El Llano se abría ante los ojos de Ponzoña como una Sabana enferma y corrupta, cuyas miasmas hacían arder los pulmones y lagrimear los ojos. El asco y el desprecio podían verse en su mirada junto al brillo por la cercana batalla. Como un león en su mejor momento oteaba en derredor, mirando la escala que debían empujar, los animales que desenganchaban y el páramo a atravesar al final del cual se alzaba la promesa de la muerte. Propia o ajena. Una mirada atrás, allí por donde habían venido, dibujó un rastro de preocupación por su hembra, sola en el campamento. Ella era su elegida. Él lo era de ella. Y tenían un pasado y un presente aunque quizá se les negara la suerte de un futuro.
Su mirada negra como la antracita regresó al horizonte. No era momento para la debilidad, sino para la guerra. Balanceó su pesada maza, cuyas púas estaban teñidas con la sangre reseca de una cohorte de enemigos, bermellón sobre hierro sin oxido, enraizadas en la madera oscura de su soporte como las púas en la carne del puerco espín. A derecha e izquierda se dibujaban las siluetas de las otras dos manadas que habrían de flanquearles, Campamenteros e Infantería. Numerosos como chacales frente a sus propias fuerzas, débiles como infantes comparados con ellos. Al menos, hasta aquel momento. En la hora de la batalla habrían de demostrar su valía, su desprecio por la vida y la muerte, hacerse merecedores del nombre de guerreros de la Compañía Negra.
Sonó la orden y los leones se convirtieron en búfalos, empujando las pesadas escalas, bufando, resoplando, haciendo que sus poderosos músculos se dibujaran como cincelados en mármol. Y como gigantes ciempiés iniciaron la carrera hacia las Puertas de Galdan, un viaje en línea recta hacia la victoria y el honor, o hacia la muerte y la cabalgada eterna por la sabana de ultratumba. Pero su carrera se vio interrumpida cuando el páramo, por obra y gracia de la insana y siempre despreciable magia, vomitó la muerte que anda. La promesa del Señor del Dolor, a través de aquella perversion llamada Serpiente, engendró una maldición que tras unos instantes de incertidumbre encontró en la vida de quienes atravesaban las tierras de su descanso el objeto de su codicia, el alimento para un hambre insaciable y como licaones enfermos, comenzaron a acosarles.
El gigantesco miriápodo se detuvo y patas y brazos regresaron a su condición humana para, enarbolando sus armas, enfrentarse a aquellos que ya estaban muertos. El Hiena, tras escupir a un lado y hacer una señal contra el mal de ojo, maldijo la magia y sus frutos antes de empuñar su arma y segar lo que ya había sido cosechado. Cargó, corrió de un lado a otro, destrozó, machacó, trituró sin que una sola herida tatuara su cuerpo. La suerte o un deseo de vivir junto a su hembra lo máximo posible alimentaban su espíritu y fortalecían su brazo. Y el grito de alguien avezado proclamando que las cabezas debían ser destruidas potenciaron su fuerza.
Enemigos destruidos, enemigos alzándose, amigos caídos, amigos caídos alzándose convirtieron la lucha en una agonía. Y pese a todo, avanzaron. De forma firme, pertinaz como la sequía, imparables como el cauce de un río que busca en las arenas su curso incluso si acaba muriendo en ellas sin hallar donde desembocar. En la lejanía ya se dibujaba el perfil oscuro de las murallas y el fuego vomitado desde ellas. La traición anidó en el corazón de Manta, quizá asustado, temeroso de morir, quizá su alma oscurecida tras su estancia en Cho'n Delor. Huyó y con él arrastró el nombre de los Hostigadores y de su Cabo, Matagatos. Una promesa se dibujó en la mente de Ponzoña. Una promesa que debería aguardar al fin de aquella batalla.
Más cerca. Las murallas más altas, como acantilados que deberían encumbrar. Como geladas deberían ascender y clavar sus dientes en los enemigos. El punto en el que apoyar al escala se dibujaba nítido y entonces la bruma de los magos los envolvió como un sudario transformando sus rostros en mascaras similares a los de los muertos que andaban. Se adelantó, en un deseo de limpiar el camino y su maza se abatió sobre cráneos sin vida. Una mala decisión que alertó a los vigilantes. Sin el factor sorpresa, la presa se convertía en depredador, y el depredador en presa. No había tiempo y la escala se apoyó en la alta pared lista para que treparan por ella.
Guardó arma y escudo y su instinto animal le ayudó a ascender presuroso. Pero no era el primero mientras las flechas caían sobre ellos. La sangre de sus antepasados reclamó su herencia de muerte, ardió con un fuego que no habría de extinguirse mientras un Hiena permaneciera en pie en este mundo. Uro, su ancestral enemigo en un mundo sin la Compañía, lo adelantaba en la escala. Un rugido y el león saltó al vacío aferrándose con garras y dientes al adarve. Era la hora de que su música se hiciera oír. La maza silbó sembrando muerte y destrucción. Y como aparecido de la nada, su hermano, su amigo. Campaña. Hubo gritos. La Heroína había caído. Pero aquello no representaba la victoria, ni era la orden dada. Las puertas debían caer y de nada serviría su esfuerzo si no lo lograban.
Ante los dos hermanos, la torre que podía encerrar el mecanismo que activara las puertas. En medio, un desfile de Veteranos que cobraron su tributo de sangre antes de morir. Nuevas heridas que forjarían una red de cicatrices surcaban el cuerpo del Hiena tiñéndolo de rojo. Una escalera, una carrera, unas palancas y las puertas comenzaron a abrirse con un gemido agónico, reconociendo que la victoria era real. La Duodécima había vencido.
Resistió su impulso de dejarse caer y llevado por la adrenalina salió al exterior de la torre para ver lo que acaecía y quizá cobrarse una última víctima. Algo le hizo volverse. Y entonces la vio. Pálida como la luna en una noche despejada, el fuego verde de sus ojos iluminándolo todo, rodeada de muerte que, como un torrente salvaje, avanzaba implacable, sorteándola como una roca en medio de las aguas. Corrió a la máxima velocidad que sus piernas podían permitirse y la alcanzó cuando el río fluía a través de las puertas de Galdan dejando tras de sí a la razón de su vida.
- Mi hembra - musitó entrecortadamente. - Mi amor, mi vida - no esperó respuesta. La tomó entre sus brazos, haciendo caso omiso de las heridas de ella, de su sangre, de su suciedad. Estaba viva y estaba con él. Y con ella en brazos entró por las Puertas de Galdan, como un dios de ébano que portara a una diosa de marfil.
Matador se levanta antes de amanecer y observa la salida del sol, pronto partirán hacia la Puerta de Galdan.
Cuando escapó de la arena y su vida de luchador, pensó que tendría una vida tranquila y alejada de las armas. Sin embargo, el destino parece tener otras intenciones.
En sus inicios en la Compañía, Matador estaba confundido, se sentía obligado y solo. Desconfiaba de todo el mundo por la experiencia en la arena.
Quizás toda esa presión fue la que canalizó en la batalla en la que volviéndose loco atacó a todo lo que tenía alrededor suyo, compañeros incluidos. Se le apartó del frente en ese momento y Matador se volvió taciturno y amargado, pero entonces ocurrió. Barril encabezando a los infantes y algunos miembros más de la Compañía se lanzaron en un intento de rescate bastante suicida de un compañero torturado.
Comenzó a creer de nuevo que podía confiar en alguien más que él mismo.
Formaron para la batalla, seguían un orden establecido y esperaban su turno.
Matador completó el ritual de cortarse un pequeño mechón de pelo, pidiendo que fuese lo único que perdiese ese día.
Observó a sus compañeros de escuadra de reojo uno a uno y se prometió hacer lo posible por protegerles en todo momento y no dejar a nadie atrás.
En medio de la llanura Serpiente aparece y levanta un ejercito de muertos y la cosa se les va de las manos, Serpiente pierde el control y los muertos se suman a las dificultades del día, que no son pocas, millares de no muertos comienzan a asediarles.
Matador entra en la furia asesina que ha aprendido a controlar para combatir a los no muertos que se les acercan ya que bastantes se acercan a ellos y algunos parecen realmente duros y Matador está convencido de que con el añadido de los no muertos pronto darán la orden de volver al campamento. El Teniente, sin embargo, da la orden de avanzar y entonces tanto Matador como sus compañeros de escuadra van estableciendo una estrategia de avanzar lo más rápido que pueden hacia la muralla tratando de evitar al máximo los bloques de enemigos.
Matador a ratos carga la escala, a ratos libera el paso para sus compañeros y finalmente dada su rapidez de movimiento se aleja para observar lo que les espera más adelante en el campo de batalla.
Viendo lo que se les viene encima no tienen más opción que desviarse del plan original y unirse a los Hostigadores a los que primero Matador como avanzadilla de sus compañeros infantes les ayuda combatiendo caminantes, limpiando el camino para su armatoste y ayudándoles a portarlo, esto ultimo tras cargar con el pobre Romo que ha caído inconsciente y depositarlo sobre el artilugio con ruedas.
Tras llegar a la puerta y ayudar a colocar la escala, Matador se centra en la idea que tenía desde el inicio y carga nuevamente con Romo para tratar de ponerle a salvo en una de las jaulas que han bajado desde la muralla, pero está bastante inutilizada y se ve obligado a colocarle sobre la misma mientras sube a la muralla por la cadena pare encontrar un modo de ponerle a salvo. El agotamiento le pasa factura y le cuesta mucho subir por la cadena. Cuando por fin consigue llegar arriba ve que el asalto está bastante avanzado, aunque Cielo está combatiendo con varios Veteranos apoyado al parecer por Hostigadores desde el otro lado. Se acerca para ayudar a Cielo a terminar con un Veterano, pero entonces el Veterano que sustituye al anterior golpea fuertemente a Cielo. Matador aparta a su apreciado compañero del alcance del Veterano y le sustituye llevándose un buen tajo por ello. Cicatriz que portará con orgullo a partir de entonces por recibirla por salvar a un amigo. Con rabia y ayuda de Rastrojo termina con el Veterano y ya todo parece desarrollarse rápidamente. Acabada la heroína y gran cantidad de las fuerzas sobre la muralla y con las puertas abiertas las fuerzas del Triplete se retiran y los muertos avanzan hacia en interior dejando en paz los combates en los que aún estaban enzarzados con la Compañía.
La señal fue dada a la escuadra y el avance comenzó. Romo, al igual que el resto de su Pelotón, avanzaron llevando la enorme escala para el asalto. Estaban preparados para la ocasión, siguiendo bien las instrucciones del Cabo Barril: su lanza corta y escudo estaban bien sujetos a su espalda -de cara a que no le molestasen para subir la escala- y su espada se encontraba bien atada al cinto. El avance prosigue, lento, pero incansable, y no se detendría hasta llegar a su destino.
De pronto, la aparición de un dragón estuvo a punto de hacer detener al guerrero, pero sólo fue un instante. Una vacilación que apenas duró menos de un segundo. La Compañía tenía un objetivo que cumplir, costase lo que costase. Las puertas caerían en aquel asalto, o al menos morirían en el intento. Para eso habían sido entrenados. Obedecer y morir. No había más.
El dragón escupe una poderosa bola de fuego que da de lleno en el grupo de los “sacerdotes”, los cuales gritan de dolor ante el brutal ataque, mientras sus cuerpos comienzan a calcinarse por el fuego de la inmunda bestia. Pero la Compañía continúa avanzando. Si existen dudas entre los hombres ante aquel asalto, desde luego ningún rostro las exteriorizaba.
Y justo en ese preciso momento otra sorpresa apareció en mitad del campo de batalla: miles de cadáveres comenzaron a alzarse y caminaban hacia las murallas. La magia del Señor del Dolor era poderosa, y había levantado toda aquella horda de no muertos para ayudar en la conquista de la ciudad. A pesar de todo, Romo negó con la cabeza, no estaba muy conforme con esa nueva situación. Al fin y al cabo, a los muertos había que dejarlos descansar en paz y no debían ser molestados.
El avance prosigue. El Cabo Barril apremia a la escuadra con sus gritos:
- ¡Pero qué cojones! Me ha parecido ver un brillo verde allá DELANTE a la izquierda… ¡No me creo que Lemur y su pandilla de carcamales vayan a llegar antes que nosotros al muro, jovencitos! Qué decís Infantes, ¿queréis ser la Segunda Escuadra toda la puta vida? Yo creo que hoy… ¡podemos ser los primeros! ¡¡Vamoooossss!!
Esto anima a la escuadra. También a Romo que, a pesar de las gotas de sudor que caían en su frente como consecuencia de la caminata y del peso de la escala, mantenía el ritmo como el resto de sus compañeros y sin queja alguna.
Cuanto antes lleguemos a las murallas, antes podremos acabar con nuestros enemigos- dijo ante las palabras del Cabo - vamos escuadra, un poco más- animó.
Pero la cosa se iba a poner complicada: en ese instante los no muertos cambiaron de bando. Ya no se dirigían hacia las murallas, sino hacia la Compañía con no muy buenas intenciones. Que aquellas criaturas se pusieran en su contra sólo conllevaba que iba a iniciarse un inminente combate. El problema se encontraba en que les superaban ampliamente en número. Romo se disponía a soltar la escala en cuanto lo ordenase el cabo Barril... algo que nunca llegó. El sonido del toque del Teniente indicaba otras órdenes para ellos. Y así lo transmitió el Cabo: seguir con la escala hacia adelante. Y a la escuadra no le quedaba otra que obedecer, a pesar de que iban a ir a una muerte segura.
A tres pasos de mí uno de esos no-muertos- grita Romo para avisar. Aun así el aviso de poco serviría. Había demasiados como para poder esquivarlos a todos, y con aquella pesada escala la cosa era mucho más complicada.
Pero Cabo Barril no tenía intención de perder a la escuadra, y menos con esos putrefactos no muertos. Repartiendo órdenes, organizando al grupo (unos atacando, otros cambiaban la posición para evitar los golpes de los no-muertos), seguimos avanzando sin sufrir ni una baja, aunque sí algún que otro golpe. El guerrero aguantó estoicamente una embestida brutal de uno de esos seres, dejándole un feo golpe en la espalda.
- ¡Escala al suelo, ya! Formación de combate, Indómito y Romo en retaguardia. -
Y Romo cumple con su cometido. Desenvaina su lanza corta y se prepara para el combate.
Romo e Indómito al centro fuera del cuerpo a cuerpo, arrojad lanzas, recogedlas si es preciso.
Y así lo hace el guerrero. La lanza que tiene en sus manos sale dirigida a uno de aquellos no muertos, que cae ante el golpe. Uno menos, pero quedan más. El combate se vuelve confuso, pero las órdenes del Cabo Barril son claras. Comienza en primer lugar a recoger las lanzas caídas en el suelo para lanzarlas a los no-muertos, luego se mueve para colocarse en mejor posición para el combate. Romo no era tan experto como el resto de guerreros de la escuadra por lo que decide apoyar a sus compañeros antes que un combate frontal contra aquellos no muertos. Poco a poco comienzan a hacerse espacio y limpiar la zona de aquellos seres. Cuando ve la ocasión mas propicia, Cabo Barril ordena a la escuadra y a los Dolorosos que habían retrocedido hasta nuestra posición a recoger la escala y poner rumbo al sureste.
Ya habéis oído al Cabo Barril. Coged la escala y rumbo al sureste- grita Romo mientras se agacha para recogerla. Esperaba que el resto de los Dolorosos siguieran sus pasos, cosa que así fue. Tras esto, el avance de la escala continuó, primero al sureste, y luego directamente hacia el este para unirnos con el resto de escuadras y luego avanzar juntos hacia las murallas.
Romo continua aferrado a la escala y avanza hacia el sur. Con los muertos ya detrás, una preocupación menos. Sin embargo, lo que venía de frente era otro problema. El dragón hizo su aparición y escupió una bola de fuego hacia la escuadra. Romo se tiró al suelo con suma rapidez y logró evitar parte del daño que de otro modo abría sido mortal. A pesar de ello, el golpe y el fuego hicieron mella en su cuerpo, haciendo que el guerrero cayera inconsciente. Todo aquel avance y justo caía a tan poca distancia de las murallas. Su último pensamiento antes de perder el conocimiento era que sus compañeros tuvieran éxito en la conquista de la fortaleza.
We've been seeing what you wanted, got us cornered right now
Fallen asleep from our vanity, might cost us our lives
I hear they're getting closer
Their howls are sending chills down my spine
And time is running out now
They're coming down the hills from behind
Apoyada en él, recogida en sus brazos, me conforto en su calor. A pesar del olor a sangre y muerte, soy capaz de distinguir su aroma. Fuerte, picante, masculino. Me dejo consolar momentáneamente, antes de enfrentar de nuevo la cruda verdad. La predicción de la Primera era acertada. Hemos vencido. La Duodécima aún tiene futuro. Confiada en el refugio improvisado de sus brazos, cierro los ojos. Jamás, en mis peores pesadillas, logré ver semejante escenario. El terror que me impulsó hacia delante, a enfrentar la pútrida magia del Señor del Dolor, persiste en mis venas.
Quien piense que por haber sido dejada atrás, estaba más segura, erró. No hay peores fantasmas que los propios, aquellos que surgen de la incertidumbre. En la atalaya de Fuerte Chuda, junto con Analista y los magos, contemplo, a través de la visión lejana de Sedoso, cómo mi pesadilla se cumple. Controlo la rabia que me provoca y la dejo anidar en mi interior para ocultal algo peor: el miedo. Miedo por los que más amo y que están lejos de mi alcance. Un escalofrío me recorre y entonces me elevo por el llano de la batalla. Me rodea el frío de la muerte, los cadáveres corruptos se alzan incontables entre la Duodécima y su futuro. Nubes de incertidumbre, pero también un camino. Los veo, oculta entre las sombras. Y sé que puedo vencerlos.
Despierto con un parpadeo y miro a Analista. Iré contigo, seré tus ojos. Nos preparamos para salir. Es una carrera para alcanzar nuestro propio destino.
When we start killing
It's all coming down right now
From the nightmare we've created,
I want to be awakened somehow
(I want to be awakened right now!)When we start killing it all will be falling down
From the Hell that we're in
All we are is fading away
When we start killing...
- Analista y los magos pronto salieron de su error respecto al plan del Señor del Dolor - comienzo a susurrar a mi alma-. Mis peores pesadillas se hicieron realidad. Salimos del fuerte un grupo de hombres encabezados por Analista a lomos de su montura. Ballestero y sus Reclutas eran el grueso del contingente. También salió con nosotros Hechizado, que tan pronto pudo salió a galope tendido, supongo que a buscar a Matagatos.
Con el rostro contra su pecho sigo desgranando mi paso entre los que debían reposar y aún caminan.
- Quise ser útil con mi magia, pero se reveló insuficiente. Tuve miedo, dudé y casi soy engullida por varios de ellos. Su presencia me repugnaba a la par que aterrorizaba. Sin embargo… mi entrenamiento con Dedos me ha salvado. Ella me ha ayudado a aprender a moverme en sigilo. Y soy buena. He derribado a varios de esos monstruos, llegando ante ellos en las sombras, atacando como una leona al acecho de su presa. Tenía que llegar a ti.
We've been searching all night long but there's no trace to be found
It's like they all have just vanished but I know they're around
I feel they're getting closer
Their howls are sending chills down my spine
And time is running out now
They're coming down the hills from behind
Alzo la vista y me pierdo en sus ojos tan negros y cálidos como el oscuro manto de terciopelo de una noche de verano.
Analista me brindó su arma. Ballestero también se preocupó por mí… pero él pudo avanzar rápido. Vi a los Reclutas caer. Analista batalló firmemente, incluso gravemente herido- mi voz se rompe-. Oh, Ponzoña, ¿por qué tuvo que caer?
Controlo con puño férreo mis emociones. No voy a derrumbarme ante él. Ante quien ha sobrevivido a la marea infernal. A los defensores de Galdan. El orgullo por él amenaza con ahogarme. El nudo en mi pecho se aprieta por las sensaciones en ebullición.
When we start killing
It's all coming down right now
From the nightmare we've created
I want to be awakened somehow
(I want to be awakened right now!)When we start killing it all will be falling down
From the Hell that we're in
All we are is fading away
When we start killing...
When we start killing...I feel they're getting closer
Their howls are sending chills down my spine
And time is running out now
They're coming down the hills from behind
Pero un recuerdo contrae mi cara en un rictus de pena y dolor.
- Entonces la vi. Loor. Era ella, pero su espíritu ya la había abandonado. Me miró con sus ojos que ardían como carbúnculos infernales y se dirigió al norte. Ella- mi voz desciende a un mero susurro-, ella fue quien lo mató. Quise detenerla, lo juro, pero… no pude. La vida de Analista por la mía.
En su mirada no hay reproche, sólo alivio. Sé lo que piensa. Sé que hubiera enloquecido si yo no hubiera aparecido allí. Habría asesinado él mismo a Analista si le hubiera anunciado mi muerte. Sé que he hecho lo correcto, pues entonces yo lo habría aniquilado a él. A mi vida. O peor, habría tenido que verme convertida en una abominación antinatural.
The sun is rising
The screams have gone
Too many have fallen
Few still stand tall
Is this the ending of what we've begun?
Will we remember what we've done wrong?
Traspasamos las puertas. El fragor de la batalla, los gritos, el dolor y la angustia ahora son cosa de los territorios Pastel. El Triplete no es mejor que nadie y han de pagar por sus horrendos crímenes. Sonrío al ver la cabeza de la Heroína en una pica. Sicofante, hermano, fuiste vengado. Ahora sólo resta que Brenda y Kano paguen también. Ójala y pudiese contemplar su muerte, o ser yo parte de quien la administrase. Lenta y dolorosa.
Abandono mis lúgubres pensamientos. Pues el fin de Galdan sólo puede significar el inicio de la Compañía. Y así será reflejado en los Anales, para que los que vienen después de nosotros, no lo olviden.
Ni perdonen.
Nuevamente, os dejo hilo musical:
"UN NUEVO RESURGIR"
Barril se estaba reservando. Normalmente pasaría la mitad de la noche zumbándose medio barril de Grog, y un par de putas antes de que el sueño le reclamara y así despertar con la mala leche necesaria para entrar en batalla. Pero esta vez era diferente. Quizás se hacía viejo.
Había pedido un pichel de ron del bueno, por el cual el perro sarnoso del Gordo Wem le había sacudido un buen golpe a su bolsa. Después de discutir un rato largo con él, cerró un precio algo más justo por un odre del mismo líquido. A pesar de sus bravatas y la confianza que transmitía a sus hombres, Barril sentía que la armadura le pesaba. Había estado postrado en un lecho de pulgas varios meses mientras no podía comer ni beber nada que no cupiera en una escudilla. Se sentía débil como un gatito recién nacido, aunque prefería arder en el Infierno de la Diosa antes que reconocérselo a nadie.
Entonces llegó su sobrino Campaña, tan querido por él. El chico tenía dudas sobre si el bueno de Barril podría combatir, pero era un animal de costumbres, y vino a preguntar a su tío cosas que le rondan a uno por la cabeza antes de una batalla. Despejándole sus dudas, compartieron el buen ron, mientras hablaban de la batalla y sus aspectos. Se despidieron entre abrazos, y Barril quedó solo otra vez.
El fondo del pichel ya era casi visible y parte de la confianza de Barril estaba restablecida, más aparejado al alcohol también llegaba otro enemigo. La verdad. La verdad es que la Escuadra Barril había perdido siete efectivos desde la batalla de Los Tres Castores. Puede que sus nombres sólo fueran recordados en los Anales, pero Barril los recordaba siempre al final de la borrachera más fuerte, o mientras empotraba su miembro entre las piernas de Elefanta, una de las pocas prostitutas que aceptaban su plata, y eso en tarifas triplicadas.
Desfilaban por su cabeza sus imágenes y nombres, sin poderlo evitar: En los Tres Castores por los Oscuros, Recto, y por los K´Hlata, Pietorcido, Lanzadardos, Moratones y Caralarga. A los que había que sumar en la Batalla De Fuerte Chuda a los jóvenes K´Hlata, Testudo y Cresta, esta última a manos del mismo Lancero del Triplet.
La verdad es que habían visto reducidos sus efectivos a casi la mitad, y no había habido ninguna orden por parte del Mando para reemplazarlos. La Escuadra Barril se había visto relegada a funciones impropias de la Infantería, trabajos pensados para pocos efectivos que no ayudaban a tener alta la moral de la tropa. Los habían convertido en un subproducto de segunda, como la escoria que se genera al forjar el metal, y eso crispaba los ánimos de los infantes. Los rumores sobre incidentes en la Tienda de Grog, en el Campo de Entrenamiento y otros habían fluido hasta la cama donde reposaba Barril durante esos meses. Nombrar un Segundo al mando era algo ridículo dado el actual reducido número de la Escuadra, así que cuando finalmente salió del lecho, si no curado por completo, al menos erguido, se propuso cambiar eso. Y entonces llegaron las órdenes. Presentar batalla.
Iba a enfrentar una de las batallas más difíciles de la historia de la Compañía Negra con un puñado de hombres que llevaban meses infravalorados. Debía hacer algo, no podía dejar que entraran así en combate, o les matarían a todos.
La sorpresa se la llevó el Cabo, cuando comprobó el estado de la Escuadra. A pesar de tenerlo todo en contra, se habían afilado, pulido y entrenado por sí mismos, y lo que parecía un comportamiento alocado y a violento, se demostró en ser orgullo, unidad y disciplina. Cuando Barril les reunió y habló con ellos después de que el Cabo Lemur transmitiera las órdenes, pudo verlo, y Barril agradeció llevar siempre su casco, para que no vieran en su cara lo orgulloso que estaba de ellos. Eso no les haría bien ahora. Pero Barril se prometió algo.
- No perderé uno más. ¿Has oído, Diosa de los cojones? Son mis chicos y empezaremos y acabaremos todos la Batalla de la Puerta de Galdan. Lo juro. -
Otra vez habían relegado a la Infantería a una acción de refuerzo. Tareas auxiliares. Se juró así mismo que la Infantería volvería a usar el contexto “los primeros” en todo lo posible. Si la batalla lo propiciaba, harían que se volviera a hablar de la Infantería con el respeto adecuado.
La otra parte de la verdad era más personal. Recordaba el día en que quedó casi muerto y postrado por meses a manos de la Heroína. Ese día había empezado mal. El ataque al campamento fue relámpago y “Singue” como se referían algunos al nuevo Capitán, hacía honor a su acortado apodo. No tenía huevos. Cuando Barril oyó los gritos de Sicofante, algo se rompió en su interior. Oía otra vez a Riesgo y a Pena gritando en aquellas hogueras. No recordaba que en la Compañía se estilara el dejar que putas enemigas quemaran vivos a Hermanos a unos cientos de pasos, así que no se lo pensó. Al carajo Singue y sus putas órdenes. Y le rajaron como a un cerdo.
A pesar de que se justificaba de mil maneras, lo cierto es que Barril sabía qué había pasado. La Heroína peleaba de cojones, tenía armas mágicas, y equipo mágico, que le proporcionaban una ventaja tremenda. Eso y que debía llevar como veinticinco años entrenando con la espada, manca no era, no. Y a pesar de lo que pasó, Barril creía que le habían engañado aparte de que llegó con un par de flechas en el estómago debido a los aliados que la reforzaban. Tenía unas ganas locas de pescar a la Heroína en un mano a mano, y si esta vez él contaba con la ventaja de un par de hombres de refuerzo, brindaría por ello. No obstante, su prioridad eran sus hombres y sacarles del infierno en el que se iban a meter de una pieza, eso por encima de todo.
La batalla empezó y pasaron muchas cosas. Corrieron, sudaron, los Magos la cagaron (como siempre), pelearon, los desgarraron, mordieron, golpearon, cortaron, y quemaron. Ese momento fue el único momento en el que Barril llegó a flaquear, mientras imágenes de un alcázar ardiente llenaban su mente, rememorando las desgracias del pasado. Pero viendo a sus hombres dudar ordenó seguir avanzando sin pensarlo dos veces. Y así llegaron a la puta muralla en cabeza, y ganaron la primera sangre, a la que tanto le gustaba jugar a su sobrino. Esta vez la Infantería se llevó el gato al agua.
A pesar de que alguno no lo crea, nos volvimos a meter en una batalla de todo o nada. Si perdíamos, a tomar por culo la Compañía. No pasaba desde el Dominador de Mentes, y Barril esperaba no vivir otra situación de ese tipo.
En la muralla, la única que podía dar al traste con la fuerza de la ya maltrecha Compañía era la Heroína. Los Héroes de la Compañía estaban muy ocupados en luchas dispersas, así que Barril decidió para su pesar que si la Heroína les intentaba incitar para que la siguieran en orden de acabar con ellos uno a uno, no iba a caer en esa trampa. Dejó que bajara las escaleras y se alejara, en busca de una gloria que no iba a conseguir. Y entonces Uro mordió el anzuelo y se lanzó tras ella. Era un tipo experimentado, y buen guerrero, así que Barril calculó que le quedaban unos diez o doce segundos de vida.
Con una sonrisa y llamando a su sobrino Campaña, el cual se batía el cobre con unos recios Veteranos en esos momentos, Barril se unió a la refriega con la Heroína, dejando atrás toda táctica e instinto de auto conservación. Su escudo de acero repiqueteó al golpear el suelo, mientras ignoraba la sangre que manaba de su cuerpo y el intenso dolor del fuego del falso Dragón. Asía con sus dos manos acorazadas la maza que tan bien le había servido, balanceándola con cada gramo de su prodigiosa fuerza. No dejaría que nadie muriera solo a manos de esa mujer, no sin intentar ayudarle. Era el honor entre hermanos, algo que se ha ido diluyendo con los años en la Compañía, desgraciadamente. El esfuerzo conjunto de Infantes y Hostigadores, acabó con la Heroína decapitada, pero Barril apenas se tenía en pie. Había sufrido tremendas heridas de nuevo, y a pesar de su fortaleza se veía en las últimas.
Por suerte la batalla estaba decidida y un último esfuerzo conjunto de las tres Escuadras atacantes, dio la victoria a la Compañía.
Barril se apoyaba en la muralla, coordinando a los hombres para que recibieran la atención de Matagatos. El chico había hecho un gran trabajo, pero la otra parte acababa de empezar. Había recuperado la daga que le había regalado Destello hacía tantos años, así como el recio escudo de metal que portaba. Si alguien pasara muy cerca de él, vería que tenía en una de sus enormes manazas unas toscas figuritas de madera, a las que susurraba algo ininteligible. Acabó su extraño ritual en unos minutos, tras lo cual devolvió las figuritas a un saquillo dentro de la armadura.
Tras eso Barril decidió que ya iba siendo hora de quitarse el polvo de la batalla. Un vistazo a un lado y a otro le dejó constancia de que no había sobrevivido ninguna arquera. Ya había recibido novedades de sus hombres en ese sentido, pero esperaba que le dieran una sorpresa, que desgraciadamente, no llegaba. Así que finalmente hizo algo que sí tenía a su alcance. Destapó el odre que llevaba bajo la capa y alzó el mejor ron destilado que Gordo Wem vendía.
- Por la Escuadra Barril, todos los Infantes que empezamos la batalla, la hemos terminado de una pieza. - Brindó en silencio.
Había mantenido su palabra. Y al fin había conseguido quitarse la sed.
Aquella mañana tenía la sensación de haber despertado despejada. O es que quizás no había dormido. El caso es que sabía lo que tenía que hacer, a dónde tenía que ir. Una sensación, si no nueva, bastante inusual en mí.
Desayuno rápido y reunión con el Pelotón. Después seguir órdenes, eso era todo. Tan claro como un cielo azul despejado.
Primera orden: Colocarme en mi posición junto al armatoste para empujar la escala.
Segunda orden: Empujar la escala.
Las puertas del Campamento se abrieron, y dejaron pasar el silencio y la niebla. La escala avanzaba a través del silencio blanco.
Un silencio que parecía ser amigo de las conchas de mis tobilleras, que no desentonaban con mis pasos. Silencio que se rompió cuando una voz levantó a los muertos, y todo se volvió negro.
De nuevo nada estaba claro y hasta las órdenes se confundían en mi cabeza. Había que atacar. Tiraba mis lanzas a aquellos cuerpos, pero no funcionaba. Me subí a la carreta. Quizás desde arriba... Nada.
¿Por qué los cuerpos no caían? ¿Por qué mis amigos morían y volvían a levantarse?
¿León Anciano, eres tú?
No, no era él. O quizás sí y por eso la lanza sí funcionó en su cuerpo. En su cabeza. No, no es León Anciano, ya no. El hombre al que yo había querido como a un padre, ya no existía. Era una carcasa informe tirada en el suelo con la cabeza destrozada. Mi lanza ya no tenía la punta limpia. Se tiñó de rojo.
Su lanza sí estaba limpia. La lanza de León Anciano. Sí era su lanza. Él ya no era él, pero era su lanza. Había perdido dos de las mías y tenía hueco en mi portalanzas.
Nueva orden: Seguir avanzando.
¿Hacia dónde? Adelante. No tenía muy claro lo que eso significaba. Niña de Oro nos seguía, pero no empujaba la escala. ¿Por qué? Porque ya no era Niña de Oro. Mi lanza también funcionó con ella. Otra carcasa, una carcasa dorada, también caída al suelo.
Más ordenes: Contener a los cuerpos levantados mientras los demás levantan la escala.
Pero mi lanza de nuevo no funcionaba. Las suyas sí. Me hirieron, la sangre que ahora era mía empapaba mis ropas.
Otra orden más: Escalar.
Pero mis manos estaban resbaladizas. No funcionaban, no agarraron bien la escala y no conseguía subir. Las carcasas me alcanzaron y seguían hiriéndome. De repente mi vista se volvió marrón, como la tierra.
¿Por qué el suelo estaba tan cerca? Mi corazón perdió fuerza a la vez que mis heridas perdían sangre. Intenté pedir ayuda, pero ya no podía. Me convertí en una carcasa.
Tarado observa los cuerpos de los muertos reanimándose.
Pronto el asco por tener que contar con los reanimados de aliados, se transforma en horror cuando se vuelven contra ellos al ser uno de los reanimados un practicante de la magia con bastante poder.
El que por tradición evita matar siempre que puede, odia lo que ha hecho Serpiente y por tanto la Compañía Negra por causa del Señor del Dolor. De hecho esta convencido que el plan del Señor del Dolor era usar a la Compañía Negra para levantar a los muertos y encauzarlos hacia la puerta, dándole igual si sobrevivían estos o no. Mientras se encargasen del Triplete unos u otros. Y seguramente prefería que la Compañía al completo pereciese evitándose el pago.
Ahora la Compañía se veía rodeada de miles de Caminantes y tenia por delante una puerta bien defendida, estaban contra la espada y la pared y las órdenes... avanzar...
Si algo le gustaba a Tarado de las órdenes, es que le evitaban tener que pensar la mayoría de las ocasiones. Podía estar o no de acuerdo, pero normalmente no suponían un problema. Ahora tampoco era el caso. Tenia por un lado cadáveres reanimados a los que no tenia pega moral en volver a devolver al estado del que no deberían haber salido. Y por otro lado tenían a los defensores del Triplete que tenían a miembros de la Compañía apresados en jaulas y eran responsables de la muerte de varios compañeros.
Ahora tocaba matar caminantes y fuerzas del Triplete. Y Tarado se iba a esmerar, si era posible prefería combatir solo Caminantes, pero estaban en guerra.
A pesar del elevado numero de Caminantes, los Campamenteros se las arreglan bastante bien para seguir avanzando hacia la Puerta, sin embargo cuando están cerca de ésta, ya son varios los compañeros que caen y se levantan como aberraciones. Tarado, sin embargo, siguiendo ordenes sube la escala rápidamente siendo el primero de su grupo en hacerlo. Combate con las fuerzas de la muralla, pero aferrado a la escala tarda más de lo que le gustaría y Derviche le pasa por encima.
Maldiciendo a su compañera por dejarle en mal lugar y estorbarle, decide bajar la escala y dedicarse a ganar tiempo para que el mayor numero de sus compañeros logre subir la muralla, así como acabar con los compañeros que han sido reanimados de su muerte.
Y con el rescate en ultima instancia de Plumilla con ayuda, es como recibe la noticia de la apertura de las puertas y en cierto modo el final de la batalla.
Finalmente la Compañía iniciaba el asalto a la Fortaleza del Galdan. Tras dividirles en varias escuadras, León Anciano tenía claro cuales eran sus órdenes: llevar aquella enorme escala hasta llegar a la muralla para iniciar el asalto. Las defensas serían duras, pero no sería algo a lo que no podrían hacerle frente. No había miedo en la Compañía, sólo la determinación de cumplir con su objetivo.
La orden de avance llegó y la escuadra se puso en marcha hacia el sur, lenta, pero sin detenerse en ningún momento. Tenían aún bastante trecho que recorrer antes de llegar a su destino. De pronto a mitad de camino los muertos se alzaron, magia oscura proveniente de su bando para ayudar en la batalla. Aquella imagen no agradaba a León Anciano, pero bien sabía que toda ayuda sería más que necesaria para el combate. Por eso no se esperó que los muertos dieran la vuelta y fueran hacia ellos. Algo había salido terriblemente mal para que eso ocurriera. Pero las órdenes del Cabo eran claras y eran seguir avanzando por lo que León Anciano sólo pudo asir con mas fuerza la escala y proseguir su avance. Mientras tanto, otros de sus compañeros harian limpieza de los no muertos que avanzaban hacia ellos. Era el único plan factible dadas las circunstancias.
El avance proseguía y el combate con los no muertos era más cercano, a su frente pudo ver como Asesina y el Cabo hacían frente a alguno de esos seres y León Anciano quiso ayudar a sus dos compañeros. Soltando la escala, sacó su lanza corta y corrió presto a ayudar a sus camaradas. Realizó una buena carga, clavando al no muerto de Asesina su lanza en el pecho. A pesar de todo el ser no sintió nada y como acto reflejo lanzó un poderoso golpe con su espada al guerrero que le dejó medio herido. Afortunadamente el otro golpe que le venía encima pudo esquivarlo con suerte.
A pesar del golpe, León Anciano no iba a echarse a atrás: lanzó otra estocada, pero esta vez no tuvo tanta suerte y falló el golpe. Para su desgracia su enemigo no falló su golpe. Lanzando otro formidable golpe, la espada atravesó limpiamente el pecho de León Anciano, acabando con su vida.
El cuerpo de León Anciano cayó al suelo, sin vida y sin el honor de haber podido llegar a la muralla. No pudo hacer mucho más en aquel combate. Su último pensamiento fue esperar a que la Compañía tuviera éxito en su misión.
De la torre tan solo llegó un grito desgarrado, uno de tantos en aquella larga batalla, uno que se confundió con el rugir de los goznes de las puertas de la muralla de Galdan. Su origen no era otro que el mago que sobre la torre se desmayaba, que perdía el conocimiento mientras con desesperación se aferraba a los restos retorcidos y ensangrentados de uno de sus brazos. Un brazo que había estado perfectamente sano antes de haber dado la mano a Uro. Y aun así, a pesar de ello, a pesar de caer inconsciente por el dolor y el cansancio, el brujo sonreía. Una sonrisa cuya razón solo él conocía y que permaneció en sus labios mientras recordaba lo ocurrido en la batalla.
Recordaba la razón por la que había tendido la mano a Uro, que había sido la misma razón por la que le había seguido a lo alto de la torre mientras el guerrero más muerto que vivo enarbolaba triunfante la cabeza ensangrentada de la Heroína de la Puerta de Galdan. Lo recordaba, sí. Y también recordaba el postrero sí que había obtenido como recompensa a todo lo ocurrido en la batalla.
Recordaba como antes de seguir el rastro de sangre dejado por Uro se había arrojado de la escalera de aquella maldita muralla que repudiaba todo su ser y toda su magia. Su solo roce le asqueaba, su cercanía le daba arcadas pues a cada instante le recordaba que cuando sobre ella sus pies ponía no era absolutamente nada. Le despojaba de todo lo que era, de todo lo que amaba y ansiaba.
Recordaba cómo lo había descubierto, cómo había sido abadito mientras como un cuervo volaba. Cómo un rayo le había cortado las alas y había deshecho en un segundo buena parte de su esfuerzo. Cómo en un suspiro se había quedado sin aliento. Había tenido suerte de no volar demasiado alto, de maniobrar lo justo y necesario para posar sus pies de hechicero sobre la piedra que lo tornaba en un mediocre y triste humano.
Recordaba cómo antes de comenzar a subir la muralla el imbécil de Indómito le había confundido con un matasanos y le había pedido atención y cuidados, que remendara las heridas que tenía de no hacer nada. Con gusto el mago le hubiera dado la cura a la estupidez que le aquejaba, pues ese era el único mal y síntoma que mostraba, pero al final se había decidido a dejarlo para después de la batalla pensando que con suerte la naturaleza y el enemigo podían ahorrarle a él tener que hacer el trabajo.
Recordaba el camino que habían tenido que seguir hasta alcanzar la muralla. Los hechizos que había lanzado para derretir los cadáveres que habían sido animados y los de los aliados que corrían el peligro de levantarse. Esos cadáveres que debían haber sido aliados y que se habían tornado contra aquel cuyas órdenes debían haber seguido sin dudarlo.
Recordaba la desesperación de los aliados que como los muertos se habían vuelto contra el mago. Cómo habían pretendido lincharlo cuando lo único que restaba era seguir avanzando para aprovecharse del rencor que contra el Triplete tenía el espectro que había ganado control sobre los muertos.
Recordaba la razón de aquello, la voz del General de Sangre retándole, rememorando con el orgullo dolido el día en el que el brujo le había derrotado en el cementerio. Pero en este caso con el hechizo que El Señor del Dolor había lanzado sin precaución ni salvaguarda alguna, el fantasma había obtenido cuanto poder había necesitado y querido y disponía de un ejército y un cuerpo con el que comandarlo.
Y por encima de todo recordaba el momento en el que su corazón había latido con la fuerza de mil timbales al canalizar en su frágil cuerpo el poder propio de un dios. Aún sentía vívida la excitación, la felicidad, la sensación de que todo era posible y nada malo podía pasar sin que el fuera capaz de ponerle solución.
Pero también recordaba cómo una vez aquello acabó las alas que no eran suyas le fueron arrebatadas y se estrelló contra el suelo sin remedio. Había sido descabalgado en un latido del corcel de sus sueños, arrebatado en un instante el trabajo de meses enteros. Y todo para nada y para aun menos, pues donde nada había habido ahora había cientos. Y los cientos que habían sido habían dejado de serlo sin llegar a ser lo que se esperaba que hubieran sido en su momento.
Pero la batalla había acabado... Una victoria. Eso era lo único que importaba, ¿cierto?
Dark, no me convence nada. Me parece un mojón, por eso lo dejo con destinatarios solo para el director. A eso hay que sumar que lo he hecho desde el iPad porque ando en una casa rural. Ya veré si cuando llego a casa el domingo borro esto y hago algo nuevo con lo que me considere más satisfecho, porque la verdad que este me ha dejado algo frío.
Pretendía contar la historia al revés, desde el final al principio, pero la verdad que así, tal cual está ahora, no me gusta. Es más, probablemente me venga mejor en cuanto a px postear en la semana del -10%/-20% con algo bueno que en la del 100% con este mojón XD
Mis músculos apenas me respondían. No estaba segura del paso del tiempo. Sólo podía ver más y más enemigos acercándose a nuestras posiciones. Mis ojos me ardían debido a mi transpiración que recorría mi calva cabeza, podía ver tanta sangre, tantos miembros y compañeros muertos. Estábamos humectando con nuestros fluidos esta tierra tan seca. Me dolía mi mano derecha, apretaba fuertemente mi compañera de batalla, mi daga tribal que no me desconocía a la hora de acertar un golpe, estaba segura que venceríamos, o por lo menos quería creerlo.
A lo lejos pude ver la muralla, nuestro objetivo primario. El armatoste ya estaba en su posición para ser escalado y yo
sería una de las que lo hiciera. Puse ambas manos en él y comencé a subir con una ansiedad incontrolable. Pude divisar
varias arqueras que no contabilicé, no podía detenerme a eso, todas caerían, no importando el número que fueran. Comencé a escalar rápidamente sin soltar mi daga por si debía usarla en el camino hacia lo alto. Podía sentir como las flechas me rozaban el cuerpo, un pequeño viento que producían al pasar cerca de mi piel, ninguna me había dado hasta ahora. Estaba teniendo suerte y una sonrisa fugaz se dibujó en mi rostro hasta que ví como una de aquellas mujeres armadas disparaba una flecha a uno de mis compañeros, no lo pensé y tomé la oportunidad de clavar el filo de mi arma en su cuerpo con la intención de matarla, era la primera, hasta que sentí un dolor indescriptible.
Mi cuerpo temblaba mientras el dolor se hacía más agudo al paso de los segundos, no podía respirar a pesar del esfuerzo que gastaba en ello. Me miré mis extremidades, estaban limpias, tanto piernas como mis brazos, mi vientre y mi pecho también lo estaban, tardé un tiempo en darme cuenta de por qué tenía dificultades para respirar y entonces el horror me inundó la mente. Una de mis manos tanteó la flecha en un punto mortal, mi garganta. La sangre me bañó el cuerpo tal como si el agua de un río lo hiciese, me sentí mareada y me solté de la escalera, como si durara una eternidad caí de espaldas al abismo de la muerte.
La victoria estaba tan cerca para mí. No supe en qué momento fue mi deceso, quizás no fue la caída, pero mi vida terrenal había llegado a su fin. Lo último que pude ver fue el cielo despejado y cómo el sol me encandilaba los ojos, lentamente mi mirada se nubló y mis sentidos se hicieron menos agudos, después de un espasmo violento dejé de respirar.
Era extraño que mis sentidos desaparecieran porque aún podía sentir hambre.
Plumilla caminaba hacia el campo de batalla inquieta, pero resuelta. A pesar de su juventud y de que le esperaba una de las peores batallas que jamás hubiera tenido, había sobrevivido a varias batallas y eso la hacía confiar en que una vez más la suerte y los espíritus la sonrieran. Llevaba el talismán protector de Rastrojo y a su lado iba su hermano de capa, no debía temer. Sin embargo, cuando se vio rodeada de muertos vivientes sedientos de sangre, la curandera se preguntó si sus expectativas no habían sido demasiado optimistas.
Tirando tan fuerte como podía del armatoste escala con la esperanza de avanzar más rápido que aquellas criaturas, pronto se hizo evidente que la lucha era inevitable. Mientras empujaba desesperadamente los zombies los alcanzaron y el entrechocar de las armas se escuchó mezclado con los lamentos de los muertos y los gritos de los guerreros. Petrificada momentáneamente, Plumilla contempló agazapada junto al armatoste como sus compañeros Campamenteros luchaban por sus vidas. Fue entonces cuando vio caer a León Anciano y sus instintos de curandera se despertaron. Enterrando sus miedos supersticiosos por el bien de sus compañeros, caminó hacia el anciano para ayudarlo. Sin embargo, su acción llegó demasiado tarde y lo único que pudo hacer fue ver como moría.
Esto hizo que su valor emergiera y sujetara con fuerza su arma. Con gesto decidido, corrió hacia el Embrujado más cercano con la clara intención de clavarle su lanza, levantando al mismo tiempo el brazo para defenderse. Lanzó su arma y consiguió herirlo levemente. Por desgracia, la lanza se rompió dejándola con la única defensa de su daga. Por suerte, sus compañeros consiguieron matarlo y reducirlo a un montón de carne putrefacta.
En posición de defensa, observó alrededor y vio a Lombriz gravemente herido. Con la lanza rota y aún parcialmente atenazada por el miedo, lo mejor que podía hacer era hacer lo que mejor se le daba, curar. Corrió tanto como pudo hacia el K'Hlata y lo ayudó a estabilizarse. Entonces, vio a Loor también gravemente herida y se dirigió a ella, sin tomar las debidas precauciones al pasar junto al no muerto. Confiada en que el resto lo remataría y preocupada por la segunda al mando, no vio venir el ataque y recibió un fuerte golpe que le produjo una profunda herida. Sin embargo, no le prestó mucha atención y comenzó a curar a Loor. Cuando se estabilizó y viendo que todavía estaba en peligro, se tumbó sobre ella para protegerla. Allí quedó durante unos largos segundos titubeando si debía moverse. Cuando se levantó, tomó la lanza que le entrega a Piojillo y siguió avanzando tortuosamente hacia la fortaleza.
A partir de entonces, los acontecimientos se precipitaron para la pequeña K'Hlata. Sus compañeros comenzaron a caer uno a uno. Sin poder hacer gran cosa, fue de un lado a otro mirando el estado de cada uno sin tiempo para hacer casi nada por sus heridas. Fue entonces cuando vio que Loor y Derviche habían quedado retrasadas y corrió a ayudarlas. Loor se encontraba todavía muy herida y apenas podía caminar. La fanática la ayudaba a caminar y caminaba más despacio debido al peso. Entre ambas consiguieron llevarla hasta el armatoste escala y el resto de Campamenteros que ya habían llegado hasta la muralla e intentaban escalarla.
Los muertos vivientes llegaban pisándoles los talones y en las murallas los enemigos estaban prestos para atacar y matarlos. Los cuerpos de los caídos, gente que conocían, se levantaban para atacarlos y se veían en la desagradable necesidad de otorgarles una segunda muerte. En cierto momento, la curandera se encontró acorralada entre la pared del muro y uno de los zombies que se aproximaba a ella con intenciones de matarla. Intentando escapar, recibió un segundo golpe y quedó en el suelo malherida y a su merced. Asustada, se tapó el rostro, preparada para su inminente muerte. Grande fue su sorpresa cuando el fatal golpe no llegó. Mirando entre sus temblorosos brazos vio a Derviche despachando al zombie que a punto había estado de matarla. Murmurando un gracias, apenas fue capaz de creer que la fanática la hubiera salvado. Una dulce sonrisa se le escapó y se metió debajo del armatoste escala, intentando recuperar el aliento.
Permaneció unos segundos abajo, al resguardo del aparato de madera y después, se arrastró al otro lado. Cuando salió, la muerte seguía sembrándose por doquier. De nuevo vio que la iban a acorralar. Vio como Chamán Rojo le indicaba una cuerda que colgaba desde el otro lado, donde minutos antes había estado. Asintió y volvió a meterse bajo el armatoste para ir a por la escalada. A partir de entonces, todo sucedió muy deprisa. Desde debajo del aparato vio como los muertos lo rodeaban sin dejarle salida, para luego desaparecer. Por alguna razón, algo les había llamado más la atención. Gritos, gruñidos y golpes. Salió debajo del armatoste y fue atacada por Asesina, una vez compañera, ahora una no muerta sedienta por su sangre. Agotada y malherida, la curandera apenas fue capaz de defenderse. Una vez más más, esperó la muerte que no llegó. Tarado y Lombriz llegaron justo a tiempo a salvarla. Con la respiración agitada, quedó acurrucada en un rincón aterrada y miedosa, hasta que pudo reconocer a sus compañeros.
Poco después sabría que varios miembros de la Compañía habían conseguido entrar en la fortaleza para abrir la puerta a los no muertos. Habíamos ganado.
A partir de entonces, todo fue confuso para Plumilla. La gente corría de un lado a otro, se oían gritos, gritos y lamentos. Tardó en darse cuenta que parte de esos lamentos eran suyos propios. Se vio transportada a lugar seguro y un suelo incómodo bajo su espalda. Vio a su Hermano de Capa, a Lombriz y Tarado, a Chamán Rojo, Guepardo... qué bien que todos ellos hubieran sobrevivido, en medio del combate los había perdido de vista. Mientras los últimos reductos de resistencia en la fortaleza caían, Plumilla pudo por fin relajarse un poco. Respiró hondo e intentó levantarse, decidida a ayudar con los heridos. Un mareo la hizo desistir y se volvió a tumbar. Vale, sólo un par de minutos y estaré perfectamente... pensó antes de caer en un sueño reparador.
Tras la señal de avance, la escuadra en la que se encontraba Reyezuelo comenzó a avanzar hacia las murallas de Galdan. La Compañía tenía ganas de llegar y dar una lección a los hombres que defendían aquel lugar. Tardarían en llegar a las murallas, pero cuando lo hicieran el enemigo sabría lo que es la ira de la Compañía. Reyezuelo avanzaba a paso lento, pero constante, en uno de los lados de la escala. Aquel armatoste hacía que el avance fuera lento, pero la necesitaban si querían escalar la muralla. Era una herramienta más que necesaria para el asalto.
Tras algo de avance, algo cambió. De pronto de la tierra comenzaron a surgir brazos cadavéricos y cuerpos en descomposición. Los no-muertos se alzaron para avanzar como aliados en la batalla. La magia del Señor del Dolor y de Serpiente empezaba a dar sus frutos. Carnada para los arqueros y las armas del enemigo, dándole tiempo mas que suficiente a las escuadras para llegar a la muralla lo menos tocado posible.
Sin embargo, los planes se truncan con facilidad. De pronto el control de aquella horda no muerta se perdió y estos dieron la vuelta con intenciones claramente hostiles para la Compañía. Ahora el avance iba a complicarse mucho más. El Cabo Lengua Negra dio nuevas órdenes dadas las circunstancias -unos harían frente a los no muertos mientras el resto avanzaba con la escala-. Orden sencilla, pero necesaria si querían salir vivos de la nueva situación.
Reyezuelo siguió avanzando con la escala hasta que en uno de sus lados vio a Loor que tendría que hacer frente sola a varios de aquellos seres, así que decidió actuar. Sacando su lanza corta y su escudo corrió a ayudarla. Al primer no-muerto que tuvo a su frente le lanzó un tímido golpe que erró su objetivo. Esquivó el golpe que le vino y lanzó otro, pero de nuevo falló. Sus golpes no estaban siendo muy precisos, pero era lógico, dado que Reyezuelo estaba luchando a la defensiva. Prefería mantener a raya a su enemigo de esa forma antes de luchar a lo loco. Golpe y esquiva, golpe y esquiva… hasta que sus compañeros aprovecharon la ventaja para barrer a sus enemigos en ese lado.
Sin embargo, aún no había terminado. Corrió hacia el otro lado, bordeando uno de los matorrales y siguiendo a Odio por el pegajoso cieno gris, que ralentizó su marcha, pero no le hizo detenerse en absoluto. Había más no muertos a los que hacer frente y combatir. Ve como uno de esos seres cae al suelo, pero aún moviéndose, por lo que no lo duda: con su lanza atraviesa limpiamente la cabeza del no muerto dejándolo fuera de combate. Acto seguido, patea el cuerpo para quitarlo de en medio y se dispone a buscar a más de aquellas criaturas para seguir con el combate. Sin embargo, el terreno en el que se encuentra dificulta sus movimientos, y tras percatarse que en la zona ya no había una amenaza inmediata retrocede de vuelta a la escala. Por el camino pasa al lado de uno de esos no muertos, que intenta morderle sin éxito. Reyezuelo lo despacha sin mucha dificultad y llega finalmente de nuevo a la escala, para empujarla hasta llegar a su destino.
Poco a poco el avance les hace llegar hasta las murallas, donde empiezan a recibir las fechas de sus defensores. Pero eso no detiene a la Compañía. Mientras avanzan, una de las flechas impacta en el pecho de Reyezuelo, lo que hace gritar de dolor al guerrero. Se detiene y se la arranca como puede, mientras maldice en silencio. Aun así Reyezuelo no detiene su avance. La escala ya estaba en la muralla, pero no sube por el momento. Se da cuenta que han llegado algunos de los no muertos hacia ellos, así que desenvaina su arma y lanza un golpe contra uno de ellos haciéndole una herida en su cabeza, pero no lo suficiente para matarlo. Otra flecha pasa cerca de su cara, hiriéndole en la oreja. Gruñe de dolor de nuevo, pero se mantiene en el combate.
Tras librarse de los no muertos, guarda sus armas y ahora si comienza a subir la escala para llegar a lo alto de la muralla. Sin embargo, lo que esperaba un ascenso fácil se complicó enormemente. La herida que había sufrido con la primera flecha le había hecho mella, y el cansancio del avance le estaba pasando factura. Tuvo que detenerse varias veces antes de poder continuar. Estando ya a una distancia bastante prudencial, Reyezuelo intenta saltar hasta el saliente, pero no calcula bien y no alcanza su objetivo. Por suerte, el el último momento se agarró al asta de la lanza de Broce que le tiende Guepardo para ayudarle a trepar.
La suerte parecía que acompañaba al guerrero, que se dispuso a intentarlo de nuevo. Cogió impulso, pero en el último momento su pie resbaló e hizo que se precipitase al vacío, cayendo al duro suelo y quedando completamente inconsciente. Había terminado el combate para Reyezuelo.
La mañana despertó gris y fría como el corazón de un tirano. Muerta. En el horizonte, una luz mortecina era la única prueba de que el sol había retornado. Un sol tímido, asustadizo, que parecía temer alumbrar la batalla que iba a acontecer en el Llano de Galdan. Y no le faltaba razón...
La Duodécima había formado en el campamento: filas apretadas de Soldados pertrechados para la guerra, con las armaduras pulidas y remendadas y las armas engrasadas y afiladas. Los mercenarios estaban a punto de ganarse la soldada a base de sangre y muerte. Oscuros y k'hlatas hombro con hombro; miradas ceñudas, ojos atónitos y pies impacientes. Aquí y allá, podían distinguirse soldados comprobando sus carcajes, manoseando nerviosamente el asta de sus lanzas o abrazando sus escudos como una madre que teme perder a su hijo recién nacido. Los había valientes y decididos; otros meditabundos y estoicos; algunos con el terror dibujado en el rostro. Todos y cada uno de ellos sabían que el asalto a las Puertas de Galdan iba a cobrarse la vida de muchos miembros de la Compañía.
El Pelotón de los Campamenteros esperó paciente su turno para salir al llano, arrastrando con esfuerzo el enorme y aparatoso armatoste que transportaba la escala que les permitiría, si llegaban tan lejos, escalar el fabuloso baluarte que defendía las tierras del Triplete. Una espesa y grasienta niebla cubría sus pasos, nacida de las mágicas artes de los magos de la Compañía, y parecía pegarse a los soldados como brea blanquecina. El mismo llano también presentaba batalla frente al avance de los Campamenteros, abrazando sus pies con invisibles garras de lodo y raíces.
¿Hacia dónde se dirigían? El paisaje se había convertido en un océano de siluetas lechosas y desdibujadas, plagada de distantes gemidos, alaridos desarticulados y gritos lejanos. Durante un instante, una gran deflagración hizo visible la majestuosa muralla de las Puertas de Galdan: una chisporroteante bola de fuego vomitada desde las alturas que se perdió en el campo de batalla, seguida por una potente explosión y chillidos de agonía. Pero la pesadilla no había hecho más que empezar...
El campo de batalla se oscureció, cubierto por unas nubes aceitosas y negras que derramaban lágrimas de tenebroso poder. Hasta los oídos de los Soldados llegaron los siniestros salmos de una magia prohibida y olvidada, podrida y repulsiva como el cadáver de un violador de niños. El Señor del Dolor bramaba su fuerza sobre las Puertas de Galdan, usando a Serpiente como portavoz de su maldición. Y los muertos volvieron a la vida. El caos se desató entre las filas de supersticiosos K'Hlata, que se persignaban y buscaban en sus patéticos chamanes la respuesta a una pavorosa pregunta ignota.
Sólo uno de los Campamenteros, y posiblemente el único de toda la hermandad mercenaria, no dio muestras de miedo, rabia u odio: Keropis, el Guardián de los Muertos, sentía tristeza y pérdida. El ermitaño bajó la cabeza y la melancolía inundó sus secos huesos.
Narrar lo acontecido desde ese momento sería un tortuoso ejercicio de dolor autoinflingido: la muerte de buenos Soldados bajo las garras de abominaciones sin vida; los heridos dejados a su suerte, olvidados, traición sobre traición; la cobardía recompensada y el coraje sepultado bajo el lodo... Deserción, falta de mando, desorganización...
Tras lo que parecieron días de lucha, mas no ocuparon más de unas pocas horas, la Compañía tomó el bastión del Triplete derramando sangre propia y ajena. Los mercenarios de Khatovar alzaron sus puños al cielo negro de Galdan en señal de victoria, con la mirada perdida y una mueca de alegría demente pintada en el rostro.
Keropis sujetaba en sus brazos a la yaciente Derviche, de pie frente a las almenas de las Puertas de Galdan y contemplando el campo de muerte que se extendía al norte. ¿Cuántos de sus hermanos habían caído? ¿Con cuántos de esos cuerpos desmadejados que la tierra y el barro empezaban a reclamar había compartido fuego y guardias? ¿Loor? Se acabaron los entrenamientos junto a la Lágrima de la Diosa. ¿Odio? Los ceños fruncidos; las muecas de desprecio. ¿Pipo...? No habría más cuencos de agua junto a él cuando despertara en el camposanto. El eremita distinguió a Lengua Negra, el inepto cabo de los Campamenteros, sonriendo en lo alto de una de las torres.
¿Porrr qué sssiguesss con vida, pequeño bassstarrrdo...? No errresss másss que un dessshecho, el hijo deforme de un noble poderrrossso.... Sssin losss arrrrestos ni le valorrr de aquellosss que ssson tusss sssirrrvientesss. La sssangrrre de "tusss guerrrrerrrosss" mancha tusss manosss...
La mirada del silencioso ermitaño volvió a posarse sobre el cuerpo inconsciente de Derviche, para luego desviarse hacia el lejano horizonte. Unas tenues palabras brotaron de la inexpresiva máscara herrumbrosa que cubría su rostro. Unas palabras pronunciadas en un idioma antiguo y ya perdido.
La mañana despertó gris y fría como el corazón de un tirano. Muerta. En el horizonte, una luz mortecina era la única prueba de que el sol había retornado. Un sol tímido, asustadizo, que parecía temer alumbrar la batalla que iba a acontecer en el Llano de Galdan. Y no le faltaba razón...
La Duodécima había formado en el Campamento: filas apretadas de soldados pertrechados para la guerra, con las armaduras pulidas y remendadas y las armas engrasadas y afiladas. Los mercenarios estaban a punto de ganarse la soldada a base de sangre y muerte. Oscuros y K'Hlatas hombro con hombro; miradas ceñudas, ojos atónitos y pies impacientes. Aquí y allá, podían distinguirse Soldados comprobando sus carcajes, manoseando nerviosamente el asta de sus lanzas o abrazando sus escudos como una madre que teme perder a su hijo recién nacido. Los había valientes y decididos; otros meditabundos y estoicos; algunos con el terror dibujado en el rostro. Todos y cada uno de ellos sabían que el asalto a las Puertas de Galdan iba a cobrarse la vida de muchos miembros de la Compañía.
El Pelotón de los Campamenteros esperó paciente su turno para salir al Llano, arrastrando con esfuerzo el enorme y aparatoso armatoste que transportaba la escala que les permitiría, si llegaban tan lejos, escalar el fabuloso baluarte que defendía las tierras del Triplete. Una espesa y grasienta niebla cubría sus pasos, nacida de las mágicas artes de los magos de la Compañía, y parecía pegarse a los soldados como brea blanquecina. El mismo llano también presentaba batalla frente al avance de los Campamenteros, abrazando sus pies con invisibles garras de lodo y raíces.
¿Hacia dónde se dirigían? El paisaje se había convertido en un océano de siluetas lechosas y desdibujadas, plagada de distantes gemidos, alaridos desarticulados y gritos lejanos. Durante un instante, una gran deflagración hizo visible la majestuosa muralla de las Puertas de Galdan: una chisporroteante bola de fuego vomitada desde las alturas que se perdió en el campo de batalla, seguida por una potente explosión y chillidos de agonía. Pero la pesadilla no había hecho más que empezar...
El campo de batalla se oscureció, cubierto por unas nubes aceitosas y negras que derramaban lágrimas de tenebroso poder. Hasta los oídos de los Soldados llegaron los siniestros salmos de una magia prohibida y olvidada, podrida y repulsiva como el cadáver de un violador de niños. El Señor del Dolor bramaba su fuerza sobre las Puertas de Galdan, usando a Serpiente como portavoz de su maldición. Y los muertos volvieron a la vida. El caos se desató entre las filas de supersticiosos K'Hlata, que se persignaban y buscaban en sus patéticos chamanes la respuesta a una pavorosa pregunta ignota.
Sólo uno de los Campamenteros, y posiblemente el único de toda la hermandad mercenaria, no dio muestras de miedo, rabia u odio: Keropis, el Guardián de los Muertos, sentía tristeza y pérdida. El ermitaño bajó la cabeza y la melancolía inundó sus secos huesos.
Narrar lo acontecido desde ese momento sería un tortuoso ejercicio de dolor autoinflingido: la muerte de buenos Soldados bajo las garras de abominaciones sin vida; los heridos dejados a su suerte, olvidados, traición sobre traición; la cobardía recompensada y el coraje sepultado bajo el lodo... Deserción, falta de mando, desorganización...
Tras lo que parecieron días de lucha, mas no ocuparon más de unas pocas horas, la Compañía tomó el bastión del Triplete derramando sangre propia y ajena. Los mercenarios de Khatovar alzaron sus puños al cielo negro de Galdan en señal de victoria, con la mirada perdida y una mueca de alegría demente pintada en el rostro.
Keropis sujetaba en sus brazos a la yaciente Derviche, de pie frente a las almenas de las Puertas de Galdan y contemplando el campo de muerte que se extendía al norte. ¿Cuántos de sus hermanos habían caído? ¿Con cuántos de esos cuerpos desmadejados que la tierra y el barro empezaban a reclamar había compartido fuego y guardias? ¿Loor? Se acabaron los entrenamientos junto a la Lágrima de la Diosa. ¿Odio? Los ceños fruncidos; las muecas de desprecio. ¿Pipo...? No habría más cuencos de agua junto a él cuando despertara en el camposanto. El eremita distinguió a Lengua Negra, el inepto Cabo de los Campamenteros, sonriendo en lo alto de una de las torres.
¿Porrr qué sssiguesss con vida, pequeño bassstarrrdo...? No errresss másss que un dessshecho, el hijo deforme de un noble poderrrossso.... Sssin losss arrrrestos ni le valorrr de aquellosss que ssson tusss sssirrrvientesss. La sssangrrre de "tusss guerrrrerrrosss" mancha tusss manosss...
La mirada del silencioso ermitaño volvió a posarse sobre el cuerpo inconsciente de Derviche, para luego desviarse hacia el lejano horizonte. Unas tenues palabras brotaron de la inexpresiva máscara herrumbrosa que cubría su rostro; unas palabras pronunciadas en un idioma antiguo y ya perdido.
— Has nacido a la muerte y ahora eres mi hermano. Alza tu khopesh y que las sedientas arenas de Kemshacha beban de la sangre de nuestros enemigos. Larga vida a...
El saludo ritual, repetido eras atrás por las hordas de Tor Runihura antes y después de cada batalla, murió en los apergaminados labios de Keropis. El ermitaño a punto estuvo de pronunciar el nombre del Destructor, el Príncipe de la Oscuridad, pero con un esfuerzo ímprobo logró enmudecer. Lo que quedaba de Shuba Ren Aton se negó a dar alas al infame nombre del Dios Emperador, aquel que azotó el mundo con su poder hasta casi desangrarlo.
— Keropis... —La voz cavernosa que resonó en su cabeza y en su mismo alma, parecía provenir de muy lejos, al norte—. Keropis... Ven a mí, mi llave... Ven a mí...
VERSIÓN EXTENDIDA.
El alba encontró a Uro acuclillado frente a su tienda, afilando metódicamente la enorme hoja curvada de su hacha. Eran movimientos mecánicos, ensayados; un silencioso ritual repetido incontables veces. Los Guerreros de la Diosa no oran. Los Guerreros de la Diosa no ruegan por el favor de su cruel deidad. Los Elegidos sangran y matan a mayor gloria de la Reina de los Engaños, sin necesidad de salmos ni plegarias.
Con las primeras luces de la mañana, el Cazador de Cabezas abandonó con paso quedo la zona de acampada de los Hostigadores; una pantera al acecho cruzando el campamento en dirección al establo de los esclavos. En el pequeño cobertizo, la mayoría de los escuálidos cautivos estaban ya en pie, esperando ser mandados a satisfacer los encargos de soldados y seguidores de campamento. El Ungido irrumpió en el austero chamizo como un elefante en estampida, escudriñando entre los demacrados rostros en busca de uno en particular. Los esclavos huyeron ante la visión del terrible torso y los abultados brazos cubiertos de tatuajes,apartándose de su camino como briznas de hierba ante el embate de un viento furibundo. El Elegido detuvo su avance en un rincón de la cabaña. A sus pies, acurrucado en una esquina, un K'Hlata macilento y pálido le observaba desde su único ojo entre temblores.
—Hoy ser día, Caimán— retumbó la voz del Ungido, suave y a la vez peligrosa, como el silbido de una cobra del desierto—. Batalla esperar a Uro. Si muerte no encontrar a Ungido, tú tener trabajo que hacer...
El salvaje dio media vuelta y abandonó el establo con paso firme, camino a la empalizada y al punto de encuentro del Pelotón. El gorgoteo de un vómito incontrolado acompasó el sonido de sus pasos.
La magia es algo que incomoda a un K'Hlata. O por lo menos la magia de los Oscuros. Un chamán basa sus artes esotéricas en los espíritus y la sabiduría; los hombres blancos juegan a un juego más peligroso... Su magia es sucia, impía, cargada de malos augurios y de hedores demoníacos. Nada bueno puede surgir de un piel pálida que maneja poderes que no puede controlar...
Cuando los cadáveres emergieron de la tierra, escupidos como flemas enfermizas desde una garganta de lodo y agua pútrida, Uro apretó los dientes hasta que sus mandíbulas parecieron los gruesos nudos de un árbol centenario. Manos como garras, engarfiadas y esqueléticas; torsos descarnados, apenas cubiertos por algo más que costillas quebradizas; rostros de pesadilla, iluminados por unos ojos que rezumaban maldad y hambre a partes iguales. El que creyera que esa endeble alianza iba a sostenerse, era un ingenuo o un estúpido.
La horda de no muertos se lanzó sobre la Compañía Negra y sus aliados con la avidez de una bandada de buitres desnutridos, sin orden ni concierto. Eran cientos; tal vez miles. Los Hostigadores se abrieron paso entre la carne putrefacta a base de acero y músculo. Una unidad compenetrada, feroz, templada como el filo de una espada e implacable como un martillazo en la frente. Uro combatió con la frialdad propia de un Guerrero de la Diosa, arrogante en su superioridad, dejando que las incontables horas de práctica y entrenamiento hablaran a través de la hoja de su hacha. El Cazador de Cabezas, acostumbrado a la lucha en solitario, al desprecio hacia las habilidades de los que creía sus inferiores, descubrió en sus compañeros de Pelotón a sus iguales. ¿Había perdido su fuego en la inactividad del Campamento? ¿Se había acomodado? Mientras él recibía un terrible mordisco en el pecho, el resto del Pelotón parecía funcionar como una manada de lobos hambrientos. La Montaña de Bronce segaba cuerpos como juncos resecos. La Hiena hendía cráneos como fruta madura. El Vástago del Demente danzaba entre los combatientes ciego y letal como la muerte misma. Incluso el Medio Hombre parecía haber nacido para satisfacer las más húmedas fantasías de la Diosa. Uro gruñía, maldecía en sus adentros por haber derramado su sangre frente a un enemigo incapaz de sangrar. ¿Acaso no era él el Ungido? ¿No era su piel la que portaba la marca de la Diosa? No. No permitiría que otros consiguieran la gloria a la que él estaba destinado.
Avanzó, empujó, sangró y luchó. Siguió en pie a pesar de la sangre que derramaba a cada paso, impasible como un farallón azotado por la tormenta, inexorable como el paso de las estaciones. Las monumentales murallas de las Puertas de Galdan se perfilaron al fin entre la neblina, como gigantes de roca que desafiaban soberbios a la Duodécima. Pero nada podía detener el avance de los hermandad de mercenarios. Escalaron el inexpugnable baluarte, bajo la inagotable lluvia de saetas y el acoso de los cadáveres andantes, como una ola de lava incandescente. Imparables. Imperturbables.
Uro trepó tras los primeros soldados de la Infantería. Esos bastardos sedientos de sangre, comandados por un demente enfundado en cuero y metal, parecían querer echar abajo la fortaleza del Triplete a base de pura fuerza de voluntad, pero su ascensión fue bloqueada por una agrupación de lanceros. El Ungido vio su oportunidad. Él había sido el primero en superar la empalizada de la aldea de los Castores, convirtiéndose en el primer hermano de la Compañía en iniciar el asalto de la batalla que terminó con la hegemonía de la Alianza de los Castores, y sería también el primero en poner un pie sobre los dominios del Triplete. Con un ágil salto, el Ungido superó las almenas de la Fortaleza de Galdan, plantándose en el adarve al mismo tiempo que Ponzoña, su enemigo por tradición y su hermano de Pelotón. Los dos Hostigadores cruzaron una sonrisa leve, cómplice, sabedores de la gloria que teñiría sus nombres por la hazaña conseguida. La oleada de exaltación que acompañó a tan significativa gesta, mitigó por unos segundos el agotamiento y el destemple que empañaba los movimientos del Cazador de Cabezas; seguía perdiendo sangre y no tardaría en caer exhausto.
Pero ella estaba ahí.
Cuando Uro miró en derredor, alerta y ávido de combatir, sus ojos verdes se cruzaron con la mirada fría y gris de la Heroína de Galdan. Un brillo de reconocimiento en sus pupilas. Te veo... Eres mía... Los dos Hostigadores atacaron como uno solo, sus almas entrelazadas en una vorágine impasible de muerte. La mujer trastabilló, superadas sus defensas, con su alma arañada por el miedo. Y huyó. Saltó como una gacela herida, desapareciendo escaleras abajo en dirección a la muralla sur de la fortaleza. ¡Esta vez no, zorra! El Ungido se arrojó tras ella, inmune al miedo y a la razón, a su abundante hemorragia y a aquello que le esperaba más abajo. Cayó a los pies de un grupo de soldados del Triplete, que aturdidos por la sorpresa dieron un paso atrás. Mas el Cazador de Cabezas había llegado ya al límite de su aguante y no pudo evitar caer postrado de rodillas, extenuado y consumido por la pérdida de sangre.
¿Ha llegado mi fin? ¿Aquí, tan cerca de la venganza?
Los enemigos, conscientes ahora de la debilidad de su adversario, avanzaron todos a una para alancear al postrado soldado. Pero un Hostigador, aunque jure sin Hermano de Capa, nunca muere solo. El Medio Hombre aterrizó junto a Uro como un dios caído del firmamento. Su broncínea lanza trazó surcos de sangre en complicados patrones, crípticos epitafios sobre la piel de sus oponentes. Esa poesía carmesí hizo despertar la furia del Ungido, el ansia de muerte que es el regalo de la Diosa.
La Heroína observó atónita como ese soldado negro, cubierto de sangre y sin apenas fuerzas para sostenerse, volvía a ponerse en pie con una sonrisa maníaca. Un rugido desarticulado fue el único aviso que anunció la embestida del pobre desgraciado. La mujer sonrió a su vez. Ese iba a ser un combate corto. Mas no anticipó la llegada de los refuerzos.
Primero apareció Barril, el Cabo de los infantes, brutal y voraz como un incendio en la Sabana. El acero silbó una canción mortífera mientras los dos mercenarios y la Heroína bailaban una danza teñida de sangre. Sangre de Khatovar. La muchacha superaba con facilidad las defensas de los dos combatientes, sonriendo segura de su victoria. Pero sus dos contrincantes eran tan duros como testarudos, insensibles al dolor como un perro famélico que se niega a soltar un hueso aunque le muelas a palos. La despiadada guerrera se disponía a lanzar su ofensiva final cuando el resto de la Compañía Negra cayó sobre ella.
Una sombra fugaz la embistió cual bisonte en estampida: el Medio Hombre quería su parte del pastel. De un tremendo empujón, el Jaguar lanzó a la mujer al suelo, pero la fuerza del impacto le dejó desequilibrado y su lanza no logró probar la sangre de la Heroína. Antes de que lograra recuperar el aliento, otro cuerpo aterrizó sobre el suyo: Preocupado, el infante neurótico que había hecho del pesimismo un arte, se había lanzado al vacío desde el adarve como una roca que se desprende de un acantilado. Los pulmones de la Heroína vomitaron todo el aire que contenían. Por eso su garganta no consiguió articular sonido alguno cuando el hacha del Ungido le arrancó la vida.
La niebla que cubría el campo de batalla se estaba disipando. En lo alto de una de las torres que flanqueaba las enormes puertas de la Fortaleza de Galdan, un gigante de ébano contemplaba con una sonrisa demente la muerte que se extendía por el Llano, como charcos negros bajo una lluvia torrencial. La Diosa estaría satisfecha.
El salvaje Cazador de Cabezas alzó la testa cercenada de la Heroína de Galdan, lanzando un tremendo rugido de éxtasis mientras la sangre que manaba de su trofeo resbalaba por su brazo. Los tatuajes parecían beber del rojizo néctar, que fluía cuerpo abajo como arroyos carmesís para unirse al gran río de sangre que brotaba del mismo Ungido. En su corazón, cada vez más débil, el alarido de la Diosa cantaba una tonada de victoria y placer. Los latidos cada vez eran más endebles, pero una alegría fanática hinchaba el pecho de Uro: el frenesí de la guerra y esa nueva sensación de saciedad que calmaba, por lo menos durante un instante, la sempiterna sed de sangre que palpitaba en sus sienes.
Unas palabras a su espalda rompieron su trance. Conocía esa voz ladina y susurrante... El Guerrero de la Diosa dio media vuelta y contempló ceñudo al recién llegado. Parecía más delgado que la última vez que lo viera. O quizás más encorvado... El siniestro Mago empezó a perderse en uno de sus habituales soliloquios. Cualquier conversación con Serpiente acababa por hacerte sentir como si hubieras caído en medio de un laberinto de zarzas: no podías salir de él y, cuanto más te esforzabas, más magullado terminabas.
— Uro, la Diosa está orgullosa —soltó Serpiente a la carrera, aupándose en el último peldaño de la escalera, antes de intentar recuperar el aliento—. Y si aceptas lo que te ofrezco tienes una oportunidad de seguir honrándola por mucho más tiempo. Estás muriendo y lo sabes, pero yo puedo cerrar tus heridas. Puedo curarte —insistió—. Puedes vivir y combatir un nuevo día.
El Ungido escupió su desdén a un lado, pero en lugar de saliva, una gruesa flema sangrienta cayó a sus pies. Por una vez, quizás por primera vez, el K'Hlata supo que los labios del Mago habían dicho la verdad. La muerte llegaba como una vieja amiga. La había visto en decenas de ocasiones, reflejada en la mirada de sus enemigos, pero esta vez venía por él. Uro era un Cazador de Cabezas, un guerrero, el Elegido de la Diosa; sabía que tarde o temprano llegaría el final y que debía encontrarle en pie sobre el cadáver de sus enemigos. Así había sido. Uro estaba preparado para morir.
—Llámalo casualidad, azar o destino, pero este es el único lugar de la muralla en el que se puede usar la magia —seguía diciendo el mago—. En ningún otro sitio podría hacerlo porque muy bien sabes que no disponemos de tiempo como para alejarnos de ella. A cambio sólo pido que me debas un favor por el valor de una vida. La tuya, la que tengo intención de salvar.
El puño del salvaje se cerró con fuerza alrededor del astil de su hacha. Quizás podía llevarse un último trofeo a los grandes salones de la Diosa. Intentó dar un paso, pero las rodillas le fallaron y a punto estuvo de caer. El frenesí de la Diosa le abandonaba por los mismos tajos por los que lo hacía su sangre, dejándole indefenso como una cría de conejo ante las fauces de una cobra del desierto. Pero había algo más... Una sensación de oscuridad heladora que se arrastraba bajo su piel, inundando cada fibra de su ser y trayendo consigo tenebrosas voces que hacían vibrar cada uno de sus músculos. La misma sensación que sintió la primera vez que estuvo en presencia del Señor del Dolor en su palacio de Cho'n Delor.
Uro recordó la primera herida que recibiera menos de una hora atrás. Parecía haber pasado una eternidad desde que la Compañía cruzara el campo de muerte que les separaba de las Puertas de Galdan, pero el Cazador rememoró ese primer mordisco y esos repugnantes y grotescos gusanos negros que se habían perdido dentro de su piel desgarrada. Si moría y volvía a levantarse como un esclavo más de la horda no muerta, su espíritu no pasearía por las estancias de la Diosa. Su alma no hallaría el camino a su Destino y a su única amada, esa cruel deidad que sólo veneraba la fuerza y la sangre.
—No... —logró susurrar entre toses sanguinolentas.
—Puedes no confiar en mí si no quieres —respondió Serpiente—. Me parece correcto. Pero no tienes nada que perder, y deberías saber que si hay algo que yo cumplo es mi palabra. ¿Aceptas, Uro el Cazador de Cabezas, el asesino de Heroína?
Los segundos pasaron con lentitud, acompañados por los gemidos y los alaridos de los combatientes, que aún seguían luchando en el adarve. Los ojos verdes del salvaje se clavaron en las pupilas amarillas del mago.
—Salvar a Uro, Oscuro... Salvar a Uro y Uro deber favor. Uro deber vida.
Serpiente extendió la mano dispuesto a que Uro la estrechara, a que sellara el trato que se había cerrado de palabra.
—No te preocupes, aunque dudo que un hombre como tú se preocupe por el dolor. Porque si te dijese que no va a doler mentiría, pero por suerte para ti a quien va a doler va a ser a mí. Sí, a mí. Tú probablemente sientas un leve escozor, el de las heridas cerrándose, y poco más. Aunque de lo de sólo el escozor tampoco estoy seguro. De lo que sí estoy seguro es de que vivirás. Eso, después de todo, es lo importante, ¿no?
Las dos manos se encontraron, negro sobre blanco, y comenzó todo...
Un grito fue el principio, claro y nítido en su origen se tornó desgarrador con el tiempo. La sangre deformó la piel del Mago como si hirviera bajo ella. Borboteó hacia el brazo que había sellado el pacto hasta que la carne, no pudiendo más, cedió a la presión y estalló. Pero ni una gota de sangre llegó a tocar el suelo. La sangre animada por la vida que portaba reptó del brazo del Oscuro al del guerrero en busca de las heridas que debían cerrarse. Y cuando las encontró hizo en ellas cobijo remendando lo que estaba separado y debía estar unido.
Mareado, Serpiente se tambaleó mientras sostenía su brazo rojo y húmedo. La sangre goteaba y manchaba el suelo; el hechizo había finalizado. Hubo una última mirada entre los dos: algo parecido a la satisfacción en los ojos amarillos del Mago; un brillo apagado, la resignación del condenado, en las pupilas verdes del Ungido.
Y después llegó la oscuridad de la inconsciencia...
De la torre tan sólo llegó un grito desgarrado, uno de tantos en aquella larga batalla, uno que se confundió con el rugir de los goznes de las puertas de la muralla de Galdan. Su origen no era otro que el mago que sobre la torre se desmayaba, que perdía el conocimiento mientras con desesperación se aferraba a los restos retorcidos y ensangrentados de uno de sus brazos. Un brazo que había estado perfectamente sano antes de haber dado la mano a Uro. Y aun así, a pesar de ello, a pesar de caer inconsciente por el dolor y el cansancio, el brujo sonreía. Una sonrisa cuya razón sólo él conocía y que permaneció en sus labios mientras recordaba lo ocurrido en la batalla.
Recordaba la razón por la que había tendido la mano a Uro, una razón que sólo ellos dos conocían y que si era percibida sólo podía serlo por aquellos que tuvieran una aguzada vista. Una vista que había llevado al mago a recorrer el rastro de sangre que el guerrero había dejado a su paso hasta alcanzar la alta torre que flanqueaba la puerta. Allí había acudido a presentar a su diosa la que creía que sería su última ofrenda. Pero no lo sería. Después de todo, entre creer y ser hay gran diferencia, y lo que era no es lo que él creía porque el destino había querido que se le hiciera una oferta.
Muchos astros se habían alineado, o eso dirían los que tenían sus esperanzas depositadas en ellos por temor a la aparente arbitrariedad de un mundo en el que la casualidad, que no era sino causalidad de variables desconocidas, tenía su reino. Y es que hasta el último lugar en el que muerto y vivo se reunieron era el único en toda la muralla en el que el vivo podía cambiar el destino del muerto.
El vivo lo sabía bien. Casi se había partido el tobillo arrojándose de una escalera tan sólo por alejarse de la piedra que repudiaba lo que era. Esa muralla le arrebataba lo que siempre había sido, lo único que amaba, lo único que ansiaba y lo que quería seguir siendo. Si era algo, era por eso de lo que se le despojaba y que en el hueco dejaba mediocridad e impotencia. Y eso al mago no le gustaba. Más aun cuando casi pierde la vida al evitar subir la muralla usando la escalera de la que no pocos se habían caído por torpeza. Había querido subir volando, sobrevolarla, transformarse en cuervo y cruzarla, ver desde los cielos todo lo que acontecía en el campo de batalla, pero hasta eso le quitó tan pronto se acercó lo suficiente. Si no hubiera llegado a maniobrar con soltura cuando el hechizo terminaba y la pluma se tornaba en pelo y brazos crecían allí donde había habido alas… Bueno, no podría haber cruzado la muralla, saltar de la escalera, seguir el rastro de sangre, subir a lo alto de la torre y con Uro intercambiar unas complejas palabras.
Ese había sido el objetivo de toda la batalla, asaltar la muralla, y en principio debía haber sido el único lugar en el que la sangre se derramara. Pero no había sido así, el camino había sido más tortuoso de lo que cualquiera hubiera imaginado. Hasta las facilidades que se había esperado tener habían terminado convirtiéndose en obstáculos que costaron la vida a no pocos soldados.
Justo mientras cerraba los ojos y daba con sus huesos contra el suelo se preguntó qué sería de un Soldado en concreto. Indómito creía que se llamaba. Recordaba cómo el imbécil, adjetivo que cuadraba más que el nombre, le había pedido antes de comenzar a subir que le curara. El muy necio quería atención y cuidados -y en otras circunstancias quizá hasta le hubiera pedido un besito con el que irse a la cama-. El muy zopenco le había confundido con un matasanos o con una niñera que vendara sus heridas mientras lo mecía y le hacía arrumacos. El mago pensó darle con gusto la cura a la estupidez que le aquejaba, pues ese era el único mal y síntoma que mostraba, pero al final se había decidido a dejarlo para después de la batalla pensando que con suerte la naturaleza y sobre todo el enemigo podían conseguir que se lo ahorrara.
Tendría que esperar a despertar para saber qué había sido de él, aunque la verdad tampoco es que le importara demasiado. Muchos hombres más útiles que ese, más valiosos, habían caído y sus cuerpos habían sido reanimados. El camino hasta allí había sido básicamente ese: matar para no ser muerto y alzarse de nuevo matando. Eso era lo que nadie había esperado. Ni siquiera Serpiente, que se había visto obligado a usar su magia para destruir lo que El Señor del Dolor había creado. Todo ello mientras se empujaba una enorme escala que había que proteger si se quería llevar a cabo el patético y torpe plan de los mandos.
Mientras avanzaban hubo quien se reveló contra el brujo como los muertos habían hecho contra él y contra el resto. Uno de ellos precisamente había sido Uro, aquel al que había ido a buscar el mago siguiendo el rastro de sangre que había dejado. Y a pesar de ello habían hecho un trato. Porque en la desesperación se difumina la frontera entre enemigos y aliados cuando se tiende una mano que en Serpiente pertenecía a un brazo que había quedado destrozado.
Había tendido otras sin pedir nada a cambio, haciendo lo que nadie se atrevía o no podía haber hecho. Desviar el disparo del afamado “Dragón” fue uno de ellos, y más hubiera desviado si la impetuosidad de Barril no le hubiera llevado a adelantarse más de lo adecuado. Corriendo sin pensarlo y dejando atrás a los Hostigadores junto a los que había terminado avanzando se había expuesto al disparo del que se podría haber librado si hubiera esperado. Pero no lo hizo. No se hicieron tantas cosas aquel día, y tantas que se hicieron no salieron como se había planeado…
Durante meses él había formado parte de ese plan. Había sido una herramienta con la que poblar el Llano de aliados animados con la magia de un dios. Reproduciría sus palabras, contendría su magia y poder en su frágil cuerpo. A cambio obtendría un regalo, uno que ni siquiera le sería entregado pues era él mismo quién se lo hacía con el poco tiempo del que disponía cuando no atendía lo que el dios le requería. Aun así incluso sin ello se había quedado cuando las alas que no eran suyas arrebatadas le fueron. Se estrelló con la realidad del suelo. Había sido descabalgado en un latido del corcel de sus sueños, arrebatado en un instante el trabajo de meses enteros. Y todo para nada y para aun menos, pues donde nada había habido ahora había cientos. Y los cientos que habían sido habían dejado de serlo sin llegar a ser lo que se esperaba que hubieran sido en su momento.
Todo por él. Por el que le había arrebatado el control sobre su ejército, al que ya conoció cuando había sido tan sólo un patético espectro en un cementerio. Le había derrotado con un par de hechizos haciéndole huir con el rabo entre las piernas. Pero había regresado y había aprovechado que el Señor del Dolor no había tomado ninguna precaución, ninguna salvaguarda mágica. El fantasma había obtenido cuanto poder había necesitado y querido, y disponía de un ejército y un cuerpo con el que comandarlo.
El General de Sangre se hacía llamar. ¿Cómo conocía su nombre sin haberlo escuchado nunca antes? Por la misma razón que sabía que a pesar de su desprecio a todo lo que tenía vida, su odio era mayor contra los enemigos de la Compañía. Y esa información que comunicó a Matagatos fue la única razón por la que había esperanza de que al abrir las puertas todo acabara.
Y acabó. Una victoria... Eso era lo único que importaba, ¿cierto?
Dos días nos tuvieron sin beber y menos comer... Pensaba en lo bien que había estado cuando masticaba las hierbas de los curanderos... era algo que me extasiaba, me sentía en ese momento invencible, quizás si hubiese dicho que esas hierbas podían servir para la guerra hubiera contribuido más a la causa que en mi actuación. Pero... siempre había un pero de que todo se malinterpretara y los espíritus se rieran de mi idea. Ya que todo lo que decía podía trastocarse, lo sabía y por eso me había vuelto hacia el éxtasis, el ensimismamiento y el disfrute de los efectos narcóticos. Me sentía salir de mi cuerpo y ver que sin mi alma solo era huesos y carne... no tenía por qué temer a la muerte, esas drogas nos hubiesen dado la sensación de ser invencibles, de no sentir el dolor de las heridas sufridas...
Estaba a punto del desfallecimiento no solo por mis heridas sino también por la falta de agua. Escuché un sonido lejano... debido a mi estado que me embargaba que parecía el de la embriaguez pero solo era el dolor, y la falta de agua lo que me estaba llevando hacia un efecto parecido al de las hierbas en lo que respecta a mi mente no a mi cuerpo. Ya que no me sentía invencible sino al revés en exceso fatigado y a punto de desfallecer. En ese estado escuché una voz que me pareció lejana aunque supe distinguirla era la de Escudo dando ánimos. Me hubiese gustado contestarle pero no me salía la voz...
Una mano se metió en la jaula llevando una cantimplora cuyo pitorro me lo introdujeron en la boca elevando al mismo tiempo la cabeza por la presión ejercida por el portador... Pude sentir el agua refrescar mi boca y garganta y acabar en mi vientre, notando como una oleada de fuerza me venía y sujetaba mi mente que ya divagaba por los campos oníricos.
Abrí los ojos y aspiré profundamente como si un gran aliento me viniera. Entonces me di cuenta de toda la guerra que se estaba perpetrando allí abajo... y supe que nuestras jaulas puestas en el exterior de la muralla no habían sido para darnos una visión amplia de la batalla. Nos utilizaban como cobertura para poder cubrirse de los ataques de las máquinas de asedio de la compañía... un destino cruel nos deparaba para haber luchado con valor... y decían que nosotros éramos los malos.
Me esforcé en mirar u observar a los prisioneros que estaban a mi alrededor, y si mis sentidos no me engañaban a uno y otro lado de mí, y en sus celdas correspondientes estaban niño guerrero y Escudo.
El sonido de los arcos tensarse y disparar para después ver las numerosas flechas que salían de detrás me hizo saber que las arqueras de Galdan estaban detrás mía en las murallas. Cientos de muertos caían allá abajo como si fuesen fáciles de eliminar pero sabía que eran más los impactos críticos, y el tipo de material con el que fabricaban sus flechas que en la debilidad de la carne muerta.
Algo me turbó aún más si cabía cuando vi pasar frente a mí a muertos vivientes que levitaban y se dirigían hacia los muros... Cerré los ojos ya que mi mente no quería entender lo que estaba sucediendo, o quizás rechazaba la manifestación de los poderes de la magia negra. Podría también ser este bloqueo una defensa contra lo sobrenatural que no podía asimilar lo que estaba sucediendo.
Si todo ello fuese poco mis oídos parecían también engañarme porque un rugido que parecía provenir del mismo inframundo donde los muertos yacen. Y los monstruos colosales que no tienen cabida en nuestro mundo solo en las pesadillas que nos angustian por la noche. Cuando escuchábamos los relatos de terror que provenían de nuestros chamanes más ancianos que contaban leyendas sobre los monstruos que habitaban más abajo de las cuevas. Entonces ahora si mis sentidos no me engañaban aquellas pesadillas habían cobrado vida despertando de lo más oscuro para destruir todo lo que se cruzaba a su paso. Pude sentir el rugido de la bestia, y los gritos de agonía de las guerreras que se mezclaban con un olor nauseabundo de carne quemada, y lo único que pude hacer fue rezar a los espíritus para que todo ello pasara ya que no quería perder la cordura.
Los muertos atacaban a las arqueras de Galdan… algo se respiraba en el aire de miedo y muerte, mientras me estaba debatiendo entre la muerte y la vida… un resorte se activó y las jaulas empezaron a moverse hacia abajo… Iba viendo a la Compañía posicionarse con los manteletes y Escalas junto a las murallas. Una de ellas se posicionó demasiado cerca tanto que mi jaula quedó enganchada y se quedó quieta mientras escuchaba el sonido de las otras jaulas al bajar.
Esto no podía estar ocurriéndome ahora que estaba tan cerca de ser liberado y me angustiaba… Pero algo bueno sucedió al abrirse la jaula en cuanto las otras llegaron abajo. Mi intención era salir y subir por la Escala o bajar… pero escuchando las órdenes del cabo Matagatos, nuestro líder, que demandaba subir primero a los guerreros y después a los heridos… Me quedé esperando a que todos subieran y fuese el penúltimo en subir mientras Matagatos protegía mi subida. No tuve más remedio que esperar hasta el final debido a mi precario estado de salud ya que cualquier acción brusca me hubiese provocado la apertura de las heridas y mi recaída.
Esperé fuera de la jaula posicionado en los exteriores de la Escala viendo cómo mis hermanos de la Compañía subían. Sucedió que los cadáveres de los Dolorosos iban ocupando parte del acceso y obstaculizando el poder subir por ella. Otro esfuerzo más debía de hacer a pesar de mi precario estado de salud. Esta vez tenía que sortear los cuerpos que yacían sin vida, y se iban amontonando alrededor de nuestro instrumento de subida hacia la muralla. Con pericia a pesar de mi estado pasé manteniendo el equilibrio tras ir pisando los cadáveres y pude agarrarme a la parte exterior…
No supe qué hacer cuando vi caer a Desastre pero estaba al lado suya, los espíritus le habían encomendado su protección. Miré a los lados pero no vi a nadie que le pudiese ayudar. Y allí tendido estaba su compañero moribundo. Intenté ponerme bajo la protección de los espíritus y curarle o al menos taponarle las heridas ya que dos flechas incrustadas en el pecho eran demasiado para un humano.
Cuando empezaba a toquetear por la zona de las heridas vi que el cuerpo de mi compañero reaccionaba y empezaba a cortarse la hemorragia. No era a causa de mis manos, sino del prodigioso cuerpo de Desastre, cuando anonadado me quedé... Desastre abrió los ojos y me echó una mirada asesina y me interpeló a no tocarme más bajo ninguna circunstancia.
En ese momento quité las manos y quise gritar a mi amigo por su reincorporación pero mi mirada me había dejado confundido. Más cuando lo vi levantarse y acercarse a la escalera de la infantería y subir por ella… Entonces lo seguí pues la victoria estaba de mi lado.
Mientras iban subiendo escuché el gorgoteó de un cuerpo desfallecer, algún compañero había caído bajo las garras o colmillos de alguno de aquellos monstruos que pululaban por la tierra yerma adyacente a las murallas. Pero prodigiosamente Desastre subía y yo con él, a pesar de nuestros estados demostrábamos la entereza para poder subir hacia las almenas del castillo. Una vez arriba en contra de todo pronóstico sobrevivimos gracias a la suerte. Un miembro de la Compañía de los Dolorosos nos esperaba y nos ayudó con su lanza para saltar hacia el adarve ¡Lo habíamos conseguido! Pero un duro combate se lidiaba en la muralla y pronto se disipó cualquier atisbo de supervivencia.
Intenté subir por la escala cuando sentí un gran dolor, quise mirar pero otro impacto me dejó agonizando... Ahí en medio de la vida y la muerte más de la última pensé en mis acciones pasadas... reuniéndome con los hostigadores mientras mis leones recibían mis órdenes para atacar alrededor de la escala. El medio de salvación y también de conquista era ejemplo de que arriba siempre se daba todo lo bueno, conquista, poder, salvación mientras abajo estaba muerte, desesperación y maldición. Debía de ayudar a mis hermanos con mis animales amaestrados y con la fuerza de mis armas. Era la única salvación para ellos y para mí la muestra de mi valía como guerrero.
Pero las órdenes del Cabo Barril pronto me hicieron centrarme en la tarea encomendada. Esta consistía en hacerse con un mantelete y empujarlo hacia el sur, y entonces mis veloces piernas empezaron a funcionar igual de rápido que mi vista, debía de ver entre la niebla aquella máquina que nos serviría para que las escalas pudiesen llegar a la muralla. Y en la distancia vi aquel instrumento que estaba siendo trasportado por Cielo y Grito. Me acerqué a ellos y les ayudé empleando toda mi energía en que el mantelete avanzara lo más rápido posible hacia la muralla, igual que hacían mis compañeros, ya que escuchaba sus esfuerzos, gemidos y ánimos para avanzar rápidos hacia nuestra misión.
Una vez que estuvo el mantelete posicionado junto a la muralla y pegado a la escala mandé a mis leones trepar por ella. Esto dejó tan sorprendido a mi superior que me mandó seguirlos, era una forma de tenerlos controlados allí arriba, pero la ruta estaba obstruida y tuve que dar un rodeo para ascender en dirección sur a la muralla. En cuanto intenté subir noté aquellos dos impactos de flechas que me dejaron en el umbral de la muerte. Ahora estaba allí en la batalla pero moribundo con una oportunidad tan pequeña de poder sobrevivir que todo estaba en manos de los espíritus, los únicos que podían hacer que la rueda de la muerte se tornara en vida.
Desastre estaba pensando en Peregrino el más grande de todos los guerreros K’Hlata según él. Y habían sido hermanos, hermanos de capa, dos flechas no iban a matar al tigre, al domador de bestias y el que había aguantado a Cielo el raja tripas. Todo eso había contribuido a algo, a ser un soldado y a vivir más allá que cualquier guerrero, ya que eran los más duros de todas las Compañías.
Abrí los ojos y vi a Frontera intentando taponarme las heridas y gritar pidiendo ayuda:
¡Estate quieto! ¿Acaso quieres matarme? Mi cuerpo se regenera más rápido que tus pérfidas manos intentando curarme.
La mirada que le eché a Frontera fue la de un Jaguar, un felino de la estepa, suficiente para darle el aviso de que no volviera hacer eso por segunda vez. Entonces me levanté con aquellas dos flechas clavadas y me dirigí hacia la escalera… mientras Frontera me seguía.
Iba a decirle a Frontera que la escala de exploradores estaba en el otro lado, pero el rostro de encarcelamiento de Frontera dejaba ver su mal estado, sin armadura y armas poco más duraría con vida.
Que hiciera lo que le diera la gana, al final en eso consistía sobrevivir. Pues cuando la muerte te llama y eres incapaz de luchar por tu estado en eso se basa todo en sobrevivir. Allá lejos quedan las órdenes, los superiores y los compañeros. Todo se fundamenta en intentar que no te maten, ya que no sirves para la batalla lo único que esperas es no morir ese día porque no lo harías luchando. Morir sin luchar es algo que da yuyu, pues los espíritus del gran animal puede que no lo vean con buenos ojos y no te reencarnes en un buen guerrero.
RELATO DE ODIO:
Muchos habían sido los preparativos para ese día, larga la espera, fuerte el odio. Allí se encontraba, junto al resto de Campamenteros ante las puertas de la empalizada, esperando sin más a que Lengua Negra les diera vía libre para asaltar La Puerta de Galdan. Nunca respetó realmente a su Cabo, siempre pensó que era un cobarde que se escondía tras las faldas de su papi, probablemente así fuera, pero ese no era el día para cuestionar la cadena de mando, era el día de vencer o morir, tal vez ambas cosas...
En su cabeza repasaba los entrenamientos de los últimos meses, bien con Loor, bien con Derviche, pues el círculo social del K'Hlata no iba mucho más lejos, ni falta que le hacía.
La apertura de las puertas indicó que el momento había llegado y asió su zona correspondiente en el armatoste que empujaría la escala, a la orden empujó, como el resto, era una tarea ardua, pero Odio era duro y sabía que podía cumplir de sobra, al menos durante bastante más tiempo que sus compañeros.
Al alcanzar el Llano, las dudas acerca del plan se multiplicaron, grandes lodazales y zonas pantanosas por doquier, desde luego no era el mejor terreno para hacer rodar una estructura enorme y pesada, pero había salido del campamento dispuesto a no discutir durante el combate, estaba decidido a aprender a controlar su furia, que tantas veces había salvado como puesto en riesgo su vida.
Absorto en su auto-control, Odio se sobresaltó cuando los cielos se oscurecieron y una terrible sensación le recorrió la espalda, parecía que aquel horrible mago Oscuro, Serpiente, estaba desatando los dones del Señor del Dolor, o lo que fuera que le hubiera otorgado durante todo este tiempo que había abandonado el campamento. El suelo tembló ligeramente y sus ojos pudieron contemplar lo innombrable: ¡Soldados de guerras pasadas levantándose a luchar una vez más! Eso desde luego era un mal augurio, desde luego los Oscuros no se enteran de nada.
Haciendo de tripas corazón, continuó su avance, tenía que centrarse en la muralla o sería el fin, ya era tarde para preocuparse de qué demonios habrían ideado los mandos de la Compañía, su trabajo era avanzar y matar, y por los dioses que sabía como hacerlo. Concentrado como estaba en sus pensamientos apenas se percató del momento en el que aquellas aberraciones dejaron de ser sus aliadas, prácticamente los tenían rodeados, y ahora tendrían que abrirse paso luchando, como si no fuera suficiente con las fuerzas del Triplete apostadas en la Puerta.
Una mirada de odio hacia la nuca de Lengua Negra fue su única expresión, ojalá hubiera sido su lanza, pero tenía las manos ocupadas empujando el armatoste. Cumplió la orden de seguir empujando, pero los enemigos los cercaban más y más, Odio empezaba a preguntarse si el Cabo era consciente de que los cadáveres andantes ya no eran amigos, si alguna vez lo fueron, o si se daría cuenta cuando hubieran devorado a dos o tres de los suyos.
Por suerte para él, Loor se encontraba ahora en los Campamenteros, y ante la pasividad de Lengua Negra, asumió el mando, ordenando al Pelotón para el combate. Al poco la lanza corta de Odio se encontraba destrozando la pierna de uno de aquellos guerreros de otro tiempo. Parecía casi cómica la forma en la que intentaba atacarle desde el suelo, inconsciente de su propia incapacidad, era lamentable ver cómo usaban el cuerpo de guerreros caídos de esta forma... ¿cuando yo caiga... harán esto conmigo?
Tras la primera oleada de enemigos pudo divisar uno más característico, era una mole de carne y metal, sus manos parecían un entresijo de armas fusionadas por el óxido acumulado durante los años.
“Ese es” pensó Odio, y avanzó hacia él buscando un enemigo digno de sus habilidades, para demostrar a todo el Pelotón de lo que era capaz. Cuando se encotró a su lado las cosas cambiaron, la lanza corta del K'Hlata era incapaz de atravesar el duro cráneo de la criatura, y esta se regeneraba tras cada ataque, Odio maldijo a su Cabo una vez más por no proporcionar un arma en condiciones a un guerrero de su calibre. Esquivó los primeros embites de la bestia, cuando logró detener uno de ellos a duras penas con su escudo descubrió la fuerza que albergaban los abotargados músculos de su enemigo, y tras eso llegó lo inevitable. En un pequeño traspiés, un lance del combate como otro cualquiera, el montruo atravesó las defensas del Hiena, una explosión de sangre manó de su pecho y parte de su armadura de cuero fué arrancada del fuerte impacto.
Muchos habrían sucumbido al tremendo tajo, pero el K'Hlata no, la visión de Odio se nubló por momentos, pero retomó la compostura a tiempo de levantar el escudo y detener el siguiente impacto, que habría sido mortal de necesidad. Él sabía que probablemente éste fuera su último combate, pero no se rendiría, prefería morir a ser un cobarde.
Continuó esquivando sus envites, en un baile continuo de giros y fintas que había ensayado varias veces luchando contra Loor, donde apenas era capaz de seguir el ritmo frenético de su bastón, casi le parecía verlo allí, luego allá, y después destrozándole el cráneo a la criatura que tenía enfrente. Cuando la mole de carne cayó inerte al suelo Odio se percató de la realidad, sí había visto el bastón de Loor, la segunda al mando había corrido hasta su posición... ¡y se había entrometido en su combate! ¿Cómo se atrevía a hacer eso?
Odio no dejaría pasar esto por alto, pero si algo había aprendido en ese tiempo en la Compañía era a no discutir en el campo de batalla, las armas hablaban más alto que las palabras, y más claro. Escupió al suelo para demostrarle su inconformismo, y le dedicó una mirada desafiante. Acto seguido dió media vuelta y ojeó el campo de batalla, tenía que resarcirse.
Al otro extremo de la escala se condensaban la mayoría de Campamenteros, lo cual indicaba que los últimos enemigos se encontraban por allí. Avanzando hacia el Oeste, divisó alguna suerte de guerrero esquelético, que ostentaba pertrechos de alta graduación, Derviche y Keropis se enfrentaban a él sin mucho éxito.
Pronto comprendió la situación, no conocía mucho al enterrador, pero sabía que aún no siendo débil, la baza de Derviche consistía en la velocidad de sus ataques, sabía que le estaba ocurriendo exactamente lo mismo que le acababa de suceder a él, y se resarciría de su anterior enemigo con éste.
Era todo o nada, no tenía garantías de que lo que iba a hacer no fuera un suicidio, pero no era momento de pensar esas cosas, su presa, su triunfo, se encontraba a escasos metros. Desembrazó su escudo de madera con el símbolo de la hiena, sacudió la sangre que dejaba de manar de su pecho y, asiendo su lanza corta con las dos manos, cargó contra la criatura que se alzaba cual torre inamovible.
El terreno estaba embarrado y debía cubrir una gran cantidad de él, pero las musculosas piernas del K'Hlata avanzaban por él ganando cada vez más velocidad, la rabia interna de Odio amenazaba con aparecer en cualquier momento, pero se había prometido a sí mismo ser capaz de controlarla, aprender a luchar sin ira. A escasos metros de la criatura, asió su lanza con la pica hacia abajo, y, levantándola sobre su cabeza, saltó para descargar toda su fuerza sobre el cráneo de la criatura, si no lo conseguía probablemente quedara a merced de ella, pero eso no le preocupaba, cobrarse la presa que Loor le había robado sí.
La punta de la lanza atravesó el cráneo de la criatura, produciendo alguna suerte de “emplamiento inverso” al perforar también parte del cuello y tronco en su movimiento descendente. Al instante, y al igual que con las criaturas menos fuertes de la primera oleada, la “vida” abandonó el cuerpo y este quedó inerte, como si llevara siglos en la misma posición.
Dirigió un gesto de triunfo a Derviche, se podría decir que era la única en toda la Compañía que le caía bien, o mejor dicho, no tan mal. Tenía un par de huevos, para ser mujer, y no le hubiera gustado perderse la diversión cada vez que tenía bronca con la Infantería.
Una vez resarcido, observó el montón de huesos y chatarra a sus pies, y algo llamó su atención, la espada larga que portaba. Cierto es que era un arma poco honorable, pero estaba en el campo de batalla y un Hiena no se deja llevar fácilmente por la opinión del resto, hace la guerra a su manera. Asió la espada y la tomó de las manos muertas (por segunda vez) de su antiguo dueño. Una sensación extraña recorrió su cuerpo, como de querer destruir a toda criatura viva, pero supo controlarla, era una sensación familiar pues muchas veces la había sentido en el campamento, así que estaba acostumbrado a tratar con ella.
Cuando por fin acabaron con la segunda oleada, retomaron sus puestos empujando la escala hacia el muro, por lo visto Loor había llevado el mayor peso del combate y ahora rozaba la convalecencia. Notarían su ausencia en lo alto del muro, de eso no había duda.
Terceras y cuartas oleadas se veían a lo lejos, no había tiempo que perder, y el Pelotón empujó el armatoste hasta el mismo muro de La Puerta de Galdan, dónde aún quedaban algunos de los engendros más fuertes con los que ya habían luchado.
Odio miró a las almenas y descubrió los macabros adornos que el Triplete se había tomado las molestias de colgar: unas jaulas con sus compañeros desaparecidos del pelotón de Exploradores. No es que fuesen amigos ni mucho menos, pero pertenecer a la Compañía les hacía hermanos, eran parte de su familia, una familia extraña cierto es, pero la única que le quedaba al K'Hlata tras ser repudiado y perseguido por los suyos.
El Hiena se acercó al muro, a la zona donde previsiblemente alzarían la escala, para estar preparado a impulsarla con sus fornidos brazos, en ese instante fue cuando las jaulas cayeron, abriéndose algunas de golpe. La esperanza inundó el apagado corazón de Odio y le cegó, percibió algo de movimiento en ellas, de vida.
Se aproximó a las jaulas entre recuerdos de sus hermanos Hiena, a los que traicionó involuntariamente, cegado por el alcohol y las drogas, quería redimirse, necesitaba redimirse, por eso no se percató, en las jaulas existía el movimiento, sí, pero no la vida.
Cuando se acercó a comprobar si alguno de ellos seguía vivo es cuando todo se complicó, sus antiguos compañeros, reanimados como cadáveres andantes se abalanzaron hacia él, no podía, ¡no quería creer lo que veían sus ojos! A duras penas alzó su escudo tratando de defenderse, pero no era capaz de atacar a sus compañeros, a sus hermanos.
Dubitativo, en un mar de carne, zarpas y mordiscos, Odio fué alcanzado por una flecha procedente del muro, el malherido K'Hlata perdió sus últimas fuerzas, no era capaz de matar a sus hermanos, ¡¡otra vez no!!
Las imágenes de los Hiena traicionados se superponían a las de los Exploradores, tenía la vista desenfocada y apenas podía mantenerse en pie.
Sus últimos pensamientos fueron para su familia, la real, la que quisiera verle muerto, por fin, por fin había conseguido cumplir con su deseo.