Los días siguientes a la visita de los dos jóvenes habían resultado bastante inquietos pues sus palabras habían conseguido remover recuerdos que prefería mantener encerrados. Nicoleta, sumida en un estado que iba de la euforia al temor, de las dudas a la impaciencia, del entusiasmo a la melancolía, decidió que lo mejor para alejarse de todo ese cúmulo de sentimientos y emociones que, durante días, la habían embargado era distraerse con pasatiempos más mundanos distintos a los entrenamientos.
Esa noche había decidido asistir a la ópera, con Wagner en el cartel. Desde que había llegado a la ciudad, apenas había frecuentado a la sociedad parisina. Algún espectáculo, alguna visita de cortesía a ciertos amigos de sus padres, algunas compras, pero apenas lo suficiente para hacerse ver entre los selectos miembros de la sociedad que solían frecuentar todo tipo de festejos. Ella había llegado a París para ser una nueva persona, para quitarse el dolor que seguía fuertemente afianzado en su corazón, para olvidarse de lo que había sido, pero desde luego no estaba haciendo el esfuerzo necesario para cambiar radicalmente de vida ya que, encerrarse en su château no era lo mejor para salir de la agonía, las dudas y el miedo de las que quería escapar.
Pero la visita del joven Bonnot y su aprendiz habían servido para darse cuenta que, por mucho que lo quisiera, el pasado siempre volvía, por mucho que se esforzara en cambiar, jamás dejaría de ser lo que siempre había sido. Tenía que dar por finalizado su tiempo de duelo, jamás olvidaría a Razvan pero no podía seguir con el lastre que su recuerdo suponía para su vida. Había llegado el momento de resurgir de sus cenizas para enfrentarse al oscuro mundo que los rodeaba como siempre lo había hecho.
Mientras se preparaba para asistir a la representación de Lohengrin, se sorprendió a sí misma pensando en la fatídica noche en la que su marido murió desangrado, en aquella oscura noche en la que ella a punto había estado de perder también la vida, en aquella infausta noche que él la había salvado… Él… ¿Dónde estaría? Hacía ya tiempo que no se sorprendía pensando en él, pero esa noche su recuerdo la golpeó como un puño en el estómago, sintiendo cómo su cuerpo se estremecía ante su evocación.
Se recriminó a sí misma al pensar que su recuerdo acabaría ocultando el de Razvan e, intentando centrarse en cuestiones más cotidianas, se obligó a olvidar. Esa noche tenía pensado divertirse y disfrutar de la historia que estaba a punto de ver.
Las horas que duró la ópera le pasaron como en un suspiro. Quizás hubiera preferido otro tipo de libreto y no una historia romántica, pero no había salido decepcionada. Tanto el tenor que había dado voz a Lohengrin como la soprano que hacía de Elsa habían estado sublimes y en algunos momentos de su actuación, Nicoleta tuvo que hacer grandes esfuerzos para que las lágrimas no escaparan de sus ojos.
Cuando las luces se encendieron y la gente a su alrededor comenzó a levantarse, Nicoleta se tomó su tiempo esperando a que, tanto el palco en el que se encontraba como el resto del teatro, se fueran vaciando, para poder salir más relajadamente sin tener que aguantar los codazos de los maleducados o las miradas de malsana curiosidad de algunas mujeres.
Una vez traspasadas las puertas del teatro, Nicoleta se estremeció al sentir el frío de la noche de invierno parisina. En su país hacía mucho más frío, pero el contraste del cálido ambiente del interior hizo que se arrebujara en su cálido abrigo mientras miraba a todas partes buscando a su cochero en aquel maremágnum de coches, caballos y personas ansiosas por volver al calor de su hogar que se había formado a la salida del teatro.
Su vida había cambiado radicalmente, de tranquila y rutinaria trasmutó sin que él lo pidiese a una completa locura desde la aparición repentina de la pequeña vampira, justo en el momento más crítico de su sufrimiento cuando su salud hacía aguas, y sus pulmones agonizaban demasiado débiles para seguir funcionando con normalidad.
Día a día su estado físico empeoraba, la llegada del frío y la falta del calor de una chimenea confortable o unas mantas lo suficientemente gruesas para paliar las bajas temperaturas, agravó el problema de asma que lo aquejaba. En las últimas semanas se presentó en la fábrica luciendo un aspecto desmejorado, muy diferente al del joven que se forzaba a sonreír y seguía luchando por su vida, porque mientras hubiese vida, había esperanza y él continuaba creyendo en esa máxima como un pobre iluso, a pesar de las cargas pesadas que soportaba sobre sus hombros.
Ahora era un rostro demacrado y pálido, un fantasma perdido entre la bruma de París y la gran lista de ciudadanos anónimos que sufrían como él, en soledad y penumbra, historias miserables cuyo desenlace no le importaban a nadie.
Para bien o para mal, en poco menos de dos meses el chico había pasado de ser un enfermo terminal a un esclavo adicto a la sangre de Ludmilla, su amiga y amor de la infancia. Una inmortal a cuyo recuerdo humano seguía atado emocionalmente desde que era un renacuajo.
Era tarde para librarse de ella, lo sabía, la adicción se lo impedía, y sin la ayuda de un cazador resultaba mucho más difícil plantarle cara a la abstinencia y a todo lo que la vampira significó para él en el pasado. Por eso cuando tuvo aquel sueño extraño y tan dispar a las pesadillas que durante semanas habían teñido de rojo sus sueños, supo que se trataba de una revelación. No se parecía nada anterior que hubiese soñado, por primera vez los colgantes de su madre tomaban protagonismo.
Así pues, escapó de la pequeña vampira respetando las indicaciones de su sueño, el lugar, la hora y grabando en su mente el rostro de aquella mujer a la que había visto enseñarle el colgante de su madre con la estrella de cinco puntas. No pudo escuchar su voz cuando le hablaba, pero el fuerte sentimiento de que ella sabía algo de su madre, de su familia, le empujó a desafiar a Ludmilla, aprovechando el instante donde su apetito voraz llegó al éxtasis. Corrió dejándola atrás sumida en la encarnizada digestión de la sangre de su víctima.
Acudió a pie caminando desde la ubicación en donde había visto y sufrido una noche más el horror de ser su acompañante a la fuerza hasta llegar a la Ópera de París, enfundado en un traje negro de no muy buena calidad, aunque limpio, y una capa de lana oscura, también ajada por el paso del tiempo y sus usos, la cual cubría hasta la mitad de sus piernas su alta figura de casi dos metros.
Un chico alto no pasaba desapercibido con facilidad, y menos si iba bien vestido, así que tenía que convertirse en un hijo de la noche y envolverse en el discreto manto de su oscuridad. Ocultó su rostro bajo la amplia capucha que le servía de abrigo y esperó pacientemente a que la obra Lohengrin concluyese.
Para cuando llegó el final y vio a la muchedumbre de espectadores de clase media/alta abandonando el edificio, su corazón latía a toda prisa al igual que los nervios avivaban su ansia. Los sentidos de Hasel despertaron acelerados buscando con ojos inquietos y gran rapidez a la desconocida que tanto anhelaba encontrar. Se preguntaba si sería alguien de su familia, necesitaba saberlo, y si realmente lo era conectar a través de ese parentesco con el origen de todo, encontrar las respuestas que siempre había buscado.
Entre rostros, voces, y más confusión con las personas yendo de aquí para allá, intentando dejar atrás el embudo humano que se agolpaba en las aceras, la vio alejándose hacia una esquina sustancialmente menos concurrida en esa calle y caminó tras ella apresurado. - Señorita... - la llamó agarrándola firmemente del brazo para detenerla. - No huya... - su tono de voz expresaba una necesidad, mezcolanza de nervios e intenciones desconocidas.
Demasiada gente a su alrededor la hacía sentirse incómoda, por ese motivo Nicoleta prefirió apartarse un poco del barullo formado por todos los asistentes al concierto que deseaban regresar a sus hogares mientras la fila de carruajes desfilaba ante ella. En algún momento, y esperaba que no tener que esperar demasiado, aparecería su cochero para llevarla de vuelta al hogar en el que, temporalmente, vivía desde que había llegado a Francia. No era un viaje demasiado largo pero, después de todas las horas que había pasado sentada en el teatro, aunque la ópera le había gustado, tenía ganas de llegar.
Pensativa, recordó cómo, durante alguno de los momentos más intensos de la representación, sus recuerdos habían volado muy lejos en el tiempo y en el espacio. De nuevo, al igual que le había sucedido mientras se preparaba para acudir al teatro, se sorprendió con el recuerdo de la noche aciaga en la que había salvado la vida, al contrario que su esposo, gracias a la intervención de aquel con el que, los días sucesivos, mantendría una amistad que había tumbado por tierra muchos de los ideales aprendidos de niña. La noche en la que había conocido a Kay, del cual hacía tiempo que había empezado a diluirse en el olvido y que, en cuestión de horas, golpeaba una y otra vez sus recuerdos.
Absorta como estaba en esos pensamientos ni siquiera vio al hombre, bastante llamativo dada su altura, que la abordó en la calle. Asustada por la impresión, sintió cómo todo su cuerpo se tensaba dispuesta a defenderse de su asaltante, tal y como había aprendido a hacer durante todos los años de cazadora. No portaba armas encima pero sabía muy bien cómo defenderse, además sabía que, con toda la gente que había cerca, un solo grito bastaría para que varios hombres acudieran raudos a ayudarla.
—Suélteme si no quiere que empiece a gritar. —No hacía falta ser ningún adivino para reconocer en Nicoleta a una extranjera pues, a pesar de saber hablar francés, su acento la delataba.
Con un movimiento brusco de su propio brazo, intentó desprenderse del fuerte agarre que aquel hombre hacía sobre ella mientras miraba a todas partes buscando una ayuda que no parecía llegar.
—¿Qué quiere de mí? No llevo nada de valor. —No era mujer de lucir demasiadas joyas y mucho menos ostentosas, pero las que llevaba encima eran suficiente reclamo para cualquier desesperado que la intentase robar pues sabía que su precio daría de comer durante un tiempo a toda una familia—. Suélteme le he dicho.
Pero si aquel hombre era un ladrón desde luego pericia no tenía ninguna y, ahora que se daba cuenta, el tono de voz que había empleado no era el que usaría alguien que sólo pretendiera robar. De todas formas Nicoleta se preparó para defenderse de aquel individuo que había osado, de manera bastante insensata, detenerla en medio de la calle.
El pobre hombre luego no tenía ni idea de con quién había dado ya que, a pesar de la diferencia de altura, Nicoleta estaba convencida que podría con aquel joven sin problema alguno pero, si para guardar las apariencias tenía que mostrarse como una pobre damisela en apuros, sólo tenía que abrir la boca para hacerle creer que iba a gritar con todas sus fuerzas para poner sobre aviso a los viandantes. De hecho, ese fue el gesto que hizo, aunque sin emitir sonido alguno… por el momento.
Había sido un error detenerla en mitad de la calle siguiendo su primer impulso de una forma tan visceral y poco estudiada. Sabía por la reacción de la señorita que no debería haberla tocado, quizás hubiese bastado solo pedirle educadamente unos minutos para hablar y esperar con paciencia que permaneciese en su lugar escuchando su discurso.
¿Pero lo haría? ¿Escucharía la mujer los argumentos de alguien como él o saldría huyendo a la mínima oportunidad? Hasel conocía bien la calaña de personas que se movían dentro de los círculos de la clase alta, lo peor de la sociedad, personas deshumanizadas, faltas de valores morales, gente como él les causaba lástima o repugnancia, pasaba siempre. Lo había vivido desde pequeño, la clase baja era invisible. Pero su sueño mantenía prendida una pequeña llama de esperanza dentro de él. Seguro como estaba de que la mujer sabía algo de su familia, no la iba a dejar escapar, así tuviera que cogerla a la fuerza para que le escuchase.
Podría tomarlo por un loco al contarle que la había buscado porque la había visto en un sueño pero se iba a arriesgar a eso e incluso a que lo denunciase a las autoridades aceptando todas las consecuencias. - ¡No, no! - gritó cuando ella intentó soltarse y pedir ayuda. Hasel retrocedió un par de pasos y levantó las manos en señal de paz, soltando inmediatamente el brazo de la señorita. Seguidamente se quitó la capucha descubriendo su rostro y unos ojos azules brillaron intensamente en la oscuridad implorando exponer ante ella un rompecabezas que gritaba a voces en su interior ser completado y resuelto.
- No quiero robarle, por favor, no se vaya... - lo último que quería era hacerle daño. - Solo quiero hablar con usted. Yo... la conozco, o creo conocerla. - al ver el ceño fruncido de la mujer y su gesto intrigante vio que ésta estaba a punto de volverse contra él, así que intentó explicarse mejor.
- Es decir, nunca la he visto antes pero... - era complicado hablarle del sueño sin más, decirle que había soñado con ella.
- Sabía que iba a venir aquí, no porque sepa donde vive y la haya seguido... - tragó saliva y bajó las manos buscando en el interior de su camisa el colgante de su madre. Se lo mostró antes de añadir. - Me llamo Hasel, no soy un ladrón, he soñado con usted y este colgante y necesito que me ayude. - le confesó de forma sincera manteniendo la distancia entre ellos para no asustarla.
Aunque había dejado atrás su vida como cazadora, había costumbres que Nicoleta era incapaz de abandonar. Tantos años de enseñanzas y entrenamientos, de caza, la habían vuelto desconfiada, previsora y cauta. Hábitos difíciles de abandonar como el simple hecho de llevar algún arma siempre encima como, en esa ocasión, un par de dagas sumamente afiladas así como un crucifijo de plata oculto bajo sus ropajes. Eran muchos enemigos al acecho, muchas criaturas y amantes de la magia negra pululando en la oscuridad y, aunque aquel ya no era su trabajo y ya no perseguía a esos monstruos surgidos del infierno, la sospecha y desconfianza seguían presentes. Tal vez en un futuro, en una noche inesperada, se encontrara de frente con el maldito ser que había terminado con la vida de su marido y que había estado a punto de acabar con ella también; ese ser que había huido como el cobarde que era ante la aparición de Kay, su salvador. Y quizás, cuando llegara ese día, por fin podría llevar a cabo la venganza soñada.
Pero, si llegaba ese día, no quería que la pillara desprevenida. Ese era el motivo por el cual Nicoleta aún seguía entrenando todos los días, aún continuaba recorriendo los bosques que rodeaban París en busca de alguna pista, por ese motivo aún seguía portando armas.
Sin bajar la guardia, le dio una oportunidad al joven que tenía delante al ver cómo, después de soltarle el brazo, se justificaba por su actuación con un tono que, a oídos de Nicoleta, casi le sonó como una súplica.
La fingida expresión de miedo que había aparecido en la cara de la mujer dio paso a la suspicacia y ésta a la curiosidad a medida que el joven se explicaba. Aún estaba por ver que no fuera un ladrón, aunque lo que decía sólo eran una mezcla de palabras incongruentes, sin sentido alguno ya que ¿de qué la podía conocer un joven como aquel?
—Dudo mucho que me pueda conocer ya que llevo poco tiempo en la ciudad…
Desconfianza, curiosidad y de nuevo el recelo fueron los sentimientos que embargaron a Nicoleta en cuestión de segundos. Curiosidad por saber qué quería de ella y recelo porque, a medida que él farfullaba su justificación por haberla detenido, la mujer se dio cuenta que aquel joven tenía un potencial del que ni él mismo parecía darse cuenta.
¿Un vidente? ¿Me encuentro ante un vidente?
Entonces lo vio. Vio el colgante en la mano del joven y supo enseguida lo que era y, a pesar de reconocerlo como un símbolo de protección, algo bueno, aún se mantenía desconfiada.
—¿Dónde ha conseguido este colgante?
Por un instante la duda de que lo hubiera robado se cruzó por la cabeza de Nicoleta, pero el colgante unido al comentario del joven sobre que había soñado con ella la hicieron recapacitar. Con un ademán tímido, la mujer hizo ademán de coger el amuleto para examinarlo mejor, pero el gesto quedó suspendido en el aire mientras clavaba sus ojos en el joven buscando su permiso para cogerlo.
—¿No sabe lo que significa? —Las preguntas comenzaban a agolparse en la cabeza de Nicoleta—. ¿Por qué cree que yo puedo ayudarlo? ¿Sólo por un sueño?
Sólo quería confirmar lo que ya se imaginaba ya que, en ningún momento, el tono de su voz demostró que no creyera lo que le había dicho el joven. Al contrario, creía firmemente que lo que él acababa de decirle sobre el sueño era verdad.
Leyó el recelo en el interior de los ojos de la mujer pero no se achantó en ningún momento. Muchas veces lo habían confundido con un ladrón y sabía que le costaría demostrar lo contrario. Los ropajes pobres que vestía no ayudaban, pero habló con la mejor arma que tiene un hombre, su corazón. - Si piensa que lo he robado, se equivoca. Es un regalo de mi madre, me lo legó junto a otras joyas de plata. - su mirada se tornó vidriosa al recordarla. - Está muerta. - aclaró.
Hasel identificó una emoción de confusión en el rostro de la señorita cuando éste le explicó a quien pertenecía la joya y como la había conseguido. La mujer extendió la mano en un ademán intencionado para examinarlo mejor, suponía él para contrastar lo que ella ya sabía sobre ese tipo de colgante. Basándose en las acciones que había percibido de ella en su sueño añadió confiado. - Adelante. - le dió permiso para cogerlo en su mano aunque no tuvo el gesto tan gentil de quitárselo del cuello.
- No, no sé que significa. Es la primera vez que sueño con usted y el colgante, antes de esto soñé otras cosas que se han cumplido, no entiendo cómo. - el muchacho no era consciente de que su psiquis mientras dormía era poderosa. Ignoraba su condición de vidente, creía que Dios le mandaba los sueños y le mostraba a través de éstos las cosas que iban a suceder porque él quería.
- Por eso sé que puede ayudarme. - le miró a los ojos apelando a la compasión que toda mujer guarda en su interior. - ¿Lo hará señorita? Me ha costado encontrarla... veinte años a decir verdad que son los que tengo. - tragó saliva. - No soy una persona peligrosa pero tampoco libre, cuando vuelva al sitio de donde procedo alguien me pedirá explicaciones. Me la he jugado viniendo hasta la Ópera solo para verla.
Una oportunidad, eso fue lo que Nicoleta le dio al joven. Una oportunidad para explicarse, una oportunidad para que le contara de dónde había sacado aquel colgante, una oportunidad para convencerla de que había hecho bien en escucharlo. Quizás ella sólo lo hacía por curiosidad o simplemente porque había reconocido el colgante como un símbolo de protección pero, fuera lo que fuera, Nicoleta se acercó al joven para contemplar más detenidamente el diseño de la joya.
—¿Qué sabes de tu madre? —Preguntó casi en un susurro.
Aquel amuleto junto a las muestras de una clara videncia por parte del joven, le indicaban a Nicoleta que estaba ante alguien especial. Por supuesto que había reconocido aquel colgante, había visto muchos en Rumanía aunque no sabía si en el resto del continente se usaría una unión de símbolos como la que tenía ante sus ojos, parecidos seguramente, pero ¿iguales? Lo dudaba. Aquel joven procedía, casi con total seguridad, del mismo país que ella había abandonado, a pesar de que él apenas parecía mostrar un acento distinto al francés.
—De donde yo vengo, en Rumanía, —a la legua se notaba que Nicoleta no era francesa, pues en ella sí se apreciaba el marcado acento de su país— estos símbolos se emplean como protección. Parece que tu madre quería protegerte como fuera aunque ella ya no estuviera. Y no me extraña… —La mujer se había dado cuenta que el joven que la había abordado desconocía por completo sus capacidades, de ahí su reflexión final, dicha más para ella misma que para que él la escuchara—. Aún no me has dicho tu nombre. —Nicoleta se había relajado un poco, prueba de ello fue la sonrisa que le dedicó al joven, e intentaba prolongar la conversación para descubrir más cosas sobre el muchacho. Aún no sabía si era de fiar o, por el contrario, tendría que enfrentarse a él.
Las últimas palabras que le dijo despertaron en la mujer curiosidad.
—¿Y de dónde procedes tú?
- Poca cosa. - añadió el joven en un tono triste ante la pregunta que le formuló la mujer. - Era una gitana, eso si lo sé. Quien me recogió en la puerta del orfanato me dio los detalles. Mi madre le encargó que cuidasen de mi. Se estaba muriendo. Le pidió que guardase sus joyas de plata para mi y por suerte, la mujer que me acogió cumplió su palabra. - no le habló del colgante en forma de corazón con la serpiente dentro, símbolo de su familia. Hasel desconocía el significado del mismo e ignoraba quien era él, su madre e incluso sus orígenes. Esa ignorancia suya le salvó, ya que si se lo hubiese revelado a la señorita seguramente ésta hubiese intentado matarle allí mismo cumpliendo con su justa misión de cazadora.
Pero... por el momento ninguno de los dos conocía el peligro que el uno entrañaba para el otro. Cuando la verdad saliese a la luz, empezaría el juego peligroso entre ellos. Tocaría defenderse de sus ataques con la misma dureza que ella emplease hacia él, ya fuese como humano con fuerza implementada o vampiro neófito.
Hizo memoria y por su mente cruzó un vago recuerdo. El momento duro en que llegó a la casa cuna, los lloros al separarse de las manos cálidas de su madre, el vacío de su ausencia... y... aquellas grandes tijeras oxidadas que Madame Toussant empuñó contra él sonriendo cuando le cortaron sin piedad la larga cabellera rubia que su madre había procurado hacer crecer en él como si se tratase de un tesoro.
Ese día perdió el oro de sus cabellos, pero perdió mucho más, lo más importante para un niño, la mujer que le había dado la vida. Tatiana lo hizo por su bien. Creía que, abandonando a su hijo en un orfanato evitaría que otros cazadores al seguirle la pista le relacionasen con ella. La familia Constantinescu era historia, había sido aniquilada casi en su totalidad por la familia Golescu.
Adiós pequeño mío. Le había dejado un colgante de protección, asegurándose de alguna manera que otras criaturas de la noche y cazadores experimentados no le hiciesen daño.
- ¿Rumania? - pronunció el muchacho frunciendo el ceño, mirando fijamente los ojos de la mujer. - Es cierto, usted no pertenece a París. Yo en cambio, si he nacido aquí... - su perfecto acento francés daba buena cuenta de ello.
- ¿Simbolos de protección? - la cara de Hasel se fue tornando más confusa ante aquellas primeras revelaciones. - ¿De qué me quería proteger? Fuese lo que fuese no ha servido de nada. - dijo con rencor no hacia la señorita, sino hacia la dureza con la que la vida le había tratado y el tormento que sufría ahora.
- Hasel... - dudó unos segundos, el chico no tenía apellido como tal, era cierto, su padre no le había reconocido oficialmente, era un bastardo. - Flamcourt. - añadió, tomando el apellido de Ludmilla. - Procedo de... - titubeó mirando nervioso hacia ambos lados de la calle. Cogió de los hombros suavemente a la mujer invitándole a apartarse hacia un rincón solitario donde nadie pudiese verles. - Escuche, el mal adopta formas que no son ni siquiera humanas, aunque tengan ese aspecto. Dígame, que es este colgante y si puedo usarlo en contra de ese mal.
Nicoleta no sabía qué pensar. O aquel joven estaba mintiendo descaradamente o en verdad no tenía ni idea de su procedencia ni de las capacidades que poseía. La mujer lo observó fijamente mientras su cabeza funcionaba a toda velocidad, decidiendo hasta qué podía contarle y qué debía callarse.
Saber que la madre del muchacho era una gitana, seguramente procedente de su tierra o de un país fronterizo, que era la poseedora de amuletos de protección y que su hijo tenía ciertas cualidades especiales que le convertían seguramente en un vidente, reafirmaba su idea de que la mujer tenía que haber sido una bruja. El problema radicaba en saber de qué tipo, si había practicado magia blanca o, por el contrario, era una de tantas a las que había perseguido y que la cazadora tanto odiaba… una practicante de magia negra.
Escuchó en silencio las reflexiones que hacía Hasel, pues ese fue el nombre que le dio el joven aunque no reconoció el apellido, pero no pudo evitar sobresaltarse con su último comentario, dicho en voz casi susurrante.
—Los amuletos de protección son variados y, en función de su grabado, su propósito puede cambiar. Hay símbolos que se usan para proteger en los viajes, otros se empleaban cuando los guerreros entraban en batalla, para preservar la salud o como protección frente… a las fuerzas del mal.
Ese último punto era precisamente el más importante, sobre todo cuando escuchó su último comentario apenas susurrado, aunque no pudo evitar ponerse tensa ante el contacto del joven cuando la apartó a un lugar más tranquilo. Seguía sin fiarse de él y, por muy buenas intenciones que tuviera el joven, no se encontraba a gusto en su presencia.
—¿Qué sabes tú del mal que asola el mundo? ¿Acaso te has enfrentado a alguna de esas… formas de las que hablas? ¿Las has visto? —Estaba claro que Hasel sabía algo y Nicoleta frunció el ceño al sentirse en cierta forma engañada—. Creo que no me has dicho toda la verdad… ¿De qué necesitas protegerte?
La mujer aún no había contestado al último comentario del joven ya que, sin saber exactamente el mal que parecía atormentarlo, no sabría si el colgante sería de alguna ayuda.