—Ochenta y cinco... Ochenta y seis... Ochenta y siete...
Sentada frente al espejo de su cómoda, Ludmilla se cepillaba el pelo. Según su madre debía pasar el cepillo cien veces cada noche por sus cabellos para tener una melena brillante y bonita. Pero, mientras se empleaba en esa tarea tan aburrida, la mente de la niña volaba lejos, muy lejos, fuera de su dormitorio.
Su pensamiento se dirigía aquella noche a la nereida que había creído ver en el Sena cuando el carruaje había pasado por un puente sobre el río. Y de ahí viajó hacia el niño con el que había cruzado la mirada y una sonrisa. Había sentido muchas ganas de bajarse y charlar con él, tal vez incluso compartir algún juego, pero su padre había salido de la fábrica antes de que le diese tiempo a decidirse y el carruaje no había tardado en ponerse en marcha. Tan sólo había podido depositar un beso suave en sus dedos y soplarlo en su dirección, esperando que el aire lo llevase hasta su mejilla mientras agitaba la mano como despedida.
—Noventa... Noventa y uno... Noventa y dos...
Suspiró entre dientes. No sabía por qué le había parecido tan especial aquel niño, pero había visto en sus ojos algo que había llamado su atención. Quizás era un príncipe encantado que no sabía quién era en realidad. Y así, viajó de nuevo a todas esas fantasías con que su imaginación plagaba la ciudad.
Tal vez pudiera volver a verlo cuando saliese de nuevo en el carruaje y entonces tal vez podría hablar con él y averiguar si era ese el misterio que le rodeaba.
—Noventa y siete... Noventa y ocho... Noventa y nueve...
Fue entonces, cuando estaba a punto de llegar al cien, cuando un golpeteo en la ventana detuvo su movimiento en seco. La niña se giró con un respingo y notó cómo su corazón aleteaba inquieto, más sorprendido que asustado. Con las cortinas no podía ver el exterior y por un momento imaginó fantasmas y seres de la noche llamando a su ventana. Ahí sí que empezó a sentir un poquito de miedo. Recordó lo que siempre decía su padre, que esos seres de las leyendas no existían, y ya estaba a punto de convencerse de que el sonido debía haber sido el viento moviendo alguna de las ramas del tilo del jardín que quedaban cerca de su ventana.
Pero, de repente, el mismo sonido se repitió y Ludmilla se puso en pie de un salto. Empezó a moverse despacio, a pasitos cortos y comedidos. Estaba asustada, pero la curiosidad era mucho mayor que el miedo. Llevaba el cepillo en la mano a modo de arma y los pies descalzos, tan sólo iba vestida con un camisón azul celeste.
Llegó hasta la ventana y agarró la cortina con una mano. «Uno, dos, ¡y tres!», pensó antes de dar un tirón para descubrir el cristal y atisbar al otro lado.
Sus labios se entreabrieron por la sorpresa al ver allí al niño que había capturado sus pensamientos, encaramado al tilo y estirándose para llegar al alféizar y golpear su ventana. Le pareció que él trataba de decirle algo desde el otro lado y no se lo pensó dos veces antes de abrir para que pudiera pasar.
—¿Qué haces? —le preguntó mientras se echaba a un lado, dejándole sitio—. ¿Acaso eres un duende? ¿Cómo lo has hecho para subirte al árbol? ¿Quién eres?
Muchas más preguntas se apelotonaban en la lengua de la chiquilla, pero antes de dejarlas salir quería asegurarse de que él estaría a salvo en el suelo de su habitación, en lugar de andar haciendo equilibrios por los árboles.