Iglesia de Santa María Magdalena, Rennes-le-Château, principios del año 1177
Era noche cerrada en aquel pueblo remoto del Languedoc, el refugio favorito de tu domitor donde tantas veces te había contemplado acostarte con aquellos que él elegía, o se conformaba para ver como te violaban a veces en solitario, a veces en grupo. Gaius era una figura posesivo, totalmente corrompido por su depravación mientras guardaba una pía faceta pública. Obispo de Toulouse para los mortales, chambelán de la Corte para los inmortales.
Desde luego tu domitor disponía de una gran influencia, pero la tenía mal aprovechada. Prefería entregarse a sus vicios, su hedonismo, su perversión. Eras consciente que no eras la única de sus juguetes, que había habido otras y, según habías llegado a saber, todas se habían acabado rompiendo tarde o temprano. Pero tú permanecías aun entera, tu juguete favorito, al cual dominaba de forma enfermiza y posesiva.
Aquella noche os habíais trasladado a la iglesia de María Magadalena en Rennes-le-Château, a unos cien kilómetros de Toulouse, el refugio privado de Gaius. Dentro de sus lúgubres dependencias, se sentaba en la oscuridad en una suerte de trono de madera, te observaba a cuatro patas ser sodomizada por uno de los guardias ghoules de su escolta. Las embestidas de aquel hombre eran inmisericordes, el bastardo se sentía afortunado de poder fornicar con una mujer como tú, notabas como su verga entraba y salida de tu cuerpo, sus gemidos derramados sobre tu espalda. El ritual familiar para ti, pues tu sire degustaba esa visión desde su rincón con una sonrisa maligna.
—Mírame a los ojos mientras te follan, puta —ordenó Gaius con esa voz desagradable, pero también magnética, de experto orador. Los ojos oscuros de tu domitor relucieron a la luz de las velas, lo poco que eras capaz de ver de él, pero estabas segura, tu imaginación lo hacía, de ver su repugnante sonrisa de satisfacción.
A su lado, también en la oscuridad, estaba Clément, el joven monaguillo ghoul de Gaius. Siempre lo veías con él, inseparable, y no sabrías adivinar qué edad tendría realmente. Lo cierto es que contemplaba la escena, pero debido a la oscuridad no sabías con qué semblante. Aunque, en tu estado, tampoco te veías capaz de forzar esa mirada para averiguar mucho más.
El eco del entrechocar de su mugrienta carne sobre mi piel resonaba entre las paredes de la capilla adornada de imágenes santas que se burlaban de mi rostro pálido de labios fruncidos.
Arañé el mármol con las rodillas hirviendo en furia mientras mis ojos contemplaban de forma inexpresiva y lejana la talla del amado Señor que colgaba sobre el asqueroso y enfermizo cuerpo de Gaius. Ni siquiera había lágrimas de sal rodando por mis mejillas, como tampoco habría sangre entre mis muslos al finalizar su ritual.
Es difícil que una niña de seis años pueda negarse a los placeres de paladear sustento, aunque al principio fuera únicamente algo de pan duro y seco. Pronto, esa harina quemada se convirtió en uvas frescas y manzanas jugosas, en sonrisas de un rostro añejo y amable que me trataba de un modo tan dulce como las mermeladas que me traía de la Iglesia entre sermón y sermón. Pronto, esas muestras de delicioso cariño se convirtieron en telas de faldas exóticas que se intercambiaron por el saco de arpillera corroido por los años de las ratas que llevaba encima. Le gustaban mis ojos.
Ante aquellas caricias divinas y veladas por versos de la propia Biblia, es complicado que una chiquilla comprenda que lo que se pretende es que abra sus piernas para desangrarse. Le gustaba mi cabello del color de la tierra oxidada.
Mis manos se clavaron sobre el frío, y cuando Gaius emitió aquellas palabras pastosas, mi cabeza ascendió por el agarré del guardia sobre mis cabellos, dejando que mis iris brillaran reflejando los de aquel engendro.
Sus pupilas eran los mismos pozos negros que me habían cautivado con un paternalismo innato, las mismas que me escrutaban el alma al desembarazarme de los vestidos lujosos cuando concertaba alguna reunión clerical sin que yo llegara a comprender jamás porqué necesitaban la presencia de una niña entre hombres besados por Dios.
Y me cuidaba. Porque al principio realmente lo hacía. Y de algún modo, lo seguía haciendo.
A cada embestida, Gaius sonreía. A cada gemido, Gaius se impacientaba. A cada moretón en las caderas, Gaius anhelaba uno mayor.
Y cuando sangraba, él decidía limpiar mi esencia. Y cuando yo hacía sangrar al contrario por sus propios deseos, él se encargaba de curar sus heridas.
Porque alguien huérfano que mendiga al borde de los cementerios no puede permitirse los lujos de comprender el mundo en el que vive más allá de las piedras de una habitación forrada con encanto. Ni puede negarse a los placeres de la carne de los enriquecidos por las Cruzadas, aunque sea en un dominio impío.
Y me cuidaba. Y lo había continuado haciendo.
Y cuando aquella criatura que me sodomizaba la carne sin darme placer alguno acabara por derramar su líquido en mi, sería la última vez que Gaius tuviera que hacerlo.
-Quiero degustarte entre mis labios.
Sonreí.
Mientras el ghoul guardián seguía su desagradable fornicio con tu trasero, Gaius sonreía satisfecho ante el espectáculo. Podías notar como la violencia del hombre que te sodomizaba era inmisericorde, brutal, inhumana. Sus gemidos de placer chocaban con los tuyos de dolor, pero cuando pediste que llevara su verga a tu boca sonrió con placer.
—Bien.. ya sabes lo que te gusta, ¿verdad, ramera? —te vació el ano de su miembro, te volteó sin ceremonia tirando de tu pelo. Te hizo abrir la boca, sin delicadeza, como el animal que era, dispuesto a fornicar con tu boca lo mismo que había estado haciendo con tu culo.
—Créeme que me va a gustar esto, ramera —declaró con una sonrisa maliciosa. En la oscuridad tu dómitor permanecía silencioso, y el joven Clément contemplaba inmóvil desde su lado. Los dos expectantes por cómo proseguía la escena.
Algunos hombres preferían ser dominados, embellecidos, incluso manipulados en ropas de mujer. Otros, por el contrario, preferían tender la soga para disfrutar del placer incesante de ser dueños.
Y yo había aprendido que cada cual era justamente lo contrario de puertas hacía adentro.
No hay compasión ni simpatía en el tono, solo aspereza. Y una cierta sensación de familiaridad, como con las mentiras.
Su verga chocó en mi garganta con toda la furia de sus palabras, y me mantuve contemplativa en una sonrisa imaginaria mientras me fornicaba, atajando los movimientos con la tirantez de mis bucles.
El aliento me faltaba, pero sabía que no moriría, porque ya habían sido muchas las ocasiones en las que me había sentido desfallecer por el ahogo de mis propios aires.
No miré a Clement. Tampoco a Gaius, en disfrute del espectaculo maravilloso que yo le estaba dando con cierto orgullo, para ser plenamente sincera. Y cuando los estertores de aquel necio empezaban a resonar contra mi y las yemas de sus dedos empezaron a acrecentar un ritmo que no podía ser aún mayor, mi sonrisa se amplió.
Un segundo antes de que derramará en mi más que sus gemidos, cerré mis labios como un carnívoro devorando un animalillo indefenso, y mis dientes rechinaron al chocar los unos con los otros cuando el hierro me llenó la garganta de una manera deliciosamente placentera.
Creo que escuché sus gritos en una melodía que ojalá hubiera sido plasmada en un pergamino para halagar a Dios, y escupí su miembro como un sacrificio maldito, que cayó al suelo en un baile perfecto.
Había sido tan necio como para conservar el arma en sus pantalones bajados hasta las rodillas, así que cogí la daga, corté su garganta en un baño de sangre que corrió sobre mis senos y entonces me giré hacia Gaius, que probablemente ya no seguiría de tan buen humor. Puede incluso que ni siquiera siguiera sentado.
Y sabía que de algún modo extraño, me amaba. De un modo obsesivo pero sincero. Porque me cuidaba y me acariciaba por las noches, porque me besaba con pasión cuando él así lo decidía. Porque me había dicho lo importante que yo era para él cada día durante más de diez años. Me amaba, puede que de una forma patética y enfermiza. Puede que sus deseos de verme destrozada fueran otra clase de amor que a veces yo misma apreciaba.
-Déjame marchar - susurré dulcemente con la daga en mi cuello. Puede que me amara, pero si no lo hacía lo suficiente, no tendría problema en destrozarme a mi misma y marcharme de allí para no volver jamás.
El alarido del desgraciado recién castrado fue horrible, antes de que pudiera reaccionar le ganabas la mano y lo degollaste en el acto. Cuando se derrumbó sobre el piso aun temblaba en espasmos mortuorios, la sangre manchando el piso sagrado y tu cuerpo desnudos embadurnado por esta también. ¿Cuántos intentos habían ya? ¿Cuántas veces habías intentado quitarte la vida sin éxito? Habías perdido la cuenta, la mirada de Gaius permanecía fija en ti mientras sin mover un músculo, en esa inhumanidad aterradora con la que era capaz de helarte la sangre.
—Deja eso, niña —dijo con una voz profunda, autoritaria —. ¿De verdad crees que eso te librará? ¿Qué cambiará de las últimas veinte veces? Nada.
Era cierto. Llegado a este punto de desesperación, la mirada de Gaius ejercía en ti su influencia abrumadora convenciéndote de que no era lo correcto. Esperabas que volviera a hacerlo, perpetuar aquel ciclo de demencia en el que te veías atrapada, la rueda eterna de la que no había huida. Pero en esta ocasión, hubo algo distinto.
—Pero.. soy un hombre piadoso, comprensivo. Nuestro Señor Jesucristo nos enseña a apiadarnos de los que sufren —dijo con neutralidad, sin perder contacto visual contigo —. Baja el cuchillo, obedéceme una última vez, y te daré la muerte. Acabará tu vida. ¿Qué me dices?
La voz de Gaius era tan dominante que tuve que hacer un esfuerzo casi divino para no caer en los embrujos del terciopelo. Sí, ya había intentado acabar con mi vida en muchas ocasiones como amenaza para dejarme marchar, pero esta vez no era una amenaza.
Sus confesiones sobre la muerte y sus ideas de entregármela con una heladora parsimonia hicieron que cerrara los ojos.
- No -respondi en un hilo de voz< entre dientes - Deseo hacerlo yo misma - y volví a abrirlos, clavándome en sus pupilas aterradoramente hermosas, disponiendome a cortarme el cuello en un movimiento rápido
Gaius te mantuvo la mirada en silencio, el tono de su mirada había cambiado a uno más hosco y molesto, pero en la penumbra solo podías ver su mirada. De esa oscuridad emergió su respuesta, ni siquiera notaste su ademán de hacerlo, totalmente inerte como una estatua.
—Hazlo. Adelante, ¿realmente crees que eso te librará de mi? —habló sinuoso, acerado —. ¿Crees que la muerte te arrebatará de mi lado, Cateline? —hizo una pausa que pareció eterna, y luego añadió categórico, con la voz del amo que manda sobre su esclava —. Hazlo. Pretendía darte un último capricho antes de que murieras, pero ahora no lo mereces. No lo mereces.. en absoluto.
Su tono de voz hizo que me temblaran los dedos aferrados a aquella hoja afilada, y durante unos segundos contemplé sus pupilas insondables con una adoración dificil de explicar solo con palabras.
A veces era tan dominante que casi me producia el placer de aspirar a su control.
-La Muerte me librará de los demonios en vida - susurré aún con el arma al cuello, intimidada. Si no supiera que podía anticiparse a mis movimientos de una manera casi sobrehumana le habría apuñalado en la Iglesia a pesar de sus caricias. - ¿Con qué podrías obsequiarme que yo misma no pudiera alcanzar? Asesinar puedo hacerlo, bien lo sabes. Acabar con mi cuerpo para liberarme de las ataduras puedo concedérmelo con este cuchillo y en este instante. ¿Es que me amas lo suficiente como para no dejarme marchar? ¿O es que no me amas tanto como para hacerlo? Lo veremos - Y lo clavé en mi carne.
Gaius no se perturbó por lo que hiciste, sentiste el dolor agudo del cuchillo atravesarte y la sangre abriéndose camino hacia el exterior. Escuchaste como Clément soltaba un gemido de sorpresa, pero aquella fue la única reacción humana que recibiste. Durante segundos eternos, dolor y sangre se daban la mano escapándose de su herida abierta y, a pesar de todo, lo único que eras capaz de ver eran los ojos vacuos de tu domitor mirándote con indiferencia. Fue en ese momento que Gaius practicó una artimaña retorcida, perversa, y el brillo de su mirada cambió a aquella que siempre manifestaba para generar en ti devoción, pasión, amor.
—Que decepción —el cainita se levantó, sus palabras tronaron en tu cabeza como veneno cáustico y de nuevo sentiste ese artificial, pero real, sentimiento por tu domitor y en tu inminente muerte sentiste esa decepción que se transformó en desesperación.
Gaius avanzó hacia ti, tranquilamente, viendo como te desangrabas por la herida hierático mientras generaba en ti aquellos sentimientos implantados a lo largo de los años de dominación sobre tu mente y tu cuerpo. Tu mente empezó a jugarte malas pasadas, del hieratismo a la tristeza, ¿realmente estaba mostrando tristeza por este fatal desenlace? ¿O era producto de tu mente?
A las puertas de la muerte, lo único cierto para ti era eso: que estabas muriendo, y Gaius estaba de pié, junto a ti, contemplándote en aquel fatal trance final.
Ante su mirada incendiaria no pude sino soltar la hoja, que repiqueteó sobre el mármol con el eco de la sangre oxidada en mi garganta, que no era más elixir que vino afrutado.
Y a pesar de que siempre había contemplado este momento como algo placentero, no fue así, pues el dolor empezaba a extenderse como una enfermedad por mi pecho y mis brazos, acabados en un par de delicadas manos ensangrentadas que no hicieron nada para cubrir el daño que me había hecho a mi misma aunque mi mente estuviera completamente desesperada.
Escuchar su decepción produjo en mi una ansiedad solo comparable a la que sentía cuando me tocaba. O cuando no deseaba tocarme, pues a veces la mente humana es compleja y está llena de deseos tan incomprensibles que las emociones y los anhelos llegan a ser contradictorios y mutilantes. Pero lo que sí sentía era la acidez del veneno de sus palabras correr por mi ser sangrante como si estuviera maldita. Las rodillas cedieron y caí, escuchando algo de la humanidad de Clement durante un instante.
Y aunque me sentía helada por el pánico, contemplé los preciosos ojos Gaius arrodillada sobre el suelo. Casi parecía mostrar cierta tristeza que me calaba tan profundamente como sus versos. Aún embrujada por aquellas pupilas, me llevé el segundo y el tercer dedo a la boca para degustarme a mi misma mientras me dejaba morir en un gesto de placer enfermizo.
La vida se iba apagando en ti, cada vez menos sangre, cada vez menos latidos, fue entonces cuando Gaius se agachó para recogerte en aquel trance final y hundió su rostro en tu herida abierta con los ojos hambrientos. Escuchaste como bebía tu fluído vital con ansiedad, como lo que quedaba de ti ahora se adueñaba tu domitor. Aquel contrato final, aquella horrible y dulce pesadilla germinaba con un pacto de ultratumba aun más terrible que el anterior como vampiro y ghoul. Durante escasos momentos no sentiste nada, solo el vaho de la muerte a tu alrededor, estabas fría, desconectada de la realidad.
En aquel vacío oscuro informe notaste el fluir caliente de la familiar sangre, pero en esta ocasión con un sabor incluso mayor que el deleitado en vida. No hubo luz, ni querubines, ni llamas, ni demonios, solo el punto medio que, ahora, te arrebataba de la muerte y te lanzaba de nuevo a la existencia. Un desgarrador dolor te llenó el cuerpo, el movimiento volvió a tus extremidades y un sentimiento de atroz hambre se adueñó de tu cuerpo como jamás hubieras vivido anteriormente.
Despertaste, ya no como viva, sino como muerte. Ni siquiera eso, una sombra en un mundo de luces. Y en esas luces estaba la sonrisa satisfecha y maligna del que ahora era tu amo ultraterreno, que te contemplaba como si hubiera creado una obra maestra, y sentiste el asco y el vicio que profesaba esa mirada acuosa, pero no podías evitar sentir devoción y sumisión por Gaius Causarieu, tu sire.