01.01.1377
Los dos amigos habían abandonado la finca Clancy en busca de un ambiente más distendido y festivo para ellos. Se separaron de las tres mujeres en busca de alguna taberna a su gusto. Además tenían que hablar en privado, era hora de tener la conversación que Rohellec le había pedido a Evan con la “significativa mirada” que le había lanzado durante la reunión.
Tras ordenar un par de frascas de vino en la barra, Evan se apoltronó en una de las mesas y esperó pacientemente a que su compadre se le acercara. Había sido un viaje largo y repentino, y aunque ambos eran avezados trotamundos acostumbrados a las inclemencias de los caminos y las situaciones precarias, aquella reunión había resultado francamente agotadora. Entendía los motivos y la urgencia de Clancy, pero no llegaba a entender del todo qué podían hacer dos pipiolos de los arpistas como Rohellec y, muy especialmente, él mismo. Era una misión de demasiada altura moral para un par de granujas.
Pero por otra parte…
—Uff, compadre —le dijo cuándo estuvieron sentados y más tranquilos—, ahora que nadie nos presta atención… ¿no estaba la cosa que echaba humo? —como acostumbraba a hacer, Evan no esperó respuesta—. Te juro que si no llegas a estar en esa sala Daura, la salvaje, y la pelirroja eran capaces de llegar a las manos por tan sólo hablar con libertad. Y si ni siquiera podemos hacer eso, ¿qué cojones pintamos en todo esto?
Evan suspiró y negó con la cabeza. Saltaba a la vista que necesitaba desahogarse.
—Tío, cuando volvamos a vernos tenemos que dejar las cosas claras. No me opongo a que nos organicemos de algún modo, pero tenemos —hizo una pausa y elevó el tono—; ¡no! No tenemos. ¡Debemos! Debemos de asegurarnos de poder hablar con libertad, sin miramientos. ¡Hasta con putos tacos! No podemos estar pendientes de enunciar las ideas de forma que sean cordiales y respetuosas con la gente. Si uno tiene dudas sobre los intereses o intenciones de los demás, que lo diga y aclaramos la puta cuestión, tío. Y si otro no quiere hacer las cosas de una manera concreta, habrá que decirlo y hablarlo. Porque si no… este barco se va a hundir antes de zarpar. Y si eso va pasar, pienso llevarme todo lo que pueda antes de que ocurra.
Rohellec se mantuvo un rato en silencio, cosa rara en él, pensativo. Sabía lo que estaría pensando Evan. ¿Qué demonios pintarían dos trotamundos como ellos, con una —como poco— dudosa reputación, recién entrados en la hermandad de los que tocan el Arpa, en un proyecto tan grandioso y ambicioso como aquel? Evidentemente sabía que su amigo se sentía completamente fuera de lugar... y él tampoco tenía muy claro el suyo, pero en el fondo... aquella idea, aquella oportunidad, hacía que se emocionara por dentro. La excitación de un nuevo motivo importante para el mundo, las perspectivas para la libertad de algunos pueblos que podrían suponer la muerte de Elminster y la posibilidad de poder ampliar su leyenda, la historia o el mito del gran bardo Rohellec Eremir Sigäel Do'Ahrail que algún día, dentro de muchos años, se contaría generación tras generación... todas esas emociones y esas ideas se entremezclaban en su mente y lo hacían sonreír.
Siguió a su camarada y se sentó a su lado en un chirriante taburete, con su barro de vino entre las manos. Miró a su compañero mientras él hacía la primera pregunta. Soltó una estruendosa y grave carcajada, dicho así, había sonado con cierta gracia. Pero Evan no esperó respuesta, como tantas otras veces, y el bardo continuó escuchando. Ewander era la única persona a la que era capaz de escuchar tan largo y tendido sin interrumpirlo para comentar alguna cosa.
—Gracias a Shondakul, entonces, que estábamos nosotros allí, ¿no crees? —respondió al final, amagando un esbozo de sonrisa irónica— ¿quién lo habría pensado hace unos años? tú y yo calmando a dos mujeres a punto de pelearse... ¡y ni siquiera se peleaban por nosotros!
En aquel momento volvió a carcajearse, sin poder evitarlo, llamando un poco la atención de algunas personas de la sala, pero obviamente aquello al bardo no le resultaba en absoluto vergonzante, de hecho, estaba a punto de sacar el laúd, no podía resistirlo.
—Estoy totalmente de acuerdo —corroboró la última perorata del pirata, con una expresión seria en el rostro—; habrá que dejar las cosas claras...
Entonces su mirada se perdió por unos instantes en el fuego del hogar que ardía fuerte en la chimenea del local. Aún hacía frío en aquella época del año y las chimeneas todavía estaban encendidas, sin embargo, Rohellec ni siquiera se había quitado su inseparable capa de viaje*.
—¿Sabes? —preguntó entonces, sin separar los ojos violeta de las llamas, las cuales reflejaban en ellos su macabra danza— cuando te hice ese gesto, quería hablarte de la druida... al principio me parecía peligrosa pero ahora... después de escuchar sus últimas palabras me da la impresión de que sólo quiere hacer las cosas bien. Parece que no ha llevado una vida sencilla y está acostumbrada a decir las cosas como las piensa, sin importar las formas o las apariencias, pero creo que, en realidad, no es mala persona, no lo es en absoluto. Y de la genasí —en aquel momento sí lo miró a los ojos y esbozó una sonrisa sesgada—, a mí también me gustaría pero no te la recomiendo, Evan, no te la recomiendo en absoluto... parece el tipo de persona acostumbrada a mandar o a hacer siempre lo que le viene en gana. Creo que Daura tiene algo de razón al no fiarse desde el principio... la kozakurana me ha caído bien, al verdad... ¡y su panda también! Pero desde luego de todos ellos el que más me ha enamorado ha sido Sahloknir —terminó con una amplia sonrisa.
Ahora sí, sacó el laúd y, aunque esperó a la respuesta de su compañero, comenzó a rasguear las cuerdas con sumo cuidado, haciendo brotar de ellas una suave aunque vivaz melodía.
*máster, guiño guiño jajajajaja
Por cierto máster, me quedo con Alice ;)
y perdón por tardar!
Permanecieron así un rato en silencio el bardo y el pirata, cada uno sumido en sus propias cavilaciones mientras contemplaban el crepitar del fuego y el ruido de la taberna les envolvía. Seguía inquieto por la reunión anterior, así como por las intenciones –o la ausencia de ellas- de sus ahora nuevos compañeros.
No dejaba de darle vueltas al motivo por el que Chester se había decidido finalmente a confiar en un par de truhanes como ellos para una tarea tan monumental como aquella. Por los restos del mismísimo Forghen, es una locura tan condenadamente colosal que hasta resulta tentador, pensaba Evan mientras le echaba el ojo a una de las mozas del local para ordenar una nueva ronda. Si fracasaban… bueno, Evan estaba acostumbrado al fracaso. Era algo que le sucedía constantemente: hacía apenas una hora que había echado por la borda cualquier posibilidad de llevarse al catre a la mujer de fuego.
Pero como tuvieran éxito… iban a convertirse en unas malditas leyendas vivas. Rohellec se apuntaría por la gloria que le reportaría tamaño logro, claro. Pero él, en cambio, se apuntaría por asuntos más pedestres: la fama, el reconocimiento y, por qué negarlo, las mujeres.
Y por la redención, claro. Desde su “conversión” religiosa, Evan se mostraba particularmente intolerante con cualquier medida que atentara contra el libre albedrío de los individuos.
—La verdad es que tienes toda la razón, compadre —convino reanudando de nuevo la conversación—. Daura es extraña, pero no por ello menos encantadora. Tiene su propio magnetismo. Salvaje, animal… si sabes a lo que me refiero —en ese momento reapareció la camarera y Evan se llevó ansioso una nueva frasca a los labios antes de continuar—. De las tres creo que es la que mejor me ha caído: se la entiende cuando habla y tiene las ideas claras. Tal vez demasiado claras, pero bueno —se encogió de hombros, como si no le diera importancia.
Evan dejó entonces la jarra contra la mesa, ahora medio vacía. Necesitaba un puto trago antes de ponerse en marcha.
—Y no te preocupes, amigo mío, que voy a claudicar en lo que a la pelirroja se refiere. Ya sabes que siento debilidad por las mujeres con carácter pero la verdad sea dicha, ésta me supera.
Ziento el retrazo >_<
El bardo se pasó una mano por el cabello negro como ala de cuervo, recogiéndolo hábilmente tras su oreja que apuntaba ligeramente más arriba que las de un humano normal. Esbozó media sonrisa, mientras continuaba tañendo suavemente las cuerdas del laúd, al escuchar a su amigo. Mujeres, pensó, evidentemente de las tres Daura es la que más magnetismo tiene, de eso no hay duda...
Sin embargo, indefectiblemente, aquel pensamiento hizo aflorar a su memoria recuerdos demasiado lejanos como para poder ser tangibles, pero demasiado cercanos aún como para no hacer daño. Cerró los ojos violáceos, fuertemente, mientras tocaba más rápidamente las cuerdas del instrumento, como si, por medio de la presión de sus párpados, las lágrimas que ya no le quedaban fueran obligadas a quedarse dentro.
Los volvió a abrir poco después, clavándolos directamente en las llamas, tratando de cambiar de tema para no darle más vueltas a aquel asunto.
—Me parece perfecto lo de la pelirroja —respondió, ampliando su sonrisa, pensativo— y sí, creo que Daura, al margen de lo que puede parecer al principio, tiene un fondo que no es fácil ver a simple vista. Es una persona justa y honesta que sólo quiere hacer las cosas bien... en el fondo la entiendo: la pelirroja parece estar sistemáticamente en contra de todo lo que se dice; Kazumi, por otro lado, es tan metafórica como enigmática y, sinceramente, no es fácil ver por dónde van sus ideas, solapadas bajo sedas y un hermoso vocabulario aterciopelado envuelto en haikus... no digo que no vaya a ser franca, es sólo que tampoco es transparente; y nosotros... bueno —miró al pirata y soltó una carcajada—, ya te podrás imaginar lo que se puede haber pensado de nosotros a primera vista... La verdad es que me gustaría tener un momento sin tanta gente alrededor, una conversación más íntima donde poner conocerla más a fondo.
Aquella frase no había tenido segundas intenciones en absoluto, pero a Rohellec se le pasó por la cabeza justo después de pronunciarla el segundo significado que su amigo podría fácilmente sacarles a sus palabras. Carraspeó, volvió a mirar al fuego y volvió a tocar el laúd.
No importaba lo que hiciera, la realidad era que, en aquellos momentos, intentara lo que intentase, ella siempre volvía a sus pensamientos. Aún no lo había superado. Quería hacerlo. Realmente quería, pero no era capaz. Cada pequeño detalle de todas partes le recordaba a Elianor. Incluso el vino de aquella segunda jarra, el cual, tras pensárselo unos segundos, apuró de un trago. Suspiró, nostálgico. Las notas que sus dedos arrancaban a las cuerdas sonaban ahora profundas, como si a través de la música el bardo estuviera gritando a voces su propio dolor. No subió el volumen de ésta, sin embargo, esperando aún una respuesta de Evan. Sabía que cuando él se ponía serio, le gustaba hablar largo y tendido.
Evan apuró el contenido de su frasca mientras el bardo le respondía. A punto estuvo de ahogarse entre carcajadas cuando Rohellec hizo aquella clarísima insinuación. Tanto que se le salió el vino por la nariz.
Captó entonces, mientras seguía tosiendo y riéndose al mismo tiempo, como los ánimos de su amigo se hundían tan rápido como un bergantín al que hubiesen freído a cañonazos. Su amigo ya no era el bardo mujeriego de los viejos tiempos. La muerte de Elianor aún era capaz de ensombrecer sus ánimos incluso en una taberna animada y repleta de camareras jóvenes y atractivas. Permanecieron un buen rato en silencio mientras Rohellec sacaba melancólicos acordes a su instrumento... Oh, Evan, se dijo, para ya de buscar dobles significados.
—Dime, Rohe —le dijo el humano una vez hubo terminado de tañer una serie de acordes particularmente trágicos—, ¿qué sabes de esa Dama Alustriel que no se cante en las canciones y no se cuente en las leyendas? Creo que nunca me contaste cómo llegaste a conocerla. Aún me cuesta hacerme a la idea de que vayamos finalmente a verla.
El bardo levantó la cabeza, un poco más animado. La historia de cómo conoció a Alustriel le gustaba en demasía, a fuer de ser sincero. Dejó de tocar esas notas melancólicas y pasó a unas suaves tonalidades que usaba para dar fondo y matiz a las narraciones cuando se trataba de declamaciones y no de canciones. Cambió de postura, recolocándose más cómodamente en el taburete, y miró a Evan a los ojos, esbozando una característica sesgada sonrisa que el pirata sabía que significaba que estaba a punto de contar una buena historia.
—Cierto, amigo —respondió—, sucedió durante tu retiro espiritual y después las cosas se sucedieron tan rápido, una tras otra, que resulta que aún no te lo he contado... ¡que contrariedad! Bien, veamos...
En aquel momento su voz de barítono también cambió. Comenzó a narrar, como si contara una leyenda a toda una audiencia. Realmente a Rohellec le gustaba contar historias que tenían un final feliz, en las que alguien lograba la libertad para sí mismo o para otros, pero cuando el protagonista de aquella historia era él y, más aún, cuando la historia no había sido adornada en absoluto —bueno, casi en absoluto, si no se tienen en cuenta los recursos técnicos gramaticales y léxicos que todo buen cuentacuentos utiliza para darle belleza a la historia—, era entonces cuando más le emocionaba contar dichas historias.
—Todo comenzó una tarde en que llegaba a un pueblo fronterizo de la Marca Argéntea. No recuerdo el nombre del pueblo, a decir verdad, pero eso no importa. Lo importante, amigo mío, es lo que allí había sucedido la noche anterior...
—Pasaba por casualidad por allí en uno de mis errantes viajes y me vi forzado a pernoctar en el lugar, por lo tardío de la hora y lo gélido del invierno en aquellos tiempos... y entonces, como si tuviera un imán para los problemas de calaña tal, me vi de pronto inmerso en una revuelta. El pueblo se sublevaba contra el asesinato de un par de niños, hermana y hermano, y habían tomado prisioneros a un mercenario y a un druida que allí de paso se encontraban también. Pretendían aplicar su propia justicia cuando los interrumpió el condotiero del pueblo. No había sido sino él mismo quien había logrado llevar a la guardia y poner orden entre el pueblo llano, mas las gentes de a pie querían sangre... pedían sangre... ¡clamaban sangre! —llegado a ese punto su voz declamaba, acompañada del tañer de su laúd que se acompasaba en ritmo y melodía al contenido de sus palabras, haciendo que varios de los parroquianos se hubieran vuelto ya y hubieran dejado de hablar, dispuestos a escuchar gratis una buena historia.
—Y él también… —continuó el bardo, enfatizando los momentos importantes, rodeándolos de silencios a los que dotaba de tensión dándoles los segundos exactos, ni más ni menos.
—Los dos niños pequeños eran sus hijos. Así que organizó un ajusticiamiento, iban a ahorcar a los dos asesinos sin juicio ni nada por el estilo... Era lo que merecían... Asesinos y, además... pobres niños... ¡pobre niña en concreto! ¡La horca era lo que merecían aquellos malnacidos! Así que así había sido decretado. El mismo alcalde de la ciudad iba a presenciar el ajusticiamiento sin decir una sola palabra... Pero aquello me escamó. Había algo en toda esa historia... De pronto, alcé mi voz deteniendo ese ajusticiamiento y avancé entre las cabezas de la multitud. Había algo, una fuerza, que me impelía a actuar, a detener aquella locura pública. Lo sabía, no entendía cómo, pero lo sabía. Sabía que aquellos hombres no habían hecho nada de aquello de lo que se los acusaba y estaban a punto de perder la mayor libertad que tenían, la libertad para vivir... No pude evitarlo. Subí al estrado, afirmando que aquellos dos hombres eran inocentes. Y no sólo lo demostré —sonrió pícaramente al decir estas palabras—, sino que hice que el culpable se diera a conocer por sí solo en ese mismo momento. Pero no adelantemos acontecimientos.
—Vi los cuerpos de los niños: tenían heridas defensivas y piel bajo las uñas, además de que la niña tenía las ropas rasgadas y ambos habían sido apuñalados varias veces de forma superficial antes de la puñalada definitiva. Estaba claro que ninguno de los dos acusados, claramente expertos ambos en el manejo de cuchillos, empuñaría una simple daga con tan poca firmeza. Además, ambos reos tenían múltiples arañazos y cicatrices de heridas en los brazos, pero ninguna ni remotamente reciente. Las gentes de aquel pueblo, a pesar de su rabia y su ira, entendieron la lógica de aquel razonamiento. Pero aquello no era todo... —Rohellec, que se había vuelto en el taburete para colocarse de cara al pequeño semicírculo que había formado su público, con ellos dos en medio, se agachó ligeramente y, modulando el volumen de su voz ligeramente, le dio a sus palabras un tono de conspiración y astucia, haciendo que todos ellos se sintieran inmersos en la historia.
—También estaban los microgestos. Y ahora venía el momento clave, la pieza clave de mi alegación... Me acerqué al condotiero y le pregunté en voz baja si realmente pretendía hacer justicia o sólo buscaba una vana venganza envuelta en una mentira… ya sabéis, si quería parecer justo y buen guardián del deber y las leyes, al condotiero no le quedaba más remedio que aceptar que necesitaba la justicia. Así que un servidor les explicó a todos lo que eran las microexpresiones de culpa y todos pudieron ver fácilmente cómo alguien las tenía mientras yo, después, reconstruía los sucesos de la noche anterior. Y, quien las había mostrado, no era ni más ni menos que... —miró a su público, asintiendo con la cabeza cuando ellos vocalizaban, como si hubiera entendido a alguno de ellos— así es: el propio alcalde. Cuando el condotiero le pidió que nos enseñara los brazos, el alcalde trató de huir. Pero la guardia, cumpliendo con lo que se espera de ella, lo apresó. Finalmente el propio condotiero liberó a los inocentes prisioneros y ellos, al fin, pudieron continuar camino rumbo a dondequiera que sus pies los llevasen; al hombro su petate, probada su inocencia y, a su espalda, su libertad —en ese momento el bardo, henchido de orgullo, se recostó de nuevo hacia atrás, dándole las últimas notas melodramáticas al instrumento que había acompañado durante todo el discurso su exaltada narración.
La gente de la posada que había estado escuchando aplaudió; Rohellec agradeció la ovación poniéndose en pie y esbozando su mejor sonrisa.
—Muchas gracias, damas y caballeros —dijo—, muchas gracias. En unos momentos podrán disfrutar de una nueva historia, esta vez en forma de canción. Pero antes ¿alguien nos invita a mi amigo y a mí a una copa?
En ese momento se dio la vuelta, mirando de nuevo a Evan, sonriendo. El semicírculo se había disuelto, ya fuera porque nadie quería invitarlos, o porque alguno hubiera ido a por las solicitadas copas. Rohellec, entonces, tuvo unos minutos para terminar de contarle la historia a su amigo.
—Perdona, sé que me he ido por las ramas —sonrió—, pero ya sabes lo mucho que me gustan las buenas historias. ¿Y a qué viene todo esto? Pues bien, me has preguntado por Alustriel. He de decir que es una dama honesta, valiente, leal y, por lo que sé de ella, sabia como ninguna otra persona sobre esta tierra. A mi entender, era incluso más sabia que Elminster, pero claro, creo que mi criterio en este caso está sesgado por los años de amistad que nos unen. Verás... Aquellos buenos hombres me agradecieron mi ayuda de una forma maravillosa. No tenían dinero, tampoco yo lo quería, por favor, había sido un acto completamente desinteresado. Y, sin embargo, se empeñaron en pagármelo de algún modo. Así que, finalmente, convinieron en llevarme a Argluna y presentarme a la Dama Alustriel, cosa que agradeceré eternamente. Le contaron toda la historia, resulta que eran mensajeros suyos y viajaban de incógnito, así que ella no pudo menos que agradecerme mi ayuda invitándome a quedarme allí el tiempo que quisiera. Me quedé, la ayudé con algunos asuntos y ella a mí también. Poco a poco, forjamos una bonita amistad que dura aún y... la verdad es que jamás en la vida podré hacer suficiente como para agradecerle lo que hizo por mí —el rostro del bardo se puso serio de pronto y clavó su mirada violeta en Evan— ¿no notaste que me traje algo cuando nos reencontramos tras tu retiro espiritual? —sonrió, nostálgico— ella fue quien me presentó a Elianor.
Lo prometido es deuda. Disfruta de la historia ;)
Tanto los parroquianos y como los ocasionales de la taberna se arremolinaron en torno al bardo y al pirata a medida que Rohellec iba avanzando en su relato, conformando una marea humana cuyo devenir estaba marcado por los tañidos y las palabras de su amigo y compañero. A pesar del tiempo que llevaban juntos, Evan seguía fascinándose cuando Rohellec contaba una buena historia. Así que le escuchó atentamente, ajeno a los movimientos que se sucedían a su alrededor.
Pronto terminó con su relato detectivesco –al que seguro le había añadido unos cuantos detalles y florituras que nunca sucedieron en la realidad; licencias narrativas los solía llamar-, y fue entonces cuando le reveló qué demonios tenía que ver todo aquello con su pregunta.
Elianor, pensó Evan amargamente. Ahora comprendía por qué le guardaba tanto afecto a la dama Alustriel. Y por qué se sentiría siempre en deuda con ella.
—No mentías, viejo amigo, cuando decías que era una buena historia —amagó una brindis y apuró el contenido de su copa, sin añadir nada más.
La sola mención de Elianor bastó para que ambos amigos se sumieran un silencioso duelo compartido, como si temieran que añadiendo algo más a su conversación la memoria de la difunta arpista se desvaneciera de sus pensamientos. Permanecieron así un buen rato, hasta que el ambiente pareció también decaer en el interior de aquel antro.
—Será mejor que nos retiremos ya, Rohe —dijo Evan al fin—. Mañana nos espera una larga jornada de viaje.
Sonrió el bardo cuando su amigo alabó la historia. Seguramente pensaba que estaba adornada, embellecida, como todas las demás, pero aquella no. Aquella historia y la que sucedió después, no tenían adorno alguno. Eran pura y llanamente su historia, cosa que no podía decir de prácticamente ninguna de las demás que contaba, a pesar de que de muchas de ellas decía también de haberlas vivido en sus propias carnes.
—Ve subiendo a dormir si quieres, Evan —respondió con su característica sonrisa sesgada—, prometí un par de canciones y, como bien sabes, soy hombre de palabra. Yo me retiraré en un rato.
Dicho lo cual, comenzó a tañer de nuevo las cuerdas y su voz, primero suave, después cada vez más potente, comenzó a narrar viejos cuentos y leyendas que traía de diversos lugares del mundo. Elianor no se le iba de la cabeza, pero estaba guardada bajo llave en su corazón y, por encima de ello, siempre se erguía imponente el muro de chanzas y chascarrillos. Al fin y al cabo, tenía público y al público tenía que mostrarle una sonrisa y contarle bellas historias. Eran historias de héroes y villanos. De malvados enmascarados de salvadores y piratas que resultaban ser paladines. Historias de sorpresas, de dramas, de amores imposibles y desenlaces inolvidables. Las historias que, al fin y al cabo, gustaban al público. Porque el público, cuando escuchaba a un juglar, no pretendía que le contaran las cosas que vivía cada día; el público no quería problemas, muertes ni tiranías. El público quería que los llevaran lejos, a utopías fantásticas, a prados verdes, tesoros escondidos, dragones dorados y reyes nobles y justos. Y eso era lo que hacía Rohellec, definitivamente. Les contaba leyendas épicas y romances idílicos, siempre con la sonrisa en el rostro, la expresión que la fuerza y la costumbre le habían enseñado a esbozar.
—... pues hoy, aquestas montañas, llenas de melancolía,
cantan del mundo su canto, del pueblo su alegría.
Y de aquélla triste dama, que zafiros por ojos lucía,
dicen hoy estas canciones, que pronto cesó su agonía.
Y allá, del cielo entre las estrellas,
su rostro desde entonces brillaba;
y con la luna, diosa bella,
su leyenda se escuchaba.
En boca de los ricos y en el alma de los pobres,
su historia, grato ejemplo, por siempre perduró.
Dicen los cuentos y cantan las canciones,
que su nombre, noble mártir, nunca se olvidó.
Y en la montaña una efigie,
y en la oscuridad un lucero.
Y en el alma de aquellos zafiros,
Sólo un recuerdo: te quiero.
Casi se le quebró la voz al bardo al pronunciar aquellas últimas palabras. Pensándolo bien, no había sido la mejor elección de historia para aquella noche, pero, al comenzar a tocar, sus dedos y sus labios habían elegido sin pensar.
La canción terminó y el público aplaudió. Aquello sacó a Rohellec del ensimismamiento en que siempre se metía cuando cantaba y el bardo sonrió, se puso en pie y saludó a todos con una pomposa reverencia. Evan volvió con su sombrero lleno de monedas, haciéndolo tintinear. La vuelta que se había dado a la sala mientras Rohellec cantaba había sido bastante productiva. Pero no sólo eso, Evan traía otro regalo, dos sonrojadas jóvenes colgadas de sus brazos, que mirarban alternativamente al bardo y al pirata entre risitas.
Rohellec, para su propia sorpresa, sonrió ante el maravilloso "presente" de su amigo y negó con la cabeza.
—Hoy necesito descansar, amigo... —murmuró, sin dejar de esbozar una encantadora sonrisa— los sucesos del día han desencadenado viejos recuerdos, necesito dormir... —sin embargo, se vio obligado a añadir un último comentario ante la expresión del rostro de una de las dos mozas (la que no estaba todo el tiempo acariciándole embelesada el pelo al pirata)—: pero no hay de qué preocuparse, bella dama, aquí el amigo Ewander estará encantado de contentar a dos jóvenes tan hermosas sin el más mínimo problema.
Le guiñó el ojo a su amigo, quien había puesto por unos —ligeros— instantes cara de preocupación, pero automáticamente, al escuchar la última parte de la frase, sonrió, corroborando las palabras del bardo mediante una hábil maniobra con la que agarró a las dos por la cintura más o menos —más menos que más— , dejando caer el gorro de Rohellec sobre la mesa frente a él, y las arrastró escaleras arriba, entre nuevas risitas. El aasimar alcanzó a escuchar algo sobre no pensar demasiado mientras su amigo se alejaba; no le entendió del todo, pero ya sabía a qué se refería, se lo había dicho muchas veces.
Recogió las tintineantes monedas y guardó cuidadosamente el laúd en su funda, acariciando con ternura el mástil y deteniéndose en el cordel que había atado en el extremo, del que colgaba un medallón de madera con una inscripción grabada en él. Recogió rápidamente el resto de sus cosas y subió hacia su habitación, pasando por delante de la de Evan en la que, a través de la puerta, continuaban escuchándose risitas y algún que otro ruido más.
El bardo entró en su habitación y cerró la puerta tras de sí. La sonrisa de su rostro desapareció en aquel mismo instante; se quedó unos segundos apoyado contra la puerta, pensativo. Después se movió, al fin, dejó cuidadosamente el laúd en la butaca que había en una esquina y se acercó a la ventana, la abrió: le gustaba respirar el aire fresco de la noche antes de acostarse, lo ayudaba a despejarse. "Sólo un recuerdo: te quiero" ...aquellas palabras aún resonaban en su cabeza. Miró a las estrellas, eternos recuerdos de todo lo que uno desea olvidar, y se preguntó por qué. Por qué ella. Por qué así. Suspiró. Por qué él. Por qué no llegó. Trató de consolarse pensando que, al menos, la empresa en la que estaba a punto de embarcarse le habría encantado. Lo haría por ella. Pero no funcionó. La añoranza ganó la batalla y, cuando quiso darse cuenta, sus manos aferraban tan fuerte el alféizar que estaba empezando a clavar las uña en la húmeda madera. Cerró la ventana, dándose la vuelta rápidamente. No quería que nadie lo viera. La gente necesitaba ver sonrisas, no lágrimas.
Cuando se metió en la cama, se quedó dormido automáticamente, pero sus sueños no fueron tranquilos. Soñó con Alustriel, con el señor Tzzird; con Cálim, con sus padres, con las estrellas; con dos brillantes zafiros y con dos esmeraldas; soñó con Daura, con canciones, con Elfárbol, con fuego... y con ella.
Epa^^.