Icarus dejó escapar una carcajada queda, grave, agradable.
—Nadie puede negar sus orígenes —replicó, abriendo una puerta y cediéndoos el paso.
La botica una estancia de techo bajo, vigas de madera y paredes de piedra. Había una ventana al fondo, con cortinas azules, junto a la que leía un monje ataviado con una túnica basta de lana ceñida a la cintura con un grueso cabo de soga de cáñamo. Había todo tipo de trastos tirados de cualquier moneda: libros, botes, botellas, velas de sebo, braseros de bronce y hasta un mapa de Faerûn.
—¿Ves a lo que me refiero? —suspiró Icarus.
El monje se dirigió a una estantería repleta de frascos con letreros.
—Veamos...
Pues nada, resolvemos la compra por MSN. Los precios son los de la Guía del DM.
—No. Pero si seguís el suyo, cualquiera de vosotros podrá convertirse en un digno sucesor, es lo que quiero decir—sonrió ligeramente la elfa ante el buen humor del clérigo.
Llegaron a la botica y después de que Icarus reuniera las pociones que buscaban, Galatea pasó a calcular el número de ellas que les hacían falta y el capital del que disponían, pero la cifra era demasiado alta.
"Seldarine... a ver ahora cómo hacemos".
Sostenía en la mano una de las redomas dándole vueltas suavemente con aire pensativo mientras trataba de hallar una solución al problema. Ella misma podía sustituir algunas de las pociones con sus propios conjuros pero no daba abasto para los cinco que eran.
Espera, conjuros...
—¡Ah!—dijo cuando de pronto cayó en la cuenta de algo—. Icarus, también contáis con la versión en pergamino de cada poción que hacéis, ¿cierto?
No era para nada extraño que los tuvieran y ella era capaz de lanzar conjuros de origen divino al igual que los clérigos, lo que significaba que podría utilizarlos desde un pergamino que, por su carácter más específico al requerir de un lanzador concreto, eran más baratos que una poción que cualquiera podía beberse. Si bien la elfa no conocía los mismos conjuros divinos que un clérigo por ser druída pero sí la gran mayoría y, por suerte, los que necesitaban entraban dentro de esa gran mayoría.
El recuento final fue de de cuatro pergaminos de Protección contra el Mal, dos pergaminos de Resistir Energía de fuego, un pergamino de Fuerza de Toro y una poción de Escudo de la Fe, conjuro exclusivo de clérigo que ella, como druida, no conocía.
—Bufff... bueno, eso es todo—suspiró finalmente masajeándose una sien. Se había estrujado las neuronas para que cuadrasen las cuentas tanto a la hora de hablar de números como a la hora de no dejar a ningún miembro del grupo desprotegido—. Creo que no me olvido de nadie.
Icarus terminó de contar las monedas por montoncitos y las metió en una bolsa de cuero.
—Quizá con esto nos podamos permitir arreglar el rosetón —comentó el monje—. Lleva años roto.
Icarus te acompañó a la salida y se despidió de ti antes de dirigirse a las estancias privadas de los monjes para dejar la abultada bolsa de oro a buen recaudo. Afuera el día seguía plomizo y gris, y los pájaros volaban bajo. Pronto empezaría a llover.
A Galatea le había hecho gracia el comentario sobre el rosetón aunque no soltó ninguna carcajada, en el fondo se alegraba de que el dinero terminase empleado en algo como eso.
Se despidió de Icarus y cuando salieron a fuera de nuevo volvió a inspirar hondo el aire fresco que precedía a la tormenta. No podía evitarlo, le gustaba el intenso olor fresco del ozono.
—Espero que tengas razón y a ese dragón se le atragante el agua—suspiró mirando a las nubes—. Porque va a llover entre fijo y seguro.
Bajó de nuevo la vista y parpadeó, acababa de recordar algo.
—Oh, espera—murmuró, mirando a ambos lados—. Dame un segundo, ¿no había un puesto de mercado por aquí? Tengo que ver si por casualidad tienen una cosa...
Ossian escudriñó los nubarrones grises.
—Pues no sé si habrán montado los puestos, pero desde luego van a tener que quitarlos pronto y a toda prisa.
El mercado había visto días más animados, de eso no cabía duda. No obstante, Tymora te sonrió y encontraste lo que buscabas. Una mujer atendía un pequeño tenderete consistente en una tabla grande de madera apoyada en un par de caballetes. Estaba cubierto por un toldo de tela fina, más adecuada para filtrar el sol para cubrir de la lluvia. Había diversos saquillos de arpillera con plantas y semillas de todo tipo, cada una de las cuales tenía un pequeño cartel con el nombre de la hierba en común y en un estilizado alfabeto que Ossian identificó como alzhedo.
La mujer era morena y esbelta, con la piel olivácea y la larga cabellera ondulante recogida por una pañoleta de color añil. Lucía una túnica de seda con mangas amplias, ceñida a la cintura con un cinturón enjoyado.
—¿Qué desea, amable cliente? —preguntó la tendera con una sonrisa zalamera y un acento espantoso.
Galatea se concedió unos segundos para curiosear algunas de las plantas y semillas que le habían llamado la atención, bien por su rareza en aquellas latitudes o bien por el aroma exótico que desprendía.
Se encontraba ligeramente inclinada con las manos sobre las rodillas sobre un saquillo lleno de algo moscado que olía de maravilla, cuando la mujer se dirigió a ella.
—Buenos días—respondió girando la cabeza hacia ella y sonriendo ligeramente, bien porque le resultaba de lo más peculiar la situación, bien porque en la vida se habría imaginado pidiendo tal cosa, bien porque tenía curiosidad por ver cómo reaccionaba Ossian... o bien por todo a la vez—. ¿Podría decirme si tiene pistachos?
Ossian dibujo en el rostro una auténtica mueca de espanto al darse cuenta de por qué lo pedías.
La calishita esbozó una sonrisa, y los dientes marfileños contrastaron fuertemente con la tez morena.
—Claro que tengo: los más sabrosos y deliciosos, recién llegados de Calisham —dijo—. Y también tengo nueces, y piñones y almendras. En mi tierra los tomamos en pequeños pastelillos de hojaldre con miel, azúcar y un poco de canela. ¿Quiere que le ponga un surtido?
La vendedora agarró una hoja de papel grueso e hizo un cucurucho.
Galatea observó un momento a Ossian con gesto inocente como si le preguntara con la mirada "¿No te gustan los pistachos?" o algo así. Luego volvió a mirar a la mujer y tras pensar unos instantes, respondió.
—Sí. Pero póngame los pistachos a parte del resto del surtido, por favor.
Ahora le había entrado a ella curiosidad por descubrir a qué sabían los piñones y las almendras de Calisham. ¿Por qué no llevarse unas pocas ya que estaba?
La calishita inclinó la cabeza en un gesto servicial e hizo lo que le pediste. Llenó un cucurucho de frutos secos surtidos, lo pesó en una balanza de cobre y repitió el proceso con los pistachos.
—Serán seis cobres, señora —dijo la vendedora tras tenderte los paquetes.
Junto a las monedas, Galatea le dio las gracias a la mujer y luego se despidió para salir del mercado. Había guardado el paquetito de pistachos en la mochila pero el del surtido lo llevaba en la mano y andaba dándole toquecitos con un dedo para abrir una pequeña abertura.
Cuando finalmente lo hizo, cogió una almendra y se la comió dejando un dedo en los labios mientras miraba de reojo al cielo, como si estuviese evaluando si estaba rica o no. Pareció gustarle porque sonrió ligeramente y terminó por mirar de soslayo a Ossian que debía de continuar sin terminar de sacudirse la estupefacción encima.
La elfa le tendió otro de los frutos secos levantando ambas cejas en un gesto de lo más natural.
—¿Una almendra?
Ossian sonrió forzadamente.
—No, gracias. Para cosas secas ya tengo suficiente con Khaila.
Galatea rio un poco entre dientes.
—De momento—respondió señalando al cielo—. Puede que en un rato ya no esté tan "seca". La naturaleza es sabia, ¿eh?
Ossian frunció el ceño y echó un vistazo al curucho con sospecha.
—¡Que los dioses me conserven los oídos! ¿Galatea de los Lobos haciendo una broma? ¡Esas almendras deben estar drogadas! —dijo, y prorrumpió en carcajadas.