Fue un gran día. Hacía poco que habíamos desembarcado en la bahía de Vahsel, y todavía gozábamos de muchas horas de luz que aprovechábamos para explorar los alrededores y estudiar la fauna. Parecía que las jaquecas y las alucinaciones habían dado una tregua, y la mayoría de los hombres había recobrado el ánimo. El Doctor Worseley resolvió que todo el asunto de las visiones obedecía a un problema de estrés, resuelto al pisar por fin tierra firme. Yo aún tenía mis reservas. Nos habíamos alejado del barco y de esa maldita piedra negra; no era una casualidad.
Shy, el zoólogo, se citó conmigo a la hora del té y me habló acerca de un importante hallazgo. Esa mañana creía haber avistado una extraña especie de pingüino que no conocía. No se trataba del Adelia ni del Emperador. Preparé mi cuaderno de apuntes y mis útiles de dibujo. Pasamos el día siguiendo a toda una familia de esas aves entre las crestas de hielo, y tuve la suerte de poder realizar algún buen boceto. En efecto, era un animal sin catalogar. De vuelta en el campamento todos brindamos por el descubrimiento y gozamos de una apacible velada. Los días de insomnio y terror habían quedado olvidados. El avance de la ciencia y el progreso del conocimiento me daban fuerza en los días pasados, pero no tenía idea de lo lejos que me encontraba de las verdaderas respuestas...
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Si un caimán le muerde el brazo izquierdo a un optimista, este podría decir con una voz agradable y esperanzada: "Bueno, esto no es tan malo, ya no tengo un brazo izquierdo, pero al menos nadie me preguntará si soy zurdo o diestro", pero la mayoría de nosotros diría algo más como "¡Aaaaa! ¡Mi brazo! ¡Mi brazo!".
-Debo entrenar caimanes para que le coman la cabeza a este... -Comentó Comut por lo bajini...