De dos maneras podía llegar el viajero a Nesmé: en barco o a caballo. La ciudad se presentaba diferente al que venía por tierra que al que lo hacía por el río Surbrin.
El jinete veía despuntar en el horizonte los tejados cubiertos de nieve, agitarse las banderolas, girar las veletas, echar humo las chimeneas. Veía un montón de luces encendidas brotando de las ventanas, resplandeciendo en un mar blanco, y pensaba en las ventanas de un barco. Sabía que era una ciudad pero la pensaba como una nave que lo iba a sacar de los páramos congelados, un velero a punto de partir a tierras cálidas, con el viento hinchando las velas todavía sin desatar. Y pensaba en todos los puertos del Mar de las Espadas, en las exóticas mercancías procedentes de Calimshám o Tethyr que los estibadores descargarían en los muelles, en las tabernas donde tripulaciones de distinta bandera se romperían la cabeza a botellazos.
En la neblina del río el marinero distinguía una suave colina que le recordaba al lomo de un caballo, flanqueada por las altas murallas de piedra le recordaba la forma de una silla de montar. Sabía que era una ciudad pero la pensaba como un caballo de cuyas albardas colgaban odres y alforjas de joyas grandes como puños, de buen acero enano y mágicas piedras chardalyn. Y se veía a la cabeza de una larga caravana que lo llevase del interminable río al antiguo y perfumado bosque de majestuoso silencio, a las casitas encaladas donde chisporrotearía alegre una fogata, al castillo de sólida roca tallado en la montaña que habría resistido innumerables ataques de trolls y uthgardt por igual.
Cada ciudad recibía la forma del desierto al que se oponía; y así veían el jinete y el marinero a Nesmé, ciudad de confines, baluarte de la Frontera Salvaje.
Aquella mañana, cuando el sol se alzaba alto en el cielo, te había hecho llamar el Sargento Hakkon de los Jinetes de Nesmé. Era un hombre honesto y sincero, que había visto quizá demasiada muerte a lo largo de su vida. Habías servido bajo su mando en las campañas contra los trolls, y habíais obtenido una grata impresión el uno del otro. Muchas veces te preguntas si ahora sigues con vida por la mesura y las sabias decisiones de Hakkon.
Independientemente de tu lealtad hacia él, el llamamiento podría significar trabajo, algo con lo que evadirte de tus problemas familiares y tal vez, hacer un servicio a la ciudad a la que consideras tu hogar.
Hakkon te recibió en sus estancias del Baluarte de los Jinetes. Debía rondar las treinta primaveras, aunque se le veía cansado.
Una mujer estaba sentada frente al escritorio de Hakkon. Tenía el pelo corto y arreglado, y llevaba un vestido de terciopelo color crema y un collar de zafiros y adularias que le resaltaba el color de los ojos. No obstante, no dejaban de resultar unos ojos glaciales y severos. Sus pómulos marcados y rasgos fuertes no ayudaban, y aunque aquella mujer podría considerarse hermosa, resultaba desagradable el perpetuo gesto torcido de sus labios. Era extremadamente delgada, y daba la impresión de que desaprobaba al mundo entero de tal manera que lamentase cada migaja del mismo que entrara en su interior.
—Bienvenida, Damira —te saludó Hakkon, con una sonrisa agradable en su mandíbula cuadrada—, me alegro de que hayas decidido venir.
El sargento se levantó y te dio un apretón de manos, de igual a igual. Pero la mujer no se movió.
—Te presento a... Payne de Loviatar, Señora del Látigo de Nesmé. Payne, esta es Damira, guerrera devota de Ilmáter consagrada a Santa Rodelia y veterana de las Guerras contra los Trolls —sonrió—. Y tal vez vuestra nueva compañera.
Payne se cruzó de brazos y se arrellanó en el asiento.
—¿Qué es esto, Hakkon? ¿Un perro pastor para que las ovejas no pierdan el camino?
El joven guardia había salido al mediodía. Órdenes del Sargento Hakkon, entregar un mensaje a la señora Damira, en la vivienda tras el establecimiento del maestro sastre Cassio.
El sol colgaba justamente encima de Nesmé cuando se la había encontrado en el patio, antes de entrar en la casa. Los gallos habían despertado a la ciudad unos minutos antes, y los ciudadanos comenzaban a abandonar sus hogares. La señora Damira estaba completamente empapada en sudor, el cabello pegado a la cabeza como si le hubieran vaciado un cubo de agua encima, los brazos brillantes bajo el sol y la blusa completamente oscurecida por la humedad. Tenía en las manos un bastón largo, probablemente emulando una pica, y golpeaba con él unos sacos que en algún momento debían haber estado llenos de tierra, la mayor parte de la cual estaba ahora en el suelo.
La nuez le había dado un par de brincos antes de reunir el valor necesario para darle el mensaje a la mujer. No era, definitivamente, lo que se rumoreaba de ella. Se suponía que era una mujer corpulenta y de hombros anchos, como un hombre, y sin embargo, le parecía que la mujer era más bien enjuta. Pero claro, hacía años que no estaba en activo, tenía dos hijos y por lo que había oído, había perdido otro hace poco. Y ya no era una cría. Lo que sí era cierto era que la mujer intimidaba. Cuando la tuvo frente a él, se vio obligado a levantar la mirada para encontrar la suya, y casi se arrepintió de haberlo hecho.
Unos instantes después ya estaba regresando al cuartel. A pesar de su pinta, era una buena señora. Incluso le había dado un trago de esa bebida fría de hierbas con demasiado azúcar.
Damira bebió un largo trago de la infusión antes de volver a colocar el botijo en la alacena. No había nada mejor en el mundo después de unas horas de ejercicio físico. Refrescaba el cuerpo por dentro y por fuera, y restauraba la energía perdida casi como un hechizo, pero sin magia de por medio. Adquirió la costumbre de prepararla cada día de su hermana Orga, aunque ella solía añadirle un chorro de whisky, especialmente antes de comulgar con su diosa. “Ciertas bebidas y hierbas abren un canal con lo divino dentro de tu cuerpo, cariño. Tal y como la mortificación de la carne y el ascetismo que practican algunos de tus correligionarios, pero de modo más placentero. Si los dioses no hubieran querido que disfrutáramos con ellas, no las habrían hecho disfrutables”. Y Damira bebía, sin duda, a veces más de lo que era prudente, especialmente desde que no era más que una madre de familia. “No voy a ser una madre, Orga. Lo soy. Quiero comportarme como tal, antes de que mis niños sean mayores y no hayan tenido apenas trato conmigo.” “No estás hecha para quedarte en casa cuidando de los críos, atendiendo la casa y la tienda. Fíjate en mí, también soy una madre, tengo media docena de cachorros, es una de mis obligaciones para con Mi Señora y la cumplo aunque ni siquiera me atraen los hombres, pero nunca descuido mi llamada. Lo que te ocurre es que has renunciado a ella. La veías fuera de tu alcance, y la has abandonado por algo que tenías a mano. De eso, cariño, sí vas a arrepentirte algún día”.
Damira se quitó la ropa sudada y se limpió el sudor con una toalla mojada y una pastilla de jabón. Si algo agradecía de tener una posición económica desahogada era poder permitirse ese tipo de lujos. Tener prendas de vestir suficientes como para cambiarse cuando quisiera era algo a lo que todo el mundo debería tener acceso. Cuando era una cría y vivía en el orfanato, los niños pequeños heredaban los harapos que ya no entraban a los niños mayores hasta que tenían más superficie arreglada con retales y parches que del tejido original.
Cassio estaba en la trastienda, lo oía gritarles algo a los aprendices. Damira se quedó un instante junto a la puerta, para marcharse al cabo sin decir nada. Había mostrado más pasión y sentimiento a esos pobres chiquillos en un instante que a ella en mucho tiempo. Le dolía demasiado como para afrontarlo. Ya le había dicho días que estaba pensando volver a su antigua forma de vida, y su esposo no había tratado de disuadirla, no le debía nada más. “Quizás sea bueno para ti, y lo que es bueno para ti, lo es para mí”. Le era difícil creerle.
Cesare y Lucrecia se habían marchado hacía horas. La pequeñaja había arrastrado a su hermano a la playa. El adolescente, que no frecuentaba a las chicas de su edad, ni a los chicos, se había encontrado con una repentina y desacostumbrada popularidad entre las amigas de Lucrecia. No le parecía adecuado que anduviera con chiquillas tan pequeñas, pero al fin y al cabo, su hija solía juntarse con niñas mayores, algunas no mucho más jóvenes que el propio Cesare. Y separar a los dos hermanos, en cualquier caso, era tarea casi imposible. Cuando el bobazo había pedido permiso para preparar su ingreso en el gran tempo de Oghma en Neverwinter, Lucrecia había llorado y gritado durante el resto del día y toda la noche.
No se molestó en ponerse la armadura, ni armarse. Estaba segura de que, en cuanto sintiera el peso y el tacto de su viejo equipo en su cuerpo, sería incapaz de rechazar cualquier propuesta que le hiciera Hakkon. Y quería, al menos, darse la oportunidad de escuchar, y de meditar.
Damira estrechó con firmeza la mano de Hakkon. Hacía tiempo que no hablaban. La ciudad no era muy grande, y al final todo el mundo se conocía, por lo que si querías charlar con alguien, por ocupado que estuviera, encontrabas la oportunidad. En este caso, y tantos otros, era su culpa, se había desligado de esa vida y había dejado atrás todo lo que llevaba aparejado. Ni siquiera veía a Orga tanto como hubiera querido, y desde hacía un par de años, siempre dentro de los muros de la ciudad, de tal modo que ni siquiera estaba seguro de cuál era su verdadero aspecto actual, pues la sangre orca hacía envejecer con rapidez. En cualquier caso, se alegraba sinceramente de volver a hablar con el sargento, y de que todavía la recibiera como una igual. Se había ganado su respeto cuando apenas tenía necesidad de afeitarse la barba, y no había hecho nada para perderlo desde entonces.
—Es un placer como siempre, Hakkon —Damira torció las comisuras de los labios hacia arriba y entreabrió los labios en una torpe sonrisa. No era un gesto que le saliera de forma natural, y menos últimamente.
La compañía de la mujer, sin embargo, no era un placer. Dama del Látigo de Loviatar. Había colaborado con hombres y mujeres de dudosa catadura moral, y su propia hermana servía a una diosa que los teólogos consideraban maligna. Ella misma no era, ni había sido nunca, el modelo de virtud que había soñado. Pero lo que Loviatar representaba era repugnante, sin ambigüedades ni paliativos. Y sus primeras palabras habían sido como el soplido de un fuelle en unas brasas incandescentes.
Damira se desprendió del apretón de manos y se acercó a la sacerdotisa lo bastante como para echarle el aliento en el rostro.
—Cuando quiere saber algo sobre mí, me preguntará a mí directamente —dijo, intercambiando una larga mirada con ella—. Si soy una perra, no soy del tipo que dirige a las ovejas.
Y tampoco sé qué pretende Hakkon. ¿Compañera de una seguidora de Loviatar? ¿Y de quién más? ¿Para qué? ¿Con qué objetivo?
—¿Qué solicitas de mí, Hakkon? —preguntó, sin dejar de mirar a Payne.
Al menos has sido lo bastante franco como para mostrarme el tipo de persona con la que quieres que trabaje antes de que acepte.
La perspectiva de un guantazo no parecía impresionar demasiado a una mujer cuyos rezos diarios incluían todo tipo prácticas dolorosas y autoflagelación. Payne enarcó las cejas.
—¿Una paladina pendenciera? Pensaba que todas moríais jóvenes —soltó con una sonrisa cruel aleteando en los labios—. Apártate, "perra", estaba hablando con el sargento. Cuando quiera hablar contigo te lo haré saber.
—Payne, por favor —gruñó el Sargento, tirando de ti por el antebrazo—. Lo cierto es que la Señora del Látigo está colaborando con los nuevos Heroes de Nesmé. No se habla de otra cosa en las calles, supongo que habrás oído que una banda de aventureros ha rescatado a las niñas que habían desaparecido en las últimas dekhanas, aquí y en las granjas de alrededor. Han descubierto que hay una organización de esclavistas trabajando en la zona, que se había aliado a las antiguas líderes del culto de Loviatar. Payne se ha desmarcado de esa postura como nueva máxima autoridad de la Iglesia.
Suspiró y se frotó los ojos. Parecía que le gustaba la idea lo mismo que a ti, pero no tenía mucho remedio. El culto a Loviatar era legal en Nesmé. Quizá su intención era que controlaras a miembros de dudosa moralidad como Payne.
—Quiero que ayudes a esa banda de aventureros. Para que ninguna madre tenga que volver a lamentar... —se detuvo a media frase y abrió mucho los ojos—. Dioses. Lo siento. He escogido mis palabras con mucha torpeza.
Damira frunció el ceño, una expresión mucho más natural para ella que la sonrisa. Pero cuando Hakkon tiró de ella, se dejó llevar, retrocediendo un par de pasos. No era el momento ni el lugar para empezar una pelea. Por otro lado, sabía perfectamente que el culto de Loviatar existía abierta, y legalmente, en la ciudad. El dolor era parte de las vidas de los habitantes de la Frontera Salvaje, y algunos decidían abrazarlo, buscando solaz a sus miserias. Mientas no hicieran daño a nadie que no lo deseara, no era asunto suyo. No era asunto suyo en cualquier otro caso, ya no.
Al menos tiene arrestos, y si es sincera, está combatiendo contra la corrupción en su culto. Podía no gustarle, pero había hecho algo respetable hasta cierto punto. Si es sincera, más le vale serlo.
Los nuevos héroes de Nesmé. El flujo de aventureros extranjeros hacia la ciudad era constante, y los habitantes que sentían la llamada de la aventura no eran escasos, y sin embargo, la Frontera Salvaje seguía tan salvaje como siempre. Había oído hablar de ellos, claro, incluso en su encierro forzado.
—He oído algo.
Y había oído hablar de desapariciones, pero no de tantas como para intuir que un grupo de esclavistas operaba en el área. Acabar con ellos era una tarea de la que podía sentirse orgullosa de participar.
—Cuéntame más —dijo—, de los esclavistas y de los aventureros. Y no te molestes en escoger las palabras conmigo, eso no va a hacer que las cosas sean distintas.
No necesitaba que nadie se lo recordara. Y aunque no hubiera sido así, ¿quién era ella para pedir tacto a nadie?
—Bueno, aparte de Payne está Ciclón. Quizá hayas oído hablar de ella. Es una mensajera y maga que le encanta corretear por los tejados de la ciudad. También está Tabin, la dueña de la una pequeña organización de guardas de caravanas. Es la hija de la sacerdotisa de Sune más conocida de Nesmé. Recientemente se ha incorporado al grupo Bel. Es un nigromante, como su padre. Pero parece un buen chico, resulta raro que se dedique a esas cosas.Y luego está Aramil, un enano recién llegado a la ciudad —se rascó el cogote—. No sé mucho de él, pero dice ser un druida criado por elfos. Ardreth, Glimgmar, Ánder, Ulfe... han formado parte de la compañía en momentos, pero ahora creo que no están con ellos. Y ahora parece que van a colaborar con Morgan, la Maestra Ladrona de Nesmé. Seguro que escuchaste el escandaloso robo a uno de los ciudadanos más ricos de la ciudad. Bueno, pues ella es la principal sospechosa, y está en busca y captura desde entonces.
Torció el gesto.
—Lamentablemente no te puedo dar tanta información de los esclavistas. De hecho, ellos trajeron las primeras noticias del asunto e informan directamente a la Primera Vocal, como se ha apresurado a señalarme Payne. Yo soy sólo un sargento de la guardia —se encogió de hombros—. Tendrás que hablar con ellos para que te pongan al tanto de sus pesquisas.
Algunos nombres le sonaban lo bastante como para ponerles rostro. Nesmé era una ciudad pequeña, donde si pasabas suficientes tiempo, acababas cruzándote con todo el mundo en bastantes ocasiones como identificarlo en una multitud, aunque no supieras de quién se trataba. Incluso para Damira, que no era una mujer que destacara por su memoria o sus dotes de observación.
Un aprendiz de nigromante, una maestra ladrona y una señora del látigo... Damira se encogió de hombros, resignada. Peores compañías se habían convertido en aliados de valía en el pasado.
—Supongo que no se trata de una simple investigación —razonó en voz alta—. Esperan bronca, y por eso me pides que les acompañe.
Y no te fías de ellos, o de alguno de ellos, pero no puedes mandar a uno de tus hombres.
—Iré a hablar con ellos directamente —concluyó.
El sargento Hakkon sonrió y posó una mano en tu hombro, con la familiaridad de haber vertido sangre contigo en el campo de batalla.
—Serías la primera cestera bajo mis órdenes —bromeó Hakkon —. Sí, ha habido violencia y no me cabe duda de que volverá a haberla.
Sonrió.
—Gracias, Damira. Me alegro de tenerte de vuelta: has tomado la decisión correcta. Recibirás el estipendio habitual en estos casos, por supuesto. Hablaremos de ello más tarde ¿de acuerdo?
Damira: +500 px
Si quieres darle un broche final a la escena, adelante. Por lo demás, nos movemos a la escena grupal.
Damira se encogió de hombros. Claro que esperaban bronca. Una pelea no era algo bonito, pero era lo que estaba buscando. Volver a salir al gran mundo exterior, encontrar a los malhechores, de los que siempre había suficientes como para no tener que perder demasiado tiempo encontrarlos, y darles una paliza. Y recibirla a cambio. Si de algo podía alardear, por estúpido que resultara, era de su capacidad para recibir golpes.
—No es agradable —dijo—, pero creo que es lo que necesito.
Una carcajada ronca y grave surgió de su garganta como un graznido. Se sorprendió al comprobar que todavía era capaz de reír.
—Y no me refiero al salario. Volveremos a hablar pronto —se despidió.