Ya no quedaban perros para tirar del trineo; la mitad había muerto de forma extraña: peleas a muerte que ni Duncan lograba sofocar, inanición voluntaria… Al resto los mató nuestra propia hambre; sabían a ternera cruda. Era el penúltimo peldaño en nuestro descenso a la barbarie, solo el canibalismo nos separaba de los infiernos. Una mañana, con nuestro patético grupo al límite del abandono, la tormenta cesó y una gigantesca joroba blanca apareció recortada en el horizonte. Coincidía con la fotografía del zulú, era nuestro volcán. Me pregunté si siempre había estado allí. O tal vez éramos nosotros quienes no estábamos realmente allí.
El capitán y yo salimos a reconocer el terreno con la idea de encontrar un camino que nos permitiera una ascensión sencilla. Battleworth decidió cargar con los dos rifles que habíamos traído. Las probabilidades de encontrar algo vivo tan adentro del continente eran nulas, así que intuí que se trataba de una medida de seguridad frente al preocupante estado de enajenación y desesperación de nuestros compañeros, especialmente de Duncan, que se había conducido de la manera más siniestra los últimos días.
La ruta resultó ser más abrupta de lo esperado y pasamos horas en busca de varias alternativas. Aquello nos hizo retrasarnos y no regresamos hasta la tarde.
Al llegar al campamento nadie salió a nuestro encuentro. Todo parecía demasiado tranquilo. La estufa, aún humeante, estaba desatendida. Aquello me alarmó de inmediato. Los encontramos al registrar la tienda: los cadáveres de Higgins, Sherman y Sanders estaban tirados entre los platos, aún con restos del almuerzo. Ninguno presentaba señales de lucha. ¿Qué les había pasado? Y lo más importante: ¿dónde estaba Duncan?
Decidimos realizar las autopsias para despejar las dudas. Es duro abrir a un compañero con el que has compartido tantos meses… extraerle las entrañas, oler sus vísceras. Yo había presenciado algunas disecciones en mis años de estudiante, pero Battleworth, a pesar de ser un hombre curtido, no tuvo estómago para soportarlo. Creo que en ese momento perdimos la poca humanidad que nos quedaba. Era lo que suponía, la causa de las muertes había sido el envenenamiento. Un tóxico que me era desconocido había sido probablemente mezclado con la comida que nuestros compañeros habían ingerido pocas horas antes.
Duncan se había esfumado. Registramos las inmediaciones durante horas, pero el rastro de sus pisadas se perdía a los pocos metros. Ni el capitán ni yo volvimos a conciliar el sueño.
Por fortuna, Comut Von Biems había decidido saltarse la comida de aquel día. Y aunque en su haber tenía un puñado de plátanos, este tampoco los comió, a fin de cuentas estaban un poco verdes. Por lo que este decidió hacer compañía a estos hombres a su modo especial. Cantando una canción.
Hawaii-Bombay
Son dos paraisos
Que a veces yo
Me monto en mi piso
Hawaii-Bombay
Son de lo que no hay...