¿Policía? ni en broma
triunfador de la feria,
gitanito en Jerez.
Tahur en Montecarlo,
cigarrillo en tu boca,
taxista en Nueva York
J. Sabina - La del pirata cojo
Domingo y Elías salieron del bar. Un policía y un mago que podría bien ser un tahur: vaya pareja formaban. El impulso inicial de Domingo fue buscar donde había dejado aparcado su coche. Fue entonces cuando se dio cuenta de que su coche, probablemente, seguiría aparcado en el parking de la comisaría. El viaje que habían hecho parecía tan irreal bajo la luz grisacea de la mañana madrileña... pero había sido cierto. Las heridas de Domingo así lo atestiguaban.
Pararon un taxi en cuanto salieron a la calle principal. Puede que los taxistas de Nueva York fueran unos personajes peculiares, o así al menos los pintaban en las películas, pero los taxistas madrileños no lo eran menos. En este viaje estuvieron aguantando una larga perorata sobre como iba el país y si en la época de Franco se vivía mejor o peor. Parecía mentira: todavía la sombra del águila negra sobrevolaba la mente de cualquier españolito medio. Ni Elías ni Domingo contestaron nada al monólogo del taxista, que al llegar a su destino los despachó con un evidente mal humor por no haberle dado respuesta a lo que para él eran clases magistrales sobre la verdad incontestable. Así iba el país.
Se detuvieron delante del edificio policial. El coche de Domingo seguía en el mismo lugar. A estas horas había bastante más actividad en la calle: gente que entraba y salida, parejas que iban de guardia... Lo típico. ¿Estaría la cinta en el mismo lugar? ¿Habría notado alguien que el grupo había entrado pero no salido?
El corazón del viejo Domingo latía con fuerza. Quería pasar, recoger la cinta y marcharse de allí sin que nadie reparará en su presencia pero lamentablemente eso sólo ocurría en los mundos que William describía, en ese mundo que visitaron desde aquí otrora. La proximidad hacia la que una vez fue la puerta hacia lo que nunca habría querido descubrir aceleraba aún más el dañado corazón del policía.
Soltó el aire por la nariz y empezó a caminar.
—Vamos —ordenó.
Se dirigía hacia el almacén donde hacía un tiempo proyectaron la maldita película. Era curioso, Domingo no podia asegurar a ciencia cierta cuando tiempo había pasado desde que estuvieran aquí y fueran transportados a esa Metropolis que William les había presentado.
—¿Qué día es hoy, Elías? —preguntó de camino al almacén sin detenerse.
Elías no pareció escuchar la pregunta. Quizás estaba sumido en sus propios pensamientos y por lo tanto no atendiera a algo tan trivial como preguntar una fecha. Domingo tampoco estaba de humor para repetirla y decidió seguir hacia el almacén donde habían puesto la proyección en silencio.
El sitio estaba tal cual lo habían dejado: el proyector super 8 tenía puesta la bobina todavía. Como nadie lo había apagado ésta seguía girando locamente. Por suerte la película había finalizado, por lo que lo único que inquietaba a los dos hombres era el contínuo tchak-tchak-tchak que provocaba la cinta al dar vueltas sin enganche trasero.
“Viernes, dieciséis de septiembre”, habría querido responder en su momento, pero el cruce con un joven agente en la entrada lo había abismado más de treinta años en el pasado.
“José, Jesús… ¿Cómo diablos se llamaba? Ese pibe se le parecía demasiado”, se devanaba los sesos, irrigando los anillos de pensamientos que lo constreñían desde hacía rato.
Pero lo cierto es que había existido otro ayudante a las órdenes de su profesor, envidiado por éste y por Elías mismo.
Simultáneamente, y en otro orden cosas, cabizbajo, con el rostro dolorido, con cualidad de careta, había puesto cuidado en permanecer en un segundo plano a medida que descendían por las dependencias policiales.
El Maestro Eduard (tal había sido el nombre artístico del patrón común) no había perdido la oportunidad de proclamarse en sus mientes, al hilo de la pregunta que lo absorbía: ¿Había una voluntad que le impelía a subirse a aquel tren de acontecimientos?
“Todo mi saber consiste -como dijo el rabino-, en pintar la diana tomando como centro el cuchillo que ya lancé, en absoluto en querer acertar en el centro de una diana previa”, resonaba la voz de aquel tipo feo y aceitoso.
Era críptica la enseñanza que el capricho de la memoria le reportaba, y el modo en que quería engarzarse a la figura de Cornellius, aquel joven que quería promocionarlo, y a su disposición de que volviesen a La Pérdida en cuanto visitasen la comisaría.
Racionalista hasta la médula como era, durante toda su vida había desterrado a sus ensoñaciones más enloquecidas la concepción de un Arte que, no sólo crease ilusiones ante los demás, sino que fuese capaz de manipular las ilusiones de otros, caso de los sueños, como el alfarero trabajaba una pella de barro. Según había entendido, cada expresión, cada aspecto del ser humano “realizaba” en la medida del milagro: se realizaba, daba origen a una porción de realidad. Entonces, ¿existiría una unidad para todas aquellas parcelas y las ciencias que respectivamente suscitaban? Y ¿sería aquella posibilidad la que había arrastrado al Gallego a la auto-inmolación?
La película seguía allí. Repiqueteaba con la insensatez de lo que tiene poder.
-No creía que la fuésemos a encontrar –declaró.
Caía en la cuenta de que no le había descrito a Cornellius a aquella criatura expresionista que los había atrapado. Pudiese ser que le sonara de algo, que ya la conociese.
–Tené cuidado, no vaya a ser que te suelte una descarga –previno el mago con ingenuidad, captando algún amago por parte de Domingo de apoderarse de ella.
Vigiló la puerta del almacén.
-Es increíble –murmuró.
El primer impulso de sus músculos fue para avanzar, coger la cinta y volver al coche tan rápido como pudiera. Pero esta vez el poder de la duda, quizá un impulso mental, retuvo al viejo policía.
—Sigue ahí —es todo cuanto acertó a decir.
Miró a ambos lados y se acercó al fin hacia el proyector. La cinta había terminado, quien sabe si todo su movimiento por esa otra realidad estaba ahora grabado en el nitrato. Giró la cabeza mirando a Elías, como invitándole a recoger la cinta. Había intentado hacerlo él pero de nuevo fue frenado por una incontrolable fuera que hasta ahora desconocía.
Como guiado por hilos de titiritero caminó hacia la pared que hacía un tiempo les había absorbido. Tiempo, esa era la palabra, tiempo. Indefinido. Quizá pasado. Quizá futuro. Todo era demasiado extraño para la cansada mente racional de Domingo.
Recorrió con las yemas de los dedos el contorno donde se había proyectado la película, pudiera decirse que nostálgico. Nada más lejos de la realidad. Seguramente buscara la explicación; una puerta a otro sitio, una puerta hacia la razón que tanto anhelaba.
Como sacado de súbito de un trance se volvió y cogió la cinta.
—Vámonos —inquirió mientras caminaba rápido hacia el coche.
Se me había pasado completamente. Leí el turno de Griffin en la oficina y no lo contesté inmediatamente: error. Perdida la novedad, perdida la pista de la partida.
Perdón.
La cosa, finalmente, no fue tan difícil. La cinta obraba de nuevo en su poder y regresaron al coche sin toparse con nadie por el camino. Las heridas de Domingo le recordaban que todo lo vivido no había sido simplemente una pesadilla, pero mirando la bobina que ahora descansaba inocentemente en la parte de atrás del coche era difícil pensar que por culpa de ella habían estado a punto de perder la vida.
Y mientras Domingo arrancaba el coche los hombres, aunque no lo dijeron, pensaron claramente que sus vidas - y quizás sus almas - seguían estando en peligro.
¿A dónde vais?
Elías, en el asiento del copiloto, se arregló las rayas del pantalón, y suspiró:
-¿Y bien? ¿Habrán terminado estos? –Consultó el reloj en el salpicadero, entornando los ojos y dejó caer: –Cornellius nos dijo de regresar a La Pérdida….
De repente, quería encontrar algún tema de conversación. El estado de Domingo antes de agarrar la cinta lo había perturbado. Aunque no pudiese estar de acuerdo con la caracterización que el inglés había hecho de él a la vuelta de Metrópolis, su trabajo era trastear en los sueños y aquella alusión a un afán de redención por parte del policía podría no haber estado muy desencaminada.
No sabía nada de ese hombre, entre estoico y amargado; en realidad, debido a sus inclinaciones de histrión, a estas alturas, el grupo sabía de la vida de Elías infinitamente más que él de las suyas. Bajó el parasol y se estudió en el espejito, retocándose las pestañas. Suspiró, porque no tocaba sino el mismo tema:
-No se me ocurre otra cosa, la verdad. ¿Ir los dos solos a tratar con un demonio? Qué locura. Pero el holandés, si es un demonio, no lo será como el de anoche, en esa dimensión del delirio, el de la careta antigás. Por cierto, ¿acabaste con él? ¿Y con sus perros espeluznantes? No me explico cómo pudiste escapar. No quiero decir que no me alegre, por supuesto, pero se me antoja un milagro.
Se mantuvo unos instantes agarrado firmemente al volante del coche agarrándolo con fuerza. El corazón palpitaba rápidamente, tanto que podía oirse en algún episodio de silencio. La mención de Elías sobre el hombre de los perros le alteró un poco más y rápidamente arrancó el coche y lo puso en marcha con cierta violencia. El vehículo dio un par de sacudidas debidas a un mal embrague y pronto continuo firme la marcha.
Meneaba la cabeza en respuesta a las preguntas del argentino mientras mantenía la mirada firme en la carretera.
—No, claro que no —respondió al fin.
Podía ser la respuesta única a todas las preguntas de Elías pero Domingo no añadió nada más aclaratorio. Conducía hacia la Perdida como por instinto. La mirada seguía clavada en la carretera pero algo hacía pensar que su atención no estaba en ese mismo sitio.
Sin decir una palabra más los dos hombres regresaron a la Perdida.
Al entrar en el bar vieron que la Maca, Elías y el Chapas escuchaban algo que les contaba William delante de la puerta del almacén. El inglés parecía algo cansado, quizás un poco cabreado, pero mantenía una sonrisa de medio lado que podría interpretarse como despectiva. Se giró hacia la barra, momento en el cual todos los presentes se dieron cuenta del regreso de Elías y Domingo.
Regresamos a Gulliver.