Partida Rol por web

En medio de una noche cuya oscuridad quedaba rota por las llamas los dos herejes escaparon de la aldea y se internaron buscando la protección del bosque. Deseando huir de la civilización y sus civilizadas leyes que buscaban ahorcar a gente como ellos.

Huir de Sokh no fue tarea fácil, el bosque de los alrededores era de pino y matorrales, con densa vegetación que arañaba las partes del cuerpo expuestas. Los pinos precedían a las colinas y a las montañas, por lo que debía caminar por un terreno en pendiente que les llevaba hacia el suroeste, donde pretendían llegar a la aldea de Bergsburg.

Entonces oyeron un sonido familiar que resultó en extremo preocupante. Ladridos. Ladridos de perros, varios de ellos.

Contra todo pronóstico habían conseguido salir del villorrio. Max había estado al filo de la navaja -o de la hoguera- al haber sido procesado por graves delitos. Gracias a la elfa, el juicio no había finalizado, a buen seguro hubiera sido condenado a muerte.

El joven noble, ahora mudado el aspecto en simple superviviente, se abría paso por la espesura con rapidez. El miedo y las ansias de sobrevivir guiaban sus piernas hacia Altdorf. De momento tenían que alejarse de  Sokh a toda velocidad y ganar el río que les llevaría hacia la ciudad. Su objetivo: acercarse a Bersgburg.

De pronto, Max escuchó el inconfundible ladrido de los canes. Los estaban buscando.

- Aprisa, esos perros no tardarán en localizar nuestro rastro. Tenemos que darles esquinazo como sea.- dijo Max. -Si llegamos al río probablemente pierdan nuestro camino, en el agua no se dejan huellas. ¿Qué te parece?- le dijo a la elfa sin detener su marcha. Lo cierto es que Maximillian era un refinado hijo de la capital, no un aventurero del tres al cuarto con "mundo" a sus espaldas. Lo suyo era el subterfugio, las negociaciones y la alta sociedad. Puede que Max tuviera muchos defectos -sin duda- pero sabía reconocer sus carencias y valoraba la opinión de terceros. Además, la elfa se había revelado como el principal activo de su ya prácticamente extinto grupo.

Corremos por el bosque, tratando de evitar la muerte a mano de unos patéticos fanáticos, esquivando ramas, troncos y piedras. Parece que todo ha salido bien, que podemos escapar y retomar nuestra misión. Mi piel, empapada en sudor, no siente los arañazo que la maleza me propina durante la carrera y trato de llevar el mismo ritmo que Maximilian, aunque eso implique no ir demasiado rápido. Si la cosa sigue así no habrá duda de que escaparemos.

Por desgracia los aullidos rompen nuestra huida y el ahora forajido no duda en proponer marchar al río, una buena opción si lo encontramos a tiempo. Sin detenerme, al igual que él, continúo la marcha -Perfecto -respondo secamente mientras una idea comienza a entrar en mi mente. Mientras corro me desprendo de la camisa, manchada de sudor y sangre, dejando mi torso desnudo a la vista. Voy buscando en el camino un árbol alto, de espeso follaje, con algún hueco en el que colocar la prenda. Los canes, al oler tan de cerca la camisa, se moverán en su dirección y, seguramente, sus estúpidos perseguidores creerán que nos escondemos entre los árboles y vendrán a por nosotros.

Con las tetas al aire, literalmente, la elfa huía por los bosques seguida de Maximilian, quien se despistaba ante tan inusual y bello espectáculo. Pero la comedia podía tornarse en tragedia, pues el pueblo de Middenland era experto en las artes del rastreo y captura de herejes en los bosques, y los perros que antes guardaban la perrera ahora les perseguían, guiando a los campesinos que armados con un variopinto y violento grupo de armas no esperarían al juicio para imponer su justicia.

Ascendían por las colinas que anticipaban las Montañas Centrales, picos aún lejanos cuando los ladridos fueron aumentando en intensidad, hasta que pronto el origen de los mismos se hizo real. El primer perro apareció sujeto a la correa que sostenía su dueño, tan pronto como les vio dio aviso a quienes estaban alrededor, quienes empezaron a converger sobre los dos fugitivos. A juzgar por el ruido y las voces, debían ser al menos una docena.

Siguieron corriendo pero los perros habían dado con su rastro y los middenlandeses se les echaron encima, la luz del amanecer apuntaba por el este, por lo que ya no contarían con la cobertura de la noche para escapar. Llegaron jadeantes a la cima de la colina, salpicada de árboles y algunos matorrales, mientras los imperiales, a unos cuarenta metros ladera abajo, continuaban el ascenso.

Eran once, con cuatro perros, pero dos de ellos iban a caballo, lo que, pese a las dificultades de las monturas para avanzar por el bosque, suponía que eran más rápidos que ellos y los jinetes se hallaban descansados. La presencia de armas era variopinta, nada excepcional, pero algunos llevaban armadura de malla.

Por desgracia para nosotros nuestros perseguidores nos habían alcanzado y solo nos separaban unas cuantas decenas de metros. En lo alto de la colina una idea se dibuja en mi mente, buscar troncos de árboles caídos y empujarlos colina abajo, tratando de que se lleven por delante a nuestros enemigos. Sin embargo las posibilidades de encontrar algo así y que durante la caída el tronco no choque con otros árboles son demasiado escasas. Con un fugaz vistazo trato de encontrar los elementos apropiados para mi plan pero decido a no perder tiempo y salir corriendo si no encuentro lo que deseo.

Con el corazón latiendo a toda velocidad en su torso, Maximillian apretó el paso en aquella despiadada carrera hacia la salvación o la muerte. Los perros se oían cerca, ladrando exaltados ante la proximidad de sus presas. Sus amos, humanos, pero tan sedientos de la sangre hereje de Max y la elfa como los perros, andaban cerca.

Y eran muchos. Demasiados para ellos dos.

La única opción de los sectarios era confiar en la suerte y en la velocidad de sus piernas. El río no podía andar muy lejos y era la última y remota posibilidad a la que se asía el joven noble mientras sudaba por el esfuerzo de la carrera.

Por norma general, los ríos fluyen de arriba abajo; tal vez en los Desiertos del Caos donde los vientos de la magia eran cambiantes y trastocaban la realidad un río podía fluir hacia arriba, pero no en el Imperio. Por lo que huir ladera arriba en busca de un río no parecía la mejor opción, ni la más sensata. Pero sabían que el río estaba allí, y tan pronto como llegaron a la cima de la colina pudieron verlo, a menos de un kilómetro. Pero había pocas probabilidades de llegar allí antes de que les alcanzaran.

Tenían que llegar al río como fuera: les seguían demasiados enemigos como para entablar un combate con unas mínimas opciones de éxito, así que la rapidez y la astucia deberían de ser la clave de la victoria.

No tenían elección: les iba la vida en ello.

Sin dejar de correr en dirección al río, Maximillian hizo saber a la elfa su plan:

-¡Cuando llegues al claro que tenemos enfrente, hazte la herida, les tenderemos una emboscada al primer jinete y nos haremos con su montura!-

a cada paso que daban se acercaban más a su destino. 

La proposición del humano me resulta harto arriesgada pero, sin duda alguna, será la mejor opción. Tal vez si me ven herida y con el torso desnudo se detengan un momento para rematarme, tiempo suficiente como para acabar con ellos.

Conforme corro cojo mi cuchillo y me hago una herida en diagonal bajo los pechos, poco profunda para no hacerme demasiado daño, lo suficiente como para que la sangre empape mi estómago. En cuanto llegue al claro usaré el veneno para impregnar un par de virotes y colocaré la ballesta cargada bajo mi espalda o bajo un manto de hojas. Solo por si la necesito.

Hecho -respondo al humano sin hacer pregunta alguna o contradecirle.

La elfa se dejó caer, fingiéndose herida. El jinete más próximo a ella acortó distancia rápidamente y empezó a dar vueltas alrededor de la elfa, esperando a sus compañeros; aunque finalmente se detuvo e hizo un ademán de bajar del caballo.

¡Helmut! -exclamó su compañero, cabalgando hacia él a toda velocidad- ¡Es una trampa! ¡Mátala! ¡Mátala!

El tal Helmut había perdido la iniciativa y ahora estaba junto a la elfa, pero aún así tenía la ventaja de luchar a caballo.

Desmontados nuestros planes me levanto y cojo la ballesta que guardé bajo mi cuerpo, con la sana intención de matar a los guardias.

Tras coger la ballesta me coloco sobre mi rodilla, apoyando el peso en ella para apuntar bien. Disparo al hombre que tengo más cerca, procurando no fallar pues mi vida pende de un hilo. El virote sale lanzado a una velocidad mortal, con su punta infectada por un veneno aún más peligroso. 

Espero que sea suficiente. Por Khaine que lo espero.