas en la lejanía. - ¡¡A las madrigueras!! -
Ante lo que parecía una orden, las cinco chicas se separaron en distintas direcciones. Dos parejas de dos fueron a izquierda y derecha. La pelirroja le hizo un gesto a Romy con la mano para que la siguiera a ella y continuaron corriendo mientras las sirenas se acercaban: siendo como era el parque, imposible de cruzar en un vehículo a cuatro ruedas, debían ser motos de policía, lo cual les restaba aún más tiempo.
Pero entonces llegaron a una especie de mausoleo con una estatua en la zona central. Sin decir nada, la chica tocó una parte de la estatua que Romy no pudo discernir y se escuchó un crujido. Tras mover una tapa de mármol con algo de dificultad, señaló el interior con la cabeza.
- ¡Venga, mueve el culo y entra o no habrá servido de nada! - dijo para entrar tras ella. Allí encontró una especie de zulo en el que dos personas cogían con dificultad. Ellas, por su tamaño y corpulencia podían sentarse con algo de comodidad.
Por encima de ellas oyeron dos motos pararse y a dos policías comentar algo entre ellos que no pudieron entender. Éstos estuvieron unos segundos buscándolas por el mausoleo y los alrededores, pero parecieron darse por vencidos, volver a montar en las motos e irse. Con un suspiro de alivio, una de sus salvadoras cerró los ojos y apoyó la cabeza en la pared.
Romy no dudó ni un segundo en seguir las indicaciones de la chica a pesar de que empezaba a resollar. Corrió con el corazón desbocado sintiendo la adrenalina como una fuente de vitalidad inagotable hasta que por fin estuvieron a salvo. Se quedó en silencio, conteniendo la respiración a pesar de que sus pulmones querían coger más y más aire. Pero al final logró reprimir ese momento angustioso, temiendo que los policías les escucharan. Y cuando se fueron, la chica se desplomó pensando que le debía la vida, exhausta.
-Pensé... que no vivía para contarlo. Gracias...
La chica sonrió a Romy, con la respiración agitada. Parecía estar mucho menos cansada que ella.
- Eh, no es nada. Esos policías no sabrían coger una mierda ni aunque saliera de su propio trasero. - bromeó ella, inclinándose hacia Romy para darle una alegre palmada en el brazo derecho - Escuchamos los gritos de los guardias dando el alto y nos acercamos a ver qué ocurría. -
- Por cierto, me llamo Catherine, pero puedes llamarme Kath. ¿Cuál es tu nombre, cielo? - preguntó ella con una sonrisa cariñosa que le inspiró mucha confianza - ¿Eres de por aquí?
Romy todavía era inocente e insegura, pero no tenía razones para desconfiar de alguien que le ofrecía una sonrisa amable. Más tarde aprendería que dar su verdadero nombre, en casi todas las ocasiones, era un error. Pero en aquel momento no lo sabía.
-Romy. Me llamo Romy -explicó. No parecía mucho mayor que ella, al menos físicamente hablando, pero la fuerza que desprendía su mirada le dio a entender que estaban a años luz de ser semejantes-. Vivía con mi madre -se atrevió a decir-. Pero llevo casi una semana en la calle.
Sus manos se aferraban al bolso robado, tensas. No temía que se lo fuese a quitar, pero era el único salvavidas que tenía en aquel momento.
Ella soltó un nuevo suspiro, esta vez de compasión, mientras la miraba. - Vaya... lo siento. Créeme, lo que me cuentas no me es novedoso. Mis amigas y yo... hemos vivido algo parecido. Pero entraremos luego en detalles, ¿vale? No puedes ir con ese bolso por ahí, así que coge lo que tenga de valor o te volverán a dar caza. -
La chica se dirigió a la salida y moviendo la baldosa salió al exterior, dejándola coger las cosas sin estar allí para mirar qué había en el bolso. Una vez la muchacha salió con su botín guardado Kath le volvió a palmear el brazo. - Si quieres acompañarnos, las chicas y yo estamos como tú, sin familia. Vivimos como podemos, las unas con las otras, pero eres bienvenida, si lo deseas. -
La miró con ganas de que dijera que sí, añadiendo un inciso. - Si sirve para que aceptes, tenemos pollo frito para cenar. - bromeó ella, con una amplia sonrisa
Romy la miró largamente, alternando entre ella y el bolso. Finalmente se levantó, abriéndolo para recoger lo que tuviese valor. Después salió de aquel escondrijo.
-Eso... suena rico -admitió con una sonrisa golosa. Hacía días que no comía caliente, y daría lo que fuera por una comida en condiciones-. Entonces, ¿vivías juntas? ¿Nadie se hacer cargo de vosotras? Y... ¿cómo sobrevivís?
Ambas comenzaron a andar mientras Catherine hablaba, desenfadada.
- Vivimos juntas, sí. El realidad sí hay alguien que se hace cargo de nosotras, aunque tenemos toda la libertad del mundo. Y... sobrevivimos como tú, me temo. Aunque elaboramos más nuestros planes, y damos un pasito más allá de los bolsos. - le dijo ella, mirándola de reojo para observar su reacción - Nos llevamos cosas para la persona que nos cuida, y él a cambio nos da un techo sobre el que vivir, nos da clase, un dinero para todos nuestros gastos... y bueno, nos da una familia, a fin de cuentas. -
Catherine volvió a suspirar, cosa que ya parecía ser una costumbre. - Muchas somos huérfanas, otros han sido dadas de lado por sus padres... y cosas así. Además, no hay chicos que nos molesten. - amplió su sonrisa, divertida, mientras salían del parque - Pero creo que lo mejor es que lo veas por ti misma cuando lleguemos a casa. -
Juntas continuaron durante un par de calles más. No tardaron en llegar a una zona bastante decente de Grant Park, a un portal que abrió con su llave. La invitó a pasar mientras cerraba la puerta y subían andando al primer piso. Catherine tocó la puerta, toc. toc-toc. y a los pocos segundos ésta se abrió. Una de las chicas del parque, la de la raqueta, sonrió al verlas. - ¡Me alegro de que estéis bien! Pasad. - dijo ella
La casa era bastante grande y estilosa. Una lámpara de araña coronaba el hall, iluminando cada rincón. Con varias cristaleras y obras de arte, aquello parecía un palacio. Romy se quedó perpleja por lo que allí tenían, y tuvo que recibir una palmadita de Catherine para reaccionar y pasar.
- Venga venga, pasa adentro. -
Romy la siguió sin hacer más que un par de comentarios sueltos y escuetos, aunque trató de ser amable en todo momento, sabiendo de lo afortunada que era al haber encontrado a aquella familia. Quería saber más detalles, pero temía decir algo inapropiado, aunque no se le ocurría qué podía ser.
Al final llegaron al lugar indicado, y la impresión le robó el habla por completo. Era grande, amplio y luminoso, como los elegantes edificios que aparecían a veces en la tele, cuando hacían reportajes en las noticias o en las películas. Sus pupilas se llenaron con aquel esplendor, y algo en su corazón le dijo que ella quería un lugar así para ella y su madre. Un lugar bonito y hermoso al que llamar hogar. Un lugar que llenar de buenos recuerdos.
-Gracias -repitió, pues era lo único capaz de articular. Gratitud infinita. Con las ropas que llevaba y su falta de higiene no se sentía en absoluto merecedora de un lugar así-. ¿Quién es... vuestro... jefe?
Pensó en usar la palabra "padre", pero no le pareció demasiado apropiado. Nunca la había usado.
Cath sonrió de un modo que Romy no había visto antes: una sonrisa de orgullo mientras Romy y ella caminaban por la casa. Había bastantes chicas allí, una docena de ellas contó la morena por las salas que cruzaron, a falta de que hubiera alguna fuera. Todas saludaron a Catherine con alegría y miraron con curiosidad a Romy, pero la mayoría le sonrieron para que no se sintiera incómoda.
- Le llamamos el Príncipe de los Dulces. Pero será mejor que lo hables con él tú misma. - dijo ella con un tono divertido - No temas, es un buen tío. -
Y con un empujoncito, Catherine abrió la puerta y pasó junto a Romy a un pequeño despacho-biblioteca lleno de estanterías, libros, un tocadiscos junto a la mesa del despacho y una gran cantidad de velas en candelabros por toda la habitación. Distintas obras de arte coronaban las paredes libres sin estantería: obras que en aquel momento le parecían extrañas, otras bellas, pero que no conocía en absoluto. Cada día que allí iba a pasar aprendería poco a poco los entresijos del arte que ocultaban esas obras.
Al final de la sala, junto a la mesa, bailaba un hombre alto y delgado, con un pelo negro con algo de tupé, muy repeinado. Una perilla arreglada le daba un toque bohemio y su cuerpo se estiraba al ritmo de la música, retorciéndose de una manera sorprendente. Al ver a las chicas en el umbral, paró con una sonrisa.
- Oh... vaya. Bienvenidas. - dijo, sorprendido durante apenas un par de segundos. Cogió una toalla que había en el alfeizar de una ventana y se limpió el sudor de la frente con cuidado. Volvió a dejar la toalla en su sitio, acercándose a las muchachas, pero quedándose en medio de la sala. - Pasad.
Catherine asintió mientras se acercaban. Al llegar, el Príncipe de los Dulces le ofreció la mano. - Buenas noches, querida. Yo soy el Príncipe de los Dulces... el mentor de las chicas. ¿Cuál es tu nombre? - pese a haber estado haciendo ejercicio, el Príncipe olía a rosas y a hierba, y su sonrisa cálida reconfortó a la muchacha
Aquellos cuadros no le decían nada en absoluto, pero con el tiempo significarían más de lo que podría expresar. Una sabiduría que nacería en el seno de una familia peculiar, nada apreciada por la ciudad, pero que era sumamente beneficiosa para las chicas. Romy no podía imaginarse cuán afortunada era al ser acogida en aquella comunidad y lo mucho que marcaría su vida aquel momento y aquel hombre.
La chica lo observó con una mezcla de admiración y desconfianza. ¿Quién se haría llamar de esa manera? Parecía uno de esos nombres que se ponían los villanos que salían por la tele. Avanzó unos pasos, fijándose en sus gestos pero, sobre todo, en su mirada. Había visto a muchos hombres adultos a lo largo de su corta vida: En su casa, en aquel barrio, en el colegio. La mayoría tenían algo, un fulgor salvaje y animal que revelaba los verdaderos deseos, el alma de las personas. Había visto el reflejo de la ira, de la lujuria y de la envidia. Había visto desesperación, suciedad y agonía. Pero nada de eso fue lo que vio en el Príncipe de los Dulces, por ello decidió confiar.
-Romy Shepard –respondió.
- Encantado, querida. - dijo él sonriendo. - Y, si decides quedarte con nosotros, bienvenida a la Banda de la Piruleta. -
Fue entonces cuando conoció a Peter Creek, llamado comúnmente el Príncipe de los Dulces. Para Betlam, un enfermo que se aprovechaba de unas inocentes niñas, abusando de ellas y obligándolas a robar para su propio beneficio. Para las chicas de la Banda, un padre, hermano y maestro. La única persona que fue capaz de darles un hogar, una educación y el amor que sólo puede darte una familia.
Fue en la Banda donde Romy se convirtió en lo que luego fue. Aquel día, en aquel despacho tan bonito, se plantó la semilla que años después florecería en una ladrona llamada Felina. Pero también se plantó la semilla del egoísmo, el capricho y la ambición. Su entrenamiento, las clases de arte, estilo, saber estar. Charlas de horas con sus hermanas, una infinidad de robos. Chicas que crecían y abandonaban la familia para buscar su propia vida. En algunos casos, la muerte. Todo sirvió para convertirlas en nuevas personas. Mirando a los ojos de Peter Creek, Romy Shepard se dijo a si misma que iba a tener una vida mejor.
Y así comenzó todo.