Bahía de Douarnenez, Cornualles, Otoño de 1264
Había sido un octubre frío para François, algo más frío que los anteriores, el tiempo estaba cambiando y alguien como él, pescador desde la niñez, notaba como año tras año las temperaturas cálidas típicas de la época se iban enfriando gradualmente. Los más agoreros aseguraban que se avecinaban tiempos difíciles, que Dios había vuelto la mirada iracunda sobre el hombre pecador, pero François, que era un hombre piadoso, ignoraba estas pesimistas proclamas. Dios es misericordioso, decía, la pesca siempre ha sido buena en Douarnenez.
Aquella noche el frío se había cebado especialmente en el villorio en el que vivía la familia de François junto a otras tres, un pequeño clan de pescadores que faenaban las aguas de la bahía desde hacía generaciones. Un vuento ululante golpeaba las mohosas maderas de la cabaña, el agua estaba revuelta y en la madrugada despertó aterido por el frío que le calaba los huesos. Uno de los perros ladraba rabioso contra algo, François no iba a poder conciliar el sueño con el animal en su enfervorecida discusión contra el viento.
—Maldito perro —gruñó el pescador en voz baja, se vistió para salir fuera con un palo en la mano.
¿Sabéis esa sensación extraña que a veces tenemos? Esa en la que algo dentro de nosotros nos advierte que algo no encaja, algo percibe nuestra mente que no debería estar ahí, pero que no terminamos de comprender ni adivinar. Esa fue la sensación que tuvo François al salir de su cabaña. Había una niebla poco densa, que se arrastraba a nivel del suelo y del mar cubriéndolo todo en una nívea alfombra que el pescador enseguida adivinó como inusual. El perro había callado.
—¿Alguien anda por ahí? —preguntó el pescador, sintió el fervor de un miedo atávico arrastrarse por su columna vertebral, se volvió agitado hacia todos lados —. ¿Alguien? ¿René? ¿Sara?
Silencio y olas. El corazón de François se aceleró, el instinto le avisaba que algo no iba bien, pero fue demasiado tarde para él. Deslizándose por los bancos de niebla vio algo, una figura que debía ser humana por su aspecto, parecía flotar ignorando el hecho que allí donde se encontraba estaba el mar. No hubo ningún grito, no hubo ningún forcejeo, al amanecer los vecinos de aquel villorio de la bahía de Douarnenez encontraron a François muerto y pálido, con el rostro encajado en un paroxismo de terror.
Lo más terrible, y fervientemente acallado por las autoridades mortales, era que no había ningún rastro de sangre en la muerte del pescador. Ningún rastro, porque el cuerpo del desgraciado François había sido drenado al completo.
Aldea de Kermorvan, cerca de Brest, Otoño de 1264
El rumor del mar era lo único que podía escucharse paseando por la madrugada de aquella aldea de pescadores, la caricia de las olas desplegándose perezosas sobre la playa, la luz de la luna era macilenta, engullida por bancos de nubes que pululaban por el cielo nocturno. A Convarch no le resultaba demasiado complicado pasar desapercibido en aquel lugar, sus habitantes se habían retirado al descanso y un aura fantasmal parecía envolver todo Kermorvan. Pero el Toreador no le importaba dejarse ver, sus pesquisas lo habían llevado hasta ese lugar como uno de los puntos focales donde esta extraña niebla se manifestaba causando aquellas inquietantes muertes.
¿Un vástago desconocido? Eso parecía ser, el modus operandi era extraño, pero las víctimas mostraban todos los rasgos de un ataque de vampiro. Pero.. ¿qué vampiro? Nadie había demostrado capacidades parecidas y, si había algo, es que prácticamente todos los cainitas bretones se conocían en mayor o menor medida. No, debía ser alguien nuevo, un forastero, no había otro sentido. Convarch estaba convencido de poder averiguar el origen, desenmascarar al vampiro que estaba violando las Tradiciones y darle final.
—Muéstrate. Te oigo —dijo Convarch austero dirigiendo su mirada junto a una haya que se alzaba desafiante ante la costa más pedregosa de la aldea. Los sentidos hiperdesarrollados del Toreador le habían servido bien, pero ni con esas pudo definir del todo la presencia que había percibido —. En nombre del Príncipe Gevrog Menguy, ¿quién eres? ¿Qué haces aquí?
Convarch echó mano de su espada sin acabar de desenvainar. Fue entonces cuando una voz ronca, sombría y de un género que era difícil de precisar, respondió al cainita.
—Canta.. canta.. que vendrá.. la niebla de la mañana para castigar.. —aquel susurro inquietante se hilaba en una melodía, una canción que invocó algo que se arrastró desde el mar. Una alfombra de niebla que se iba volviendo cada vez más densa y áspera, deslizándose hacia el propio Convarch.
Consciente de un peligro inminente, Convarch reaccionó potenciando su sangre para lanzarse contra el intruso. Pero algo lo paralizó, algo en la niebla lo horrorizó, lo que contempló hizo palidecer aun más el cuerpo muerto del Toreador. Un pavor irracional preñó su cuerpo, un grito de horror, un intento de huida.. y luego el silencio.
El rumor del mar era lo único que pudo escucharse, las caricias de las olas perezosas sobre la playa y Convarch había desaparecido.
Castillo de Brest, Léon, Otoño de 1264
El bramido de Gevrog Menguy pudo escucharse por todo el castillo, una furia próxima al frenesí que hizo estremecer a la doncella que yacía medio desnuda en su lecho, tal como estaba el propio Gevrog. La mirada iracunda del recién nombrado Príncipe de Brest se clavó sobre el chambelán provisional de su corte, un ghoul de la familia d'Avennes.
—¿Qué quieres decir con que ha desaparecido? —preguntó incrédulo ante la noticia que acababa de recibir. El ghoul se mantuvo sereno, firme, acostumbrado a tales circunstancias.
—Convarch, mi señor, desapareció hace tres noches —repitió el chambelán con estoicismo —. No ha mandado nuevas, enviamos algunos hombres a la región de Kermorvan, no han encontrado rastro de vuestro chiquillo.
El Príncipe cuajó furioso la mandíbula, en su cabeza pasaban pensamientos poco halagüeños por la situación. Empezó a creer que el señorío de Brest había sido un regalo envenenado, y todo por una maldita niebla del infierno. Respiró profundamente, como si pudiera necesitarlo, y miró al ghoul sin atenuar su enfado.
—Escribe —ordenó Gevrog, el ghoul, algo apurado, se las ingenió para hacerse con papel y pluma del escritorio presente en la habitación. Sin dejar tiempo a la reflexión, el Príncipe dictó —. A la atención de aquel que le interese. Yo, Gevrog Menguy de los Toreador, Príncipe de Brest, proclamo lo siguiente: Una niebla de origen misterioso asola las costas de Bretaña, ha causado la muerte de innumerables pescadores y afecta la paz en mi dominio. Ofrezco a cualquiera que pueda resolver este mal un lugar en mi corte de Brest. Acudid a mi Corte antes de que acabe el mes de octubre del Año de Nuestro Señor de 1264 —hizo una pausa, miró interrogante al ghoul que asintió, lo había anotado todo —. Haz copias para todas las cortes bretonas.
El ghoul así lo haría, pero hábil en los asuntos políticos como eran los aparecidos de esa familia, sabía que la maniobra del Príncipe no iba a agradar a su Sire. Pero no dijo nada, se limitó a obedecer lealmente como había sido preparado desde la niñez. Un d'Avennes no contradice a su señor, un d'Avennes obedece y cumple con compromiso y lealtad. Y así lo hizo, esa misma noche mensajeros partieron desde Brest a todos los rincones de Bretaña llevando el anuncio de su Príncipe. A pesar de unos y para satisfacción de otros.
Bretaña, otoño de 1264
La noticia se extendió como un incendio por toda Bretaña. El regreso de Morgaine la Bruja, Morgaine la Consejera, Morgaine la Fay.. en todas las cortes bretonas causó una miríada de sensaciones difíciles de calibrar. Reacciones que iban desde la cautela a la ira, de la suspicacia al escepticismo, pero la aparición de nuevo jugador en el tablero de la vieja Bretaña hacia zozobrar el cómodo statu quo impuesto por toreador y brujah tras el derrocamiento de Riothamus.
Mientras que las cortes norteñas de los brujah trataron con cautela la aparición de la bruja, en los dominios toreador empezaron a prepararse ante un inminente enfrentamiento. Pero quien reaccionó con más virulencia ante la llegada de Morgaine fue el Príncipe de Vannes, el ventrue Owyn du Poher, que declaró públicamente su enemistad contra la nueva señora de Brest y enemiga de las viejas costumbres bretonas. Esta declaración no fue sorprendente, se supo pronto que Morgaine, junto al propio Riothamus, orquestó la caída del sire de Owyn, Conomerus de Poher, anterior Príncipe de Bretaña.
A él se le han unido, contra todo pronóstico, los caballeros de la Orden de la Garza Negra que consideran la irrupción de Morgaine una amenaza para Bretaña temiendo la vuelta de los años oscuros de Riothamus. Aunque la Garza Negra aúna cainitas de distintos clanes, apoyan la proclamación de su Gran Maestre ventrue, Fray Aethelstan de Josselin. Llegado el invierno cualquier movimiento bélico aun no ha empezado, pero es previsible que cuando la primavera deshiele el territorio las tierras bretonas sufran los efectos de una guerra entre cainitas.
Pero no solo ha cosechado enemigos Morgaine. Exploradores y emisarios que la han visitado en Brest aseguran que sus fuerzas se nutren de mercenarios gangrel del País de Dol. Si bien el conde Olaf Torolfsson no ha pronunciado públicamente, su naturaleza mercenaria y su odio visceral hacia el resto de cortes bretonas, que lo ven como un invasor extranjero, no deja que haya ninguna duda acerca de hacia qué lado de la balanza se va a inclinar.
Una guerra civil se cierne sobre Bretaña, la duquesa Margawse Menguy aun no ha evidenciado ningún movimiento abierto contra su hermana. Pero sí ha hecho llamar a los distintos representantes de las cortes bretonas buscando unificar lazos y asentar alianzas. Claro que, quizá no todos se avengan a participar de su lado..
Bretaña, otoño de 1264
Una pequeña tormenta tronaba sobre la rada de Brest, la noche se veía alumbrada por los relámpagos que acuchillaban el mar con la violencia reflejada en sus truenos. Morgaine contemplaba el embravecido paisaje desde uno de los balcones del castillo, junto a ella se encontraba un débil Gevrog Menguy que más que moverse parecía arrastrarse con pavor.
—Magnífico. Pronto todo estará listo para la llegada del anciano —anunció la bruja cainita satisfecha, su sobrino miró con temor a Morgaine.
—¿Te refieres a..? —iba a decir el nombre, pero fue interrumpido de un taconazo. Una mirada furibunda se clavó entonces en Gevrog, que ahora temblaba como una hoja por el miedo sobrenatural que le causaba la bruja.
—Alguien tan patético como tú no merece, siquiera, mencionar su nombre —amonestó Morgaine bufando como una gata, negó con la cabeza lentamente volviéndose hacia el mar —. Riothamus fracasó, subestimé a mi hermana. No lo volveré a hacer. Hay cosas inevitables, sobrino. Lo antiguo que vuelve a despertar. Lo antiguo que reclama su legítimo dominio sobre el mundo que jamás le tuvo que ser arrebatado. Ahora márchate. Deseo soledad.
Gevrog se inclinó sin que el miedo que lo hacia temblar lo abandonara. Prisionero de su cuerpo y de su mente, el antaño Príncipe de Brest aullaba de desesperación dentro de si mismo, el dominio mental de Morgaine sobre él era absoluto. Cuando se supo sola, la bruja habló sola, su voz era clara por encima de los truenos.
—Habla.
Una sombra se manifestó en un rincón, al principio sin forma, luego adquirió la sombría apariencia de una suerte de humano de tez pálida y orejas picudas. Lucía una armadura y capas negras, también portaba una lanza del mismo color ónice. Se movía con una gracilidad sobrenatural.
—Tus nuevas tierras son seguras, Morgana—anunció con una voz cantarina, pero siniestra. La mención de aquel nombre hizo que la bruja se removiera un poco —. Los guerreros sidhe vigilan los caminos. Ningún enemigo cruzará sin que lo sepamos.
—¿Está todo listo para la llegada del anciano? —preguntó Morgaine, el hombre pálido se inclinó ante ella.
—Todo, mi reina Morgana. Tal como predijo y tal como deseo. Las puertas pronto se abrirán, tan solo queda..
—Sé lo que queda, Dullahan. Retírate. He de recibir a los perros de Dól, tengo planes para ellos. No os mostréis ante ellos. No quiero que los gangrel husmeen sobre cosas que no entienden —ordenó enérgica la bruja mientras no apartaba la mirada del mar. En cada relámpago Morgaine trataba de ver algo en el perfil del horizonte marino, la forma de una estructura que solo ella era capaz de ver. Una forma que poco a poco se iba manifestando sobre las aguas.
—Como deseéis, mi reina.