Era evidente que nadie iba a pegar ojo con semejantes gritos que Miko Akinom estaba soltando, por lo que quizás alguna pensó en recoger de su habitación a parte de su diario unos calcetines para metérselo en la boca, pero para cuando miraron a través de la ventana rota de la habitación en dirección hacia el cerezo...
Lo único que pudieron ver fueron las llamas consumiéndolo, y a la propia Miko Akinom tratando de liberarse de las tensas cadenas metálicas que se habían calentado al rojo vivo sin demasiado éxito. Y antes de que ninguna de las presentes pudieran abandonar el cuarto, aquellos gritos cesaron...
¡Al fin podían dormir en paz!
Aunque había un ligero olor a humo, y un gran olor a carne y a pelo quemado; quizás era mejor cerrar las ventanas durante esa noche, si es que no querían tener un intenso y maloliente aroma pegado al cabello, a la piel y a la ropa.