El sol su rostro había escondido y en su ausencia la noche ocupó su lugar. Los hombres de bien, como era de esperar, en sus casas se recogían, descansaban y dormían para la llegada del alba que daría comienzo al siguiente día. Nos detendremos en una de esas casas de un hombre de bien, más concretamente en el cuarto de un inquieto rapaz que a duras penas podía mantener su excitación contenida bajo las sábanas. Y allí, mientras el muchacho aferraba entre sus nerviosas manos el arrugado embozo de la cama, hizo acto de presencia un anciano que guardaba un libro entre sus manos.
- ¡Venga, yayo! ¡Venga! Que quiero saber qué pasa.
- Ya voy, ya. Tranquilo, muchacho. Y paciencia. ¿No te tengo dicho que sin paciencia no se llega a ninguna parte?
- Si, pero es que...
- Ni peros ni nada- le frenó dulcificando su tono con una sonrisa.- Al menos déjame sentarme.
Con lentitud el anciano acercó una banqueta junto a la cama, quizá más lentitud de la realmente necesaria, y luego se sentó... No, no se sentó, porque cuando ya tenía prácticamente las posaderas en plano se enderezó y se acercó a la cómoda a por un candelabro que dejó junto a la mesilla. Entonces sí que se sentó... No, tampoco lo hizo, esta vez para coger un vaso de agua. Y luego una piedra de lectura. Y más tarde una pluma a la que, tras otro viaje, acompañó de su tintero. Con cada amago de sentarse el niño parecía adquirir nuevas esperanzas para acto seguido arrugar la nariz enfurruñado al ver que su abuelo se levantaba de nuevo.
- Lo haces aposta.
- ¿Yo? Que va. ¿De qué acusas a tu querido abuelo?
- De que tú no necesitas la piedra- replicó.- Nunca la has usado.
- Ah... Cierto. Muy bien, muy bien. Impaciente, pero observador.
Soltó una carcajada para quitarle importancia al asunto, pero el infante seguía ceñudo y cruzado de brazos.
- Venga, muchacho, no seas gruñón.- Sonrió.- Alegra esa cara que ya empiezo.
El enojo no tardó en ser sustituido de nuevo por el nerviosismo que había mostrado desde el principio. Aun así el rapaz permanecía atento y de vez en cuando entornaba suspicaz los ojos ante el que creía que podía ser un nuevo juego por parte de su abuelo.
- ¿Por dónde íbamos? ¿Dónde lo dejamos?
- En el juramento, en el juramento- repitió insistente.- Habían envenenado al Capitán y... y... y el Loco y el Escriba discutieron. Y ganó el Escriba. Y el Loco se enfadó porque no ganó él. Y a muchos no les gustó, pero no dijeron nada y se lo guardaron. Y ahora iba a haber una fiesta con regalos- respondió con la velocidad del rayo.- ¿No te acuerdas?
- Sí, ahora sí.
Guiñó un ojo al muchacho mientras con mano segura pasaba páginas y más páginas hasta dar con lo que buscaba. Cuando lo encontró no leyó, sino que guardó silencio, pero en aquel caso el niño no mostró impaciencia alguna como si a aquel silencio estuviera acostumbrado, como si formara parte del ritual que tanto había estado esperando.
- El juramento. Y además el de alguien muy especial...
...
"Y le llegó el turno al cuervo,
el turno para jurar.
Un paso dio hacia su frente
y llegó hasta su lugar.
El escriba diligente
empezó su recitar,
una fórmula empleada
para todos por igual.
Y que jura que si jura,
que si jura sin parar,
que si jura lo que quiere
real pájaro será.
- Pero pájaro ya soy,
¿para qué voy a jurar?
Preguntó confuso el ave
con un vuelo muy real.
El escriba contrariado,
muy dispuesto a amonestar,
se arrodilló en el suelo
y empezó a señalar.
- Porque en esta bolsa guardo
una jaula muy especial:
sus barrotes son de un oro
como nunca otro habrá.
Así el cuervo embelesado
por reflejos sin igual,
con unos revoloteos
con sus huesos fue a parar
a una jaula con un brillo,
con un brillo singular."
...
- ¿Ya?
- Cómo que ya. Qué pasa, ¿te parece poco?
- No sé...- dijo encogiéndose de hombros.
- Anda, estate tranquilito. Quédate quieto y deja que te siga contando, que ahora llega la fiesta de los regalos. Una fiesta en la que se pidió de todo. Unos obtuvieron lo que quisieron y otros no tanto...
...
"Ya todos alzan la mano
henchidos de regocijo,
para padre y para hijo,
para huérfano y hermano.
Todos quieren su regalo,
su regalo tan ansiado,
que de tanto haber pensado
su cabello quedó ralo.
Deme a mí algo de esto
pues lo necesito mucho
que yo soy hombre muy ducho
además de alto y apuesto.
El patrón muy generoso
del regalo le hizo entrega
para que no hubiera brega
en lugar tan fastuoso.
Y así prosiguió el camino
de tan grandes ceremonias
que entre las risas sardonias
ocultan lo sibilino.
Hete aquí el cuervo que estaba
aguardando taciturno
la llegada de su turno
si bien con alguna traba.
No muy lejos presenciaba
que corría una ladronzuela
protegiendo cual abuela
al niño que guerreaba.
- ¡De su jaula ya escapado,
emplumado mentiroso,
que por su crimen gravoso
merece ser desplumado!
Un filete había a la vista
al escriba muy pegado
que con un grande bocado
les hizo perder su pista.
- Tan a gusto como estoy
no vengas a molestar.
Esto es para celebrar
quiero descansar por hoy.
Y así el hombre descansó
de toda deuda adquirida
por muchos aborrecida
cuando su cargo ocupó.
...
- ¿Entonces el cuervo pidió al águila que le enseñara a volar?
- Sí, ¿por qué no?
El muchacho meditó. Desde que su abuelo se lo había leído lo tenía más o menos claro, pero aun así había aprendido que nunca estaba de más pensar antes de hablar por muy seguro que se estuviera de lo que se iba a decir.
- ¿Y si el águila tiene hambre y sólo está el cuervo cerca?
- ¿Tú qué crees?
El niño no respondió a su abuelo limitándose a agachar la cabeza. Sabía demasiado bien la respuesta.
- No te pongas triste, muchacho. ¡Alégrate!- exclamo sonriendo de oreja a oreja.- La historia aún sigue y el cuervo permanece en ella. Eso sí, quién sabe hasta cuándo y si será cuervo por mucho tiempo- añadió con voz misteriosa.
La curiosidad pareció calmar al chico que con atención siguió escuchando el relato de su abuelo. Un relato en el que los hijos se revelaban contra los padres, en el que el cuervo daba y prometía favores, en el que hablaba con enterradores y se enfrentaba a los muertos, en el que las sacerdotisas le daban consejos y en el que músicos ensoñadores le tocaban canciones sobre su futuro. Todas y cada una de esas historias duraron lo que el infante tardó en quedarse dormido.
El anciano se levantó de la banqueta dispuesto a dejar descansar a su nieto, pero el muchacho aun tenía una duda que pronunció en duermevela.
- ¿Queda mucho?
- Qué pasa, ¿no te gusta y quieres que acabe ya?
- No, no es eso. Es que... No sé. Quiero saber cómo acaba.
El anciano se detuvo junto a la puerta y apoyándose en la jamba suspiró.
- Como acaban todas las buenas historias- sonrió el anciano.- Con muertos...
El sol su rostro había escondido y en su ausencia la noche ocupó su lugar. Los hombres de bien, como era de esperar, en sus casas se recogían, descansaban y dormían para la llegada del alba que daría comienzo al siguiente día. De nuevo nos detendremos en esa casa de un hombre de bien, en ese mismo cuarto en el que el inquieto rapaz había sucumbido finalmente al cansancio y al sueño. El anciano, que aun llevaba el libro entre sus manos, salía de la habitación. Su intención era ir un poco más lejos y caminó hasta la puerta que a la casa daba entrada. Sobre una mesa dejó el libro antes de girar el pomo que le dio acceso a la calle. Sonrió y se echó la capa al hombro, una capa negra como la noche, y salió en el mismo instante en el que un cuervo alzó el vuelo.
El silencio de la noche se había adueñado del campamento, cubriéndolo como una pesada mortaja sobre un cadáver reciente. El aire fresco de la madrugada olía a humo y a sangre. Olía a muerte. Había transcurrido casi una semana desde que las fuerzas del Triplete asaltaran el asentamiento de la Duodécima, superando sus defensas en un intento de acabar con la vida del moribundo Capitán de la Compañía Negra. La ofensiva había sido rechazada, con más bajas entre los atacantes que entre los defensores. Una victoria más en la larga lista de triunfos de los mercenarios de Khatovar. Una profunda herida más en el corazón lleno de odio y rencor de un esclavo.
Mombowe había nacido para ser un guerrero en su tribu natal de los Tres Castores, derramando su primera sangre con tan sólo trece veranos. Su cuerpo había sido atlético y su brazo, fuerte. El orgullo había henchido su pecho al trazar los colores de su clan sobre su oscura piel y al ver crecer a sus hijos sanos y fuertes, la promesa de que su paso por la sabana sería recordado. Pero ese pasado había muerto y, con él, su familia, su mujer y sus pequeños. Mombowe formó parte de las fuerzas principales de los Castores que presentaron batalla ante la Duodécima Compañía de Khatovar, los mercenarios contratados por la tribu de los Caimanes Negros para acabar con la hegemonía de la Alianza de los Castores. La derrota fue total, engañados por esos traidores de piel pálida. Masacrados sin piedad. Hombres, mujeres, ancianos, niños... Mombowe cayó bajo la carga de la caballería, su rostro sajado por un sablazo que le partió un pómulo y le dejó sin un ojo y la cara marcada de por vida. Nunca más fue Mombowe. Su nombre de esclavo era Cortado.
Cortado residía en el mismo cobertizo que la mayoría del resto de los esclavos: un cercado techado, sin más paredes que una valla de madera y sin más comodidades que unas pocas esteras en el suelo, una enorme vasija de agua y unos barreños desportillados donde hacer las necesidades y que se vaciaban en las letrinas cada mañana. Pero esa noche, como en muchas otras, el sueño le había evitado y le había dejado postrado contra la estacada, contemplando meditabundo el vacío y oscuro campamento. Nadie se movía entre las tiendas. Lejos, en la empalizada, podían distinguirse de vez en cuando las siluetas de los centinelas, vagando en lo alto de la muralla de madera como solitarios espíritus de sombra. No lejos de las pobres dependencias de los esclavos, los rescoldos de una gran hoguera aún refulgían anaranjados, resistiendo a morir. Entre las agonizantes brasas, restos de huesos pertenecientes a los cadáveres de los soldados del Triplete que habían encontrado el fin de sus días bajo el acero de la Compañía Negra. La suave brisa nocturna llegaba hasta donde aguardaba Cortado empañada por el desagradable olor de la carne humana calcinada.
— Debes dormir, Mombowe... — Susurró alguien a su espalda. El esclavo no necesitó darse la vuelta para reconocer la vacilante voz de la anciana Tomba.
— Me llamo Cortado, vieja —respondió tajante el hombre, agarrado a la valla de madera sin dejar de escudriñar la negrura del campamento.
— Siempre serás Mombowe a los ojos de los espíritus, hijo... —empezó a decir Tomba, pero fue interrumpida por el iracundo esclavo.
— Dejé de ser Mombowe el día que esos Oscuros mataron a toda mi familia. —Las palabras, a pesar de ser apenas un murmullo, destilaban un intenso y acre aroma a odio y rencor—. Asesinaron a mi pueblo, a mi mujer. A mis niños... Nuestros espíritus nos observan con desdén, vieja. Con desprecio. Somos esclavos de nuestros asesinos y nuestros hijos, nuestra herencia, es pasto de las hienas.
La anciana bajó la cabeza, derrotada como en tantas otras ocasiones en que había intentado aligerar la pesada carga que lastraba el corazón del guerrero. En la oscuridad, se arrebujó en una harapienta manta y volvió a echarse entre los cuerpos tumbados. Sus lágrimas empaparon el polvoriento suelo, que bebió sediento e impasible la amarga y estéril tristeza del llanto de los vencidos.
Cortado fingió no escuchar los sollozos de la octogenaria, pero cada gimoteo se clavaba en su alma como un cuchillo al rojo vivo. Cerró los ojos con fuerza y sus manos apretaron los tablones del cercado hasta que las astillas penetraron en la piel. ¿Dónde estaba el orgulloso Castor ahora? ¿Qué pensarían sus ancestros del escuálido esclavo en que se había convertido? ¿Acaso no merecían sus hijos que su padre honrara su memoria? Con un ímprobo esfuerzo, dibujó en su mente los rostros de sus dos pequeños: Matombo, el mayor, con su expresión siempre severa; Kewati, el menor, con esa sonrisa pícara siempre asomando en sus labios. Pero sin que pudiera evitarlo, la imagen mutó para mostrar la apariencia de la última vez que los vio, yacientes en un charco de sangre, mientras los soldados de la Compañía Negra le arrastraban al incendiado asentamiento de los Tres Castores. Matombo había sido destripado y alzaba una mirada vidriosa y vacía hacia un cielo preñado de humo; Kewati tenía la frente abierta por un profundo corto que dejaba a la vista el hueso hendido y parte del cerebro. Con las manos engarfiadas y el rostro ceniciento, sus dos hijos miraban a ninguna parte, como si buscaran sin encontrarlo el sentido de su muerte.
¿Dónde estabas, papá...?
El sonido de sus pisadas hollando la arena era lo único que lograba percibir Cortado mientras se alejaba de las dependencias de los esclavos. El cercado se empequeñecía a sus espaldas y, en él, la media docena de cabezas que se habían levantado cuando el antiguo Castor saltó la valla y echó a correr. La anciana, encaramada a la cerca, gritaba algo, pero sus palabras se perdían en la distancia. Cortado se escabulló entre las tiendas vacías. Sabía dónde iba. Sabía lo que tenía que hacer.
El esclavo marchó de sombra en sombra, ocultándose tras las lonas de tiendas huérfanas, hasta llegar a la zona del campamento que buscaba: el sector de acampada de los Hostigadores. Sabía que tres de ellos habían permanecido junto al Capitán de la Duodécima como Retén y que uno de ellos, un Caimán Negro con un ojo que daba mal yuyu, había muerto durante el asalto de la semana anterior. Quedaban dos: un K'Hlata de aspecto deforme y más feo que el culo de una cabra y el Ungido. Para Cortado era más fácil recordar el rostro del Cazador de Cabezas que el de sus propios hijos: la piel cubierta de tatuajes sagrados; los ojos de un verde antinatural, crueles y fríos; esa sádica mirada asesina... Era esa imagen la que distinguió junto al cadáver de sus niños el día en que fue arrastrado, casi inconsciente y apenas vivo, para que pudiera contemplar el final de la tribu de los Tres Castores e iniciar su vida como esclavo. El Ungido había matado a sus pequeños, sin siquiera darles el dudoso honor de cortar sus cabezas para portarlas como trofeos; desechó a Matombo y Kewati como si no fueran más que simples hormigas que había aplastado a su paso.
La vacilante luz de las llamas alumbraba la zona de descanso de los Hostigadores. En medio de las tiendas de campaña, un fuego calentaba un enorme marmita, de la que emanaba un olor nauseabundo y penetrante. Dos astiles de lanza sobresalían enhiestas del caldero. El esclavo se mantuvo quieto, al amparo de la oscuridad, manteniendo la respiración con todos sus sentidos alerta. ¿Cuál sería la tienda del Asesino? Temblando de expectación, con la sangre tamborileando en sus sienes henchida de adrenalina, Cortado echó a un lado el faldón de la tienda más cercana, con los puños cerrados y dispuesto a saltar sobre su durmiente enemigo. El interior de la pequeña carpa era fresco y olía a polvo y restos de comida, pero estaba vacío. El esclavo registró las escasas pertenencias que descansaban sobre una estera desenrollada, pero sólo encontró desechos y un cuchillo corto, más apto para cortar carne asada que para matar. Aún así, tomó la pequeña arma y volvió a la entrada de la tienda para echar una ojeada. Todo seguía en calma.
Cortado salió al exterior, cuchillo en mano, escudriñando la oscuridad, cuando una mano fuerte como una tenaza de acero se cerró sobre su cuello como la zarpa de un gorila de montaña. Un puño impactó contra su estómago, con la potencia de un buey en estampida, provocando que el esclavo vomitara todo el aire que contenían sus pulmones. Una patada en una rodilla la hizo crujir desagradablemente, postrando a Cortado en el suelo. La mano que empuñaba el cuchillo fue aplastada por un pisotón que partió tres de sus dedos.
— ¿Buscar algo, esclavo...? — Susurró una voz tenebrosa en su oído. Cortado logró alzar la mirada y se encontró cara a cara con el rostro pétreo del Ungido—. ¿Querer morir..., esclavo...?
Las palabras se derramaban sobre el yaciente Cortado como una lluvia fría que calara en los huesos, entumeciéndole el cuerpo. Había fracasado, cazado por aquel que debía haber sido su presa. Las lágrimas surcaron el rostro de Cortado, lágrimas de rabia, frustración y derrota.
— Tú... ¡Tú! —gritó desesperado, reuniendo un valor nacido del más profundo rincón de su alma— ¡Tú, demonio bastardo! ¡Tú, mil veces seas maldito! ¡Tú mataste a mi hijos! ¡Como si no fueran más que piedras que patearas en tu camino!
La tremenda voz del Guerrero de la Diosa interrumpió los exabruptos del esclavo.
— ¡Silencio, esclavo! —rugió el inmenso salvaje, consiguiendo que Cortado se sumiera en un aterrorizado silencio— Tú ser Castor. Tus hijos morir en batalla, luchando frente a frente contra enemigo superior. Sin flaquear. Sin rendirse. ¡Morir como guerreros! ¡Y eso gustar a Diosa! Y tú... cobarde bastardo... deshonrar su muerte buscando matar en sombras, ¡como hiena!
— ¡Mátame! —chilló Cortado— ¡Acaba con mi sufrimiento! Sólo quiero ir allá dónde mis hijos aguardan...
La voz del esclavo se había convertido en un gimoteo patético y triste.
— No —fue la rotunda respuesta del Cazador de Cabezas—. No merecer muerte por mano de Ungido. Tú ser menos hombre que tus hijos.
El Cazador de Cabezas arrastró al esclavo por el cuello hasta la marmita. Alzándole a pulso, asomó el rostro de Cortado al interior del caldero: un mejunje denso y grasiento burbujeaba en su interior. El hedor que desprendía casi ahogó al herido esclavo. Uro tomó uno de los astiles de lanza que se hundían en la olla y lo extrajo. Al final de la lanza, ensartada en la punta, una cabeza humana se derretía por el calor del agua hirviendo, deforme e hinchada.
— Uro no saber como reducir cabezas, esclavo... —murmuró el Ungido—, así que hervir cabezas como hacer Astado con carne de caza. Y tú, esclavo, acabar de ganar honor de limpiar cráneos para que Uro poder portar calaveras como trofeo de la Diosa...
Fueron horas de arcadas, vómitos y palizas, antes de que despuntara la mañana y Cortado consiguiera limpiar de carne y restos las dos cabezas que Uro había estado cocinando. Y con las primeras luces del alba, el Ungido caminó hasta las dependencias de los esclavos cargando con un pálido Cortado y dos relucientes calaveras, lanzando al Castor por encima de la cerca. Cuando el Guerrero de la Diosa se hubo marchado, los esclavos se reunieron alrededor de Cortado, preguntando ansiosamente qué había sucedido aquella noche, pero Cortado no pronunció palabra alguna. Nunca más.
El campamento descansaba bajo el pesado y mullido manto de la noche, como una bestia adormecida que esperara la llegada de las primeras luces del verano para volver a la vida. La luz de las estrellas y de una luna en cuarto creciente, dibujaban vagamente la silueta de la empalizada y de las torres de vigilancia. Desde el lejano camposanto, el fuerte donde se refugiaba la Duodécima Compañía Libre de Khatovar parecía el juguete de un niño, perdido en medio de la arena esperando a que el tiempo lo enterrara bajo las dunas del olvido.
Los ojos verdes y llameantes de Keropis contemplaban sin pestañear la desastrada fortaleza de la Compañía Negra. De rodillas, sentado sobre los tobillos, el ermitaño custodiaba como cada noche el cementerio de la hermandad mercenaria. Su exótica espada curvada descansaba desnuda junto a él; la herrumbre que cubría parte de su hoja no conseguía afectar a su acerado filo. Ni el frío, ni la soledad, ni el silencio parecían hacer mella en el estoico soldado, que noche tras noche guardaba el sueño eterno de sus hermanos caídos.
Una sombra se movió tras el eremita, agazapada y gimiente.
—Sssuéltalo... —siseó el soldado, sin mirar atrás. El gemido se transformó en un gruñido airado—. He dicho que lo sssueltesss...
La esclava abrió sus engarfiadas manos, demacradas hasta el punto que semejaban garras. El asustado conejo escapó de la presa y salió corriendo, despavorido, perdiéndose entre las tumbas hacia la oscuridad. La muchacha dio unos vacilantes pasos en la dirección en que había huido el animal, pero pronto perdió el interés y quedó en pie, tambaleándose, sin saber qué hacer.
—Ven aquí... Sssiéntate a mi lado... —ordenó el ermitaño. La esclava se acercó despacio, jadeante, y se postró torpemente junto a su señor—. Tu horrra ssse acerrrca, niña... Sssé paciente y podrrrásss sssaciarrr tu hambrrre...
Apaciguada por las palabras del soldado, la esclava cesó en sus lloriqueos. Durante unos minutos, solo el suave aullar del viento inundó la improvisada necropolis. Y Keropis pudo al fin cerrar los ojos y morir.
eropis despertó, pero una voz le siguió a través de la muerte y de los siglos.
—Yo te maldigo, Shuba Ren Aton... Con mi último aliento, yo te maldigo... Eras, eres y serás mi esclavo... Tú serás la llave de mi prisión, Shuba Ren Aton, y como tal serás llamado: Keropis, la llave...
El ermitaño trastabilló como si hubiera recibido el impacto de una pedrada, pero antes de caer de bruces, la voz volvió a susurrarle.
—Sigo vivo, mi llave... No está muerto lo que yace eternamente... Y con el paso de las eras... Incluso la muerte puede morir...
Aviso: este post es una versión reducida a petición de los Directores. El post entero está solo a la vista de ellos. Y por favor, recordad que nada de lo narrado está al alcance de vuestros personajes.
El campamento descansaba bajo el pesado y mullido manto de la noche, como una bestia adormecida que esperara la llegada de las primeras luces del verano para volver a la vida. La luz de las estrellas y de una luna en cuarto creciente, dibujaban vagamente la silueta de la empalizada y de las torres de vigilancia. Desde el lejano camposanto, el fuerte donde se refugiaba la Duodécima Compañía Libre de Khatovar parecía el juguete de un niño, perdido en medio de la arena esperando a que el tiempo lo enterrara bajo las dunas del olvido.
Los ojos verdes y llameantes de Keropis contemplaban sin pestañear la desastrada fortaleza de la Compañía Negra. De rodillas, sentado sobre los tobillos, el ermitaño custodiaba como cada noche el cementerio de la hermandad mercenaria. Su exótica espada curvada descansaba desnuda junto a él; la herrumbre que cubría parte de su hoja no conseguía afectar a su acerado filo. Ni el frío, ni la soledad, ni el silencio parecían hacer mella en el estoico soldado, que noche tras noche guardaba el sueño eterno de sus hermanos caídos.
Una sombra se movió tras el eremita, agazapada y gimiente.
—Sssuéltalo... —siseó el soldado, sin mirar atrás. El gemido se transformó en un gruñido airado—. He dicho que lo sssueltesss...
La esclava abrió sus engarfiadas manos, demacradas hasta el punto que semejaban garras. El asustado conejo escapó de la presa y salió corriendo, despavorido, perdiéndose entre las tumbas hacia la oscuridad. La muchacha dio unos vacilantes pasos en la dirección en que había huido el animal, pero pronto perdió el interés y quedó en pie, tambaleándose, sin saber qué hacer.
—Ven aquí... Sssiéntate a mi lado... —ordenó el ermitaño. La esclava se acercó despacio, jadeante, y se postró torpemente junto a su señor—. Tu horrra ssse acerrrca, niña... Sssé paciente y podrrrásss sssaciarrr tu hambrrre...
Apaciguada por las palabras del soldado, la esclava cesó en sus lloriqueos. Durante unos minutos, sólo el suave aullar del viento inundó la improvisada necropolis. Y Keropis pudo al fin cerrar los ojos y morir.
Una negrura abismal rodeó al ermitaño, profunda y densa como un océano de brea. Un frío glacial atenazó su alma: el gélido abrazo de la muerte. Pero a diferencia del resto de los mortales, ese abrazo no conllevaba pérdida alguna para Keropis; no desde que el soldado decidiera descansar entre sus hermanos caídos. Lejos del camposanto, las noches del soldado habían sido agujeros tenebrosos llenos de vacío, pero en el cementerio, rodeado por sus durmientes compañeros de armas, el eremita había descubierto un sendero de luz que le había guiado hacia un mundo ya perdido. El mundo de Shuba Ren Aton.
Shuba fue una vez un niño, como Keropis pudo contemplar en uno de sus innumerables viajes al pasado. Un niño despierto y sonriente, hijo y hermano en una familia adinerada de la vieja Kemshacha, la grandiosa y bella capital del Reino Ancestral. Vivió en tiempos de leyenda, cuando la magia corría desatada por las venas de unos pocos elegidos, y su sangre noble le permitió servir cerca del más grande y poderoso de ellos: su propio rey, Osaze, el Amado por Dios. Muchas fueron las proezas del monarca de Kemshacha y, de su mano, el reino no tardó en convertirse en imperio. El Pueblo de las Arenas, tal y como se conocía a sus gentes, creció orgulloso bajo la protectora sombra de su emperador, al que empezaron a adorar como a un Dios. El Rey Osaze dejó atrás su nombre y se convirtió en el Emperador Nassor, el Victorioso, y tras su brillante estela ascendió el joven Shuba como Sumo Sacerdote del Sagrado Templo de Karanthis.
Los místicos viajes de Keropis apenas lograban desentrañar imágenes desarticuladas de la vida de Shuba Ren Aton, unas pocas cada vez, que el ermitaño iba encajando como piezas perdidas de un rompecabezas infinito. El feliz niño que un día fuera Shuba, nada tenía que ver con el adulto que presidía los sangrientos rituales del templo de Karanthis. ¿Eran la misma persona...? Keropis todavía no había presenciado ninguna imagen que pudiera hablarle de ese lapso de tiempo y contarle el cómo o el porqué de tan siniestra transformación. Durante meses, el eremita había aguardado impaciente la llegada de la noche para poder cruzar el umbral de la muerte y volver a ser acariciado por las luces de Shuba Ren Aton, mas sus visiones le transportaban a momentos ya vividos o a situaciones mundanas sin interés. Todo cambió el día en que fue enterrado Peregrino.
Keropis no asistió al funeral del misterioso extranjero, pero cuando todos hubieron regresado al campamento y la sombra del anochecer cayó sobre el camposanto, el ermitaño tomó su lugar en el cementerio y sintió la fuerza que emanaba de la reciente tumba. Guiado por una fuerza desconocida, el Guardián de los Muertos se acercó al lugar de reposo de Peregrino y posó una rodilla en tierra. Su mano enfundada en acero acarició las rocas que cubrían el túmulo. Cerró los ojos y cruzó el umbral.
El rostro de Shuba Ren Aton se presentó ante él con una claridad nunca antes contemplada. Las lágrimas recorrían las mejillas del Sumo Sacerdote, mezclándose con la sangre que manchaba su rostro. Se encontraba solo en sus aposentos, una estancia amplia y lujosamente amueblada que Keropis ya había visitado en más de una ocasión. Camas con doseles de seda, divanes acolchados de madera exquisitamente tallada, fuentes de agua cristalina, copas chapadas en oro y manjares servidos en vajilla de plata engarzada con piedras preciosas... La vida de un rey. Pero Shuba lloraba...
—Sekani... —murmuró el sacerdote, antes de desfallecer y caer postrado de rodillas. Su llanto acompañó a Keropis durante muchas lunas.
La fuerza y la luz que nacían de la tumba de Peregrino iluminaron durante muchos meses las noches del ermitaño, que recopiló grandes porciones de la vida de Shuba Ren Aton, atesorándolas como las más preciosas de las gemas. Siguiendo los luminosos senderos que emanaban de la pureza de su caído hermano, Keropis pudo contemplar la ascensión del Emperador Nassor a la condición de semidiós. El emperador cambió su nombre por Tor Runihura, el Destructor, y una era de oscuridad y dolor cubrió el mundo como una pesada mortaja. Muchos fueron los que clamaron por el fin de su reinado, pero sus voces eran brutalmente acalladas. Ejecuciones en masa, matanzas indiscriminadas, genocidios sin más sentido que el del capricho de un ser sobrenatural. Antiguos fieles al Culto de Nassor abandonaron su fe y exigieron con rabia la muerte del tirano. Por vez primera, algunos empezaron a llamarle el Príncipe de la Oscuridad.
Keropis buscó noche tras noche a Shuba Ren Aton en sus visiones, preguntándose cuál había sido el destino del sacerdote. ¿Siguió ostentado el poder de Karanthis? ¿O dejó atrás sus hábitos y se sumó a la resistencia? Las visiones rehuían los pasos de Shuba, pero el ermitaño seguía sentándose noche tras noche junto al túmulo de Peregrino en busca de la verdad. Pero nada le fue mostrado. Nada, hasta que apareció la esclava.
La muchacha llegó como una carga, una broma cruel. Keropis no esperaba más por parte de Cho'n Delor y su Señor del Dolor, pero contemplar la triste criatura en la que habían convertido a esa joven niña, resultaba detestable. Esa esclava no era más que un cuerpo muerto, sin mente y sin más fuerza que la que le otorgaba su hambre insaciable de vida. Tentado estuvo en varias ocasiones de terminar con la vacía existencia de esa parodia andante, pero algo le contuvo. La llevó pues hasta el campamento cuando la Compañía regresó de la ciudad de Cho'n Delor, pero sin saber a ciencia cierta qué haría con ella una vez allí. La primera noche que pasó en el camposanto con ella, hizo que se sentara a su lado mientras cruzaba el umbral de la muerte y la luz llegó como nunca antes, iluminando unas sombras que quizás deberían haberse mantenido por siempre bajo las tinieblas.
Shuba Ren Aton se reveló y pagó por ello. La resistencia, bajo el enigmático nombre de La Rosa Blanca, usó la información del traidor para asestar un duro golpe al Príncipe de la Oscuridad. Su poder se tambaleó, pero no decreció. Shuba fue apresado y castigado de la forma más cruel y despiadada junto al resto de colaboradores a los que lograron apresar: fue asesinado ritualmente y convertido en un esclavo no muerto, pasando a engrosar los ejércitos de momias del Dios Emperador. Keropis contempló centenares de cruentas imágenes de batallas y asesinatos. Hombres y mujeres, niños y ancianos... Todos caían por igual bajo las curvadas espadas de los muertos de Tor Runihura. Shuba, su mente borrada bajo una máscara ritual, comandó las fuerzas del Príncipe de la Oscuridad en matanzas sin fin.
Keropis apartó durante semanas a su esclava, ordenándole que esperara lejos del camposanto hasta las primeras luces del alba. Airado y dolido, creyendo que el Señor del Dolor había traído a esa criatura a su lado para que envenenara sus visiones, mantuvo a la muchacha escondida en un viejo túmulo en la vertiente norte de la colina del cementerio. Pero sin ella, las visiones volvieron a convertirse en imágenes desdibujadas y sin sentido. Desesperado por volver a sentir la luz de Shuba Ren Aton, el ermitaño decidió una noche volver a morir junto a su esclava.
El antiguo túmulo apenas era ya un montón de rocas caídas, del que solo quedaba la entrada y un pasillo que pudiera haber sido el vestíbulo. La cámara mortuoria principal había desaparecido cuando el techo colapsó, pero el espacio que quedaba libre de escombros se había convertido en una pequeña y fresca cueva. Keropis encontró a la muchacha junto a la pared más profunda, de espaldas a la entrada. Unos desagradables chirridos metálicos provenían desde su posición. El ermitaño avanzó hasta posar su acorazada mano en el escuálido hombro de la mujer, haciéndola a un lado, y pudo contemplar lo que había estado haciendo. Usando los grilletes que colgaban de sus muñecas, la esclava había rascado la superficie de la roca, llenándola de raspaduras blanquecinas. En un primer momento, Keropis no fue capaz de distinguir forma alguna, pero tras observarlo durante unos minutos, le pareció que podía tratarse de la silueta de un árbol burdamente dibujada. Confundido, el eremita miró a su esclava. Sin saber porqué, cerró los ojos y murió.
Shuba Ren Aton aguardaba junto a un numeroso ejército. Pero los soldados que le flanqueaban no eran no muertos como él. A su lado había hombres y mujeres vivos, enfundados en armaduras maltrechas y sangrando por numerosas heridas. La armadura ceremonial de Shuba estaba llena de abolladuras allí donde había recibido golpes que habrían matado a cualquier mortal. Un caballo pasó junto a él, cabalgado por una amazona cubierta por una blanca y prístina armadura: La Rosa Blanca. Sus palabras se perdieron en el viento, incomprensibles para Keropis, pero pudo ver a todo el ejército y al propio Shuba alzar los brazos y estallar en vítores. La visión le mostró en ese momento aquello hacia lo que la Rosa Blanca estaba hablando: una figura yaciente, envuelta por hebras luminosas de magia ancestral y sellos arcanos de crujiente poder. El Príncipe de la Oscuridad se hallaba postrado bajo el inconmensurable poder de cientos de ataduras, vencido pero todavía luchando. Keropis distinguió entre los hombres que rodeaban a Shuba a cientos de hechiceros, con el rostro crispado por la concentración. Cientos de hechiceros luchando con todas sus fuerzas para contener a un solo hombre. La mujer a la que todos llamaban La Rosa Blanca, bajó de su caballo y se acercó al postrado Dios Emperador. De su cinto sustrajo algo diminuto, pero ante su visión, el Príncipe de la Oscuridad aulló de terror. Algunos de los sellos y varias ataduras estallaron y muchos de los hechiceros cayeron fulminados al suelo, pero la Rosa Blanca terminó el ritual lanzando aquello que sostenía sobre Tur Runihura. El suelo tembló y la tierra se abrió bajo los pies del Destructor, que desapareció en una profunda grieta. La tierra volvió a cerrarse, engullendo al tirano, y sobre el mismo punto donde había estado el Príncipe de la Oscuridad, nació un pequeño tallo que siguió creciendo ante los ojos de los supervivientes hasta convertirse en un enorme y frondoso árbol.
Keropis despertó, pero una voz le siguió a través de la muerte y de los siglos.
—Yo te maldigo, Shuba Ren Aton... Con mi último aliento, yo te maldigo... Eras, eres y serás mi esclavo... Tú serás la llave de mi prisión, Shuba Ren Aton, y como tal serás llamado: Keropis, la llave...
El ermitaño trastabilló como si hubiera recibido el impacto de una pedrada, pero antes de caer de bruces, la voz volvió a susurrarle.
—Sigo vivo, mi llave... No está muerto lo que yace eternamente... Y con el paso de las eras... Incluso la muerte puede morir...
Preámbulo de Pelagatos
El hijo del Sargento Rompelomos, el primo de Matagatos, ese oscuro, racista y debilucho, Brocheta de… bueno, daba igual. Tenía multitud de apelativos y todos eran por su relación con algún miembro de su familia que había destacado más que él, los que no obedecían a esta razón, eran para burlarse de sus actuaciones o despreciarle. Pero en eso no podían ganarle, él los despreciaba y también envidiaba más que ellos a él, en ocasiones les despreciaba más de lo que solía despreciarse a sí mismo cuando fallaba o cometía un error, algo que para desgracia de su orgullo y autoestima sucedía con más frecuencia de lo que a él le gustaría.
De nuevo se encontraba en la tienda de los heridos, en el último año había estado más rato en esa tienda que fuera de ella. Su cuerpo estaba surcado de varias cicatrices, que en otras ocasiones serían mostradas con orgullo por los guerreros que las lucieran, pero no era su caso. Las dos más llamativas habían sido hechas de forma poco épica. Una por unos tipejos en Idon, un machetazo en el pecho. Pero no en batalla, había sido por unos vulgares sacatripas, sin entidad, ni valor. Pero la otra era aún peor. Más grande, más dolorosa y además le había dejado más secuelas y por si todo eso fuera poco, se la había hecho una de las pocas personas a las que consideraba amigo dentro de la Compañía Negra, Sicofante. Durante un entrenamiento rutinario en el que, todo hay que decirlo, él iba ganando, se mofó del tagliano de forma amistosa y este le respondió con un golpe terrible del que casi no sale con vida. Había vencido a la muerte en esa ocasión y las astillas del arma no acabaron con él, pero dañaron su cadera de forma permanente. Ahora era más lento al moverse, más torpe y lo iba a ser siempre. Ni las manos de Matagatos iban a lograr cambiar eso. Podían traer al Cabo Barril de la muerte, pero no evitar que él estuviera siempre lisiado. Maldita la fortuna que siempre le esquivaba.
Apretó el puño con fuerza, mientras reflexionaba sobre todo aquello y clavaba la mirada en el techo de la tienda de los heridos, el cual conocía casi de memoria. Había visto durante meses esa tela, una y otra vez. La conocía como la palma de su mano. Frunció el ceño y su mano sobre la cara para despejarse, aún estaba dolorido. La cabeza le zumbaba, en ocasiones, aunque estas se habían espaciado a lo largo del tiempo. Lo que parecía una señal inequívoca de que su recuperación progresaba de forma adecuada. Le quedaba menos para continuar en aquel infecto lugar. Aunque lo que le esperaba fuera era poco alentador.
Su vida se dividía entre permanecer en la tienda de los heridos como un despojo o presentarse a batallas en las que posiblemente no conseguiría sobrevivir y si lo hacía, no podría destacar. Su ansiada gloria se escapaba en cuanto tenía oportunidad y sus mejores momentos de lucimiento personal, eran insignificantes en comparación con los del resto o se producían en momentos, claramente inoportunos. Había dirigido bien a los supervivientes del grupo de combate tras el desastre de Peregrino y la negación de Serpiente a tomar cargo de la situación. Lo había hecho bien, pero nadie recordaba eso, de ese día lo llamativa era la derrota. Estaba ejerciendo de forma correcta su cargo como Tesorero del Pelotón de los Hostigadores. Pero eso no aparejaba gloria, ni reconocimiento. El nuevo Teniente, no le miraría con respeto por dividir bien los beneficios, ni por ayudar a que el resto de los miembros de su pelotón fueran bien armados. El resto de mercenarios no le reconocerían al pasear por el Campamento Principal. Nadie diría “ahí va Pelagatos, es el Tesorero de los Hostigadores, nadie hace de Tesorero como él”, a nadie le importaba eso.
La gloria que tanto necesitaba y ansiaba, se le escapaba de forma proporcional al tiempo que le reclamaba la execrable Tienda de los Heridos. En los últimos tiempos había tenido que lidiar con un nuevo problema, que se sumaba a los ya antiguos como el desprecio de muchos de sus compañeros y el inherente peligro de los enemigos a los que debía enfrentarse por su oficio, ahora debía cuidarse de las pocas personas a las que consideraba amigos ya que estos eran los que le habían lisiado y dejado con los moribundos. Debía cuidarse de ellos y además perdonarlos, para no quedarse solo. Para su orgulloso temperamento, perdonarlos era mucho más complicado y posiblemente no perdonarlos a ellos, si no perdonarse a él por su falta de habilidad para evitar tales resultados. Quizás fuera eso, el problema era que debía perdonarse a él, quizás esa fuera la puerta que debía abrir, pero desde luego era un lugar al que no pensaba viajar por el momento.
En su mente no paraban de aparecer imágenes de su infancia más temprana, recuerdos de sueños y anhelos que ahora le parecían profundamente lejanos. En una época en la que el dolor físico le era ajeno y en la que aún soñaba con grandes logros en su futuro. El futuro de entonces era el presente e incluso el pasado reciente y nada de lo que él había imaginado de joven, había sucedido como pensaba. No destacó en la instrucción, ni mucho menos, aunque era cierto que había logrado jurar y obtener la capa y la escudilla, pero la primera persona a la que había acudido para que fuera su hermano de capa le rechazó. No tenía el reconocimiento de ninguno de sus compañeros o superiores e incluso muchos de aquellos simples y básicos k´hlata superaban con sus hechos lo que él había conseguido durante su tiempo como parte de la Compañía Negra. Eso era algo que él difícilmente podía tolerar, era un oscuro, el último que había nacido de la mayor y más orgullosa raza que formaba la Última de las Doce Compañías Libres que partieron de Khatovar hacía ya más dos siglos.
Él era el último que había nacido y según parecía podía ser verdaderamente el último, muchos y muchas de los suyos se juntaban con mujeres de otras razas mezclándose como animales y perdiendo la pureza y el orgullo de la sangre que habían heredado. Si era el último tenía que significar algo, tenía un nombre y una tradición por la que responder y actuar. Ese era su objetivo desde que había nacido y era el mismo objetivo que siempre lograba sortearle. Por eso mismo debía recuperarse, tenía muchas cosas que hacer y lograr, debía averiguar más sobre la antigua religión a la que seguían, debía lograr formar parte de la caballería y ser un digno sucesor de su padre. Le habían educado para ello, aunque en la actualidad las esperanzas en él depositadas se hubieran desvanecido. Ese era uno de los motivos que le espoleaban a seguir, a levantarse tras cada caída. Nadie confiaba en él y nadie apostaría ni un poco de cobre por sus triunfos. Lo sabía y lo notaba, los oía cuchichear por el campamento. Mirarle con desdén, el hijo del Sargento Rompelomos, el primo de Matagatos y Lengua Negra, el que casi muere en un entrenamiento. No podía escuchar con claridad lo que decían, pero lo sabía, no tenía duda. Por eso debía salir de aquella tienda y demostrar que podía brillar con entidad propia.
El cuchillo, con todo su poderío, estaba en el suelo listo para ser usado. Lo había afilado por un largo momento, quizás mucho más de lo necesario, puesto que lo mantenía con un filo perfecto, un buen cuchillo servía y ayudaba más de lo que podría significar para una persona corriente.
El día se presentaba particularmente caluroso. Salí de mi tienda y aproveché la luz del día para ir a un arroyo cercano, la poca agua que habitaba en él me serviría para mi cometido. No contaba con espejos ni vidrios que me apoyaran para mi tarea, eran elementos casi desconocidos, realmente caros y valiosos para cualquier mujer que le gustara mirarse. A falta de uno, me asomé hasta el agua para ver mi reflejo.
Tomé el cuchillo y empecé a pasármelo por la cabeza, al contrario de lo normal para mi género, me gustaba llevar mi cabeza rapada, era útil, y honestamente en mí no emanaba ninguna pizca de vanidad como para llevar el cabello largo. Me hacía sentir más ágil, más escurridiza, más peligrosa. Filoso como ninguno, el cuchillo hacía su trabajo. Podía notar en mi nuca el picor que me producían los cabellos cortados cuando caían, los sentía como espinas. A pesar de que esta tarea lo hacía cada semana, siempre me cortaba, lo que significaba que pequeños hilillos de sangre transitaran por mi rostro. La sangre me hizo recordar y sentir… Quería sentirme útil y poderosa esta vez.
El metal de un hacha me había detenido en el pasado. Día tras día había enfrentado a la muerte en la tienda de los heridos. Los lamentos en ese lugar me enfermaban mucho más de lo que hizo el golpe en mi espalda. Aún recuerdo ese olor, tan terrible como magnífico, el olor del fin de la vida que se presenta como dulce y nauseabundo a la vez, jamás lo olvidaré, tan repugnante, tan brutal. El tiempo pasaba y mis esperanzas de vivir eran más fuertes y decididas, gracias a los cuidados de los sanadores y a mi propia voluntad, me levanté dejando atrás el dolor y el miedo. El futuro era incierto pero lleno de oportunidades, el mundo podía y debía tener un lugar en donde mi locura y sinsentido, que no son bien vistos por mis demás hermanos de la Compañía, fueran una verdadera ventaja.
Debía anotar en mi cuerpo y mente más enemigos derrotados, muchos más que aquel bandido que maté en otrora, la verdad es que ni siquiera recuerdo su rostro, sólo se me viene a la mente lo excitante que fue quitar una vida, tanto, que es capaz de erizar cada vello de mi cuerpo.
Una vez me dieron el pase para salir de la tienda de los heridos, no dudé en ningún momento ocupar mi tiempo en prepararme para lo que se vendría en un futuro y los beneficios que pueda traerme como soldado y como asesina…
¡Cra…Cra!
Mis pensamientos son interrumpidos por un graznido de un ave que revolotea en el mismo arroyo en donde estoy, me toco la cabeza buscando una prolijidad perfecta, mi mano pasa desde mi frente, mi coronilla, detrás de las orejas y la nuca, sonrió satisfactoriamente ante la suavidad que alcancé, los cabellos no serían un problema ahora, evitaría que algún enemigo me apresara con la ayuda de ellos.
El ave aún sigue en el lugar, no puedo negar que me perturba y me maravilla al mismo tiempo, la negrura de sus plumas lo hace brillar a la luz del sol, puedo observar diferentes matices aparte del negro, azules y verdes, parece una joya oscura. Dicen que los animales representan presagios de distinta índole, honestamente no tengo la sabiduría ni el conocimiento para saber el significado que pueda tener este momento, pero siento una emoción que nunca he experimentado con anterioridad, sólo sé en el fondo que dista mucho de ser miedo. Después de unos segundos que me parecieron más rápidos de lo que son, el ave despliega sus hermosas alas para emprender su vuelo hacia un destino desconocido, me quedo mirándolo con atención hasta que sólo es un punto lejano en el cielo despejado.
Devuelvo mi mirada a mi reflejo, me enjuago el sudor y la sangre con el agua del arroyo, tomo mi fiel cuchillo y regreso hasta el lugar de los Campamenteros.
Siento el pesar de las miradas cuando me desplazo por el camino, sé que a pesar del tiempo que llevo acá, la confianza que pudieran tener en mí no la he nutrido lo suficiente para que haya crecido con fuerza, el título de integrante de la Compañía sólo ha quedado en palabras, que sinceramente no tienen ningún significado…
Cuando llegue el momento de estar codo a codo ¿Podré defenderlos con la fiereza que me caracteriza? ¿Podré, en cambio, poner mi vida en manos de alguien que me considera desquiciada y peligrosa? No lo tengo claro, pero aunque no lo quiera, estas preguntas tendrán sus respuestas, sean cuales sean. Mi participación en la próxima batalla no será mediocre ni fugaz. El momento decisivo está por llegar, debo apurarme, tengo que elegir y estar segura. Si la Compañía ha significado algo para mí, ¿Qué ha sido hasta ahora? ¿Qué será en el futuro?
El danzar de las llamas se veía reflejado en los ojos del joven K'Hlata. Su broncínea piel brillaba como un manto dorado bajo el reflejo de éstas.
El fuego crepitaba en su imaginación, podía escuchar a los lejano los gritos de las mujeres y los niños, el sonido del acero en sus gargantas. No había estado presente, pero en su mente aquellas acciones tomaban forma.
El clamor de la batalla, el sonido del entrechocar del acero. Fuego en el cuerpo, sangre en las manos, allí estaba la gloria. Pero, ¿qué honor había en aquella carnicería?
Hacía mucho tiempo ya que había renegado de su familia. Que le había deshonrado al no pagar su tributo. A ello ahora se añadía haber permitido aquello, le habían fallado a él y a los suyos, condenándolos a todos a la extinción.
Apagó la hoguera con un cubo de agua. En la oscuridad cogió un puñado de cenizas, recordándole lo que ahora eran. Ni siquiera los Dioses Castores habían sobrevivido. Las viejas canciones, las historias sobre tiempos gloriosos y gestas magnificas no volverían.
Ya sólo son polvo, polvo en el viento. - Se dijo, mientras dejó que las cenizas fueran arrastradas por la brisa.
En el fondo él mismo sabía que no era un héroe. Se había unido al enemigo llevado por el despecho, la supervivencia y en cierta parte el respeto al rival que le había derrotado.
Buscando renacer de sus cenizas había vestido la capa, para alcanzar el destino glorioso que sin duda le esperaba. Él no había muerto aquel fatídico día, ni siquiera cuando el enemigo atacó el campamento. Cuando las tropas del Triplete llegaron y cayeron como una tormenta, junto a aquella mujer. Si es que no era algo más que eso, la Heroína de la puerta de Galdan.
Se levantó del suelo mientras su mirada se prendaba en la Luna, pero recordaba sucesos acaecidos tiempo atrás. Como aquel día había maldecido las órdenes que le mantenían lejos de la batalla. Trasladando los cuerpos de los caídos, se sentía como un espíritu que los acompañaba de un lado al otro.
Pronto la lucha comenzó de nuevo.
No, en ninguna de esas ocasiones había caído. Y si no lo había hecho había sido por la fuerza de su orgullo.
A lo lejos divisó una fogata y una reunión de gente, desde la oscuridad contempló una ceremonia a los caídos.
Aquella extraña gente discutía, se peleaba, muchos incluso se odiaban. Pero después ya fuera en la batalla o en honor a los que ya no estaban, se unían todos ellos, como una familia.
A su lado estaba la capa y el tocado. Su mano pasó por encima de éste, pero se alargó hasta su capa, poniéndosela encima.
Ahora tenía una nueva vida, su futuro estaba en la Compañía. Pero entonces cogió el tocado y se lo puso también. La vida consistía en seguir adelante sin olvidar lo que dejaste atrás.
Por unos momentos pensó en lo que se avecinaba. En aquella batalla en Galdan. Sintió un escalofrío como cuando uno siente la muerte. Apretó su mano en torno a su lanza con fuerza, hasta que sus nudillos se volvieron blancos.
Su mirada se volvió solemne, la sombra de cualquier temor o duda desapareció, se levantó y comenzó a caminar ya más tranquilo. Sus pasos eran como el andar de un león, el tocado, su melena, y el porte, el aura de nobleza de aquella bestia.
- Por mis venas corre sangre noble de una tribu ya extinta, todo un pueblo me contempla. Debo hacer que se sientan orgullosos de mí. - Terminó susurrando.
“Cualquiera que deja de aprender es viejo, ya tenga veinte años u ochenta. Cualquiera que sigue aprendiendo se mantiene joven. Lo mejor de la vida es mantener tu mente joven.”
Un anciano pasaba los días sentado en su tienda, a la entrada de la aldea donde se establecía su tribu, era muy querido por sus vecinos y siempre contestaba con mucha sabiduría a cualquier pregunta que le hicieran.
Un día, un joven se le acercó y le preguntó:
– “Hola, señor, acabo de llegar a esta aldea, me puede decir, ¿cómo es la gente de este lugar?”
El anciano sonrió con amabilidad para contestarle:
– “Saludos, hijo, ¿de dónde vienes?” - preguntó.
– “De un pueblo muy lejano" - respondió.
– “Dime, ¿cómo es la gente allí?”
– “Son egoístas, envidiosos, malvados, estafadores… por eso me fui de aquel lugar en busca de mejores hermanos" - dijo en un tono resentido, lleno de rabia y desesperación.
– “Lamento decírtelo, querido amigo, pero los habitantes de aquí son iguales a los de tu ciudad.”
El joven, resignado, lo saludó y siguió viaje.
Al tiempo pasó otro joven, que acercándose al anciano, le hizo la misma pregunta:
– “Acabo de llegar a esta aldea, ¿me podría decir cómo son los habitantes de la misma?”
– “¿Cómo es la gente del lugar del cual provienes?” - preguntó de nuevo el anciano siguiendo los mismos pasos que con el joven anterior.
– “Ellos son buenos, generosos, hospitalarios, honestos, trabajadores… tenía tantos amigos, que me ha costado mucho separarme de ellos.”
– “Los habitantes de esta tribu también son así” - respondió el anciano.
– “Gracias por su ayuda, me quedaré a vivir con ustedes. Os acompañaré en el viaje de la vida”- afirmó con el pecho henchido de felicidad.
Un hombre que también pasaba muchas horas en la entrada de la aldea, vigilando, no pudo evitar escuchar las dos conversaciones y cuando el segundo joven se fue, se acercó al anciano y le preguntó:
– “¿Cómo puedes dar dos respuestas completamente diferentes si los dos jóvenes te hicieron la misma pregunta?” - preguntó intrigado al anciano.
– “En realidad todo está en nosotros mismos. Quien no ha encontrado nada bueno en su pasado, tampoco lo encontrará aquí. En cambio, aquellas personas que tenían amigos en su ciudad de origen, también los encontrarán aquí, porque las personas reciben aquello que ellas mismas están dispuestas a dar a los demás.”
Sentado en la tienda, en el campamento de la Compañía Negra, aún recordaba León Anciano los primeros compases en aquella. La sonrisa que se le dibujaba en su arrugado rostro no era más que el fiel reflejo de su estancia allí. Aunque hubiera sido en otro momento un estorbo para su tribu (o al menos él siempre había pensado eso), sabía que sus hermanos en la Compañía, le tenían un respeto que el mismo admiraba. No respeto por ser un buen guerrero, ni el más fuerte de los de su raza, si no el respeto que merece la edad que pasa en un cuerpo marchito y que alimenta a la mente viva y despierta...
- "¿Dónde vas, Mwaloni?" - le preguntó su hijo con gesto severo.
- "Allí donde mi marchito cuerpo y mi mente capaz no sea un estorbo para la ferocidad guerrera de nuestra tribu, hijo" - contestó León Anciano con una sonrisa de felicidad dibujada en el rostro.
Su interlocutor miró al suelo compungido mientras que veía a su padre alejarse. Aún le faltaba mucho para poder llegar al horizonte, pero Grahgur, el hijo de León Anciano, supo desde aquel momento que no volvería a ver a su padre en todos los años que le quedaban de vida. Entonces gritó:
- "Pero padre, ¿¡quién les enseñará ahora a nuestros hijos el arte de la caza y nuestras costumbres!?"
Mientras andaba, al escuchar estas palabras sonrió a la vez que dos lagrimas resbalaban por sus mejillas hasta morir en sus labios. Después de todo el tiempo que había pasado, sentía que dejaba atrás a una tribu llena de orgullo, feroz y con las costumbres bien definidas. Todo un logro para un anciano marchito que dedicó estas últimas palabras a su tribu:
- "Hice que vosotros convirtierais lo imposible en posible, Grahgur. Me quedaré con eso el resto de mi vida."
Y dicho esto partió hacia el horizonte por última vez.
León Anciano miraba los entrenamientos desde la lejanía. Observaba a los jóvenes del Pelotón de Infantería correr, con sus por otro lado absurdas canciones. Aunque fueran tipos que no brillaran por su sabiduría, el León Hambriento los envidiaba. Envidiaba su fortaleza física, su determinación, su cuerpo preparado para el fragor de la batalla.
- "Quién pudiera..." - dijo el anciano en un susurro mientras en sus ojos se reflejaba el poderío físico de sus hermanos de Compañía.
Aunque siempre había intentado dejar atrás las tribulaciones que nublaran su mente, León Anciano siempre había deseado con fuerza estar a la altura de los guerreros de la Compañía. Cosa que por otro lado, él sabía imposible. Luchador hasta el desfallecimiento, sabía cual era su lugar y por tanto, lo desempeñaba con severa regularidad.
Por sus manos habían pasado varios de sus hermanos, pidiendo consejos que habían salido de sus labios como el agua del manantial. Sabía el león que ahora su lugar no era la lucha, si no la motivación de todos aquellos que lo necesitaran.
Aprieto los ojos mientras me llevo una mano a la frente. Un vacío, blanco, rencoroso y agobiante me atenaza cada vez que intento concentrarme y recordar. Una fuerza que me aparta, como intentar mirar a una luz demasiado brillante.
Lo único que consigo es que vengan a mi memoria imágenes de León Anciano, de Vieja Gloria, de la instrucción, de Tres Castores, de Fuerte Chuda. La sangre, roja y brillante saliendo de mis heridas, como una joya líquida. Cosas que ocurrieron siendo ya una mujer.
Si fuerzo mucho, incluso soy capaz de recordar el olor de la putrefacción del carro y la tienda de heridos. Un recuerdo que me hace tener arcadas. Respiro profundamente. En comparación, el aire libre huele tan bien…
De nuevo estoy divagando. Intento concentrarme otra vez.
¿Tengo familia? Lo más parecido que recuerdo a un padre es a León Anciano. En mi lecho, herida, el campamentero me arrulla con historias y conocimientos sobre la sabana, y me duermo imaginándome siendo una niña y jugando sobre retazos de hierva verde que lucha por sobrevivir cuando se retiran las lluvias. ¿He sabido todo eso alguna vez? ¿Tuve un padre, o una madre, que de pequeña me contó cuentos para dormir? ¿Alguien que me enseñara lo que parece que sé por instinto?
Cazar. Como un animal que tiene hambre y la naturaleza le dice lo que tiene que hacer. Quizás torpe al principio, pero al final aprende de sus errores, o muere. Y yo sigo viva. Aquello que alguna vez aprendí o me enseñaron, no se me ha olvidado. Es lo único que tengo.
No, ahora tengo familia. Un padre, León Anciano. Una hermana, Belleza. Hermana mayor que me ha cuidado cuando he estado herida, ha venido a verme cada día hasta que he podido ponerme en pie. Un hermano mayor, Escudo, que ha confiado en mí lo suficiente como para ponerme la capa. Hasta tengo una Diosa. Si es que esta me acepta.
Quiero creer en ella. Quiero luchar por ella. Pero soy una cazadora, una guerrera, una asesina. O quiero llegar a serlo. ¿Cómo no voy a derramar sangre? Hasta la mía propia manchó el suelo térreo cuando brotó de mi vientre. La Diosa comprendería mi necesidad, mi forma de hacer las cosas. Si no lo hace, no es tan buena como quieren hacerme creer.
Otra vez la concentración se escapa. Es inútil. ¿Por qué me costará tanto centrarme en algo? ¿Siempre he sido así?
Ni siquiera sé por qué perdí la memoria. Un trauma, dicen algunos, por haber pertenecido a los Esclavos del Profanador. Pero… no consigo recordarlo. ¿Un golpe en la cabeza? No recuerdo que alguna vez me doliera. ¿Alguna droga?
La luz brillante me ciega de nuevo al intentar recordar. Me siento tan perdida...
PREÁMBULO CABO BARRIL, UNA VIDA DIFÍCIL.
Decir que estuve a la sombra de Destello no sería cierto. Mi hermano mayor siempre estuvo pendiente de mí, quizás porque a primera vista se notaba que era diferente. Mis pequeños ojos porcinos, el hueso frontal abultado y la mirada perdida, hablaban de un futuro poco halagüeño.
- Es casi un retrasado -, supongo que es lo primero que pensaban al verme. Puede que tuviera algo que ver el que mi madre Hagiwara, tras una discusión con Carne Muerta, lo amenazó con perder el niño, cosa que casi hizo, por medio de unas hierbas que se tomó. El embarazo casi se dio al traste, pero la voluntad de vivir de la criatura que venía parecía que hablaba de alguien duro de pelar. Eso tuvo sus consecuencias claro. No empecé a andar hasta casi los tres años, y hay quien diría que nunca aprendí correctamente (aunque se cuidarían muy mucho de decírmelo a la cara). Mis primeras palabras vinieron algo más tarde, y si de algo estaba seguro Sombra del Mal es que Smarogas no sería el siguiente Analista.
Como me decía Destello, “no uses un martillo para nada que no sea clavar algo”. No sabía muy bien a qué se refería, pero Destello sabía mucho de martillos, tenazas, yunques y otras herramientas, a las que tomó aprecio desde muy joven, además de una notoria soltura en su manejo. Pero yo era un muchacho torpe y gordo, que no valía aparentemente para nada. Eso sí, era grande, y después de que me tocaran los cojones unos Reclutas y dejara a uno sentado de una torta, parecía que se abría un nuevo camino ante mí. El abuelo no quería ni oír hablar de mí, pero Carne Muerta me tanteó para saber si podría valer como Soldado. Pronto quedó claro que con algo contundente en la mano, era alguien a tener en cuenta. Mis hermanos menores mellizos, Riesgo y Pena, no se llevaban más que un año y poco conmigo, pero para el 179 ya eran Reclutas. Eran de mente afilada y cuerpo enjuto y nervudo los dos, habían salido a padre en ese aspecto.
En ese mismo año, se produjo la purga de la casta guerrera en Taglios. Los malditos cabrones nos la quisieron jugar, y sacrificar a toda la Compañía a su Diosa. Y dimos ejemplo. Todo hombre capaz de empuñar un arma fue ejecutado. Los cultos de los Impostores a la Diosa, erradicados de raíz. Había mucho trabajo por aquel entonces y aún no era un Soldado. Carne Muerta recibió la misión de explorar una manzana en la que se suponía que anidaba un último reducto de Impostores fanáticos, bien ocultos. Para ello tomó a Riesgo y Pena, infiltrados como actores callejeros, patrullarían las calles con un pesado teatro de mano, dando función y husmeando por ahí. Riesgo y Pena convencieron a Padre para que me dejara acompañarles.
- “El carro-escenario es muy pesado Padre, y Destrero puede llevarlo de allá para acá los días que estemos en misión, hasta que averigüemos algo.” – sonríe en mi dirección mientras lo dice, nombrándome con ese mote que me gané a pulso, ya que era un soberbio acarreador de cualquier carga necesaria en el Campamento. Aún puedo ver su cara y sus ojos inquietos. Aún recuerdo, esa es mi maldición. He olvidado tantas cosas, ¿por qué veo a Riesgo y Pena como si aún estuvieran aquí? No lo sé, pero les veo en sueños, con sus caras ennegrecidas… beber es bueno, evita que sueñes.
– “Además, cuando estemos haciendo “lo nuestro” alguien tiene que quedar allí para guardarlo. Nadie sospechará de él, ¿verdad Destrero?” – Pena me mira con esa mirada suya, que parece estar siempre triste, y asiente en mi dirección.
Carne Muerta se encoje de hombros y dice: - “Tú qué dices hijo, ¿quieres venir? Tendrías que estar muy callado, lo ideal sería que fingieses ser mudo y no hablaras con nadie. Esto nos llevaría unos días, ¿Crees que podrías hacerlo?” – El bueno de mi padre, siempre echando una mano a su hijo el tonto del culo. Claro que podría hacerme el mudo.
Tampoco es que hablara demasiado, y la gente no se dirige mucho a un chaval grasiento de cien kilos que apesta a sudor. Asiento con ganas, feliz de que mi familia cuente conmigo para algo relacionado con los asuntos de la Compañía. Eso quizás impresione al cabrón de Gulg cuando me presente en unos meses como Aspirante y no me haga la vida imposible, pensé. Estaba claro que pensar no era lo mío.
Total, que empezamos a hacer un par de funciones al día, narrando mierdas de historias, cantando y alguna pijoterada más. Yo me quedaba mirando embobado a mis hermanos, pensando cómo podrían acordarse de todo ese texto. Para ser honesto, ya me admiraba que supieran leer, claro. Montaba el escenario, y lo recogía por la noche. Llevaba el carro de allá para acá, y en general me ocupaba de todo trabajo pesado y de guardar el carro cuando mis hermanos y mi padre se iban turnando para hacer “salidas” para averiguar información sobre los mierdas de los Impostores.
Riesgo y Pena tenían órdenes explícitas de explorar e informar, en ningún caso debían provocar un enfrentamiento. Pero Riesgo… bueno, no lo llamaban así por nada. Habían salido una noche, a explorar una especie de caserón en ruinas que había cerca de una taberna muy frecuentada por los Impostores antes de la purga. Era de madrugada y Padre estaba bastante nervioso. Había revisado su equipo tres veces, y eso era un síntoma de alteración extrema para él. Finalmente, creo que presintió que algo no iba bien.
– "Smarogas, te vas a venir conmigo. Tus hermanos iban a explorar un caserón cerca de aquí por un rumor que oyeron en la taberna. Deberían haber vuelto hace una hora, y vamos a ir a buscarlos. Te vas a quedar fuera, y si te hago este gesto,"– alza corazón e índice haciendo el gesto de cortar – "sales corriendo al Campamento y les cuentas lo que está pasando." – Tras eso nos pusimos en marcha, Padre con sus filos y las cosas afiladas que lanza, y yo agarré un buen leño por si acaso.
A llegar allí vimos que había un par de hombres apostados en el murallete de acceso al caserón, al lado de unas brazadas de leña. Unos tipos negros y grandotes, – Impostores… – pienso enseguida. Parecen hablar entre ellos en una jerigonza indescifrable, y reír de vez en cuando.
Lo lógico hubiera sido retirarse y avisar. Volver con refuerzos y darles bien por el culo. Pero en ese momento pudimos ver como subían por unas escaleras exteriores a dos jóvenes atados y con la cabeza tapada, y por delante de ellos otros Impostores cargaban brazadas de leña. Iban a dar un ejemplo, y les había tocado a Riesgo y Pena. Nunca supimos cómo les pillaron, pero me imagino a Pena diciendo con su tono monótono – “Volvamos, están en el caserón, debemos informar” – Y a Riesgo convenciéndole para que echaran un vistazo más a fondo.
Mi padre se incorporó y me hizo el gesto de que me fuera, pero negué furiosamente con la cabeza mientras asía el leño con fuerza. No podía obligarme a volver, al menos sin revelarse, así que nos pusimos en movimiento. Unos afilados dardos con ponzoña se ocuparon de los vigilantes, malditos fueran, y se nos heló la sangre cuando vimos que la leña que estaba a su lado estaba salpicada de aceite. Conseguimos llegar a la escalera, pero a medio camino, alguien nos vio desde dentro de la estructura.
Tres tipos salieron por una balconada con pañoletas en sus manos. Al principio me hicieron gracia, no tenían nada que hacer frente al acero de mi padre y mi buena cachiporra. Pero cuando me tenía medio ahogado viendo chiribitas en mi campo de visión, ya no me quedaban ganas para reír. Mi padre se batía bien, tiró unos abrojos y los descalzos salvajes pasaron un mal rato. Pero sus gritos hicieron ponerse en movimiento a los que estaban en la terraza de piedra de arriba, y al cabo de unos momentos, el fuego iluminó la noche, a coro de unos horribles gritos.
Unos pasos apresurados hablaban de refuerzos en camino para los malditos Impostores. Mis hermanos ardiendo… aquello colmó el vaso, le metí un codazo en las costillas y le partí el leño en la cabeza. Cayó para no volver a levantarse. Mi padre subía como un poseso las escaleras lanzando tajos a lo que se interponía, pero la prisa le hizo perder la guardia y fue alcanzado por algunos dardos de cerbatana de esos bastardos.
Cuando llegamos arriba el Sacerdote Impostor sonreía obscenamente mientras proclamaba el sacrificio de los dos Oscuros a la Diosa. Cuando nos vio, mandó a los pocos que quedaban y mi padre se trabó con ellos. – “¡Sálvalos!”- Me gritó mientras daba y recibía tajos. Corrí hacia ellos, pero el sacerdote me cortó el paso con su pañoleta en las manos.
El tipo era escurridizo, si bien no era excepcionalmente grande o fuerte. Me lancé contra él a ciegas para agarrarle, y en un principio quedó sorprendido. Luego empezó a moverse como una serpiente, y de repente me asfixiaba otra vez. Pero este tipo era hábil, me robaba la vida, a la vez que los gritos de mis hermanos se apagaban. Sentía su aliento apestoso en la oreja. Gruñendo como un animal, volví la cara todo lo que pude, y le arranqué la puta nariz de un mordisco. El tipo empezó a chillar y a sangrar como un cerdo, y se distrajo lo suficiente para que pudiera agarrarlo y lanzarlo por la balconada. No dejó de gritar hasta que el suelo lo recibió con un crujido de huesos rotos.
Me quemé las manos sacando a mis hermanos de las piras, y mi padre conmigo, a pesar de que sangraba por media docena de heridas y tenía varios dardos clavados en el cuerpo. Dejamos aquel sitio ardiendo hasta los cimientos, y cargué los cuerpos de Riesgo y Pena hasta el Campamento, con mi padre apoyado en mi hombro, más pálido que un muerto.
Y eso es lo que era, porque llegó a contar lo que había pasado y pedir venganza al Capitán. Luego murió, tenía suficiente veneno en el cuerpo para matar un buey. Pero antes de hacerlo, me miró con orgullo. – “Pelea siempre hijo, nunca…te… rindas…” - y ese fue el final de Carne Muerta.
Sólo decir que las barbaridades que allí hicimos se recordarán durante varias generaciones, si es que las mujeres de allí encuentran un varón Impostor que pueda ser capaz de engendrar. Antes de que Taglios nos mandara un ejército capaz de aplastarnos, nos fuimos hacia el Norte. Siempre hacia el Norte.
Meses después me convertí en Aspirante y comencé mi andadura como Soldado en la Compañía. No me gustan los fuegos grandes, ni la Diosa de los cojones. Pero sé cuál es el valor de la Familia y de un Hermano Juramentado mejor que nadie.
Entramos en la Gran Sabana; un lugar de infernal calor y poblado por muchas tribus de nombres ostentosos, en las que encontramos dos cosas: Plata y candidatos para nuestras filas. Los hombres negros de esta comarca eran recios y supervivientes, sangre nueva para alimentar las disminuidas filas de la Compañía, que apenas superaba el centenar en esa época.
Cuando pasé el Entrenamiento, en el que me apodaron Grandullón, fui directo a la Infantería. Poco que pensar y mucha pelea a mano. Un trabajo sencillo, de los que me gustan de toda la vida. Después de un par de años curtiéndome en las luchas de las Tribus, llegó el desafío de la Horda de las Arenas Sangrientas. Gracias a la cantidad de Reclutas que hacíamos, y la buena mano de Gulg, conseguimos rechazar ese poder emergente, captando incluso alguno de esos berseker de tierras lejanas para nuestras filas.
El trabajo no escaseaba, y pasé de ser un Novato de los cojones a alguien que se había dejado el culo más de una vez por enderezar una batalla. Y entonces llegó el Profanador de Mentes y todo se fue a la mierda.
La lucha contra ese maldito engendro casi deja a la Compañía de rodillas y causó el mayor ataque interno conocido. Unos mercaderes infiltrados hijos de puta envenenaron con el mal yuyu del Profanador la reserva de agua de la zona de Seguidores de Campamento, y en una noche tuvimos una quinta parte de los Seguidores con los ojos vacíos de vida y abiertos a su control mental. La Noche del Zombu, la llamaron, y nunca hemos tenido más bajas en el recinto empalizado. Entre ellas estuvo mi madre Hagiwara, que siempre me había tratado con algo de distancia, por mi aspecto, pero quizás con cierta culpabilidad en su alma, ya que reconocía su mano en la deformidad que adornaba mi rostro.
Además de las bajas, los zombus se llevaron a bastantes Seguidores prisioneros a las mazmorras del Profanador. Las Prostitutas se habían refugiado en la tienda de mi madre, que tenía su propio guardaespaldas. El luchador y mi propia madre habían dejado un reguero de zombus a su alrededor, pero finalmente aquellos descerebrados se habían llevado a las Prostitutas supervivientes, Cuentista y alguna que ya no recuerdo.
La Campaña tomó otro cariz, en orden de rescatar a los prisioneros, y acabar de una vez por todas con el Profanador, el Capitán forzó un gambito que creí que nunca vería. Se metió en una batalla de todo o nada. Las batallas tenían un cariz, había opciones de retirada, y demás, pero esta no. Si perdíamos, se acababa la Duodécima Compañía, así de fácil. Nos dejamos los cojones, y muchos las teas, pero acabamos con ese cabezón hijo de puta, y siempre que paso delante de su puta jeta momificada, escupo maldiciéndole. Para que se retuerza en el Infierno en el que esté.
Seguimos el juego de toma y daca con las Tribus de la Sabana, moviéndonos según las necesidades de los contratos y engrosando nuestras filas cada vez más de recios K´Hlata. Los Oscuros puros dejaron de nacer no sé cuándo, aunque creo que dejé bastantes mestizos aquí y allá en eso años. El botín es el botín, y las putas del Campamento no me hacen buenas tarifas. Pasaron los años y el número de Hermanos Juramentados era cada vez mayor. Aunque los Oscuros que vivían como Seguidores eran cada vez más abundantes, frente a la escasez de tropas de nuestra raza.
Tanto crecimos que se creó una segunda Escuadra de Infantería. Yo era un Veterano de aquellas y me pusieron al frente de la nueva sangre. Me quejé porque no me dieron más que K´Hlata novatos y Vientos me dijo:
- “Tienes razón Grandullón, llévate a Lagrimita, el habla K´Hlata bastante bien y tu K´Hlata apesta, que te eche una mano.” - Y mi primo se vino conmigo. El pobre Lagrimita parecía condenado a seguir la historia de su padre, años de Soldado y ahí sin ascender. De hecho debería haber sido la puta Escuadra Vieja Guardia, pero el obcecado cabezota de mi tío, dijo: - “El chico lo hará bien, ¿verdad Grandullón?” - Me palmeó el hombro y se piró. Vientos no le dijo ni mu, claro, nadie le toca mucho las pelotas a Vieja Guardia. Y así mi lacrimoso primo y yo compartimos Escuadra con unos recios K´Hlata que han sangrado como pocos por la Compañía. Me alegro de tenerlos bajo mi mando, son cojonudos. Al poco de estar juntos, parecían asombrados de lo que puede beber y comer un hombre de verdad y me bautizaron Barril. Eres lo que dicen que eres, pero me gustó y se extendió como el fuego en la hierba seca de la Sabana. Escuadra Barril, sí señor.
Poco después llegaron los Caimanes Negros, con su contrato fatal. A punto de la extinción, nos pedían con las manos llenas de plata profana que les dejáramos en el primer puesto de Tribus de la Gran Sabana. Después de cuatro años de campaña, así fue, aunque el trato que nos dieron finalmente distó de ser satisfactorio. La Tribu de los tres Castores y sus afanes expansionistas habían dado con la Compañía, y para ellos había llegado la Oscuridad. Lo único que nos consolaba, es que sin nuestro respaldo, en más o menos tiempo, los inútiles de los Caimanes Negros volverían a su lugar en el fango de la gran Sabana.
Claramente reducidos en número, si bien con una buena soldada agarrada, seguimos hacia el Norte, escapando de los calores de la Gran Sabana, al menos en parte. Nos tantea un posible nuevo patrón, el Reino de Cho'n Delor. El éxodo nos obliga a viajar como hacía años que no nos veíamos obligados, desde la misma Taglios.
Tras aceptar las condiciones de Cho'n Delor, tomamos contacto con nuestros enemigos de una manera desagradable: con muertos abundantes. Parece que estos Pasteleros de los cojones, sí que saben cosas sobre táctica, disciplina y en concreto sobre el funcionamiento de la Compañía, lo cual obliga al Capitán a desempolvar viejas tácticas. Hay que limpiar un territorio de tropas del Pastel, y eso nos lleva tiempo y sangre. No son mancos estos hijos de su madre. La Campaña nos lleva a un hito en ella: la toma del Fuerte Chuda. Ahí es donde todo se empezó a ir a la mierda otra vez.
Después de que el Capitán cayera en ese estado que sólo le lleva hacia el Abismo, todo se ha ido precipitando. Hemos llegado a un punto en que nuestras filas se han reducido mucho, y si siquiera poniendo a Gulg a trabajar a toda mecha, conseguimos rehacer nuestras filas. Aparte de cabrones aislados moviéndose de puntillas por el Llano de Galdan, tenemos suficiente tranquilidad para montar Campamento en firme. Pero de repente nos hacen una jugada y los cazadores pasan a ser cazados.
Cuando el ataque de la Heroína de la Puerta de Galdan desbanca nuestras defensas, y hace prisioneros en nuestras narices, no puedo dar crédito a lo que veo. Y el mamón del Analista (porque ese será Capitán cuando le salgan los huevos del culo) pidiendo calma y tranquilidad, no te jode… Cuando montan las piras me preparo, la orden no tardará en llegar, se impondrá el coraje de los que rodean al Mando. Analista va a ordenar el ataque, nadie puede ser tan capullo.
Pues no dice el muy capado que - “En sus puestos, es una trampa…" - Al ver encender esos fuegos, algo se rompió en mi interior, o no sé si fueron los maderos de la puerta, porque sólo veía a mis hermanos gritando y ardiendo en aquellas hogueras de los Impostores.
Sólo sé que cargué hacia allá con la única idea de impedir, esta vez sí, que aquello volviera a pasar. La puta Heroína, con su brillante armadura iba a ser la primera. Pero la muy zorra se las arregló para meterme treinta centímetros de acero en las tripas y cuando llegué a su vera, sin aliento y sangrando como un cerdo, me despachó como a un estafermo.
Apenas si conseguí rozarla, a la puta cobarde protegida por encantamientos sin duda. Sólo oí antes de caer las voces de los muchachos de Infantería, bravos todos ellos – "Dadla por el culo…"- pensé antes de caer en la negrura de la inconsciencia.
A veces era consciente de que el chico de Portaestandarte me metía las manos en las tripas. Veía su cara pálida manchada de sangre y me hurgaba dentro. No me dolía nada, pero no era natural aquello. Es buen chico Matagatos, algo estiradete, pero bueno, nadie se lo ha puesto fácil con las historias sobre su padre. Lo siguiente es que estaba hecho mierda. No sólo me pasé meses comiendo sopa que sabía a cagados sino que todo el jodido mundo se había ido, ¡a una Fiesta!
Esto no podía estar pasándome a mí. Pasaba las noches pensando lo que le iba a hacer a la Heroína y los días gruñendo por el resultado de aquella acción tardía. Pobres rufianes de Usurero y pobre Sicofante, espero que estén en un lugar mejor. Sufrimos una especie de ataque en ese tiempo, pedía a gritos mi maza, pero sólo conseguí caerme del catre, y que cuando todo acabó, me tuvieran que subir de nuevo cinco auxiliares, y un dolor terrible en la panza.
Han pasado muchos meses. Matagatos prácticamente me seguía fuera de la tienda sermoneándome el día que me iba, - “Tío no comas eso. Tío no bebas de lo otro…” - El chico lo hace con buena intención, pero como yo digo – “Si no haces vida normal, no vuelves a la normalidad.” -
Lo primero que hice fue ir a ver a Campaña. El muchacho tenía otra vez su Capa Negra, lo cual era bueno. Después de una charla con él para que me pusiera al día de lo ocurrido estos meses. - "Os aseguro que me da por el culo la manera que tiene la gente de enrollarse contando algo. Campaña, pese a lo que cree mucha gente es un chico observador, y que dice las cosas por su nombre, no apostaría nunca contra él, no olvidéis mis palabras." -
Después me reuní con los muchachos y cogimos una buena cogorza, como debe ser, y les dije que me las iban a pagar por no haber pensado en mí para ir a la famosa Fiesta que dieron los Patrones, aunque fuera en una camilla. Al menos Grito me hizo descojonarme cuando me contó como “cogió” a aquella esclava por detrás delante de todos.
Apenas he tenido tiempo de ponerme en forma. Me noto flojo y no he entrenado prácticamente. Esta batalla es algo que afrontaré con lo puesto. Pero no puedo fallar a los muchachos, ni a la Compañía. Iré con ellos y veremos cómo acaba. Esto me recuerda algo de hace muchos años; para mí es una batalla como la de tiempo atrás del Profanador “de todo o nada”. No rezo a ningún Dios o Diosa (me cago en su estampa), pero saco unas pequeñas figuritas de madera que representan a un hombre, una mujer y dos muchachos y hablo un rato con ellos en un tono que nadie en la Compañía reconocería. Lo haría con Destello, pero no lo entendería, hace años que dejó este camino. Guardo las figuritas en un saquillo y me voy a la Tienda de Grog. Tengo sed y no quiero soñar esta noche.
CABO BARRIL, DE NUEVO A NOVATO, COMIENDO COMO UN CERDO.
Si algo recuerdo de aquellos años, era el puto calor. La sensación de estar asándome todo el día es lo que menos echo de menos de la Sabana. Y eso que en aquella época, mis posibles eran mínimos y por armadura tenía un cuero reforzado. Los comienzos son difíciles y un novato recién parido por Gulg no podía aspirar a mucho más. Con eso, y una vieja maza que me arregló Destello y un cuchillo de dudosa procedencia, afronté los primeros trabajos de la Compañía en la Sabana.
Hay que aclarar que en aquella época, recién salidos de Taglios por los pelos, sumábamos muy pocos y nuestros recursos eran escasos. La Compañía había perdido muchos de sus activos tanto en personal como en recursos y durante algunos años, ni siquiera se pudieron hacer emblemas de plata para los pocos Hermanos Juramentados que entre los K´Hlata se unían a nuestras filas, los cuales eran mayormente criminales y descastados entre los suyos. Nosotros éramos extraños demonios de color pálido, que acababan de llegar a la Sabana, y una banda de mercenarios algo harapienta no suele suscitar más confianza que una plaga de langostas. Algunos aprendieron por las malas que entrar en la Compañía para deshonrar la Capa no era buena idea.
Tras un par de años errando por la Sabana y aceptando contratos que nos hubieran hecho reír a carcajadas años atrás, aún no habíamos conseguido recomponernos. Aceptamos un contrato de un Jefe Cebra, que tenía problemas territoriales con un asentamiento cercano de un advenedizo primogénito de los Antílope. El tipo de nombre impronunciable, se había traído un séquito de guerreros y mujeres y había plantado una aldea fortificada, cerca de unos cotos de caza, amenazando la supervivencia de la tribu Cebra.
Tenía un buen número de guerreros con él y para las escasas decenas de Novatos (entre las que estaba yo) que formaban la capacidad ofensiva de la Compañía por aquel entonces, un ataque frontal parecía inviable. Un acercamiento más diplomático, aconsejado por Analista, sólo nos trajo una baja y un incapacitado a nuestras ya mermadas filas. El Capitán puso a los Exploradores a trabajar y estuvieron vigilando al inflado tipejo durante unas semanas. Resulta que le gustaba salir a cazar personalmente, y aunque iba escoltado, el número de acompañantes era bastante más asumible para un enfrentamiento. Gustaba de cazar un cerdo colmilludo de buen sabor que hay en la Gran Sabana, el cual tiene además bastante malas pulgas.
El asignado a la misión fue el Cabo Rompelomos. Por aquel entonces ni siquiera teníamos caballos, y Rompelomos mandaba a la Infantería. Valiéndonos de un par de Exploradores K´Hlata, capturamos una cría de esos animales y lo enjaulamos en donde la Compañía hacía parada. La Gran Sabana no era un buen lugar para sorprender a alguien, es un sitio bastante llano, y los accidentes del terreno que te permitirían emboscar a alguien no son precisamente abundantes. Y ya no hablemos del hecho de convencer a alguien para que se acerque a uno de ellos. Pero a base de pelos y sangre de la joven cría capturada, los Exploradores crearon un falso rastro que llevaría al grupo de caza del cacique exactamente al lugar adecuado para nuestro propósito, uno cuya vegetación más abundante nos permitiría recibir a los cazadores de manera adecuada.
Mis labores en el Pelotón de Infantería había venido marcadas en gran manera por lo que se espera de un recién llegado. Hacía trabajos pesados en el Pelotón, mayormente acarrear de aquí para allá, muchos aún me conocían como Destrero y esa, además de hacer guardias, eran mis principales labores. Pero en este caso había que llevar al chillón cerdito con su jaula a cuestas, y a quién se lo empaquetaron, pues a mí. Hicieron un arnés que con esfuerzo podría cargar hasta la zona donde se produciría la emboscada. Y debía estar pendiente del animal manteniéndolo en silencio o pinchándolo para que chillara cuando se me indicara.
Salimos del Campamento y tras una agotadora marcha de medio día con el cerdo cabrón a la espalda, llegamos al lugar donde se supone que acontecería la lucha. La jaula pesaba tanto que sólo había podido llevar mi cuchillo, teniendo que dejar la maza atrás. Una vez allí esperamos dos jornadas, con política de residuos enterrados y nada de fuegos. Por fin nuestros Exploradores llegaron: el grupo de caza se aproximaba, así que nos preparamos. El grueso de la Infantería estaba en un área de desenfilada, protegidos por un repecho tras una zona de vegetación algo densa, mientras que algunos Exploradores estaban camuflados semienterrados para atacar por la espalda cuando fuera necesario. Rompelomos y un pequeño grupo esperábamos algo más alejados, al este.
La señal convenida es que yo haría chillar al cerdo a la orden del Cabo, así con nuestras fuerzas al Norte, los Exploradores al Sur, y Rompelomos media docena de infantes y yo al Este, viniendo la partida de caza en dirección Sur, al oír los chillidos del cerdo, se desviarían en nuestra dirección, recibiendo un ataque sorpresa por ambos flancos. Y como tal, pasó. Rompelomos me dio la señal convenida y pinché al bicho con mi cuchillo que empezó a chillar como… bueno como un cerdo. Los cazadores se giraron en nuestra dirección y tras unos momentos los nuestros salieron de sus escondites cayendo sobre ellos por sorpresa. Se oían ruidos de lucha y el Cabo ordenó desenvainar armas y unirse a la cercana refriega. Pero en ese momento, la que creo sería la jodida madre del cerdito entró en nuestro radio de acción con los ojos inyectados en sangre y cargando a todo lo que se movía. Alcanzó a un infante y le abrió la pierna del tobillo a la rodilla en un instante, mientras chillaba desaforada. Estaba enloquecida, probablemente seguiría el rastro de pelo y sangre de su cría también y nos había pillado a contrapelo. El Cabo estaba en un brete, si nos ocupábamos del enorme facóquero (luego supe que se llamaba así) el ataque sobre los cazadores podría flaquear, después de todo no éramos tantos.
Pinché al cerdito haciéndolo chillar de nuevo, ganándome así la atención de la colmilluda bestia. - ¡Váyanse Cabo, yo me ocupo de este joputa! – y nos cargamos mutuamente, colmillos contra daga, bestia contra otro tipo de bestia. El Cabo no se lo pensó, dio la orden y cargaron en pos de la refriega dejándome atrás.
Caímos uno sobre otro, y aunque yo pesaba mucho más, la fuerza desesperada de la criatura era terrible, me arañaba una y otra vez con sus terribles dientes que apenas conseguía mantener a raya para evitar heridas mayores en una presa en su cuello, mientras hundía el cuchillo una y otra vez en su corpachón. Si lo soltaba acabaría conmigo y el quejoso infante que se desangraba unos metros más allá. Sólo recuerdo acuchillar una y otra vez, una y otra vez… luego todo se volvió negro.
Cuando me quitaron el enorme cerdo de encima los muchachos me ayudaron a levantarme y me miraron, cubierto de una docena de cortes y empapado de sangre, tanto del cerdo como mía. Habían conseguido vendar la pierna al otro herido y me fueron palmeando la espada.
- ¡Joder Grandullón, te has cargado al cerdo tú solo, buen trabajo! ¡Y además tendremos cena! – Rompelomos me dio la enhorabuena personalmente y agradeció que me ocupara de ese problema inesperado de manera rápida y voluntariosa. Al volver al Campamento la historia se extendió y se hizo un banquete, en el que me ofrecieron en el plato el corazón del facóquero. Ya no era un Soldado Nuevo más, había sangrado con gusto por los compañeros y se me tuvo en más consideración desde entonces.
Después de llevar la cabeza del cacique en una pica y plantarla cerca del poblado no hubo que esperar mucho. Al día siguiente el asentamiento estaba vacío, y los Cebra pudieron seguir con su vida normal, después de pagar nuestros honorarios.
Aún sueño alguna vez con que me persigue la enorme cerda y con sus afilados colmillos, ella sólo quería defender a su progenie, pero por donde pasa la Compañía, suele llegar la Oscuridad.