Castillo de Fougères, País de Rennes, 25 de diciembre de 1264
—Medianoche—
La reunión en el salón se había terminado finalmente, después de que la chiquilla de Margawse se hubiera mostrado casi tan críptica como su señora. Les ordenaban buscar aliados, información, pero les negaban la que ya poseían. Tal parecía ser, como siempre, el proceder de los poderosos.
Pero esos pensamientos no duraron demasiado en la mente del normando. Una vez que todos los cainitas comenzaron a retirarse para preparar un viaje que bien podría llegar a ser difícil, el gangrel aguardó unos instantes, antes de tomar el mismo corredor por el que había desaparecido instantes antes la sombría consejera de la duquesa. Con paso vivo, siguió sus pasos a través de las entrañas del castillo.
-Sybilla. -La llamó con suavidad cuando estuvo cerca de alcanzarla, evitando alzar su voz. -Aguardad.
Castillo de Fougères, País de Rennes, 25 de diciembre de 1264
—Medianoche—
Sybilla había abandonado la sala, sin decir mucho más.
Deseaba dejar atrás esa noche aciaga, y acallar las voces de antaño, que en aquel instante parecían vivas y presentes. Avanzó por el corredor, sin prisa pero sin pausa, inmersa en sus propios pensamientos, cuando una voz clamó su nombre. La figura del normando se desdibujaba bajo la luz temblorosa de las antorchas que descansaban a cada lado de la pared, ante los ojos negros de la consejera, que aguardó, dejando traslucir finalmente parte de la desazón que la carcomía en aquellos instantes.
- Me alegra que volviérais de una pieza tras esa cacería a la que os encomendásteis.-confesó, obligándose a emitir un leve suspiro.
Castillo de Fougères, País de Rennes, 25 de diciembre de 1264
—Medianoche—
Un extraño instante siguió a las palabras de Ingvar, hasta que finalmente Sybilla habló también. Uno de esos breves momentos que parecen durar una eternidad, sin que una vez pasados ninguno de los que los han vivido puedan saber exactamente qué tiempo había pasado. Así se mantuvieron ambos, observándose sin avanzar, en aquel corredor, dejando que tan sólo fuese el fuego de las antorchas quien rompiera la imagen congelada que formaban.
-En eso me veo obligado a coincidir con vos. -Contestó, con su habitual sonrisa, tras el suspiro de ella. Era evidente que, a pesar de que la muerte hubiese bailado con ellos en el salón esa noche, el normando no había duda en su forma de encarar su no-vida dar cabida al temor. -Yo también me alegro de haber salido ileso del combate. Cualquier otro resultado hubiera sido un grave contratiempo.
-Sin embargo, ni el combate ni el dokkalfar me preocupan demasiado. -Añadió, ahora serio, mientras caminaba de nuevo hasta cubrir la distancia que los separaba y colocarse frente a ella. El fuego de las antorchas hacía bailar las sombras sobre su rostro mientras su mirada se clavaba en la de ella. -Pero vos sí me inquietáis. Vuestro origen… Lo que os ha encargado Margawse… -Su voz se extinguió tras esa última palabra, mientras trataba de encontrar la forma de expresar sus pensamientos sin equivocarse. Pero no quedó satisfecho por lo que, finalmente, se limitó a lanzar una pregunta.
-¿Estaréis bien?
Castillo de Fougères, País de Rennes, 25 de diciembre de 1264
—Medianoche—
Sybilla escuchó, quieta, inmóvil como una estatua. Torció el gesto, ligeramente, y guardó silencio, aún cuando Ingvar había terminado de hablar e incluso había formulado aquella pregunta, como si meditase lo que pudiera decir a continuación.
Podría haber dicho que sí, que estaría bien. Pero aquello no habría sido del todo cierto, al igual que tampoco habría sabido asegurar una respuesta totalmente nefasta. Sencillamente, no sabía cómo debía, o cómo podía reaccionar. No lo sabría hasta encontrarse frente a aquel nombre, tomando de nuevo presencia física y rostro tras lustros de distancia, emergiendo de sus recuerdos más soterrados.
- No lo sé.-admitió, finalmente, posando la vista sobre el suelo, mientras notaba un nudo en la garganta- No sé si estaré bien. No lo sabré hasta... Hasta que llegue el momento. -explicó, parpadeando al fin- No deseo hablar de este tema, aquí...-dijo, mirando alrededor- No quiero que nadie escuche lo que no debe escuchar. -expuso, consternada- Ha sido... Una noche complicada. -puntualizó, dando un paso hacia él, y tomando su mano, con delicadeza, manteniéndola sujeta entre las suyas, delicadas y enguatadas- ¿Me acompañaréis hasta que el sol nos obligue a despedirnos hasta el próximo ocaso?
Castillo de Fougères, País de Rennes, 25 de diciembre de 1264
—Medianoche—
En silencio, el normando observó el delicado rostro de la cainita, viendo cómo ésta se entregaba a una reflexión antes de ofrecerle alguna respuesta a su pregunta, y tratando de adivinar qué clase de pensamientos estarían teniendo lugar tras la infinita oscuridad de su ojos. En la forma en la que ella torció el gesto, en la fragilidad que parecía adivinarse en su mirada huyendo al suelo, se reflejaban las dudas.
Y casi involuntariamente, Ingvar se encontró preguntándose si la seguridad que había tenido siempre sobre qué sucedería cuando él mismo se reencontrara con su sire estaba realmente fundada. Si al ver de nuevo al ser que había sido su dios y su señor, sería capaz de actuar con la voluntad y la rabia que lo espoleaban al recordarlo y no dudar.
Pero esos pensamientos se esfumaron como la niebla se pierde con el calor del sol tan pronto como ella habló de nuevo, tan sólo un breve vistazo a sus pensamientos, hasta sugerir algo más que evidente. Un corredor no era lugar para una conversación así.
-Estoy de acuerdo. –Contestó casi de inmediato, y dedicó una mirada recelosa a la oscuridad que se agazapaba en los recovecos del corredor. Ser escuchados ni siquiera era lo peor que podía sucederles en una noche como aquella. –No es éste el lugar en el que escogería estar, así que acepto cualquier sug…
Calló entonces, al sentir cómo ella tomaba su mano para sostenerla, suave pero decididamente, entre las suyas. No había latidos del corazón que él pudiera sentir acompañando a ese toque, ni calidez en la piel bajo la tela de sus guantes que pudiera alcanzarlo. De ambas cosas, tan sólo la memoria perduraba, pero fue suficiente para que en el gesto de ella regresara el recuerdo. El recuerdo de dos corazones forzados a latir bajo las estrellas. Forzados a vivir.
-Os acompañaré mientras la noche dure, sí. –La voz de Ingvar era inesperadamente suave en el susurro que entonó como respuesta, y la leve sonrisa que lo acompañaba estaba por completo desprovista de ironía. -E incluso entonces, puede que trate de pelear por robarle un suspiro más al amanecer.
Castillo de Fougères, País de Rennes, 25 de diciembre de 1264
—Medianoche—
Sybilla apretó su mano, durante un breve instante, antes de soltar, despacio, escudriñando la misma oscuridad que Ingvar había contemplado momentos atrás. Había muchos motivos por los cuales prefería no estar sola, en aquel instante. Y el corredor oscuro le recordaba varios de los mismos.
Contempló de nuevo el rostro del normando y en un breve pero igualmente delicado atrevimiento, apoyó su mano derecha enguatada sobre su mejilla- Acompáñame.-dijo, dejando caer su palma, para recogerla sobre su propio regazo, dándose la vuelta para comenzar a andar, dirigiéndose al torreón Melusina, donde se encontraban sus dependencias.
La consejera no volvió a mencionar palabra durante el camino, siendo tan solo sus pasos ligeros lo que rompía el silencio que reinaba en los corredores, junto al andar más pesado de su acompañante. Cruzó un corredor, y otro, y quizá alguno más. Cambió de dirección un par de veces y ascendió un par de escalinatas, y finalmente se encontró frente a una puerta de madera en la que destacaba un pequeño ventanuco cerrado que se abría desde dentro de la estancia a la que daba paso la entrada.
Sybilla sacó una llave del bolsillo de su vestido, y abrió, con suavidad, entrando a una estancia en penumbra, sin que aquello pareciese perturbarla o causarle torpeza alguna. Esperó a que Ingvar entrase tras ella, y cerró, a su espalda.
Un conjunto habitaciones bellamente decoradas, aunque no recargadas, se desplegaba ante la vista del normando. Una pequeña sala presidida por una pequeña mesa redonda decorada por un jarrón con flores frescas, así como un par de sillas bellamente labradas, eran el mobiliario que componía el recibidor, que daba paso a dos entradas más.
A través de una, se vislumbraba un escritorio, y una estantería de madera con diferentes pergaminos y un par de libros, intuyéndose una ventana al fondo de la misma, tapada por un grueso cortinaje. A través de la segunda, se intuía algo más de luz. Una luz temblorosa de llamas, que crepitaban en el seno de un hogar prendido, emitiendo un agradable calor que caldeaba aquella estancia en la que había un lecho con dosel cuyas cubiertas se encontraban atadas a los postes y estaban constituídas por terciopelo rojo y tupido, también un conjunto de mesa y sillas similar al de la entrada, igualmente decorado con flores frescas. Diferentes arcones, una estantería y un armario, componían el resto del mobiliario. Una ventana, también cubierta por un grueso cortinaje, se intuía junto a la chimenea.
La consejera se dirigió hacia esta última estancia, invitando a Ingvar a seguirla, con un gesto, tomando una botella de un estante, junto a dos copas de cristal de buena manufactura- Bienvenido a mis aposentos.-dijo, apoyando las copas, con cuidado, sobre la mesita, sirviendo, de la botella, un líquido rojo y ligeramente espeso, de olor ferroso, que pronto llamó al olfato de ambos cainitas.
Tomaba acto seguido la copa del tallo, y la observaba, refulgiendo frente al fuego, tornándose el rojo en rubí, antes de otorgar un sorbo, y proceder a retirar, uno a uno y con delicadeza, los guantes que cubrían sus blancas y delicadas manos, depositándolos sobre la mesa para acercar ligeramente las palmas hacia el fuego, entrecerrando los ojos con agrado al notar el calor, aunque sin atreverse a avanzar más- Tengo miedo de lo que pueda encontrarme al llegar a Concoret.-dijo, de pronto, apretando los labios en una fina línea durante un instante- No sé si temo encontrarme con el pasado, o con un presente tan diferente a mis recuerdos que me haga sentir una extraña en la que fue mi casa durante tanto tiempo. -explicó- El anillo.-dijo, mirándolo, mientras se obligaba nuevamente a suspirar- Necesito que me lo des. Si hay alguien que debe representarnos ante ese hombre, esa soy yo, Ingvar. Es... Es algo que debo afrontar, ¿lo comprendes?
Castillo de Fougères, País de Rennes, 25 de diciembre de 1264
—Medianoche—
Así, siguiendo a la etérea y sombría silueta de Sybilla, Ingvar atravesó el hogar de la señora de Bretaña por fríos corredores y salones silentes, hogar únicamente de la noche, hasta alcanzar una puerta bien cerrada con llave. Una llave que, surgiendo de entre las ropas de la cainita, abrió la cerradura para darles acceso a sus aposentos. Unos aposentos iluminados débilmente por las llamas que aún crepitaban en una chimenea de piedra.
A pesar de que gran parte de las estancias estaban en penumbra, y que las sombras seguían paseándose por ellas, era imposible no notar la diferencia. En los corredores, la oscuridad era fría y amenazadora, pero en las estancias de Sybilla era cálida y acogedora. Con una ligera sonrisa, Ingvar se preguntó cuánto de esa sensación era simplemente fruto de su propia percepción. Posiblemente, casi todo. Pero no le importaba. Atravesó el umbral, dejó que ella cerrase la puerta a sus espaldas, y dedicó una sonrisa por toda respuesta a la bienvenida que ella le dedicó.
En mitad de un silencio que, sin embargo, resultaba cómodo, la siguió hasta una de las habitaciones y observó cómo ella disponía dos copas, que llenó con un espeso líquido carmesí. Un líquido cuyo olor llenó de inmediato la sala. Un olor a sangre aún líquida, fresca, que se impuso al olor de la sangre ya oscurecida que teñía de oscuro la ropa y la piel del normando. Con cuidado, él la imitó al tomar una de las copas, y la alzó a la vez que ella, observándola pero con pensamientos muy diferentes a los de ella. La copa contenía sangre, sangre de paz, pero esa noche él había probado la sangre ardiente de la guerra y de la caza, con la que no podía compararse.
Tras un leve sorbo, devolvió la copa a la mesa y comenzó a escuchar las palabras de Sybilla, observando la silueta de sus manos desnudas recortadas contra la luz de las llamas del hogar mientras sus palabras parecían siluetear sus dudas y miedos. De pronto, parecía más frágil de lo habitual, y si ella no hubiera cambiado de tema para pedirle el anillo, tal vez hubiese avanzado hasta ella.
-Lo entiendo perfectamente. -Contestó él, mientras su mano se sumergía entre sus ropas para emerger de nuevo portando el anillo labrado un instante después. Un anillo que centelleó, reflejando la luz del fuego, mientras él lo observaba haciéndolo girar entre sus dedos, hasta que finalmente lo dejó sobre la mesa, junto a los guantes negros de la cainita. -No tengo problema ninguno en que seas tú quién nos represente en Concoret, pero no estaba seguro de si querrías esa carga, así que…
Se encogió ligeramente de hombros, dejando la frase en el aire. Al fin y al cabo, él era alguien acostumbrado a actuar, y eso es precisamente lo que había hecho cuando Elaine les tendió el anillo. Además, aunque no llegó a admitirlo en voz alta, prefería tenerlo él que otros miembros de su particular comitiva.
-Vuestro es. -Sentenció finalmente. -Pero Sybilla… aunque sea algo que tengas que hacer tú, recuerda que no estás sola.
(*)
-Temes enfrentarte a lo que allí espera. -Repitió, lentamente y en voz baja, las palabras de ella. En su mente, trataba de imaginar los lugares a los que había ido llamando hogar, hasta terminar por separar del todo el concepto de cualquier lugar. Su clan, las bases de Einar, la leprosería de Saint-Malo. -Encarar el pasado… o un presente que ya no es tal. Si yo regresara a mi antiguo clan, también sentiría que no es ya mi hogar. Pero… aunque llegues a sentirte extraña allí… recuerda que también somos nosotros quienes cambiamos. Y que el hogar no es sino el sitio en el que deseas estar.
(*)
Castillo de Fougères, País de Rennes, 25 de diciembre de 1264
—Medianoche—
Sybilla posó la mirada sobre el anillo, viéndolo rodar entre los dedos de Ingvar, y finalmente sobre la mesa, refulgiendo al incidir sobre el metal la luz de las llamas, contemplando de nuevo el rostro del normando mientras pronunciaba aquellas palabras, recalcando que no estaba sola. Hablando del hogar. Algo, en su argumentación, pareció entristecerla un tanto más. Pero lo que fuere, acabó por morir tras sus labios, sin llegar a ser pronunciado. En su lugar, tan sólo hubo silencio, mientras se llevaba la copa a los labios, tiñéndolos en carmesí. El mismo carmesí que teñía las manos de Ingvar.
- Estoy sola en esto, Ingvar. Aunque otros estén presentes.-apuntó, finalmente, mientras se levantaba de nuevo, y se acercaba hacia un rincón, tomando la jofaina que descansaba en un estante, con agua limpia y fresca, y algunos trapos limpios- Pero así es como debe ser.- insistió, depositando aquello sobre la mesa, antes de humedecer, con delicadeza, la tela, escurriéndola con cuidado, acercándose a él, despacio, para tomar una de sus manos, con las suyas pálidas, frías y desnudas, comenzando a frotar con cuidado, inhalando, con sutileza, el profundo olor ferroso que desprendía su piel, mientras la limpiaba- Aún así, es de agradecer que al menos alguien sepa a lo que me enfrento realmente al visitar Concoret...-confesó.
Castillo de Fougères, País de Rennes, 25 de diciembre de 1264
—Medianoche—
El normando observó el silencio que acompañó a las palabras nunca pronunciadas por la cainita siendo de nuevo consciente de que, a pesar de sus propias experiencias, aún no era capaz de comprender completamente las heridas que ella guardaba. De modo que también él calló, observando la forma en la que ella bebía de la copa de vitae y teñía sus pálidos labios con la rojez de la sangre fresca.
Fue una imagen que no duró mucho, pero que se mantuvo en la mente de Ingvar incluso mientras ella acercaba el agua y las telas y las preparaba. El pensamiento de que la última vez que había visto esos labios brillando de esa forma era su propia sangre la que los cubría parecía no querer alejarse de su mente. En un impuso, bebió de nuevo de su copa, en un intento que ya sabía sería fútil por calmar la sed que comenzaba a crecer en su interior.
-Algún día… yo también pasaré por un trance similar. -Dijo con una extraña tranquilidad, a pesar de que era consciente de que, con muchas posibilidades, estuviera hablando del que sería su propio final. Pero creo que incluso entonces, será más sencillo que el que os aguarda. Al fin y al cabo, la venganza… es un sentimiento más fácil de afrontar que la pérdida. Contad conmigo.
Tras esas palabras, ella tomó la mano de él entre las suyas, y llegó de nuevo el silencio. Un silencio agradable, cómodo, roto únicamente por el suave susurro de la tela húmeda recorriendo lentamente la piel de Ingvar, borrando de ella las huellas ya oscurecidas de las vidas segadas en el frenesí de la batalla.
Él cerró un momento los ojos. Había algo en toda la silente escena que lo hacía estremecer desde lo más profundo. Tal vez fuera la lentitud con la que Sybilla movía la tela sobre su piel. O la forma en la que, lentamente, se teñía de rojo. O tal vez el olor de la sangre, que humedecida volvía a alzarse con fuerza.
Pero fuese lo que fuese, fue suficiente como para hacer que la mano derecha del normando, ya limpia, se liberara del pálido abrazo de los dedos de la cainita y se alzara hasta apoyarse sobre el rostro de ella, sosteniendo con cuidado su barbilla y revelando el suave temblor que lo estremecía.
No habló. En momentos como aquel, no era en absoluto necesario.
Castillo de Fougères, País de Rennes, 25 de diciembre de 1264
—Medianoche—
La consejera dio un suave respingo, al sentir el tacto frío de la mano del normando sobre su suave y pálida mejilla, cerrando los ojos, despacio, y suspirando, estremecida, al percibir aquel suave temblor de su carne. Se dejó hacer, permitiendo que tomase su barbilla y alzase suavemente su rostro, permitiéndose contemplarlo, nuevamente, sumergiéndose en aquellas pupilas salvajes, indagando en ellas con aquellos profundos pozos de oscuridad que constituían su mirada.
Sus propias pupilas se humedecieron. Titilaron, danzando junto al fulgor de las llamas. Tras un parpadeo, una lágrima carmesí resbalaba por su mejilla de alabastro, y su propia mano, humedecida tras haberse empleado en limpiar la sangre seca de las manos de Ingvar, se aunaba a aquella caricia, rozando los dedos fuertes y los nudillos recios que aún emanaban el olor ferroso de la sangre.
Lo contempló, mientras su otra mano se alzaba, en un gesto similar al de aquella que se posaba sobre su propia mejilla, acariciando con la misma delicadeza con la que había prodigado el cuidado, el rostro, la densa barba, y los labios también salpicados de vitae. Sangre de lucha, de batalla, que clamaba, abandonada sobre su piel.
Sybilla se obligó a tomar una profunda bocanada de aire. Percibió su profundo olor almizclado, y la esencia violenta y ferrosa de la batalla, y con un incontenible jadeo, recorrió la distancia que aún los separaba, uniéndose a su boca, besándolo, saboreando de aquellos labios el fervor de la contienda, encogiéndose contra su cuerpo, sobrecogida por su propio enardecimiento.
Castillo de Fougères, País de Rennes, 25 de diciembre de 1264
—Medianoche—
Sybilla alzó su mano a su vez, y el tacto de sus dedos sobre su piel provocó de nuevo un involuntario estremecimiento a Ingvar, uno que poco tenía que ver con el frío. Sin moverse, simplemente observándola, vio caer una solitaria lágrima como una estrella fugaz desde las profundidades de sus ojos, y se preguntó cómo era posible que su propio cuerpo inmortal, tan ajeno a tantas cosas, fuese capaz de sentir con tal fuerza la caricia que ella le dedicaba sobre sus labios.
Se lo preguntó, hasta que sus labios se posaron sobre los suyos. Y dejó de preguntarse nada.
Su sangre, que no hacía tanto había hervido por el fuego de la batalla, respondió al instante, inflamándose como un torrente de fuego que atravesara su cuerpo, como si sus venas no fueran otra cosa que yesca y los labios de la cainita la chispa que necesitaba.
El corazón del normando no necesitó otra excusa para volver a la vida, saltando en su pecho mientras él tomaba una bocanada de aire arrancada de los labios de ella. En ese aire robado, el ferroso olor de la sangre que antes había él mismo había derramado se mezclaba con el más fresco e intenso de la oscura lágrima que dibujaba una línea carmesí sobre la nívea blancura de la mejilla de Sybilla. Y sobre el conjunto, como un casi imperceptible contrapunto, el propio aroma de la cainita.
Aún embriagado, la mano libre de Ingvar rodeó con una deliberada y lenta firmeza su cintura, atrayendola aún más hacia él, y sus labios regresaron al encuentro de los de la mujer, entregándoles como una ofrenda su recién adquirido calor a medida que el tamaño de su mundo se reducía a los sentidos que lo unían a ella.
Una y otra vez, sus labios se unieron y se separaron. Tanteándose, desafiándose, dejando que los colmillos de uno rozaran la piel del otro como caricias que amenazaban con dejar de serlo. Intercambiando entre cada uno de ellos miradas encendidas, que reflejaban las llamas del hogar tanto como el fuego de los instintos.
Y a medida que ese juego se aceleraba, la fuerza con la que la sujetaba aumentó, hasta que hizo que los pies de ella se levantaran del suelo para quedar sostenida únicamente por sus caderas y el brazo del Gangrel. Así, unidos en un abrazo que desdibujaba los límites que los separaban, Ingvar comenzó a moverse, llevándola en volandas a través de la habitación, esquivando por pura suerte la mesa que aún sostenía las copas teñidas de rojo.
Un movimiento que duró apenas un puñado de pasos, y que terminó súbitamente cuando la espalda de ella encontró uno de los postes de su lecho. Allí, atrapada entre la madera y el cuerpo del normando, Sybilla pudo sentir cómo él se movía sobre ella, y el calor que se concentraba entre su piernas, allá donde su cuerpo renacido delataba su ansia.
Con una última mirada que parecía hundirse hasta el fondo de la oscuridad de sus ojos, los labios de él abandonaron los suyos, y descendieron con desesperante lentitud hasta su barbilla, recorriendo la línea de su mandíbula hasta perderse en la base de su cuello.
-La última vez… sólo pude quejarme del suelo. –La voz de Ingvar era un susurro entrecortado y vibrante en algún lugar cercano a su oído. Y aunque su rostro estaba oculto, ella pudo imaginar perfectamente la sonrisa afilada que debía estar presente en sus labios cuando añadió. -¿Me permitís vuestro lecho, Sybilla?
Castillo de Fougères, País de Rennes, 25 de diciembre de 1264
—Medianoche—
Sybilla se dejó conducir, a través de la habitación, aferrada al normando, mientras sentía cómo su carne se tornaba cálida y la sangre lo volvía mundano y necesitado, alargando un brazo, mientras pasaban junto a la mesa, tomando consigo la botella de contenido carmesí, de la que ambos habían bebido alimentando a la Bestia y a los resquicios del clamor de la batalla.
Lo envolvió con las piernas, y lo apretó contra ella, mientras él la apretaba contra el poste de la cama, cercándola, provocando que un brillo breve y temeroso refulgiesa en su mirada, durante un instante, fruto del instinto que le gritaba que aquel hombre la superaba físicamente, provocando acto seguido que jadease, mientras era ahora su propia carne la que reaccionaba, latiendo de nuevo su corazón, volviendo el sonrojo a sus mejillas pálidas como la luna llena.
Su mirada se tornó implorante, mientras se fundía de nuevo con su boca y se llevaba la botella a los labios, llenando su garganta para a continuación volver a besarlo, dándole de beber mientras rozaba su lengua, enardecida, provocando que la vitae derramase, manchando ambos labios, roja y oscurecida, serpenteando a través de la barbilla y la delicada piel del cuello de Sybilla mientras la propia consejera lamía, ávida, cada gota impresa sobre la boca de Ingvar, cerrando los ojos, jadeante.
Volvía a mirarlo, con aquella súplica muda, al escuchar su pregunta, ante la que suspiró, apretándolo firmemente contra ella, durante un instante, y contemplándolo desde el abismo oscuro de sus ojos, mientras depositaba la botella sobre la cornisa del pilar, y liberaba sus manos, acariciando acto seguido la barba masculina, notando cómo sus caninos ardían, al percibir su olfato el fuerte olor a vitae que impregnaba la piel de su amante.
Su respiración se aceleraba, de nuevo presente gracias al furor vivo de la sangre, justo antes de que su propio cuerpo se impulsase, separándose del poste, mientras empujaba sus manos contra el pecho de Ingvar, conduciéndolo, con una fuerza poco esperable en el cuerpo largo y esbelto de Sybilla, hacia el borde del lecho, hasta obligarlo a caer o sentarse sobre él, mientras probaba y degustaba de nuevo sus labios, limpiándolos de cualquier resquicio de vitae que hubiese podido quedar impregnado sobre su boca.
Acababan finalmente ambos sobre aquel lecho blando. Y Sybilla sobre él, arqueaba la espalda, al percibir de nuevo la necesidad física y masculina manifestada a través de la carne, pulsante, entre sus propias piernas, mientras sus manos, delicadas y blancas, desabrochaban los botones y las lazadas de su vestido, y agarrando sus faldas junto a las enaguas que cubrían su carne se retiraba la ropa, desdibujándose las sombras danzantes que el fuego proyectaba desde el hogar sobre su piel desnuda de suave alabastro, y sobre los pechos turgentes que coronaban su torso, desafiantes.
Tomaba acto seguido la mano izquierda de Ingvar, aquella aún impregnada por los restos sangrientos de la caza, y la posaba sobre su seno, ahí donde debía situarse el latido artificioso de su corazón, apretándola, contra su cuerpo- ¿Lo notas?- preguntó, mientras gemía, observando cómo la vitae que manchaba su mano, empañaba poco a poco, su piel.
Castillo de Fougéres, País de Rennes, 25 de Diciembre de 1264
--Medianoche--
La botella había surgido de ninguna parte, aparecida por arte de magia en las manos de Sybilla. Ingvar se detuvo un momento mientras ella la levantaba para beber, dejando en ese gesto indefenso su largo y grácil cuello en el que casi podía sentir su pulso. Impelido por el deseo, avanzó hacia ella, pero entonces, los labios de la mujer buscaron los suyos, entregándole la sangre que acababa de tomar como si su boca se tornara en un ardiente cáliz.
Entregado casi únicamente a sus instintos, el normando bebió de sus labios con avidez, buscando ahogar la urgencia de su alma en el desenfreno. Intoxicándose con la sangre que tan generosamente le entregaban los labios de la cainita, tratando de que la pasión que compartían fuera suficiente para que esa sangre fría, apenas templada por el calor de sus vidas renacidas, fuera un sustituto suficiente de la que realmente deseaba. La vitae oscura, cálida y profunda, que impulsaba el corazón de la mujer de ojos de color de la noche. La misma que habían compartido en una suerte de oscura comunión, no tanto tiempo atrás.
El olor de la sangre, que se derramaba de sus bocas entreabiertas, lo inundaba todo. Ingvar gruñó apretándose aún más contra ella, mientras Sybilla bebía a su vez de sus labios, con su lengua trazando líneas de fuego sobre su piel hasta finalmente separarse y tomar aire, privándolo de la narcótica sensación de sus besos cubiertos de vitae.
Fue entonces, después de desprenderse de la botella, ella avanzó, liberándose de su presa, y apoyó ambas manos, con firmeza, sobre su pecho.
Ingvar sintió el empujón de ella que le impelía a rendirse sobre el lecho, como si el deseo y la urgencia otorgaran a su esbelto cuerpo una fuerza contra la que él no podía imponerse. Y es que la victoria puede convertirse en algo inalcanzable, especialmente si, como entonces, la derrota es tanto más deseable.
Pero para el normando, la victoria o la derrota no tenían ninguna importancia en comparación con el combate en sí. De modo que se resistió al empujón de ella, con sólo un ápice menos de fuerza de la que necesitaba para hacerlo. Rindiendo cada centímetro del camino que lo llevaba hacia el lecho con el brillo del desafío refulgiendo en el fuego de sus ojos.
Hasta que, finalmente, su espalda se hundió en el blando abrazo del lecho, y Sybilla se sentó sobre él, presionando con el peso de su cuerpo sobre sus caderas, y comenzó a librarse de la molestia de sus ropajes, dejado que con cada prenda que caía sobre el suelo se revelara más y más de su blanca piel, sobre la que las llamas anaranjadas del fuego hacían danzar formas cambiantes que se adaptaban y realzaban cada una de las insinuantes curvas de su cuerpo como si las propias sombras se alzaran para acariciarla. Una imagen que hizo que el calor de su cuerpo aumentara de nuevo, como si su piel tratara de competir con el fuego del hogar.
A punto estaba el normando de alzarse para buscar de nuevo sus labios, cuando ella extendió sus brazos para agarrarlo, llevando su mano hasta la suave piel de su pecho y presionándola contra su cuerpo como si tratara de hacer que la piel que los separaba se fundiera. Transmitiéndole, a través de su palma, toda la fuerza de los latidos de su nuevamente revivido y desbocado corazón.
-Como si pudiera no hacerlo. -Susurró Ingvar por toda respuesta, sintiendo cómo la vibración del corazón de Sybilla se extendía por su brazo hasta cruzar su pecho y provocarle un largo y poderoso estremecimiento que bajó por su columna para terminar entre sus piernas, allí donde su cuerpo buscaba encontrar de nuevo el interior del de ella. -Podría vivir al ritmo al que late.
Aún tardó unos segundos en apartar la mano de su pecho, y cuando lo hizo fue únicamente porque la sensación de la ropa sobre su cuerpo comenzaba a hacerse insoportable. Incorporándose ligeramente sobre el lecho, acercando su pecho al de ella, tiró de sus ropas aún salpicadas por la sangre del combate hasta desembarazarse de ellas, y las arrojó a uno de los lados del lecho. Después, alzando sus caderas hasta obligarla a quedar únicamente sobre sus rodillas, desató la lazada de sus pantalones hasta que también pudo librarse de ellos, quedando ambos desnudos en el lecho, sin nada más que la penumbra de la habitación para cubrirlos.
Se alzó Ingvar de nuevo, con sus brazos sujetando la parte más baja de la espalda de Sybilla, y adelantó sus labios para besar su pecho, aquel bajo el que latía su corazón y que había teñido de rojo con la sangre que manchaba sus manos. Con inesperada suavidad, dejó que su lengua vagara entre sus labios, saboreando la mezcla de la rojiza vitae con el sabor de su piel, limpiándola para devolverle su nívea blancura.
Y poco a poco, sus besos ascendieron por su pecho hasta llegar a su cuello, mientras su cuerpo, liberado ya de toda ropa, se movía para colocarse hasta que su virilidad estuvo justo en el lugar exacto, presionando entre las piernas de ella, en una muda provocación que hacía que estuvieran a sólo un movimiento de fundir sus cuerpos. Un movimiento que sus caderas insinuaban lentamente, pero que no llegaban a realizar.
-¿Sabéis? Deberíais tener cuidado. -La voz, ronca y vibrante, del normando se dejó oír junto a su oído, mientras la punta de uno de sus colmillos mordía con no tanta delicadeza su lóbulo, liberándolo únicamente para susurrar de nuevo. -Si continuáis actuando así, podrían tildaros de salvaje.
Sus últimas palabras fueron pronunciadas mientras su boca se alejaba de su oído, moviéndose sin prisa por su mejilla hasta rozar suavemente los labios de la cainita, sólo para separar sus rostros un instante después y dejar que ella viera la tentadora sonrisa de desafío que bailaba en su boca y en sus ojos.
Ojos que se entrecerraron un instante después, cuando Ingvar se dejó caer de nuevo en el lecho, alzando las caderas al mismo tiempo hasta enterrarse de improviso hasta la más profunda calidez de su vientre.
Sybilla arqueó la espalda, siseando, sintiendo cómo la boca, ahora ardiente, de Ingvar, acunaba su seno tierno y tibio, recorriendo la estela de vitae que dejaban sus labios tras de si, acto seguido, erizándose su piel al paso del tacto húmedo de su lengua.
Lo sentía sobre su pecho, sobre su cuello, tentándola, rozándola con la punta de sus afilados caninos, mientras amenazaba con intruir entre sus piernas, con el profundo olor de la vitae derramada por sus enemigos incrustado en la piel. La consejera lo contempló, turbada, mordiéndose el labio inferior mientras contenía su ansia. Su olfato la traicionaba, y provocaba que aquella sangre fría y embotellada le supiera a poco. Se sentía vacía y desconsolada. Fría, a pesar del calor fingido de su piel, y a pesar de la consecuente intrusión de la virilidad de Ingvar, que la llenaba de una sola acometida, arrancándole un gemido quebrado.
Necesitaba más, se dijo, mientras domeñaba al hombre que se había hundido entre sus piernas, apoyando las manos sobre su pecho, moviéndose, sinuosa, contenida, enterrándose sus dedos sobre la piel del normando, hasta que sus uñas encontraron su camino a través, y provocaron el sangrado, la aparición de un rocío carmesí, sobre aquel torso fornido, y ya impregnado, que llamaba poderosamente su atención, mareándola, susurrando promesas de alivio y abandono, de satisfacción absoluta, de olvido temporal y necesario.
Sybilla emitió algo que bien podría haber sido un sollozo, o quizá un gemido quedo- No quería... No quería atarme... No quería atarte... -dijo, dejando caer suavemente su cuerpo, sobre el de su amante- No puedo... No puedo soportarlo... Lo necesito... - susurró, quebrada, besándolo, ansiosa, necesitada, llena de temor y desconsuelo a partes iguales- Ayúdame... Ayúdame a no pensar. A olvidar... Aunque sea... En este instante...-rogó, lamiendo su piel, deslizándose, provocando que la penetrase profundamente, una y otra vez, ingiriendo aquel ardiente rocío carmesí, jadeante, entregada, buscando, beso a beso, el ángulo que conformaban su hombro y su cuello, para hundir su rostro en la espesura de su cabello, y morder. Morder, apoyando suavemente los labios, notando cómo aquel primer torrente de rubíes, propulsado por los falsos latidos de un corazón marchito, llenaba su garganta, haciéndola gemir, de puro gozo.