Compañía Negra 2:Epílogo Cielo.
Se miró reflejado en el agua de aquel lago. El amanecer era ya algo más que una promesa y su costumbre era apartarse a repasar sus pinturas en solitario.
Miró desde lejos los restos de la Compañía, apenas un grupo de supervivientes que habían improvisado un vivac tras su huída, tras aquella explosión mágica, se preguntó qué les había llevado a ese punto. La traición, sin duda. La traición de magos, de señores corrompidos por poderes oscuros, de dioses envidiosos y maniáticos.
Durante toda la campaña Cielo había recuperado su actitud silenciosa y misteriosa. El porqué, nadie lo sabía, ni siquiera su hermano Indómito. Todo en la compañía, de todos modo había sido más serio, más triste, mientras avanzaba la campaña y acumulaban enemigos muertos en su haber.
Aún acudían a su mente las conversaciones tras Galdan con Sombra del Mal. Tenías un plan, un proyecto, que nunca llevaste a cabo, soldado. Se reprochó a sí mismo. No, esperaba una señal, que nunca llegó. He sido un soldado leal y eficaz en todas las batallas desde Galdan.
Borró las viejas pinturas con cuidado. Debiste hablar con Derviche, debiste hablar con Uro. Todo este desastre, ha sido, en parte, culpa tuya. Ella esperaba algo más de la Compañía. Ella hubiera marcado la diferencia. Sin embargo no hacer nada, tal vez la ha enfurecido.
Recordó con claridad aquellos primeros días, aquella votación para el nuevo Capitan, y dormirse implorando su presencia, una señal, rozar levemente un retazo de su divinidad. Lo cierto es que nunca sintió nada especial.
Desaparecidas, Loor, Belleza y Niña de Oro, su nombre, sencillamente se fué borrando, entre Señores del Dolor, Espíritus, Chamanes y magos traidores. Sin duda todo lo sucedido, era su maldita señal. Comenzó a pintarse con cuidado.
La decisión estaba tomada. Era la hora de la sangre, la muerte y apilar cráneos. Era la hora de la venganza. Era la hora de presentar a la compañía a Cielo. Heraldo de la Diosa. Su hijo. Otros se unirán, Matador, Ponzoña, hombres que reconocerán el valor de la fuerza y el poder.
No habrá loor a la Diosa, solo respeto por el poder, la muerte y la fuerza. Se unirán a mí y beberemos en los cráneos de nuestros enemigos aplastados hasta completar la más perfecta de las venganzas.
Hoy lo comunicaría a todos. Sombra del Mal estaba de acuerdo con él tras Galdan y lo estaría ahora. Solo Guerreros poderosos pueden unirse. No se respeta la debilidad ni la cobardía.
Ensalzad, a la Diosa. Ensalzadla.
Tras Galdan y las votaciones, la guerra siguió como siguen las cosas que no tienen mucho sentido. Pese a que hubieran sobrevivido a la madre de todas las batallas y que muchos compañeros hubieran fallecido, la guerra seguía con mucha crudeza. Las emboscadas y combates continuaban con la misma pasión y brutalidad que anteriormente, tras cada batalla el oscuro Pelagatos se sorprendía de seguir con vida.
Al igual que la Compañía Negra el hostigador pasó por una etapa tenebrosa, sus primos ascendían y lograban reconocimiento, mientras él permanecía como triste tesorero y pieza débil de los hostigadores. Como de costumbre ocultó su frustración personal tras un pesado manto de orgullo que en los últimos meses había empezado a tambalearse. Su pesar aumenta por tener que recibir órdenes directas de un k´hlata como Ponzoña, sin embargo asume su situación con resignación e intenta cumplir siempre con las órdenes recibidas, en la medida de sus posibilidades.
Los ataques a los pequeños poblados y aldeas fueron más similares a masacres que a verdaderas batallas. Con la toma de la Fortaleza de la Puerta de Galdan, los esfuerzos del Triplete por resistir el terrible empuje de las fuerzas del Señor del Dolor estaban condenados al fracaso. La organización militar y el poder bélico de sus enemigos, iba poco a poco desapareciendo y todo parecía aventurar que la Compañía Negra se alzaría victoriosa. Iba a conseguir salir vivo a su segunda campaña militar, una terrible y dura. Era consciente de que muchos buenos soldados habían fallecido, y la mayoría más poderosos o competentes que él, por mucho que cada noche antes de dormir intentaba saber el motivo de su suerte. Éste le era esquivo.
Sumido en ese sentimiento de duda, se veía perdido respecto a muchos de sus compañeros que cada vez odiaban más al enemigo. La oscuridad se cernía sobre ellos y por momentos a Pelagatos le costaba diferenciar a la Compañía Negra de un culto de fanáticos de la muerte. Le hubiera gustado opinar o expresarse, pero era terriblemente consciente de no ser nadie. Por ese mismo motivo mantuvo su mutismo y continuó cumpliendo las órdenes recibidas.
Una noche todo cambió, él no fue consciente de la forma en que se produjo pero los resultados eran evidentes. Los mercenarios independientes habían cambiado, su cuerpo se transformó y acabaron pareciendo más bestias que soldados. Pelagatos sintió la saliva bajar por su garganta que estaba tremendamente reseca, no entendía que estaba ocurriendo. Con dudas y algo de temor desenvainó la espada de su padre y se preparó para lo peor. No quiso atacar a nadie hasta no verse forzado a ello, debajo de aquellas horrorosas bestias seguía habiendo compañeros de armas.
El caos se apoderó de todo y el horror hizo acto de presencia de forma total, no fueron únicamente los mercenarios independientes, compañeros de otros pelotones comenzaron a transformarse seres sobrenaturales. Los ojos del oscuro se movían de un lado a otro buscando una posible explicación a aquel desmadre, confiaba en que la solución apareciera ante él de forma clara. Casi caído del cielo apareció en lo alto el estandarte de la Compañía Negra en manos de su capitán, Matagatos. Había que huir, eran las órdenes y Pelagatos no dudó en acatarlas, estaba encantado de hacerlo de hecho.
La retirada fue salvaje, los enemigos les perseguían y saltaban para acabar con ellos, algunos caballos fueron asesinados y también algunos de sus jinetes. El oscuro no quiso mirar hacia atrás, prefería seguir de frente, no quería ver el horror que les perseguía. Una tremenda explosión sonó tras ellos, el mundo se acababa y ellos corrían de una catástrofe de la que no podían escapar. El mundo se iba a tomar por culo, todo su mundo y también el del resto.
HISTORIA CONTADA EN LA TIENDA DEL GORDO BARRIL, ANTES DE LA COMPAÑÍA NEGRA
Estaba hecho. La Compañía tenía un nuevo Capitán, elegido según las costumbres que dictaban los Anales. Pero algo daba vueltas en la cabeza de Barril, como un abejorro molesto en verano que te ronda el casco durante una marcha.
Esas normas provenían de cuando todos eran Oscuros. No se contemplaba en ningún supuesto de ese antiguo y enrevesado código, que otras castas de hombres menores accedieran a la condición de Hermano Juramentado, y mucho menos que tuvieran voz y voto de un organismo nacido, criado y alimentado por los Oscuros.
Pero no podía ser esa idea la que maduraba Barril, ya que poco o nada le importaba esa tesitura al obeso gigante. Los hombres eran hombres, y su talla se medía en campo de batalla, cuando un enemigo quería sacarte las tripas y hacerse un cinturón con ellas. Bien era cierto que los Oscuros iniciaron esto, hasta para un tipo algo obtuso como Barril estaba claro como el agua de un oasis que no lo acabarían. Cualquiera niño con un ábaco podría confirmarlo.
Pero el sistema funcionaba, saltaba a la vista que el nuevo hierro que lideraba la Compañía era lo mejor de ella, y así lo habían reconocido la mayoría de los hombres allí reunidos, independientemente de su color o de lo que salieran de la boca de algún Chamán comemierda. Si Preocupado hubiera sido elegido Capitán, Barril no sabía qué hubiera hecho. El mastuerzo ponía voluntad y arrojo en todo lo que hacía, pero las ridículas supersticiones que le dominaban, añadido a su inexperiencia le hacían inhábil para el puesto a sus ojos.
– ¿Y si todos los K’Hlata hubieran votado en masa por su compañero de color? – Se preguntaba. Puede que ese fuera el molesto tábano que perturbaba a Barril.
Pero no lo era. Y es que Barril como otros pocos, era perro viejo, y olía la mierda antes de que se la lanzaran a la cara. Cuando empezaron a precipitarse ciertos acontecimientos, comenzó a ver por dónde podía despuntar aquella sensación.
Si el Viejo no ganó su puesto de Capitán (el cual técnicamente nunca había perdido), fue en definitiva porque después de anunciar el cómo había sido curado por el Señor del Dolor, no pudo granjearse la confianza de los Hermanos Juramentados. Con esto sobre la mesa, lo primero que hizo el nuevo Capitán es asignarle el puesto de Teniente. Una decisión estratégica, ya que acallaría las protestas silenciosas de los votantes del Viejo al tenerle en la cúpula de Mando, pero al mismo tiempo arriesgada ya que amenazaba con desatar la desconfianza por parte de aquellos que sólo veían negras magias tras la presencia del anterior líder de la Duodécima.
Eso para empezar, porque ese nombramiento dejaba a Vientos con un palmo de narices y en una posición que seguramente no esperara. A pesar de todo lo que dice y cómo se conduce, a los ojos de Barril, Vientos era la siguiente Teniente natural para Compañía Negra. Barril imaginaba su mandíbula caída, ojos abiertos y manos crispadas al enterarse del nombramiento del Viejo como Teniente. Después de todo ella fue la que propuso a Matagatos para ser Capitán, y ese tipo de actos solían gozar de cierta premeditación. Seguro que Lémur tuvo que empujar duro durante muchas noches hasta quitarle el mal sabor de boca a la mujer.
La siguiente vuelta de tuerca del molesto insecto la da el hecho de prolongar el contrato con el Señor del Dolor. ¿No hubiera sido buen momento para dejar atrás a los dos países homicidas en su loca carrera para la mutua aniquilación? El cerco se estrechaba, y como una de las tenazas de Destello, amenazaba con acabar de cerrarse dejando a la Compañía en su punto de presión. Barril no lo hubiera hecho, pero se debía esperar de quien dirigiera la Compañía una capacidad de previsión superior a la suya. La Compañía se preparaba para cumplir su ampliado contrato, y sólo los dioses sabían cómo acabaría esto.
Las luchas se sucedieron, y aunque Barril no era un tipo remilgado, se sorprendió a menudo de las barbaridades que se llevaban a cabo en nombre de la venganza e invocando la memoria de los compañeros caídos. Si bien el Cabo perforaba algunas entrepiernas tras la batalla para dejar después a la moza de turno salir corriendo entre sollozos, algunos miembros de la Compañía violaban y mataban sin remordimiento alguno. Y algunas veces ni respetaban ese orden.
Una vez se vio en la tesitura de quitarle de encima a una niña que no tendría más de diez inviernos a Garzung, ya que el sediento de sangre Infante la quería montar. Después de una buena patada en las pelotas, la niña corría y Garzung no montó nada en un tiempo. Estaba claro que en la Compañía no había almas puras o buena gente debajo de las piedras. Pero había ciertos límites hasta para ellos, y el que los cruzara no merecía la consideración de Hermano Juramentado.
La marea de sangre y caos posterior desbocó cualquier intento de contenerla por parte de nadie y recibida la orden del Capitán de huir antes de que fuera lo que fuera acabara con todos y nos transformara en bestias, dejamos atrás el horror en que se había transformado la Duodécima. Mientras se escondían en busca de un paso que le alejara de ese horror, Barril fue testigo de cómo los Cambiados derramaban sangre y realizaban horrores sobre los que alcanzaban. Incluso vio como la puerta del carro de Sedosos se abría, y el Mago alzó una mano su rostro, retirándolo de su cuerpo: Debajo sólo había una miríada de gusanos pulsantes, y una risa que amenazaba con arrebatar la cordura a quien la oyera.
A sangre y fuego llegamos al fin. Eso es lo que parecía el fin de los pocos que quedábamos. Hasta que el Capitán, llevado por una arcana inspiración arrojó la Lanza de la Pasión, haciéndonos caer en una luz y una sensación de nausea, que nos hizo dar con nuestros huesos en las aguas de un lago.
El agua tuvo la virtud de limpiar la mente y el cuerpo de Barril de lo acaecido hasta ese momento, y rápidamente se dispuso a organizar a sus hombres de la mejor manera para asegurar la supervivencia de los pobres restos de la Compañía Negra. Había trabajado con menos. Bueno, en realidad él era ese menos aquella otra vez, y había trabajado para los Mandos de otras épocas. Pero Barril confiaba en medrar. Siempre lo habían hecho.
No había pasado demasiado y ya echaba de menos la Tienda de Grog del Gordo Wem. Se preguntó muy íntimamente si la siguiente Tienda sería la del Gordo Barril. Al menos le quedaban algunas reservas en su odre. Llevaba tiempo si celebrar nada y apenas lo había tocado.
Tanteó la bolsita de cuero que contenía las efigies de madera que siempre llevaba consigo. La abrió y dedicó unas cortas frases aquellos que representan, pidiéndoles fuerzas y guía para este nuevo horizonte que enfrentaba. Esperaba que la Maldición que aquejaba a los Oscuros hubiera quedado atrás como todo lo demás. Quizás era mucho esperar...
LA COMPAÑÍA NEGRA 2: LA PUERTA DE GALDAN: EPÍLOGO FINAL.
Matagatos asistió imperturbable a la asamblea de la Compañía, sabiendo que la Sargento Vientos tenía la intención de presentarle como candidato. El oscuro no creía en aquella posibilidad, habiendo varios candidatos veteranos, puede que más válidos para ese puesto… Pero cuando llegó la asamblea, y se encontró con que sus únicos rivales eran Preocupado y el Viejo, supo que debía ganar, independientemente de que quisiera o no. La Duodécima dependía de eso.
Después de todo lo ocurrido, el Viejo no era de fiar. Puede que aún quedara algo del antiguo Capitán ahí dentro, pero a Matagatos le preocupaba más lo que había añadido el Señor del Dolor… Y Preocupado… En fin. No creía que tuviera madera para ello. Algunos se pronunciaron, con mayor o menor dureza, a favor suya o diametralmente en contra. Hubo votos previsibles, y otros que le sorprendieron, especialmente el de su padre, optando por apoyarle a él finalmente.
Y, tras aquella ceremonia, el recuento. Recuento que arrojó como ganador al oscuro, antiguo Cabo Matagatos, ahora Capitán Matagatos. Aceptó aquella responsabilidad con entereza, sin muestra alguna de alegría o de pesar por haber sido elegido, aunque los más cercanos a él sabían que aquella responsabilidad era algo que no deseaba. Pero que aceptaría por el bien de sus hermanos, y ejecutaría del mejor modo posible.
Ahora había que completar el cuadro de mandos. El primer paso, un nuevo Teniente. Solo había dos posibles elecciones desde el punto de vista de Matagatos: Vientos o el Viejo. Vientos no era muy imaginativa o inteligente, es cierto, pero la tropa la respetaba. Pero si nombraba al Viejo, quizás podría acallar voces sobre su falta de experiencia aprendiendo de él, así como dar mayor sensación de unidad. Y algo aún más importante: tenerle cerca para vigilarle. Algo en su interior le exhortaba a desconfiar de él, algo no era correcto del todo. Lo supo desde que puso sus ojos en él. Y, con esos pensamientos en mente, decidió nombrarle Teniente.
La otra decisión, por desgracia, era mucho más clara. Solo había alguien válido para desempeñar ese puesto. Sabía que no quería, y no deseaba sellar su destino de ese modo. Pero debía hacerse, por la Compañía. Y así, Lengua Negra abandonó a los Campamenteros, y probablemente cualquier posibilidad de honor y gloria, para convertirse en el Analista.
Otras decisiones se toman durante esos días, algunas meramente organizativas, de cara a asegurar la operatividad de la Compañía y sus miembros, pero otras son más importantes. Especialmente una, que le pesa tomar, aun con el convencimiento de que es el único modo adecuado de actuar.
La Duodécima debía continuar con su contrato. Lo mirara por donde lo mirara, romperlo o darlo por finalizado en esos momentos les dejaba en una posición vulnerable, “atrapados” entre el Triplete, y las fuerzas de su anterior patrón, alguien del que habían aprendido a no fiarse por las malas. Sí, en caso de que el Señor del Dolor diera un golpe de mano e intentara capturarles o matarles, sin duda se llevarían a muchos por delante… Pero no podrían resistir eternamente. Y luego, ¿qué? ¿Volver a la Gran Sabana? No quedaba nada allí para ellos, y probablemente tanto los vencidos como los victoriosos mirarían con desconfianza, si no con algo más, su paso por aquel lugar.
Por supuesto hubo voces que se alzaron en contra de aquella decisión, y otras a favor. Su padre, siempre deseoso de derramar la sangre de los enemigos, y el Viejo.
“Qué ibas a decir si no…” pensó con amargura Matagatos. Al fin y al cabo, si sus sospechas eran ciertas, las lealtades del antiguo Capitán ya no estaban con ellos.
De todos modos, el joven oscuro no podía engañarse a sí mismo. En el fondo de su ser habitaban las ansias de guerra de su padre, y deseaba la venganza contra el Triplete como cualquier otro. “Tienes la guerra en la sangre” le dijo Portaestandarte hace no mucho, y probablemente tuviera razón.
Sin embargo, los sucesos que precedieron la caída del Triplete le hicieron plantearse si había tomado la decisión correcta, además de demostrarle como de bajo podía caer la condición humana. Y, para su propio alivio, que a pesar de la oscuridad que llevaba en el fondo, su voluntad era fuerte.
Al principio todo transcurrió de manera normal, o todo lo normal que podía ser aquella situación. Buena parte de la Compañía quería sangre, y él no quería ni debía negársela. Muchos buenos compañeros habían caído en aquella maldita guerra, e iba siendo hora de hacer pagar al Triplete por las atrocidades cometidas, pues aún tenía fresco en el recuerdo la quema de Sicofante, así como las jaulas colgando de la Muralla de Galdan.
Matagatos ejerció su liderazgo como Capitán del mismo modo que había ejercido como Cabo, desde el frente, liderando en combate y haciendo todo lo posible por la victoria. Pero cada semana que pasaba, todo se volvía más oscuro. El Capitán estaba cada vez más furioso, pero no debido a las afrentas del Triplete, si no al comportamiento de los que ahora eran sus hombres.
Varias acciones disciplinarias fueron llevadas a cabo, por él mismo cuando los mandos respectivos se negaron, en un vano intento de contener aquel comportamiento aberrante. A veces se escuchaban discusiones a gritos desde la tienda de Mandos, con un encolerizado Matagatos que no deseaba seguir la senda de decadencia y corrupción a la que buena parte del resto de mandos y sus subalternos parecían haber cogido el gusto. La moral pendía de un hilo, siendo el hijo de Portaestandarte dolorosamente consciente de lo frágiles que eran los lazos de la Compañía ahora mismo. Quizás en otras circunstancias se habría planteado medidas mucho más expeditivas, pero en aquellos momentos parecía cada vez más claro que algo así pondría en contra de la cordura a buena parte de sus hermanos… Quizás incluso levantándose en armas.
Y mientras, el odio crecía. Los malnacidos de Caratótem y Sedoso alimentaban el odio y el sadismo, y cada vez más dejaban que sus oídos se llenaran con su veneno. Los actos aberrantes se sucedían uno detrás de otro, y para desgracia de todos, el Triplete decidió jugar con las mismas reglas, en aquel juego que no parecía serles desconocido. La escalada bélica continua en la forma de un escudo impenetrable, mientras que las fuerzas del Señor del Dolor se esfuerzan por derribarlo.
Al ver los métodos, el actual Capitán sufrió otro conato de ira, hasta el punto de que parecía que iba a matar él mismo a los implicados. A voz en grito, prohibió a los chondelorianos que realizaran esas prácticas cerca del campamento de la Compañía y que implicaran a sus hombres, casi echando mano de sus espadas. Aquello era totalmente aberrante, y sin duda corruptor para todos aquellos que tomaran parte. Y si los hermanos juramentados aún no se habían perdido, era su deber que les mantuvieran lejos de todo eso. Pero parecía una batalla perdida de antemano. Aunque para su alivio, no todos habían caído víctimas de aquel odio, o no totalmente, al menos. Hostigadores, Campamentos y la escuadra Barril conservaban algún atisbo de decencia. Eso, y los ratos que podía dedicar a Dedos, le hacían no darse por vencido y continuar en aquella lucha por el alma de la Duodécima.
Mientras tanto, solo le quedaba esperar. Un disturbio dentro del escudo del Triplete, escasez de sacrificios por su parte… Algo, cualquier cosa, que hiciera parar aquella locura, que hiciera caer el escudo de luz y pusiera punto y final a aquel asunto. Sin embargo, los rumores apuntaban a que estaban lejos de darse por vencidos. Extrajeron energía de la línea de monolitos, aquel lugar en el que estuvieron para el ritual de Portaestandarte, y más allá del cual Khadesa vio “algo”. Aquella línea no le gustó nada cuando estuvo allí, aunque en aquel momento no le quiso dar demasiada importancia. Aquí y ahora, el hecho de que ese lugar se viera involucrado en toda esta apresurada escalada hacia la demencia, le hacía temerse lo peor.
Y lo peor llegó, en el momento en el que Portaestandarte y el Viejo capturaron al Último Inmortal. Pronto la noticia recorrió todo el campamento, junto con la idea de que pensaban sacrificarlo en un ritual para debilitar el escudo. Matagatos acudió rápidamente, abriéndose paso, a caballo y totalmente equipado. Dijo que no lo permitiría, y puede que tuviera que hacerlo por las malas. Una vez allí, observó a los presentes en aquel acto con unos ojos cargados de ira. Pero no una furia desquiciada y sedienta, como la que había anidado en la Compañía, si no templada por la voluntad y el propósito. Allí, exigió explicaciones, con un tono duro, aunque por supuesto ni su padre ni aquella cosa que decía ser el antiguo Capitán se arredraron ante él.
Ante un prisionero sometido, encadenado y cubierto de extrañas marcas, algunas pintadas, otras grabadas a cuchillo en su piel, empezó una acolarada discusión, con Portaestandarte defendiendo la necesidad de aquel acto. Qué necio había sido en el pasado, cuando se enfadó al fracasar la Guardia de Honor de su padre… De haber sabido lo que sabía ahora, él mismo habría abortado aquella escolta en el primer momento. Y ahora, intentaban replicar algo parecido, si no mucho peor.
Aquel ritual aún sin completar, la vida de aquel prisionero, eran la lucha final en la que se decidía en qué se convertirían. Con aquella discusión, y mientras esta se alargase, aquella aberración seguía parada. Matagatos era consciente de eso, y tenía la esperanza de poder alargarlo lo suficiente para que bastantes de aquellos que no habían perdido el juicio hicieran acto de presencia, quizás para detener aquello por las malas con su ayuda si no quedaba más remedio.
Para desgracia de todos, el Viejo también era consciente de eso. En determinado momento, harto de aquel intercambio de duras palabras, se movió más rápido de lo que podía esperarse en alguien con su edad, sin duda fruto de los oscuros dones del Señor del Dolor, y hundió un extraño cuchillo de piedra negra en el corazón del Último Inmortal. El ritual se había completado, y aquel bastardo cambiacapas había demostrado donde estaba su lealtad. Matagatos miró con una mezcla de ira y horror al Viejo y a su padre, y durante dos largos segundos nada ocurrió, casi como si el mundo hubiera dejado de respirar a la espera de ver qué ocurría.
Tras ese breve lapso, una vibración empezó a extenderse por el aire, emanando de un escudo cada vez más cargado de poder. El suelo tiembla bajo sus pies, al principio levemente, aunque va en aumento, y a lo lejos se puede apreciar como largas lenguas de llamas emergen abruptamente del suelo. Sea lo que sea que han hecho, ha surtido efecto, y ahora iban a pagar por ello. Miró a su padre, aún sin creerse lo que acababa de suceder, y la mirada que le devolvió le sorprendió más aún. No era la mirada cargada de furia desbocada y siniestro propósito que moraba en sus ojos desde hacía ya tantos años, si no que en ella casi podía reconocerse al hombre que una vez fue… Y también arrepentimiento por lo que acababa de ocurrir, y miedo. Miedo por lo que habían hecho, y por lo que vendría a raíz de eso.
-Cógela y huye, hijo mío. Sálvalos a todos, a todos los que aún pueden ser salvados-dijo Portaestandarte, tendiéndole la Lanza de la Pasión a Matagatos. Un Portaestandarte quizás de otra época, dolorosamente consciente de pronto de todo lo ocurrido y del fin que se acercaba.
Ante aquellas palabras y aquel gesto, el Viejo miró con sorpresa a padre e hijo. Una sorpresa que pronto se transformó en ira, una furia tan terrible que desfigura sus facciones.
-¡No! ¡Nadie debe huir! ¡Todos se quedarán! ¡¡Todos se quedarán a servir al maestro!! ¡¡SE QUEDARÁN O MORIRÁN!!-exclamó, lanzándose a atacar a Portaestandarte. Así, las máscaras caían. Así, hermano se volvía contra hermano, y el destino se sellaba. Una potente llamarada brotó arrojando fuego y fundida roca burbujeante cerca de allí, al tiempo que una de las garras del Viejo desgarraba la yugular de Portaestandarte, haciendo que un torrente de sangre manara del cuello de Portaestandarte, cuya vida se extinguía mientras se desangraba y luchaba por respirar.
Y en el interior de Matagatos, algo se quebró al ver aquello. Sabía que su padre moriría, y que sería una muerte violenta. Eso era algo que tenía claro desde hacía años. Lo que nunca se esperó es que lo matara otro hermano, que lo matara su familia. Que le matara aquel que había guiado sus destinos muchos años, aquel en el que muchos habían confiado lo suficiente para otorgarle de nuevo su voto cuando volvió cambiado. Que le matara el condenado Capitán. Aferró la Lanza de la Pasión con fuerza, sus nudillos volviéndose blancos. Debería haberlo hecho antes. Debería haber purgado cuando vio los primeros síntomas, en él y en otros. Aquello era una enfermedad, una auténtica epidemia, y en vez de apartar a los enfermos, había tenido fe en que superaran la enfermedad por ellos mismos, en vez de extirpar su pustulenta presencia. Pero eso era algo a lo que iba a poner solución en aquel momento.
-Por todos los demonios… No sabes lo muerto que estás-dijo con rabia apenas contenida, para después lanzarse a por el Viejo, empleando la Lanza de la Pasión, con el estandarte aún en ella, como arma. Matagatos, en aquellos momentos, no tenía nada que envidiar a su ahora difunto padre como guerrero, y la ira alimentaba su fuerza. Se enfrentaba a un auténtico engendro de magia oscura, pero triunfaría. Lo haría por la Compañía, y por su difunto padre. Empezó a intercambiar golpes, acertándole en alguna ocasión, cortando algunas correas de su equipamiento, dejando que el cuerno de señales cayera al suelo. Sin embargo, al poco de empezar aquel combate, mientras la tierra temblaba cada vez más violentamente, más efectos de aquella profanación se hicieron notar.
Los hermanos que habían caído víctima de la locura y la decadencia empezaron a retorcerse, al principio parecía que de dolor, pero pronto quedó claro que estaban mutando, transformándose en aberraciones que se lanzaban sobre otros. El horror y la bestialidad estaban tomando forma física, usando la carne de aquellos que se habían entregado a ello como arcilla sobre la cual esculpir terribles formas.
No podía enfrentarse a todos. Lo sabía, puede que consiguiera acabar con muchos, pero al final le superarían. Sin embargo, debía hacerse. No se dejaría matar, ni dejaría que aquellas cosas se cobraran la vida del resto de los suyos. Un sonido de cascos de caballo al galope precedió la llegada de un alterado Lengua Negra, que le imploró que diera la orden de retirada.
Un Viejo Capitán del que apenas quedaba ya nada humano le miraba burlonamente desde más allá, con la sangre de su padre aún en sus monstruosas garras. Matagatos no se marcharía. Matagatos lucharía contra él hasta el final, y contra el resto de aquellos seres, y se aseguraría de purgar aquello. Sin embargo, él no era Matagatos. Era el Capitán Matagatos, y aunque cada fibra de su ser le pidiera venganza y exterminar a aquellas criaturas, tenía un deber con la Compañía y con sus hombres. Debía sacarlos a todos de allí, como su padre le había pedido antes de morir, y como ahora hacía Lengua Negra. Rápidamente tomó el cuerno y subió a Hechizado, siguiendo a su primo mientras soplaba el instrumento con todas las fuerzas que podía reunir, la otra mano sosteniendo la Lanza de la Pasión. El sonido del mismo era claro: retirada.
Levantó el estandarte todo lo alto que pudo mientras avanzaba, con la esperanza de que aquellos que no habían sucumbido pudieran llegar hasta él. Mientras se retiraban, no solo las bestias mutadas que fueron guerreros les perseguían, si no que también lo hacía el cataclismo de fuego provocado por los oscuros rituales ejecutados. Muchos le seguían, más de los que se había atrevido a esperar, pero la ola de fuego y destrucción estaba cada vez más cerca.
Finalmente llegaron al final del camino, no encontrando más lugar al que huir, y a pocos segundos de su aniquilación total y absoluta. Matagatos observó a su alrededor desesperado, intentando encontrar alguna salida para los suyos, pero era inútil. En ese momento reparó en la Lanza de la Pasión, que aún tenía firmemente aferrada en la diestra. Recordó las palabras premonitorias de Khadesa sobre que el estandarte era la clave de la salvación, la salvación de todos ellos. La pregunta era, ¿qué hacer? El oscuro lo agitó con nerviosismo, señaló con la punta hacia las llamas que se acercaban, y nada funcionaba. Ya casi estaban allí, y pronto estarían muertos. Y aquella cosa no funcionaba. Estaban perdidos. Víctima de la frustración (o quizás alimentado por algún instinto oculto), el oscuro estrelló la punta de la lanza contra una roca cercana con fuerza, desatando una gran energía al hacerlo.
Y entonces ardieron. El oscuro gritó de dolor, rabia y furia… Pero solo duró unos segundos, pues después llegó una caída, y agua. Chapoteó para mantenerse a flote, y a juzgar por lo que oía, el resto se encontraban ocupados en la misma tarea, aunque por suerte no le llevó mucho darse cuenta de que realmente hacía pie. Un lago, o la orilla del mismo, siendo más precisos. Un lago neblinoso, con árboles que no recordaba haber visto nunca.
Lo importante es que, ahora mismo, estaban vivos y a salvo. Al mirar alrededor, quedó claro que no eran muchos, pero eso no importaba ahora. Se reorganizarían y sobrevivirían. Y recompondrían la Compañía Negra, si es que la misma no había muerto consumida por la decadencia y las llamas de aquel último mes.
EL FIN DE TODO
Lo habían conseguido. Asaltaron Galdan, tomaron sus puertas y derramaron la sangre de sus enemigos, aunque a un coste incalculable. A pesar de los amigos perdidos, la única felicidad que obtuvo la fanática, fue su traspaso tan anhelado a la infantería, concretamente a la escuadra Barril, justo como ella quería. Los diez latigazos recibidos por 'insubordinada' le supieron realmente a gloria. Lo interpretó como el último desafío de rabia de un vencido Lengua Negra.
Derviche gana, él pierde.
Cuando todos se recuperaron de las heridas de la batalla, la siguiente fase de la campaña comenzó, y, aunque Derviche era una defensora acérrima de dar por finiquitado el contrato con el Señor del Dolor, no puso objeción alguna a las nuevas órdenes.
Aniquilar al reino Pastel.
El cambio de escuadra pareció revitalizarla, Barril era un grandioso jefe a su parecer, como siempre había esperado de él. Lagrimita era un portento, Cielo y ella estaban a todas horas metiéndose el uno con el otro, con golpes de por medio, pero siempre desde una postura de cierta amistad brutal. Sus rencillas quedaron olvidadas tras aquel duelo. Ni siquiera se sentía molesta con el bocazas de Grito. La vida le parecía maravillosa.
Las razias contra los poblados de Pastel se sucedían, la misión de la compañía era esperar a que los muertos arrasasen todo a su paso, para luego entrar ellos y acabar con los reductos de los defensores de Pastel.
Era fácil, ya que normalmente solo se trataba de un puñado de campesinos idiotas, resignados a una muerte violenta. Y en eso, Derviche destacaba principalmente.
Siempre se la veía sonriente, una sonrisa bestial y primaria, mientras agitaba sus cimitarras contra muertos o vivos. A los primeros, no tenía problemas en segar sus cabezas como el granjero que siega el trigo. A los segundos, les aguardaba otro destino más 'artístico'. La fanática se deleitaba amputando piernas, brazos y manos con técnicos y eficaces tajos de sus armas benditas, para luego observar como sus víctimas agonizaban de dolor, entre el llanto y la desesperación.
-Eso es, que sufran, que sufran como sufrimos nosotros-
Pero entonces, la espiral de violencia y brutalidad insana, se extendió por toda la compañía, al igual que la simiente corrupta se adueña del territorio de los buenos pastos y termina por corromperlos del todo.
Los actos horríficos e inenarrables escalaban a diario, y Derviche, a pesar de querer sumarse a ellos, no podía, y una pregunta rebotaba por su cabeza, de manera furiosa. ¿Por qué antes si podía, y ahora no?
Quizás que aquella brutalidad fuese el pan de cada día, igualando sus actos a los de los demás, le quitase gracia al asunto. O también podía ser que se había dado cuenta de la maldad que reinaba en su interior y en sus alrededores. La fanatica siguió matando y mutilando, aunque cada golpe le costaba más que el anterior, había perdido su sonrisa demencial, la armadura le pesaba más de la cuenta, las argollas de metal rozaban su piel de ébano y le producía un picor insoportable, por no mencionar los pequeños detalles.
Ella no decía nada, pero se daba cuenta de todo.
Le abría las tripas a una pobre niña, y entonces de reojo veía como Barril negaba la acción con un movimiento firme de cabeza, o Cielo, apartándose de ella tras destrozar literalmente a un pobre anciano y quedar cubierta con su sangre. Incluso Lagrimita parecía clavar sus ojos con desaprobación constantemente en su espalda. No se sentía cómoda, pero a pesar de su lucha interior, no podía dejar de hacer sufrir a sus víctimas. Se lo merecían, a pesar de que cada vez, dicha empresa era más y más costosa.
Hasta en contadas ocasiones, podía escuchar una voz grave en su cabeza, en la zona más profunda, donde yace el subconsciente y están recluidos los instintos y temores más primarios de las personas. Aquella voz era clara, y cada vez que cometía un acto de vil atrocidad, resonaba en su mente.
-¡NO!-
Aquel conflicto llegó a tal punto, que su espiral de violencia gratuita mermó. Mataba con desgana, gruñendo de incomodidad a veces. Lo peor era su lucha interna.
Uno de los dias antes del final, la escuadra Barril fue enviada a saquear una aldea pequeña y desprotegida. Se lanzaron sobre ella como jaguares contra una cebra. Derviche por fin decidió que era hora de poner punto y final a aquel conflicto interno que tanto la azotaba. Necesitaba una terapia de choque. Algo sangriento, brutal y malévolo en extremo. Si todos los demás lo hacían ¿Por que ella no podía?
La pequeña razia terminó rápido. Aldea arrasada, ninguna baja propia, pero ella tenía algo más que hacer.
Mientras los demás descansaban alrededor de un fuego, comiendo carne de caza asada, Derviche se escabulló hasta una pequeña casucha, donde deliberadamente había dejado viva, aunque bien golpeada, a una preciosa muchacha joven.
Desenfreno, había llegado la hora de expurgar sus dudas.
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Durante una larga y triste hora, Lagrimita aguardó fuera de aquella casa, escuchando los gritos. Por una parte eran de dolor, agonía y sufrimiento indescriptible, mientras que por otro lado eran de placer sexual, mezclados con gritos guturales de aquel individuo que disfruta con la violencia y la maldad más pura. El infante apretó puños y dientes y aguardó a que Derviche saliera de allí.
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La fanática se sentía satisfecha, y mientras se volvía a poner la ropa y armadura, contempló el cadaver destrozado de su víctima. Se relamió y sonrió de manera macabra, lo había conseguido, dejar atrás aquella debilidad que la atenazaba, no volvería a haber problemas con aquel tema.
Al poner un pie en la calle, vio que Lagrimita la estaba esperando, con la tez rígida como la piedra, no le importó, y se acercó a él con aquella sonrisa para contarle su recién finalizada correría.
El oscuro la recibió con un tremendo puñetazo a la mandíbula que la derribó al suelo y la noqueó durante varios segundos. Abrió los ojos medio atontada por el golpe, para ver como Lagrimita arremetía contra ella una y otra vez, con puños y patadas bestiales, descargando una terrible rabia justiciera.
-¿Que has hecho maldita idiota?-le gritaba mientras pateaba su costado.
-¿Te crees que esa mierda está bien, puta?-una descarga de varios puñetazos contra su espalda.
Derviche intentaba rodar y protegerse de la furia de Lagrimita, mientras este seguía golpeandola.
-¡Eso esta mal, estúpida, no hagas como los demás, deja de hacer el payaso y reacciona!-
Hasta que Derviche no quedó totalmente magullada, el infante no paró, y cuando lo hizo, la dejó tumbada sobre el suelo, encogida por el dolor, como cuando entrenaba contra Grandota de niña en su aldea. Para rematar la obra, el oscuro le escupió a la cara mientras con desprecio finalizaba.
-Vales lo mismo que esa escoria asesina, nada-
Desde aquel incidente, Derviche no volvió a aquella oscura senda, tan solo se limitaba a matar rápidamente a sus enemigos.
Cuando estaba a solas y en silencio, lloraba. Se sentía desnuda y desprotegida.
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La última noche antes del fin, la fanática tuvo un sueño.
Se encontraba en su aldea, con todas sus hermanas y madres del Jaguar, la rodeaban y miraban con seriedad, mientras ella estaba sentada en el medio de aquel círculo. Fue Madre Wanai quien hablaba en su sueño.
-Sadaka, ¿Por qué lo has hecho?-
-¿Qué?-respondió débilmente ella.
-Tu furia y bestialidad proviene de tu sangre, de tu alma-
Derviche negó con la cabeza, totalmente confundida.
La imagen cambió y se vio a si misma de pequeña, entrenando contra Grandota, en el justo momento en el cual consiguió vencerla y partirle el cráneo con su palo de entrenamiento. Derviche cargó de nuevo contra Grandota, pero esta vez, su oponente paró el ataque y lo rechazó con una facilidad pasmosa, para a continuación comenzar a darle una golpiza de muerte. Pero la cara de Grandota se transformaba en las caras de otros miembros de la compañía. El viejo capitán, Portaestandarte, Korvald, Garzung, Sedoso...
Todos la golpearon hasta casi matarla, y cuando sintió sus fuerzas flaquear, cerró los ojos. Cuando los abrió estaba de nuevo en el círculo. Madre Wanai siguió hablando.
-Tu violencia proviene de tu fuerza, y tu fuerza viene de la pureza y claridad de tus creencias en el jaguar-en ese punto las imágenes de sus hermanas y madres comenzaron a corromperse, empezando a mostrar formas diabólicas, mientras ella gritaba pidiendo que parasen.
-Sadaka, tus virtudes y defectos provienen de tu alma, no de la magia oscura de Chon'Delor, mantente fiel, mantente firme, mantente fiel, mantente firme...- mientras la cosa en la que se había transformado Madre Wanai recitaba aquel mantra final, Derviche cargó contra el círculo de criaturas demoníacas. Sintió garras arrancando su carne, a dientes masticando sus huesos, pero no vaciló ni paró, se abrió camino golpeando, mordiendo y empujando, hasta que salió de aquel círculo fatal.
Despertó bañada en sudor, la sangre le corría nariz, oídos, ojos y sexo abajo. Le dolían sus entrañas a rabiar.
El día siguiente, Derviche lo comenzó en su tienda, desnuda arrebujada en su manta, sangrando a ratos igual que la noche anterior, todo el suelo estaba empapado, también aquella manta que tantas noches le había dado calor.
Notaba como algo se movía en su interior, como diminutos 'algos' que mordían sus entrañas y se movían sin control dentro de ella.
La voz de Barril llamando a su escuadra la sacó de su letargo, comenzó a ponerse la ropa y armadura a duras penas, cada movimiento era un dolor atroz, incluso al coger sus cimitarras, sintió una descarga eléctrica, como si sus espadas la rechazasen. Finalmente, haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, salió de la tienda.
La visión era dantesca. Los miembros de otras escuadras se transformaban en criaturas de pesadilla, como había soñado la noche anterior, sus cuerpos mutaban en extraños seres de dientes y garras que destrozaban a aquellos que no habían huido suficientemente rápido. Lo que antes era Korvald, estaba devorando a varios esclavos, saboreando su carne en un éxtasis de oscuridad, miró de manera más exhaustiva, intentando comprender si aquello era realidad o mentira. Entonces lo vio, y supo que aquello era el fin. Matagatos luchaba contra un demonio que anteriormente había sido el viejo Capitán, con Portaestandarte muerto en el suelo, y Lengua Negra gritando a su primo para que se retirasen de allí.
El caos los envolvía, a todos aquellos que habían logrado no corromperse de aquella manera. Campamenteros corrían tras Piojillo, Hostigadores tras Ponzoña e Infantería tras Barril, mientras el propio Matagatos y Lengua Negra hacían lo propio.
Caos y oscuridad, el fin.
Derviche intentó seguir a los suyos, pero le era imposible, el dolor de las entrañas la dobló de rodillas tirándola al suelo, era imposible escapar de allí, moriría devorada por las criaturas. O quizás no, o quizás ella misma se transformaría en un demonio por sus pecados.
Allí de rodillas, envuelta por tanta muerte y destrucción, sintió el mal. El mal que se intentaba apoderar de ella, arrancar su alma y expulsarla a los infiernos. Notó como una corriente malsana de energía fluía por sus venas, primero, los dedos de su mano izquierda comenzaron a moverse por su cuenta, frenéticamente, lo siguiente fue dicha mano, que empezó a adoptar un color grisáceo, al tiempo que sus uñas crecían y se tornaban oscuras como la noche. El mal iba tomando el control de su cuerpo.
Perdería. Tanta convicción personal no servía de nada, tanta creencia ciega en el Dios Jaguar no la ayudarían, y su tan autoproclamada voluntad, se doblegaría ante las fuerzas del mal primigenio.
No. Comprendió todo.
Aquello era otra batalla, no importaban las fuerzas enfrentadas, simple y llanamente era otra pelea más. Podía perder o ganar, pero jamás abandonaría sin luchar, no se rendiría hasta perder los últimos resquicios de su ser.
-Señor del Dolor, así que esta es tu obra, ¿No?-el brazo izquierdo, desde la punta de los dedos hasta el codo, no respondía a los mandatos de su cuerpo, y las uñas a estas alturas ya eran garras de oscuridad, tuvo que agarrárselo con todas sus fuerzas para que no obrase por propia voluntad.
-¿Quiere mi alma, bastardo?-gritó riendo como una loca. Si, como la loca de siempre, no aquella impelida por el mal absoluto.
Soltó su brazo y desenvainó una de sus cimitarras, propiciando una nueva y brutal descarga eléctrica sobre ella, su Dios le estaba hablando a través de ellas.
No eres digna.
-¿La quieres, mi alma?- Se clavó la cimitarra en la mano mutada, pinchándola e inmovilizándola contra el suelo terroso -PUES NO TE LA DARÉ SIN LUCHAR, MALDITO HIJO DE DE MIL PADRES-
De la herida de la mano, brotó un icor negro y espeso, similar a la brea, y mientras más se derramaba este icor, la descarga de las cimitarras disminuía, al igual que la influencia del mal sobre ella. Pronto, un pequeño charco de dicho icor se formó bajo la herida, mientras que la extremidad recobraba su color original. Las garras se cayeron y la mano volvió a ser como antes, aunque sin uñas y con la herida autoinflingida.
Derviche se levantó, pero al hacerlo, fue sacudida por unas violentas arcadas, hasta que finalmente vomitó. Vomitó una masa de gusanos negros e icor negruzco, en varias tandas, hasta que quedó vacía de ellos.
Volvió a alzarse de nuevo, victoriosa, imperial, con su sonrisa fanática pura, libre de la influencia del mal. Rasgó tela de su ropa y se vendó la mano herida. No veía a sus hermanos, aquellos no corrompidos, tan solo a los monstruos y a sus víctimas incapaces de huir.
Tenía una nueva misión. Matar a aquellas bestias que seguían a sus hermanos, para darles tiempo, sería su último acto heroico, y quizás, hasta anotarían su nombre en los anales de la compañía.
Salió de allí a toda velocidad.
Corrió a la máxima potencia que le permitieron sus musculadas piernas, mientras grupúsculos de aquellas bestias malditas se percataban de su presencia y corrían en pos de ella para alimentarse de carne fresca. Era una carrera a vida o muerte, y las criaturas no se quedaban precisamente atrás. Una de las bestias infectas estaba a punto de alcanzarla, con sus afiladas garras, la fanática tuvo que lanzar un tajo poco preciso mientras corría para evitar el golpe. Lo consiguió a medias, ya que a pesar de cortar aquella mano bestial, un nuevo apéndice creció en cuestión de segundos.
Vio a sus hermanos en la lejanía, avanzando en formación para huir de las criaturas...y del fuego.
El fuego purificador que todo limpia. Lenguas, columnas y oleadas de ardiente fuego comenzaron a calcinar todo a su paso, restaurando el equilibrio primordial. Todo reducido a cenizas, así no había lugar a equívocos.
El fuego quema hasta el fuego.
Las llamas avanzaban a una velocidad endiablada, las bestias más alejadas de ella ya habían entrado en combustión, y no tardarían en alcanzarla, a ella y a sus hermanos, que se habían detenido junto a una formación rocosa. Derviche notó como aquellas garras de nuevo se alzaban contra ella, pero no podía aminorar la marcha ni siquiera un segundo, así que recibió el tajo en la espalda ahogando un grito de dolor.
Ya quedaba poco.
Matagatos levantó la lanza de la pasión y golpeó una de aquellas piedras.
Las llamas estaban a punto de envolver a Derviche. Una luz cegadora resplandeció, y con los ojos cerrados, la fanática siguió corriendo como nunca, sentía que tenía que llegar, tenía que envolverse de luz.
Derviche notó como su cuerpo flotaba en mitad de la nada, se obligó a abrir los ojos, no veía a nadie, tan solo un oscuro agujero sobre su cabeza, devorando furiosamente las paredes de la realidad. Entonces lo vio, justo en lo que a ella le parecía una salida de aquel maldito agujero.
Gigante, magnífico, colosal, heroico, divino. Era el Dios Jaguar que la miraba con orgullo.
-VE SADAKA, TU NUEVA VIDA TE AGUARDA, ESTOY ORGULLOSO DE MI MEJOR HIJA-
La fanática cerró los ojos y se desmayó.
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No supo cuanto tiempo estuvo inconsciente, ni siquiera si estaba viva, hasta que abrió los ojos y contempló como una mancha azul se acercaba a ella a toda velocidad, Derviche pataleó, como intentando volar, pero pronto chocó contra algo duro y mojado, que la envolvió por completo.
Intentó respirar pero tan solo tragó agua, continuó dando manotazos en aquel mar, lago o rio en el que se encontrase. Estaba perdida, no sabía que hacía en un lugar así, o mejor, quizás aquello tan solo era un maldito sueño vívido. Le entró un pánico animal mientras se ahogaba en aquellas aguas puras.
Se tuvo que tranquilizar y pensar.
-Estoy en el agua, me estoy ahogando, necesito salir a la superficie, ¿Qué hago?-pensó durante varios segundos, sumergida en el agua -Ya se, seguiré la dirección de las burbujas-.
Pronto, comprobó que se encontraba en un lago poco profundo, y nada más emerger, los vio.
Sus compañeros, sus amigos, sus hermanos. Todos los que no fueron corrompidos se encontraban allí con ella, sanos y salvos. La felicidad le embargó. Observó todo a su alrededor, la tierra limpia, las aguas claras, ya no estaban en casa, eso era seguro.
Corrió hasta salir del agua, clavó sus cimitarras en la tierra húmeda, y tras abrir los brazos, gritó. Un grito de felicidad.
-YAAAAAAAAAAAAAAAAAAASSSSSSSSS-
Un nuevo comienzo, una nueva oportunidad.
La primera medida de Matagatos fue rodearse de Portaestandarte y del Viejo Capitán. Podía parecer que la elección estaba apañada y que fuese cual fuese el nuevo Capitán, el trío sería el mismo. Sin embargo, a Lombriz le pareció una medida sabia que Portaestandarte y el Viejo ostentasen puestos de mando siempre y cuando Matagatos tuviese la última palabra y la potestad de dar una patada en el culo al Viejo y echarlo de la Compañía Negra al primer síntoma de ser un servidor de poderes del inframundo. Qué equivocado estaba.
Tras la batalla de las puertas de Galdan Lombriz creyó haber dejado atrás definitivamente los tiempos en los que su mente vagaba en el limbo tras la liberación del Profanador de Mentes, pero de nuevo se equivocaba.
Tras las celebraciones iniciales y muestras de fraternidad. Tras la alegría por ver que un K'Hlata de gran valía como Piojillo lideraba ahora a los Campamenteros, la sombra de oscuridad que comenzó a cernirse sobre la Compañía le comenzó a alterar como una infección súbita y virulenta. Su espíritu fue el primero de la Compañía en doblegarse. Volvió a comportarse de forma huraña y solitaria como cuando mendigaba tras la Compañía. Empezó a maltratar gratuitamente y con cualquier pretexto tanto a los prisioneros como a los habitantes de Galdan. Su corazón se tiñó de sentimientos miserables y cobardes hasta materializarse en la envidia hacia Piojillo por el mando. Se convenció a sí mismo de que él debía ser el líder de los Campamenteros.
Abandonaron Galdan y comenzó la batalla por el control total del Reino Pastel. Los enfrentamientos eran cruentos como nunca. No se hacían prisioneros o se les torturaba por sadismo y Lombriz, que cada vez retenía una porción menor de su identidad, disfrutaba con ello.
Un día soñó que asesinaba a Piojillo y se convertía en el líder de los Campamenteros. La noche siguiente vovió a tener ese sueño y a partir de entonces se obsesionó con esa idea visualizándola a todas horas. No tardó en aparecer la oportunidad en la que en el transcurso de una escaramuza se quedó rezagado junto a Piojillo intentó alancearlo por la espalda. Pero el rostro de Lombriz era desde hacía tiempo una ventana abierta a la desintegración de su espíritu y sus negras pasiones de modo que había sido el propio Piojillo quien había propiciado la situación para precipitar los acontecimientos. El cazador fue cazado. Piojillo redujo a Lombriz, pero en vez de darle muerte allí mismo, lo encerró en una jaula de castigo.
Días después, desde la jaula de madera vio pasar al Último Inmortal, encadenado, sucio y malherido,pero sin perder su actitud altiva. Lombriz se agarró a los barrotes y bramando los agitó excitado ante la perspectiva del sacrificio, como un chimpancé enloquecido.
El Inmortal le dirigió una mirada y le habló.
- Puedo ver a través de ti, K'Hlata. No eres un mono. Ni tampoco una lombriz. Tu nombre es Mito y tienes un destino que cumplir.
Las palabras del Último Inmortal hicieron añicos las sombras que estrangulaban el espíritu de Lombriz y le devovieron la lucidez. Permaneció un tiempo en silencio y perplejo, sin saber muy bien donde se encontraba. Al rato rompió el silencio para suplicar que detuvieran aquel sacrificio.
Nadie la iba a hacer caso, por supuesto. Y además el Viejo Capitán y Portaestandarte ya se habían llevado al Último Inmortal al lugar del sacrificio que apenas podía ver desde su jaula.
No presenció como el Viejo se precipitaba a la locura ni el sacrificio de Portaestandarte, pero pudo ver como se liberaba el infierno. Los que todavía son humanos iniciaron la huída y fue Piojillo quien se acordó de él y arriesgándo su vida se detuvo a abrirle la jaula. No intercambiaron palabras, no hacía falta. Se apresuraron a unirse al resto de Campamenteros en la huída.
Siguiendo un extraño instinto, Matagatos estrella la Lanza de la Pasión contra una gran roca, partiendo la misma, y sumiendo el mundo en una cegadora luz resplandeciente, al tiempo que la Lanza y el Estandarte desaparecen.
Por un momento se siente un calor insoportable como si la sangre de todos los presentes hirviera y se evaporase, después hay una sensación de infinita caída antes de que Hostigadores, Campamenteros y hombres de Barril caigan a unas frías aguas poco profundas. Pronto la mayoría hace pie y pocos corren verdadero riesgo de morir ahogados.
El agua fría llega por la cintura y el cielo parece cubierto de heladas nieblas y velos de sombra. Entonces, cuando todo parece más desesperado, el Sol se eleva desde el Este (o lo que pudiera ser el Este) iluminando el lugar, un gigantesco lago, y hacia el Oeste (lo que pudiera ser el Oeste) se atisba tierra. Tierra y seguridad, y la promesa de un nuevo comienzo.
El antiguo esclavo del Profanador de Mentes contemplaba el nuevo mundo maravillado, como si fuese lo primero que veía en su vida. Alguien pronunció su nombre: - "Lombriz, ¿estás bien?"
- Mi nombre no es Lombriz, mi nombre es Mito. Vamos hermano, busquemos un lugar donde acampar.
EPILOGO: CHAMAN ROJO
Desde el día de la Asamblea General en la que Matagatos había salido elegido como nuevo y flamante Capitán todo había ido rodado para Chamán Rojo. Su voto se había correspondido con el resultado final y eso no era una noticia baladí para el Campamentero. Todos sabían que el nuevo Capitán se beneficiaba a Dedos y que ésta era su Hermana de Capa.¿Quién se reiría ahora de que una mujer le hubiera puesto la Negra sobre los hombros? No había que ser muy listo para saber que aquella nueva situación le traería no pocas alegrías. Pero no se quedaba ahí la cosa. Matagatos nombraba Analista a Lengua Negra. Todos los Campamenteros iban a quitarse un gran peso de encima sin el mando del melindroso Oscuro. Chamán Rojo lo había intentado por activa y por pasiva. Había intentado acercarse a su Cabo y hacerle entrar en razón pero sus intentos no habían dado frutos pues, Lengua Negra, como todos los demás, tenía prejuicios hacia el antiguo Pies Rojos. Ahora los Espíritus le daban un nuevo objetivo con el que intentarlo, uno mucho más receptivo "a priori", pues su nuevo Cabo, Piojillo, era un K´Hlata.
Las muertes de los magos de la Compañía dejaban vacantes libres que se iban ocupando con lo que quedaba. Así ascendían puestos en el escalafón Serpiente y Caratotem. Por supuesto nadie había pensado en Chamán Rojo pero él sentía que se acercaba su momento cada vez más. Lo que pretendía no era una carrera explosiva como la del guepardo, sino un trabajo en equipo como el de las hienas. Tendría que hablar con Dedos y que ella le fuera comiendo la oreja a Matagatos. ¿Por qué no? Una sonrisa cínica se dibujó en su rostro. Jugueteó con el fetiche que representaba a Loor entre sus dedos. Le había quedado bastante bien para lo mal que se había llevado en vida con la representante de aquella falsa fe a la que habían sucumbido muchos de sus compañeros. Sin embargo, Dedos estaba disgustada por el dibujo suyo que alguien había profanado y aquel amuleto le permitiría honrar la memoria de su amiga sin temor a que la mancillaran de nuevo. Las mujeres solían ser fáciles de contentar, incluso con baratijas, sobre todo si éstas iban recubiertas de adornos sentimentalistas.
Transcurrían así los días para el guerrero chamán. Una vez recuperado de sus lesiones participaba de las escaramuzas para acabar con las fuerzas diezmadas del Triplete. Trataba de compaginar aquello con su labor de chamán del pelotón de los Campamenteros, intentando aconsejar a sus compañeros y guiarlos en los tiempos oscuros que se estaban avecinando. Cualquiera podía verlo, cualquiera que contara con un mínimo de inteligencia, claro. Pero lo que no había podido prever el falso chamán era lo que finalmente acabó sucediendo. Cuando se vieron exiliados, diezmados ahora ellos, perseguidos y atacados por bestias horripilantes que antes fueran sus compañeros, como había pasado en el llano de Galdan, Chamán Rojo maldijo su suerte. Tentado estuvo de dejarse llevar por el peso de su escudo, aquel que llevaba pintado sobre su superficie un pie sanguinolento, al fondo de agua helada al que habían caído. Pero, ¿quién podría guiar por la senda de los verdaderos Espíritus a los Portadores del Estandarte de la Duodécima Compañía Libre de Khatovar? Quizá su oportunidad hubiera llegado de una manera inesperada y brusca.
Guepardo se rascó el carrillo derecho. La herida cicatrizaba bien, pero dejaría marca permanente, como grotesco recuerdo de lo que se vivió en aquellos días. Con solo pensarlo volvía a picarle. Buen recordatorio de que lo sucedido fue real y que, estuvieran donde estuvieran, a pesar de una aparente paz y tranquilidad como no recordaba haber tenido jamás desde que entrara en la Compañía, aquella tragedia había sido real y podría seguir viva y activa en alguna parte. Tal vez muy lejana. O más cercana de lo que se creían.
Mientras tenía aquello en mente, vigilaba el perímetro del improvisado campamento que, por orden de Matagatos y desde hace varios días, habían montado en un claro, rodeado por un frondoso bosque de altos árboles, por un lado, y de un límpido y cristalino lago por el otro. El mismo a donde cayeran desde los Reinos Pastel y sabe el Jaguar como. El lugar les aportaba tranquilidad, cobijo y diversos recursos para permanecer. Abundantes frutos, caza y pesca. Como dejados allí para que el grupo se recobrara.
Tras varios días aun no habían decidido el moverse: muchos de los evacuados tenían heridas de diversa consideración. Ya fuera en su cuerpo por haber combatido contra aquellas "cosas" durante el repliegue o en su mente, tras haberlas contemplado. Sí, aquel espectáculo dantesco marcó a todos en mayor o menor medida.
El guerrero jaguar valoró sobre cómo habría afectado aquello a la cordura general de la Compañía. Inconscientemente ahogó una risa y negó con la cabeza, pensando que su "locura" y sus "visiones" lo habían impermeabilizado o insensibilizado ante aquel aberrante espectáculo. Ya estaba acostumbrado. De alguna manera ya lo veía venir.
Se mesó la incipiente barba que había comenzado a dejarse en esos días para tapar en buena medida su indeleble marca cuando oyó un ruido tras de sí. Era Caracabra que venía a relevarle con el cambio de guardia. Asintió con la cabeza y caminó hacia el campamento. Pronto llamarían para el rancho de mediodía. Sin embargo, antes de llegar se sentó apoyándose en el tronco de un robusto árbol. Escuchó el hablar de los árboles, vibrando sus hojas por el mecimiento del viento. Escuchó el canto de diversas aves que otorgaban paz y serenidad a los mercenarios. Escuchó los sonidos amortiguados de los hombres, como compartiendo aquella quietud y tratando de no realizar ningún tipo de ruido innecesario o violento, para no romper la tranquilidad reinante. Para no tener que hablar sobre el infierno vivido. Olió las fragancias vegetales del bosque y el aroma de los jabalíes asándose. Y por primera vez en tiempos, sonrió.
¿Cuándo fue la última vez que te sentiste tan en paz y tranquilo? ¿Tal vez tras la toma de Galdan? No. Ni siquiera. En Galdan si hubo calma fue muy breve y resultó solo el preludio de una tormenta, recapacitó comenzando a recordar aquellos días. De cómo pasar tan rápido del júbilo a la tragedia. De cómo ganar la batalla y perder la guerra. De cómo obtener la victoria contra los enemigos externos y como sufrir la más devastadora derrota contra los hermanos de dentro...
Y es que todo comenzó a torcerse desde el mismo momento en que fue nombrado Matagatos como nuevo Capitán. Del júbilo por su elección se pasó al desconcierto, viendo como ofrecía el segundo puesto, el de teniente, al Viejo. La mayoría de los hermanos habían votado por Matagatos al tener bien claro que la corrupción del Señor del Dolor residía en el antiguo capitán. Al parecer el nuevo capitán no era uno de ellos. Existió la esperanza de que el anterior líder de los Hostigadores sabría mantenerlo controlado. Fue una ilusión.
Las siguientes semanas fueron el preludio de lo que sería un infierno. Como una maquinaria de devastación, como un rodillo que aplasta todo a su paso, la Compañía Negra avanzó por las tierras de los Reinos Pastel. Acabando con todo lo vivo y lo muerto. Al principio, derrotar las tropas del Triplete y abatir focos de resistencia, resultó motivador. Pero lo que ocurría después con los rendidos y los civiles, mujeres, niños y ancianos incluidos, resultaba deleznable. Y no solo las ejecuciones o sacrificios masivos, si no el ensañamiento que las tropas de Chon'Delor e incluso, poco a poco, muchos hermanos hacían con los cadáveres, demostrando una crueldad y sadismos inusitados.
Fueron pasando los días, internándose cada vez más en tierras enemigas, arrasando poblados y masacrando a sus gentes, no dejando tras de sí vestigio de vida, y el ambiente dentro de la Compañía fue enrareciéndose.
Guepardo lo advirtió pronto. Se trataba del sudario sombrío, símbolo de su maldición, que todos los hermanos juramentados portaban y al parecer solo el jaguar era capaz de ver. El del teniente Viejo era el más sórdido y repugnante de todos. Pero, poco a poco, desde que se volviera a incorporar el antiguo capitán, fue advirtiendo sombras similares. Principalmente en las tropas chondelorianas, pero también en distintos hermanos de armas. Y todo ello iba acorde con una transformación de su carácter a más irascible, cruel y sanguinario.
Fueron muchas las mirada de reproche silencioso que el hostigador lanzó a su nuevo líder de escuadra. Pero Ponzoña parecía parcialmente perdido, con su mente dedicada Khadesa, de quien se decía que su cordura comenzaba a peligrar. Y viendo lo que hacían no era de extrañar. Por otro lado el jaguar advertía el combate entre la pitonisa y las sombras, oscilantes, cercándola constantemente, debiéndo ser agotador para ella. La preocupación de Ponzoña no era infundada. En las pocas veces que esas miradas acusadoras, de muchos de sus hombres, le hacían reaccionar, el hiena marchaba a la tienda de Matagatos a decir lo que sus hombres y él mismo pensaban. A exigir un orden al caos creciente. A cortar por lo sano los desmanes y aberrantes matanzas de, al menos, sus propios hombres. Y siempre retornaba cabizbajo y con furia contenida, mostrando con esa imagen a sus hombres el fracaso de todo intento de hacer entrar en razón al capitán.
Matagatos, durante toda la marcha, le pareció disperso. Pasivo. Hastiado. Recordándole a ciertas etapas que tuvo cuando era líder de los Hostigadores y parecía transigir en demasía. Como con ganas de que se hiciese lo que tuviera que hacerse para terminar cuanto antes. Permisivo, en cierto modo, y claramente ensimismado cuando no estaba inmerso en combate. Tal vez porque no deseaba conflictos con su segundo y varias de las escuadras muy afines a él. Tal vez por no tener enfrentamientos con sus aliados chondelorianos. O tal vez porque todo comenzaba a darle igual.
El jaguar pensó entonces en desertar, como hiciera tiempo atrás. Pero esa no era una opción. Ya no, a pesar de las insistencias del espectro Sacorroto en esa dirección. En tierras enemigas y desconocidas. Dejando atrás compañeros con los cuales había fortalecido lazos, en el pasado casi inexistentes. No. Ya era uno más. O sobreviviría o perecería con el resto.
Llegó entonces un punto en el que Guepardo comenzó a desobedecer órdenes deliberadamente. Órdenes relacionadas con masacrar las poblaciones de las localidades en las que iban entrando. Órdenes que exigían exterminar a los más débiles e indefensos o a apresarlos para emplearlos en macabros rituales. El hostigador, sencillamente, se dedicaba a hacer que no veía a esas mujeres y niños, durante las inspecciones de las chozas y cabañas, y los dejaba huir delante de sus narices, mintiendo descaradamente al afirmar no haber encontrado enemigos. O bien visto, tal vez no mentía.
Supo de muchos compañeros, e incluso su líder de escuadra, que advirtieron ese comportamiento. Y nadie dijo nada. Nadie se lo reprochó o lo denunció: probablemente ellos actuaban de la misma manera. No así otras escuadras mercenarias, como la caballería, que con frecuencia se presentaban cargando con cadáveres y prisioneros recién cazados, afirmando con desprecio que las áreas que debían cubrir los Hostigadores, Infantería de Barril y Campamenteros eran un colador por donde se escapaban numerosos "enemigos" y que ellos malamente podían cazarlos a todos. Miradas de abierto menosprecio eran la respuesta.
Con el paso de los días el ambiente se fue caldeando, teniendo los líderes de escuadras que poner orden para impedir que las cosas fueran más. Pero todo era una espiral imparable. Las sombras corruptas que el hostigador apreciaba cada día eran más.
Días después, el episodio de una perdida aldea sin nombre en la que las tropas chondelorianas y buena parte de la compañía se sumieron en una vorágine de destrucción, marcó claramente la situación de lo deteriorado que estaban las cosas. Y es que, Guepardo, explorando las callejuelas del pueblo, encontró de frente a un aterrado pequeño tratando de huir. El niño, paralizado al verlo no fue capaz de reaccionar. El hostigador se hizo a un lado, dejando que pudiera huir hacia una de las salidas del pueblo que daban a la maleza, cosa que el sorprendido chiquillo hizo. Pero no llegó muy lejos: se escuchó unos cascos de caballo, una montura saliendo de un callejón paralelo y un jinete empalando a la criatura con su lanza unos metros más adelante. Posteriormente, con el cuerpecillo ensartado y colgante dio vuelta y se acercó al jaguar. Era Korvald, el oscuro.
La mueca de sádico placer por haber matado al niño era patente.
- ¿Dejando escapar enemigos, eunuco? - dijo con sardónico desprecio, mostrando su sangrante pieza cazada.
- Korvald, eres escoria. Me pregunto cómo tu caballo soporta semejante basura sobre su lomo - contestó con rabia contenida.
- ¡Miserable castrado, como te atreves! ¡Vas a hacer compañía este crío en mi lanza! - estalló con ira el jinete. Ira que lo hizo más terrible, más temible y más feral, conforme se disponía a atacar cumpliendo con su amenaza. Repentinamente el caballo se encabritó. Los esfuerzos del iracundo Korvald para retomar el control fueron infructuosos y el mercenario dio con sus huesos en el suelo, mientras su montura corría alejándose.
Aquello pasmó levemente al hostigador. Él sabía tratar a los animales y entendía que acababa de ocurrir: su propio caballo no lo soportaba, lo temía y rechazaba. Y por ello se lo había sacudido de encima.
- ¡Maldito animal, vuelve! ¡Cuando te coja te cortaré la cabeza!- rugió mientras se ponía en pie, con una mirada inyectada en sangre hacia el hostigador, objetivo de sus iras. Y se oyeron más cascos de caballos. Pronto un grupo de jinetes amenazadores para con el jaguar y apoyando a su compañero, lo rodearon. Nadie intervino para preguntar o detener aquello. Y entonces Guepardo supo que no estaba entre amigos.
Mientras Korvald se reponía y desenfundaba su espada para continuar con su intención de atacar, mientras Guepardo agarraba con fuerza su lanza y se disponía a enfrentarse a él y preveía que cualquier jinete se uniría a la liza en su contra en cualquier momento, se oyó el ruido de numerosas botas y tintinear de armaduras, así como voces amenazadoras. Los jinetes recularon y se posicionaron tras Korvald ante la llegada de numerosos infantes que apoyaron al jaguar: sus hermanos hostigadores estaban con él.
Los dos grupos se amenazaron mutuamente. Gruñidos e insultos volaron de un lado a otro, mientras todos blandían las armas. Ponzoña, presente, trató de restablecer orden, pero ninguno de los jinetes pareció hacerle el mínimo caso.
Fue la llegada del Cabo Kamall quien logró poner orden, con dificultad, entre los suyos. Mientras ambos grupos se dispersaban con defensiva prudencia, aun se pudieron escuchar las amenazas que Korvald aullaba contra Guepardo.
- ¡Sucio k'hlata, te destriparé! - bramaba. Y al hostigador no le cupo ninguna duda de que su intención era totalmente sincera.
La tensión estaba a flor de piel. Bastaba una pequeña llama para que todo prendiese y consumiera a todos en un incendio de odio y rencor, donde los hermanos se lanzarían unos contra otros y se matarían entre sí. Se respiraba un aire de demencia, en la compañía. En su avance final hacia el corazón del reino enemigo la tierra tembló y se resquebrajó en diversas ocasiones. Al igual que la mente de los invasores.
Durante esos días críticos, el hostigador advirtió numerosas cosas. Como el número de sombras corruptas crecía en número en la mayor parte de las escuadras. Daba gracias al Jaguar el no advertir nada parecido entre los Hostigadores, Campamenteros o infantes de Barril, posiblemente las tres escuadras más aunadas de la compañía. También llamó poderosamente su atención el que, cada día, cada vez más soldados de la caballería iban a pie: o habían ejecutado a sus monturas por desobedientes o estas habían huido al no soportar a sus jinetes. Y después estaban las noches, donde macabros gritos de dolor y tal vez de placer se oían con frecuencia por doquier y no hacían seguro el que nadie abandonara el abrigo de sus propias tiendas ni compañeros. ¡En su propio campamento!
Fue llegar ante el muro mágico levantado por los hechiceros del Triplete lo que pareció calmar los ánimos. O más bien enfocarlos en otra dirección. Temporalmente.
El ejército se apostó en un valle, en los restos de una pequeña ciudad evacuada, esperando que los magos debilitaran el escudo protector o que se encontrara una manera de sortearlo. Guepardo, como buen explorador, se alejaba algo del campamento a diario y exploraba los contornos. Ya fuera para asegurarse que no había peligros en los flancos, ya fuese para cazar algo o ya fuese para no tener que soportar la opresiva sensación en el campamento. Su figura causaba odiosas miradas por parte de muchos soldados de la compañía, especialmente tras el episodio con Korvald. Era mejor que lo vieran lo menos posible.
Y entonces sucedió. Ese día, por la mañana, el escudo estaba especialmente brillante. Tras observarlo durante largo rato, como la mayoría, repitió su hábito de explorar y pasear por las afueras del campamento. En esa ocasión se internó por una zona de arboledas que él aun no había visitado. Se acercaba el mediodía y pretendió retornar sin encontrar nada llamativo. Y entonces lo oyó. Gritos de terror no muy lejanos, tras una colina cercana que había despreciado escalar. Raudo, la subió y pudo ver tras ella, recogida, una cabaña. Posiblemente de cazadores. Con cautela se acercó y advirtió que la puerta, medio hendida, estaba abierta. Observó lo que había dentro... y la escena resultó espeluznante: una familia de cazadores yacía desmembrada sobre un mar de sangre. Dos adultos y tres niños... y entre ellos Korvald, masticando una pequeña pierna cortada. Varias flechas parecían haber alcanzado al guerrero... ¡Una en pleno torax, pero el jinete seguía impávido!.
El oscuro pareció percibir la presencia del hostigador y con una horrible mueca sonriente, goteando abundante sangre ajena de su boca y barbilla, se giró mostrando su grotesca comida. Su aspecto era terrible, con una tez grisácea, mortecina y muy apergaminada.
- ¿Quieres probar eunuco? Está delicioso. Hay suficiente para los dos. Aunque... bien pensado, preferiría incluirte como parte de la comida. Después de todo te seguí con ese propósito. Fue una suerte que te perdiera el rastro y encontrara esto. Pero ahora estás tú también. Habrá que aprovechar la situación - dijo Korvald con una sonrisa sádica e intención amenazante, espada en ristre.
- Eres un maldito monstruo demente, Korvald. Tu sombra se ha hecho contigo - espetó el jaguar con rabia mientras echaba mano de su machete, teniendo la lanza demasiado asegurada con las cinchas.
- ¿Monstruo? Sí... tienes razón. Mira el monstruo que hay en mi - afirmó el oscuro con voz gutural. Acto seguido emitió un grito desgarrador, alzando la vista, abriendo sus brazos y sacando el pecho. Sus dedos se erizaron y sus ojos amenazaron con salirse de sus órbitas. La piel del antiguo jinete comenzó a abrirse conforme sus venosos músculos comenzaron a hincharse, a la vez que su tono de color cambiaba del carne a un rojo intenso. Partes de su armadura comenzaron a doblarse y caerse conforme las sujeciones se rompían ante el creciente volumen de su masa. Huesos asomaron por diversas partes de su cuerpo y su rostro se desfiguró totalmente adquiriendo el aspecto de un monstruo de pesadilla.
Guepardo quedó aterrado por momentos, ante la impactante visión, pero su mente razonó que era, sencillamente, el aspecto más evidente del corrupto manto sombrío que el hostigador venía observando desde hace semanas en el oscuro. Uno de tantos.
Tan pronto la abominación pareció cesar en desarrollar su nueva forma se giró con mirada y sonrisa sádicas, deseando continuar con el festín. Pero el siguiente manjar a devorar tomó iniciativa lanzándose contra el monstruo antes que pudiera reaccionar. El machete se clavó limpiamente en su yugular, atravesando el cuello de lado a lado.
¡Lo he logrado!, pensó el jaguar. Pero su cara miró con asombro e incredulidad a la de Korvald, o lo que ahora fuera, que le respondía con una macabra sonrisa acolmillada, sin dar signos de notar siquiera de haber recibido un golpe mortal. La aberración respondió de inmediato lazándole un manotazo en pleno rostro, con sus garras, haciendo que el hostigador se proyectara, impactase contra la pared de la cabaña y rebotara cayendo al suelo.
Sintió el aturdimiento, el intenso dolor en su carrillo y la sensación del cálido liquido sanguíneo resbalando por su rostro. Sin pensarlo echó su mano a su espalda, intentando desenfundar su lanza mientras con la otra intentó reincorporarse. No hizo falta ya que unas poderosas garras lo hicieron. Un brutal golpe en su abdomen le quitó el aliento, mientras unas garras afilada como cuchillas buscaron su corazón. Ambos golpes podrían haberlo matado pero de nuevo, la risible y vergonzante armadura de mujer volvió a salvarle la vida. Escuchó el tintineo se algunas anillas al caer rotas al suelo, ante los esfuerzos del ser de reventar su abdomen. Finalmente, el antiguo jinete lo volteó con una fuerza sobrenatural, arrojándolo al otro extremo de la casita.
El Gran Jaguar, los espíritus o incluso la oscura diosa de la muerte debieron favorecerle, ya que aterrizo sobre un camastro, en blando y no se partió las costillas en el proceso. Y por otro lado, la Lanza del Jaguar, atascada entre sus correajes, salió de ellos, rodando junto a él. Las divinidades le daban otra oportunidad. La aprovechaba o sucumbía.
Oyó el rugido del monstruo, cargando contra él a gran velocidad. En un instante se abalanzaría y acabaría con todo. Pero antes de ese instante, Guepardo aferró la lanza de su padre y la puso en ristre, apuntando al ser que ya estaba encima suya. La abominación se empaló totalmente. Posiblemente conscientemente, sabedora de su invulnerabilidad. Para desesperación del k'hlata, el monstruo avanzó, clavándose más y más el arma, con una sonrisa de satisfacción ante el asombro del jaguar. Pero la sonrisa se borró repentinamente con una mueca de horrible dolor.
Korvald aferró con sus garras el mango broncineo de la lanza, intentando desclavárselo, pero resultaba evidente que tocar el arma le suponía más dolor. Con incredulidad el ser miró la herida en su torso y como por esta manaba a borbotones negra sangre, mientras su piel rojiza comenzaba a necrosarse a gran velocidad. Sus espantosos aullidos de dolor se intensificaron, mientras cayó de rodillas. Fue entonces cuando el jaguar se incorporó y desensartó a la vil aberración. Esta abrió sus fauces, rugiendo con doloroso odio al hostigador, ayudando al k'halata a empalar de nuevo su arma en la boca del antiguo oscuro y lograr silencio, a excepción de un pesado cuerpo retumbando al caer sobre el suelo de madera.
Jadeando, el hostigador observó como poco a poco el color de la abominación se oscurecía, descomponiéndose con rapidez. Desclavó su machete aun pendiente en su cuello y tras guardarlo miró con detenimiento su arma, la Lanza del Jaguar. El arma de su padre y del padre de este. El arma que tanto asombró a Herrero. No sabía qué era exactamente, pero ella sí había logrado dañar a ese monstruo.
Advirtió como su corrupta sombra se desvanecía con los últimos retazos de su vida y respiró tranquilo. Solo durante unos instantes, antes de darse cuenta de una terrible realidad: sabía de otras muchas sombras como aquella.
Sangrante y magullado, el hostigador corrió de vuelta al campamento. No paraba de maldecir de por qué se había alejado tanto. Notó la gran cúpula de energía destellar como nunca. No entendía que pasaba, pero no le gustaba nada. Ni la magia palpable, ni el ambiente en la compañía, ni las sombras... ni lo que acababa de experimentar. Tantas cosas tan negativas a la vez, concentradas, le daban un terrible presentimiento.
Un último esfuerzo. Subir la última colina... y ahí estaba, el campamento, como siempre. Tal y como lo había dejado. Suspiró aliviado un instante y comenzó a descenderla. Había que darse prisa. Tenía que hablarlo con Ponzoña y el resto sus hermanos hostigadores, con Matagatos, con Khadesa y con Barril. Con Lengua Negra, Piojillo y Derviche... Y que estos lo hicieran con sus allegado. También con Pelagatos, Kamall y Palomita, para que estuvieran avisados sobre sus propios camaradas de escuadra. Sí, aun había tiempo.
Buscó al capitán, en primer lugar y lo encontró en el foro del campamento. Al parecer hablaba con el Viejo y Portaestandartes. Conforme se acercaba advirtió como el último entregaba su lanza a su hijo... y como el Viejo se abalanzaba sobre el veterano guerrero, transformándose de una manera familiar, y dándole muerte a traición. No tuvo tiempo de advertir, gritar o lamentarse, ya que el infierno se desató: numerosos compañeros de armas, hermanos de Compañía, experimentaban el cambio que Korvald y el Viejo tuvieran. Adoptando variadas formas grotescas se desató una batalla campal que supuso el fin de la campaña de Galdan, el fin del ejército de Chon'Delor, el fin de la guerra y el fin de la Compañía Negra, tal y como había sido conocida hasta entonces.
Los siguientes minutos supusieron un caos de combates y de terror, donde las bestias tenían todas las de ganar. La profesionalidad de los mandos supervivientes o no corrompidos y la disciplina de los soldados lograron que los infantes de Barril, los Campamenteros y los Hostigadores lograran reunirse junto a su capitán, haciendo una piña y aguantando los ataques de las abominaciones, especialmente enfocadas en acabar con los soldados de las escuadras mermadas, desperdigadas y desordenadas. Abandonando el campamento y la ruinosa ciudad que lo albergaba, el contingente retrocedió valle adentro. Pero era cuestión de tiempo que la horda de monstruos se lanzara a por ellos. Y entonces... las cúpulas mágicas del Triplete, allá en el fondo, brillaron como nunca, cegando a todos durante un instante antes de estallar y comenzar como una ola expansiva, que crecía y crecía arrasándolo todo a su paso.
En instantes el campamento y las ruinas desaparecieron. La onda abrasiva estaría ante ellos en instantes. Guepardo entendió que aquello era el fin, al igual que la mayoría de los presentes que dejó de correr para reunirse con los suyos y morir juntos. El jaguar dedicó una rápida mirada a sus compañeros, para tenerlos en su mente en los últimos momentos y detuvo su mirada en aquella mujer. Finalmente cerró los ojos, apretando la Lanza del Jaguar con fuerza, y pensó en su padre.
¿He sido digno de ser llamado tu hijo? Y por un instante su mente creyó ver el siempre severo rostro paterno con una mirada y sonrisa aprobatorias. El ruido ensordecedor de una ola gigantescas abalanzándose sobre ellos, el golpe de calor quemante en su piel, el olor a humo y ceniza, el grito de alguien cercano, tal vez Matagatos, exclamando algo y la sensación de no poder respirar y de abrasión de todo el cuerpo... fue lo último que experimentó. O mejor dicho, lo primero.
Oscuridad, silencio, sensación de caída y un intenso frío húmedo y chapoteante fue lo que sintió después. Agua fresca, la mayor de las bendiciones después del infierno de fuego y un paulatino amanecer que dibujaba una orilla cercana con rica vegetación. Como terminar un día de pesadilla y dar la bienvenida a un nuevo día de ensueño.
Con todos aquellos recuerdos en mente, Guepardo se acomodó en el tronco del árbol, dirigiendo una mirada al cercano campamento y a sus gentes. El agua habría lavado la suciedad de sus ojos porque, el caso es que, ya no veía sombras ni tinieblas en sus compañeros. No sentía ni había visto más el espíritu de Sacorroto. Se sentía en paz. Durmiendo cada noche sin tener ningún sueño intranquilizador, como era costumbre. En un lugar muy lejos a aquel infierno que conociera durante meses.
Se arrebujó en su negra capa y con una sonrisa se reclinó sobre el árbol, cerrando los ojos. Aun quedaba un rato antes de la comida y quería aprovecharlo, echándose una siesta, escuchando al bosque. Quería disfrutar de cada momento del aparente descanso que los dioses o la poderosa magia les habían concedido a todos. No sabía cuánto duraría.
Nunca nadie lo había entendido. Pero ella sí. Había intentado explicarlo muchas, muchas veces, a sus hermanos de la Compañía Negra: el mundo era un lugar podrido, abandonado a toda esperanza, rebosante de pus como el cadáver de un ahogado repleto de heridas y vomitado después a la superficie.
El mundo debía ser destruido, y sólo entonces, sólo en ese momento, podría avanzar un nuevo mundo, un mundo maravilloso. Como cualquier creyente auténtico, Loor no dudaba que ella no vería ese nuevo mundo, ese nuevo lugar. No dudaba que, tarde o temprano, encontraría la muerte. Sin embargo, cuando esta llegó, no pudo evitar sentir una sensación profunda y acre de fracaso y, sobre todo, de rabia. ¿De qué había servido defenderlos a todos? ¿haberse sacrificado para que esa maldita mole llegara hasta la muralla? ¿haber avisado de la debilidad de aquellos seres y haber golpeado a cada uno de los más peligrosos para evitar que todos murieran? Vio mientras se levantaba como algunos de sus hermanos subían a una muralla ya desierta, dejándola malherida y sola contra los no muertos. Hubiera bastado con que resistieran diez segundos y más ahora cuando la batalla estaba ganada, y ella hubiera podido sobrevivir.
Ese pensamiento llenó su espíritu de rabia, sin poder evitarlo.
¿Y luego? Parte de ella se convirtió en... otra cosa. Otra cosa que recordaba o sentía, o imaginaba ser ella. Una otra cosa pervertida y llena de odio que estuvo a punto de matar a Khadesa, y que mató a otros. Y que más hubiera matado si hubiera podido.
¿Y Loor? ¿y la auténtica Loor, y su espíritu? ¿a donde iría? ¿era todo lo ocurrido la señal de la resurrección de la Diosa? ¿había lo hecho por la compañía logrado lo que tantas veces la misma Loor había pregonizado, el fin de los tiempos desde el que se alzaría un mundo mejor?
Nadie lo sabía. En todo caso, la Compañía, o lo que quedaba de ella, huyó. Loor ya no estaba en ella. Y tampoco nadie que pudiera aplacar a la Diosa con sus plegarias. Sólo quedaba a la compañía falsos adoradores.
Aún así, quizá bastaran. La Compañía era querida para los ojos de la Diosa. Loor a la Diosa.
Habían ganado. A pesar de sus heridas Caracabra disfrutó de la victoria y del magro botín obtenido. Sabía que no era de los más reconocidos en la Compañía, pero era un buen cazador, y un buen guerrero. Y estaba vivo. No sólo eso: también Khadesa y Ponzoña, quizás a los que más estimaba por mucho que en ocasiones verlos juntos le produjera una sensación agria en la boca del estómago, estaban juntos.
Eran grandes, maravillosas, noticias. Como lo fue posteriormente la victoria de Matagatos. Caracabra había votado por él, y estaba convencido que era la perfecta persona para ser Capitán de la Compañía.
Y aprovechando primero el parón de casi dos semanas, y luego el mes de combates relativamente sencillos, Caracabra empezó a frecuentar a las prostitutas de la Compañía. Era una buena manera de gastar el dinero obtenido en los botines, y, además, era una buena manera de no pensar en Khadesa de esa forma, lo que siempre le ocasionaba dudas respecto a su propia moralidad. Khadesa era su señora, no podía pensar en ella para... eso. Y además, era la hembra de Ponzoña, su amigo.
Sí, sin duda las putas eran una buena idea. Y Caracabra, que por su profunda fealdad y su vida alejada de todo, no había podido disfrutar del cuerpo de una mujer, se lanzó a ese nuevo mundo con la alegría y la falta de red de cualquier converso. Casi todas las chicas fueron elegidas, al menos una vez, por el deforme k´halata, pero la que más veces visitó era Bruja. ¿Tal vez porque de alguna manera su forma de ser, y su amor por lo esotérico le recordaran a...? No, sin duda, como el mismo Caracabra se dijo, ese no era el motivo.
Por supuesto, esos días pronto fueron viciándose, pervirtiéndose. Las matanzas se hicieron excesivas, y a pesar de los avisos del deforme guerrero, se volvió a confiar en la magia de los hombres.
Era un error, y la Compañía parecía no comprenderlo. La magia de los hombres siempre era perversa, terrible, heridora de quien la soporta y quien la empuña. Sólo las mujeres podían controlar esa magia. Pero igual que uno no elige a su familia, y sólo trata de cambiar lo que puede cambiar, tampoco Caracabra podía cambiar algo tan esencial de la Compañía. Y eran su familia, la única familia que había tenido.
Silencioso, leal, tozudo, y bastante desconocido para casi todos sus hermanos, Caracabra siguió apoyando las acciones de Matagatos, luchando en las batallas hasta que todo estalló y acabaron... ¿donde? ¿donde exactamente?
Como casi siempre hacía buscó a Khadesa con la mirada. Estaba allí, como el resto de sus hermanos hostigadores, y los miembros de la escuadra Barril, y los Campamenteros. Estaban allí. Pero nadie más. Lentamente se acercó a Ponzoña, a Khadesa, a Dedos.
- Me alegra ver viva a la familia. Tenemos... tenemos que preparar... ritual... honrar hermanos muertos. Somos lo que queda.
La pareja reposaba tranquila, relajada, ya con el aliento recuperado tras el esfuerzo.
Plumilla tenía los ojos cerrados, y la única prueba de que no estaba dormida consistía en que acariciaba suavemente con las uñas de sus delicados dedos el pecho del guerrero. Ella no podía ver si él tenía los ojos abiertos o cerrados, pero notaba cómo acariciaba su pelo, señal de que tampoco estaba dormido.
Pequeños sonidos distantes anunciaban que pronto los más madrugadores saldrían a hacer sus tareas, lo que significaba que no tardaría en salir el sol. Pero aún quedaban unos valiosos minutos antes de que el Caimán tuviera que ir a la Tienda de los Heridos a ayudar, como prometió a su Cabo.
La chica notó cómo el hombre se estiraba y desperezaba, con un gran bostezo. Ella sonrió, sin abrir los ojos, sin cambiar de postura. Sabía que el hombre intentaba que ella se moviera para poder salir del lecho, pero no iba a funcionar. No quería moverse. No quería que él se fuera. Al ver que el gesto no servía, se quedó quieto, y ella se diviertía imaginándolo pensando en qué hacer para volver a intentarlo.
- ¿Quieres que te traiga el desayuno?
Al final la voz masculina se decidió a hablar.
- No, quiero dormir un rato. Aún no es de día.
- Vamos, me preocupa que pases tanto tiempo tumbada en este lecho.
- Sí, estoy segura de ello.
La muchacha se rió. Con una risa armoniosa, dulce, que pareció ablandar y volver a relajar el cuerpo del Infante. Parecía que va a darle una tregua, y dejar que ella descansara unos minutos más. Al fin y al cabo, su frase tampoco iba del todo en serio.
- ¿Por qué te gusta tanto dormir, Plumilla?
La sanadora no respondió inmediatamente. Se quedó pensativa. Es cierto que últimamente dormía más de lo normal, pero quizás era resultado de las nuevas actividades que desarrollaba en su día a día, en las cuales el guerrero tenía buena parte de participación. Tras unos segundos, ella separó el rostro del pecho de él para poder mirarle mejor a los ojos. Y sonrió.
- Porque cuando me despierto, huele a flores.
El hombre había cogido la costumbre de ir a buscarle florecillas para colocar en su almohada mientras ella dormía, y así era lo primero que ella sentía al despertar. El olor de las flores. Casi siempre eran unas flores pequeñas y amarillentas, las que crecían cerca del fuerte o junto a sus muros, pero de vez en cuando el Caimán le sorprendía con algo nuevo. Ella no preguntaba dónde las encontraba. Sabía que él no querría decírselo. "Un día encontraré nenúfares", le dijo una vez. Y ella le creyó.
- ¿Quieres decir que antes de dormir huelo mal o algo así?
El hombre se olfateó las axilas cómicamente, y ella estalló en carcajadas. Al hacerlo, soltó un poco su presa, y él aprovechó para salir del lecho. En ese momento, Plumilla hubiera deseado que el Infante llevara algo de ropa por donde poder agarrarle y hacerle volver, pero sus manos se escurrieron inevitablemente por sus caderas. Así que ella pensó en otra forma de retenerle.
- ¿Estás seguro de que quieres marcharte?
El Caimán se giró con curiosidad ante la frase de la Campamentera, para descubrir que ésta se había quitado la manta de encima, y había dejado todo centímetro de su piel al aire. El cuerpo del guerrero reaccionó rápidamente. Ella se rió de forma pícara, pero dulce como siempre.
- Ya me parecía a mí que no.
- Mira Plumilla.
La chica temblaba por el frío, totalmente empapada. Se agarraba al cuello de su pareja mientras éste la llevaba hacia la orilla de aquel lago, cogida en brazos. Tenía escondida la cabeza entre el cuello y el hombro de éste, tenía miedo, no sabía lo que había pasado, pero cuando él le pide que mire, ella lo hace.
Cerca de la orilla, la muchacha puede distinguir algo más que el agua. Algo más que la arena. Hay flores flotando, y parecen montadas en hojas, como pequeñas balsas. Es hermoso. Ella abre mucho sus ojos en un gran gesto de sorpresa, sabiendo que son aquellas flores lo que él está pidiendo que mire, creyendo reconocer lo que son, antes de que él se lo diga.
- Son nenúfares.
Los atraviesan justo antes de llegar a tierra, y Preocupado coge uno con sus manos, y lo pone en el pecho de Plumilla. Ella puede oler su aroma, un aroma que nunca había olido antes.
- Te dije que los encontraría.
El hombre recorría los oscuros pasillos oculto bajo una capa con capuchón holgado. Su rostro no era más que una sombra bajo una sombra, de la que nacían dos puntos luminosos cada vez que las titilantes antorchas se reflejaban en sus pupilas. Las manos enlazadas a cobijo de las anchas mangas y la pesada túnica a ras de suelo, poblando los corredores que horadan las entrañas del Bastión del Dolor con ecos sordos, casi aterciopelados. El Chambelán de las Cuchillas se movía por tan arcano lugar como si se tratara de sus dominios.
La mano derecha del Señor del Dolor detuvo sus pasos frente a una pesada puerta reforzada con gruesas placas de metal y decorada con símbolos malditos. La mano que apareció entre los pliegues de su túnica se acercó lentamente al pomo, deteniéndose a escasas pulgadas durante un par de latidos. Sabía lo que estaba sucediendo en el interior de la estancia, los poderes que su amo estaba desatando en su más secreto santuario. En ese instante de indecisión, el Chambelán pudo percibir las pulsaciones de magia oscura que nacían del sancta santorum del Señor del Dolor, haciendo reverberar la misma esencia del aire. La mugre de las paredes parecía palpitar, henchida de corrupción, como si una inteligencia oculta en los resquicios de la roca la impulsara a atacar a todo ser viviente que se acercara demasiado a la blasfema estancia. Y los restos roídos de hueso y cuero que se hallaban esparcidos por el suelo atestiguaban que tal vez no fueran solo imaginaciones suyas...
Intentando aparentar calma, el Chambelán abrió el robusto portalón y penetró en la habitación. Una niebla negra y aceitosa cubría el suelo del templo privado del Señor del Dolor. Volutas de un humo sucio y denso intentaron trepar por la túnica del Oscuro, que avanzó sin inmutarse hasta llegar al centro de la abovedada sala. Rodeado de calderos burbujeantes, atriles cubiertos de papiros deshilachados y piezas de tortura manchadas de sangre, se hallaba el terrible trono de hueso en que aguardaba la imponente efigie del señor de Cho'n Delor. El poderoso hechicero mantenía la mirada fija en una enorme joya encastada en una estructura en forma de trípode. La extraña gema, del tamaño de la cabeza de un hombre, emitía un vago brillo azulado que teñía por completo la estancia, como si se encontraran bajo la superficie del océano. Era de esa piedra de la que surgían las emanaciones que inundaban el santuario.
—HABLA —restalló la tremenda y cavernosa voz del Señor del Dolor.
—Mi señor, han llegado noticias: hemos capturado al Último Inmortal —contestó sumiso el Chambelán. El grueso capuchón de su túnica apenas logró esconder la sonrisa de placer que se dibujó en su ladino rostro.
—BIEN... HA LLEGADO EL FIN... ESTE ÚLTIMO SACRIFICIO QUEBRANTARÁ LAS FUERZAS DE ESOS PATÉTICOS TRIPLENSES. ¡LA VICTORIA ES MÍA!
El tremendo alarido hizo retemblar los cimientos de la misma fortaleza, haciendo que los soldados de guardia de sus murallas volvieran la mirada asustados hacia la inmensa y oscura mole del Bastión del Dolor.
—Convertir al viejo Capitán en uno de sus esclavos ha sido un gran acierto, mi señor —comentó el Chambelán, adulador—. Las semillas de corrupción que ha ido sembrando entre sus hombres han traído el caos y la muerte necesaria para que las energías oscuras crezcan en la tierra de nuestros enemigos…
—SILENCIO, SIERVO… —le interrumpió el hechicero—. YO MISMO TRACÉ EL CAMINO DE ESA TRAICIÓN. NO NECESITO QUE ME EXPLIQUES MI PROPIO PLAN. —Las amenazantes palabras del soberano de Cho’n Delor hicieron que su consejero se encogiera como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago, pero tras unos segundos el Señor del Dolor continuó hablando—. HA LLEGADO EL MOMENTO DE CULMINAR LA CONJURA.
Las manos del hechicero se posaron sobre la terrible gema y la luz de su interior creció en intensidad, despidiendo rayos de tenebroso brillo entre los dedos del Señor del Dolor. Palabras impronunciables por una garganta humana brotaron de los labios del nigromante, alimentando las energías arcanas que emanaban de la joya. El santuario se llenó de siniestros crujidos y lastimeros gemidos. Inquieto, el Chambelán miró disimuladamente en derredor. La niebla parecía contorsionarse, lanzando zarcillos de oleoso humo como tentáculos de sombra en todas direcciones. Aquí y allá, la niebla bullía dibujando rostros llorosos que lanzaban alaridos de silencio antes de volver a desaparecer. Durante lo que le pareció una eternidad, el Chambelán se mantuvo callado, escuchando el impío conjuro, hasta que el Señor del Dolor estalló en una cruel y grotesca carcajada.
—¡SÍ! ¡EL ÚLTIMO INMORTAL HA MUERTO! —rugió el hechicero saboreando su venganza— ¡QUE GERMINEN AHORA LAS SEMILLAS DE MI OSCURIDAD Y QUE MIS ESCLAVOS DEL DOLOR ARRASEN EL TRIPLETE!
Unas manos como zarpas se clavaron en la luminosa gema, que empezó a crepitar concentrando todo el poder arcano del Señor del Dolor. La magia oscura desatada era enviada a una vasta distancia, más allá de la frontera de Cho’n Delor y más allá de las Puertas de Galdan, hasta los mismísimos dominios del Reino Pastel. ¿Su objetivo? Las semillas negras plantadas en los corazones de los guerreros de la Compañía Negra y de las fuerzas chondelorianas desplazadas para apoyar a la Duodécima. El Soberano Hechicero seguía lanzando carcajadas, deleitándose con la hecatombe que estaba desencadenando.
—!UNOS POCOS INTENTAN HUIR! —profirió entre grotescas risotadas— ¡SE RESISTEN A MI PODER! ¡SOIS MÍOS! ¡TODOS SOIS MÍOS!
Las garras del Señor del Dolor se hincaron con más fuerza si cabe en la superficie de la pulsátil gema, intensificando las oleadas de magia negra que viajaban como saetas envenenadas hacia los corazones de los supervivientes de la Duodécima. De repente, la risa del gobernante de Cho’n Delor se le congeló en el rostro. El brillo azulado de la gema se oscureció durante un instante antes de volver a irradiar el santuario con una potente luz del color de la sangre.
—¿QUÉ…? ¿¡QUÉ OCURRE!? — chilló el nigromante.
El Chambelán dio un paso atrás, pálido como un cadáver. Era la primera vez que percibía el miedo en la voz de su amo. El rojo viró a dorado, hasta que la estancia estuvo iluminada como si estuviera a cielo abierto en un mediodía de verano. La niebla desapareció, fulminada por los destellos de oro que salían despedidos de la joya. Unas grietas aparecieron en la superficie de la piedra, extendiéndose como telarañas. El Señor del Dolor, con los brazos hundidos hasta los codos en medio del intenso fulgor, chillaba desesperado intentando arrancar sus garras de la gema.
Una voz, más profunda e imponente que la del mismo soberano de Cho’n Delor, surgió del interior de la resplandeciente piedra.
—¿¡CÓMO OSAS DESAFIARME, INSECTO DESPRECIABLE!? ¡ESE ES MI ESCLAVO! ¡MI LLAVE! TAL VEZ ESTÉ PRESO BAJO ESTE DIOS ÁRBOL, PERO NADIE INTENTA USURPAR MIS POSESIONES Y VIVE PARA CONTARLO. ¡SIENTE LA IRA DEL PRÍNCIPE DE LA OSCURIDAD!
La joya estalló devorando en un instante al Señor del Dolor, al Chambelán de las Cuchillas y a la ciudad de Cho’n Delor al completo. La devastadora fuerza elemental desatada viajó a lomos de la red de magia negra que el gobernante hechicero había tendido hasta el Reino Pastel, sobrecargando el ritual que se estaba llevando a cabo y haciendo que las energías apenas controladas crecieran y se desencadenaran, arrasando todo el reino hasta hacerlo desaparecer.
El viento sopló caliente e indiferente durante semanas sobre las humeantes ruinas de dos reinos, ululando entre las chamuscadas ventanas de palacios destruidos y por las órbitas de calaveras tostadas por el sol. Si alguien hubiera sobrevivido, quizás hubiera escuchado las tenues palabras que el viento parecía silbar.
NO ESTÁ MUERTO LO QUE YACE ETERNAMENTE...
Siempre tuve razón. Y si alguien dudó, ya no lo hará más.
Sentada en mi cama de pieles fijo mi atención en mi regazo. El viejo tomo sique ahí, tan viejo como siempre. Cada día la atracción es mayor. Lo contemplo aún cerrado. Mi mano se mueve para abrirlo, como si tuviera voluntad propia. Estoy rozando la tapa con la yema de los dedos cuando escucho a Ponzoña acercándose. Rauda, envuelvo el tomo y lo guardo en mi zurrón. No me atrevo a dejarlo, a alejarlo de mí. Debería quemarlo, haberme desecho de él hace tiempo. Ahora me alegro de no haberlo dejado a Serpiente.
La presencia sombría de Ponzoña me arranca de mis sombríos pensamientos. Esbozo una sonrisa. No quiero preocuparlo más con mis pesadillas. Sé que es consciente de ellas, pues dormimos juntos y cuando me asaltan, noche sí y noche también, lo despierto. Pero por el bien de la Compañía, de los Hostigadores, finjo que todo está bien... a pesar de ser consciente de que él no me cree.
Con la Compañía la oscuridad siempre llega. Es una frase que he escuchado desde que tenía uso de razón. Lo llevo impregnado en mi alma. Si nos llaman Oscuros no están desacertados, pues el color de nuestras ropas no es otro que el de nuestros corazones y nuestras almas. Cada día que pasa, la corrupción crece. Siento que el tomo me llama. La atracción es constante, es como la gota de agua que busca horadar la más dura piedra a fuer de repetirse. Me aferro a Ponzoña, a este compromiso, al amor que compartimos para no hundirme y dejarme arrastrar por la vorágine. Lo que apenas intuí en la barrera de monolitos ahora es una realidad tangible. Ahora todos ven lo que yo vi.
No soy capaz ya de distinguir un día de otro. Veo el rostro de Yamila, cada vez más ceniciento, agostada como un campo en pleno verano. Pero en sus ojos aún brilla la lucidez. Como un dique que apenas puede contener la marea creciente. Y cuando el Último Inmortal es apresado me llama a su lado.
—No lo abras. No sucumbas. Yo ya no tengo salvación -me confiesa-. Vosotros dos, mis hijos, sois el futuro de la Compañía.
Toma mi mano y la aprieta. Me mira a los ojos y veo a la madre que nunca fue allí.
—Es tu padre. Cuando naciste tuve la predicción más horrenda. Tuve que apartarlo de nosotras, de lo que más quería. Siempre fue temperamental, la locura corría por sus venas, igual que por las de tu hermano. Tenía que enloquecer para que su locura fuera vuestra salvación, la de la Compañía. Por eso supe, cuando te tuvo en brazos, que sólo el dolor más insoportable obraría el cambio. Sólo la locura lo salvaría de la corrupción y la Compañía tendría un futuro.
La miro sin asombro. En mi ser interior siempre lo supe. Y creo que él también. Por eso siempre estuvo para mí. Yamila palidece y oigo sus últimas palabras.
—Huye, vete. Ve con tu hermano y con tu padre -dice mientras, sin saber cómo, el tomo aparece en sus manos-. Llevad el legado de la Compañía. Cumplid con vuestro destino.
Entonces, lo abre y la veo batallar con él. Me siento flotar y estoy fuera de su tienda.
—Madre... ¡¡¡Madreeee!!!
Pero mis gritos son ahogados por alaridos de júbilo y noto la marea de la magia. El ritual se ha completado. El Último Inmortal, el que guardaba el equilibrio, ya no está. No es que se hubiera alineado con el Triplete, ahora lo comprendo. Es que siempre batalló contra la magia negra y la corrupción. Un terrible presentimiento me invade y tengo que salir corriendo. Ni siquiera veo a Ponzoña pendiente de mí, ciega de dolor, rabia y pesar. Llego hasta donde la sangre del que otrora fuera el más grande guerrero baña el suelo.
—¡¡¡No!!! ¡¡¡Padre, no!!! - el grito me desgarra por completo. Entonces, como tantas otras veces, veo en sus ojos la lucidez, la que sólo yo he podido ver, veo al hombre, al guerrero fuerte, al padre amoroso y protector. Mira la Lanza de la Pasión, el estandarte de la Compañía y sé, estoy plenamente convencida, que recuerda nuestra conversación. Los segundos discurren lentamente, todo se ha ralentizado. Entrega el estandarte a mi hermano. Mi hermano completo, no medio. Cuántos años perdidos... y un futuro que me es arrebatado delante de mis ojos aterrados. El engendro que antes fuera nuestro Capitán siega la vida de mi padre. Veo su sangre, que es mi sangre, derramada junto a la del Último Inmortal y mis manos vuelan a las dagas regalo de mi padre. Lo último que veo es a Matagatos lanzarse contra el asesino. Pero no llego a unirme a él en la venganza. La oscuridad me envuelve y consume.
Y cuando despierto, lo hago en brazos de mi hombre. No tengo que mirar nada más para saber que tenemos futuro. Que la Compañía tiene un futuro. Un futuro que habremos de labrar nosotros, el último legado de la Duodécima de las Compañías Libres que partieron de Khatovar. De la mano, unidos, Oscura y K'halata, avanzamos hacia la orilla. Con nuestros hermanos. Ponzoña rescata a Dedos de sí misma y la pone en camino.
Allí están todos. Veo rostros esperanzados, tal vez precavidos. Me acerco a Matagatos y lo abrazo. A mi sangre, mi hermano completo. Nuestro padre cumplió la profecía de nuestra madre. El estandarte de la Duodécima nos ha dado un nuevo futuro a todos.
Matador asiste un poco triste a la votación para nombrar al nuevo capitán de la Compañía, siente que algo esta cambiando y no para bien. Aunque quien es el para creer en esas cosas. Ya hay magos y pitonisas en la Compañía, esa no es su labor.
Los días tras la votación se los pasa preocupándose de sus heridas y lamentando el cambio que se ha producido en Desastre tras la muerte de los leones que le ha convertido en un extraño, de modo que hasta Matador agradece que se ofreciese a cambiar de escuadra, sin embargo no ocurre igual con la noticia de la llegada de Derviche. Derviche siempre se ha mostrado beligerante, poco compañera y bastante desobediente, y en la escuadra si habían tenido elogios y buenos resultados últimamente, había sido por la buena cohesión y por hacer caso de los buenos consejos y ordenes de Barril y Lagrimita. Esperaba por el bien de toda la escuadra, que Barril supiese doblegarla.
Tras el periodo de recuperación de las heridas, llego el Chambelán de las Cuchillas y todo pareció precipitarse de nuevo hacia una presión constante y sin parar de la Compañía contra los suministros del Triplete. Muchos hermanos, se ensañaban contra los enemigos, ya fuesen vivos o muertos. Matador tan solo seguía las ordenes y las cumplía, pero no le deleitaba el ensañamiento del Triplete. Cada vez lamentaba mas que la Compañía hubiese aceptado este encargo.
Mas adelante llego una batalla especialmente sangrienta contra las tropas de elite del Triplete, los Guerreros del Cielo, y la caballería de los Dolientes, en la cual el viejo y Portaestandarte fueron autenticas maquinas de matar, que parecían incrementar su ferocidad a medida que mas sangre se derramaba en el campo de batalla.
Comienza a pasarse de rabia y ensañamiento a sadismo y crueldad extrema que se va extendiendo por gran parte de los componentes de la Compañía, por suerte en su escuadra parecen aguantar sin volverse locos.
Los magos tanto del Triplete como de la Compañía y también el Viejo y Portaestandarte comienzan a utilizar los monolitos como fuente de poder y comienzan a sacrificar personas, entre ellos el Ultimo Inmortal. Los del Triplete para crear una barrera defensiva y los de la Compañía para derribar la barrera. Matador que fue esclavo observa con un asco cada vez mayor lo que acontece a su alrededor.
Cuando Matador esta pensando en hablar con sus compañeros infantes para decirles que se va de allí, arriesgándose a que le ejecuten por desertor, Portaestandarte le entrega a Matagatos la Lanza de la Pasión y le indica que huyan. Entonces todo sucede a gran velocidad, el Viejo ataca a Portaestandarte acabando con su vida, el suelo se llena de llamas y fuego, muchos de los mercenarios que van con la Compañía y muchos hermanos se convierten en extrañas bestias con garras y colmillos. Los supervivientes humanos se unen en torno a la Lanza de la Pasión y emprenden retirada haciendo caso a las ultimas palabras de Portaestandarte.
Las tres ciudades explotan, causando una gran onda expansiva, acompañada de rayos, vientos y una luz cegadora. Hay gritos de dolor, pero ya no son humanos. Muchos de los antiguos compañeros, ahora bestias son alcanzados por fuegos o engullidos por grietas en el suelo. Llamas y grietas van cercando a los que no habían mutado. Todo parece indicar que es el fin.
Matagatos parece realizar un ultimo gesto de resistencia o tributo a lo que han sido, y con porte orgulloso golpea con la Lanza de la Pasión contra una roca. La lanza y el estandarte desaparecen y una luz cegadora les ilumina mientras sienten un fuego ardiente y después caída y...agua y frescor.
Miran alrededor suyo y lo que ven es un lago, un gigantesco lago y mirando a la orilla tierra firme.
Tarado que había prometido a Loor que abandonaría su arma por el bastón, después de Galdan y de ver que el buen uso de su arma y el dominio de la misma ha salvado a varios compañeros y ha dado descanso a otros que iban a ser levantados en muerte, decide hacer caso omiso de la promesa.
En las batallas que siguen contra las fuerzas mermadas del Triplete defendiendo aldeas y pueblos se ensaña con los muertos que van encontrando, sin embargo trata de evitar en la medida de lo posible de acabar con los enemigos vivos y de ver alguno con posibilidades de levantarse como muerto, le da descanso eterno. Algunos compañeros le reprochan su actitud y el hace caso omiso de ello.
Las batallas se hacen mas cruentas y sádicas y Tarado esta a punto de explotar.
Entonces se precipita todo, el Triplete que estaba defendido por una barrera mágica estalla cuando al parecer el viejo mata a Portaestandarte que había entregado la Lanza de la Pasión a Matagatos diciéndole que huyese.
Muchos de los hermanos y mercenarios se convierten en bestias, Tarado se ve asiendo la lanza como un bastón haciendo círculos defensivos para evitar que las bestias lleguen hasta sus hermanos aun humanos. Entonces ve un fogonazo y el chapoteo que hace su cuerpo al caer en agua.
Mira a sus compañeros a su lado y se arrodilla. Sumerge la cabeza en el agua y se hace la promesa de no dejar que nadie vuelva a poner a la Compañía en una situación como la que acaban de pasar.
¿Por dónde empezar? La respuesta lógica sería decir que por el principio, pues la gente ve el principio como eso, el comienzo de lo que es sin atender a que lo que es no podía haber sido de no ser por lo que fue. Si algo nuevo comienza es porque algo viejo termina, es porque algo viejo ha servido de sustrato y germen a lo que está por ser. Es el eterno ciclo del cambio, el círculo que no tiene principio ni fin, lo nuevo que es viejo porque lo que será viejo ha comenzado a ser.
¿Por qué decir todo esto? Porque sí, porque me da la gana y porque quiero, y porque la gente sigue abriendo el cuento por el principio y terminándolo por su fin. Porque la gente culpa a la muerte de sus miserias, porque achaca a la falta de tiempo lo que no ha querido hacer. Porque no se cansa de repetir que la vida es corta y repitiéndolo una y otra vez pierden un valioso tiempo que podían emplear en vivir. Esa vida a la que tanto valor conceden sin comprender que si vale es porque en algún momento han de morir.
Oh, y aquel día murieron muchas personas. Muchas. No menos de las que habían muerto otros días, sí, ni menos de las que morirían después. Pero eso qué más da, después de todo lo único que importa es la muerte que de cerca toca. Esa que sin rozarnos pasa recordándonos con el gélido aliento que a su paso deja que tarde o temprano llegará a por nosotros para cobrarse el préstamo que se nos concedió en el momento de nacer.
¿Llegaron a comprenderlo los que en el caos murieron, los que a la violencia sucumbieron y en parodias de sí mismos se terminaron convirtiendo? Lo dudo. Y es que una de las cosas que más me fascinan del ser humano es su incapacidad para ver lo que tiene justo delante de las narices. Se refugian en pitonisas y chamanes en busca de un destino que se les escapa de las manos porque temen la incertidumbre y reconocer que no saben, porque detestan el esfuerzo que supone salir a buscar sus propias respuestas. Quieren saber qué será y queriéndolo se niegan la posibilidad de saber lo que es. Sus actos se tornan reos del criterio de otros y el prisionero termina viendo en su captor la única posibilidad de libertad y salvación.
Los títeres bailaron aquel día cuando todo ardió, cuando todo lo que se tenía por seguro terminó. Los hilos fueron cortados y la posibilidad de un nuevo comienzo llegó. La muerte había ofrecido su regalo: las ramas atrofiadas y pútridas del árbol habían caído dejando espacio para que nuevas brotaran y alcanzaran nuevo esplendor. Pero el tronco seguía ahí. El recuerdo permanecía. Ese recuerdo que despierta la nostalgia que al final termina llevando a escoger el camino conocido por temor a que lo desconocido pueda ser aun peor.
No se puede culpar al hijo de los pecados del padre, cierto, pero en un gran número de ocasiones el hijo termina pecando de lo que ya había pecado su progenitor. Y cuando no lo hace, los pecados cometidos no son sino el resultado del exceso de celo del hijo por no ser como el padre al que nunca se había querido parecer.
El lago había sido nuestro nacimiento y salvación. Pero hay cosas que el agua no puede lavar, pesos que terminarían por ahogar las esperanzas de un cambio que no llegaría a pasar. Las preguntas serían formuladas, las respuestas serían dadas por quien no se debían dar, y al final el comienzo volvería a ser el final. Demasiada historia había ya...
La Duodécima de Khatovar. Esa Compañía que en otra época había repudiado unas prácticas que en los últimos días había vuelto a usar. Esa Compañía que con sangre y muerte creía haber extirpado la semilla de un mal que profundas raíces tenía en su seno y que de ahí no se podían quitar. Pero de nuevo había brotado como volvería a brotar. De nuevo, con sangre y muerte, la revolución había llegado, descabezado había sido el viejo capitán y en su lugar un nuevo líder que huyendo de la locura del padre con ella se terminaría por encontrar. Y todo comenzaría de nuevo. La rueda giraría una vez más. Porque el árbol era el que era, porque las raíces estaban donde debían estar, porque el fruto que daba no se podía cambiar. A gloria sabía al principio, pero amargura traía al final.
Ah... Pero qué más daba. Cuando el final llegara ya me preocuparía de él. La destrucción y la muerte nunca me había preocupado demasiado y aquella no era una excepción, más cuando yo había participado un montón. Nadie podría arrebatarme jamás las experiencias que viví antes de lo que la mayoría conviene en llamar "tragedia". Toda esa magia, todo ese poder. ¿Cuántos hombres habían llegado a tener una oportunidad así? ¿Cuántas patéticas personas en su anodina vida llegarían a experimentar lo que yo experimenté? Muy pocas, y la mayoría ya estaban muertas. Pero no solo era eso. Oh no... Era todo. Era el caos. Era la incertidumbre. El no saber que llegaría después.
Había pocas experiencias más revitalizantes que aquella que nos había tocado vivir. Porque al final no hay descanso más valioso que aquel que llega cuando la extenuación pronta está a hacerte morir. Y había estado a punto de morir tantas veces que no podía estar más feliz de seguir vivo. Porque sabía realmente lo que valía lo que otros desperdiciaban en monótonos quehaceres y rutinas. Precisamente por eso no tenía intención de desperdiciar mi valioso tiempo lamentando lo que no podía ser cambiado o reprochando a quien no estaba lo que había llegado a ser. Después de todo la mayoría de los involucrados estaban muertos, así que qué más daba. Yo estaba vivo y ellos no.
Así pues tocaba seguir andando, o corriendo, porque por qué andar cuando se puede correr. O mejor aún, volar. Así pues me puse en pie y me sacudí. Me deshice de todo y sonreí. Esa sonrisa perenne que solo la muerte parece comprender, pues con algo de ironía y no poca sabiduría se la termina por conceder a todo hijo de vecino cuando la carne del cráneo se empieza a desprender. Y es que si todas si todas las calaveras sonríen, será por algo...