Viñeta XV, Año 141, en adelante. Mención a Royne Ríos.
Royne Ríos había llegado a ser primera espada juramentada, por su valor, inteligencia, nobleza y saber hacer. Pero había algo de lo que el Primera Espada carecía, un perfecto manejo con la espada a caballo. Por ello Royne Ríos se presentó en los barracones de los jinetes y pidió sin ningún atisbo de vergüenza ayuda para mejorar su técnica de esgrima. Los jinetes presentes cavilaron un poco... no sabían como enseñar a alguien de mayor grado que ellos, siendo Royne Ríos a su vez, tan joven. Armase, se levantó y con una reverencia dijo: Yo le enseñaré. Si usted lo desea, mañana mismo podemos empezar.
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Al dís siguiente, Armase pasó con su caballo y el de Royne Ríos, traído por Thobb hijo del maestro de cuadras, hasta las puertas de los aposentos del Primera Espada. Era la hora acordada para empezar el entrenamiento que, con permiso de Ser Hadder, Royne Ríos iba a recibir por parte de Armase, uno de los jinetes más expertos en la lucha con la espada.
Antes siquiera de llamar a la puerta esta se abrió y apareció un ataviado Caballero Royne Ríos con armadura completa y escudo, además de una sonrisa en su rostro despejado, a pesar de ser la hora del amanecer. A estas horas todos los nobles solían estar durmiendo pero la Primera Espada de Ser Hadder tenía un interés absoluto en mejorar su arte con la espada a caballo, pues se había dado cuenta de que era un aspecto que quería mejorar, aunque ya de por sí fuera bueno.
- Vamos, estoy listo. Dijo Royne Ríos.
Armase hizo una reverencia ante la Primera Espada, a pesar de que ambos fueran de casi la misma edad la clase social los distanciaba de manera abismal.
- Señor- dijo Armase en voz baja y sin levantar la cabeza - Aunque agradezco que se haya vestido para la ocasión, la técnica con la espada debe ser practicada primero sin incómodas armaduras, luego ya ataviará con ella para cuando ya no pueda mejorar más sin las placas.
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El primer entrenamiento para Royne Ríos fue bastante absurdo, anteriormente se había peleado con bastantes combatientes con espadas de entrenamiento y se creía que era bueno... pero nunca se había fijado que nadie le había enseñado los principios básicos de la espada. Los tercios de fuerza de la hoja, el desvío, el atajo, la guardia alta, el desvío de los gavilanes y sobretodo desconocía la existencia del arte marcial de la "media-espada", un tipo de agarre sólo apto para luchar contra gente embutida en armadura completa.
Armase parecía un simple campesino, en su manera de actuar simple y recta y muy seria. Sin atisbo de altanería u honor, pero todos los conocimientos que tenía de la espada parecían haber venido directamente desde un Maestro de Armas.
Tras meses practicando el arte de la espada a las afueras del castillo, Royne Ríos le preguntó a Armase quién era el que le había enseñado tan correctamente el uso de la espada. El jinete se limitó a responder "son cosas de familia".
Viñeta XV, Año 141, en adelante.
Mención: Armase
Royne esperaba con ilusión la llegada de los días en que tenía que adiestrarse con Armase. Observar la destreza del jinete libre, su habilidad en la silla y sus movimientos con la espada, servían a la Primera Espada como prueba de humildad. Me queda mucho camino por recorrer.
Los entrenamientos eran duros, debido a la inexperiencia de Royne y a la exigencia de Armase. Pese a la severidad del adiestramiento, su instructor siempre mantenía el trato de respeto y la distancia entre los dos.
- Puedes llamarme Royne, a secas -le dijo por enésima vez, mientras se masajeaba el codo después de una dura embestida.
- Cada hombre debe saber cuál es su lugar, Primera Espada -respondió Armase, volviendo a su guardia inicial.
Royne le observó en silencio durante unos instantes. Un hombre curioso, el tal Armase; capaz de hacerle morder el polvo sin mostrar compasión alguna, a la vez que humilde y consciente de su posición. Contemplando el porte y la serena presencia del soldado, la Primera Espada supo que la nobleza en un hombre no consistía meramente en poder portar un apellido tras su nombre.
Con el paso de los meses, Royne iba reconociendo poco a poco las señales que precedían a cada movimiento de Destello, su pesado y compacto destrero. El impetuoso caballo parecía sentirse cada vez más confiado bajo la dirección de su amo, disfrutando del entrenamiento tanto como su jinete. Tras cada sesión, los músculos de la Primera Espada protestaban doloridos y agotados, pero aún así Royne no descansaba hasta haber almohazado y alimentado al majestuoso animal, siguiendo los consejos de Armase.
- Cuide de su caballo y él cuidará de usted -le decía a menudo el jinete libre-. Cuando parta a la batalla, Destello debe ser su hermano, no su sirviente.
La sabiduría no solo anida en la Ciudadela...
Viñeta XVI.
Año 148. Mes 10. Herencia.
El entierro de Din y Llum había pasado sin pena ni gloria. Su madre había estado llorando todo el rato pero al menos no le había dado uno de sus ataques. Dhur había escuchado a Nana y el Maestre decir que Lumila había perdido la razón. Y sus motivos tenía.
El cuerpo de Din, extraordinariamente bien conservado, había sido enterrado con su armadura de cuero y alguna de sus armas, principalmente la enorme lanza a dos manos que solía llevar, tal y como mandaba la tradición, pero ahora Dhur se encontraba en casa frente a un arcón de madera con el resto de las pertenencias de su padre. Al parecer había legado a sus hijos parte de sus enseres.
Los dedos de Dhur recorrieron con suavidad el arco largo que tantas veces había visto usar a su padre. Estaba hecho a medida, para la fuerza del propio Din. Dhur dudaba que pudiera llegar a manejar el arco tan bien como su padre, pero el objeto era toda una obra de arte así que la conservaría y honraría su memoria.
Recordó que debía conducir el palafrén que montaba su padre, junto a las bridas y arreos, y la silla de montar, de vuelta a los establos. Había salido a dar un paseo con el hermoso corcel esa misma mañana, pero era hora de que regresara. Probablemente Ser Hadder se lo asignaría pronto al nuevo forestal.
Dhur sentía curiosidad por ver a quién nombrarían. Pensaba convertirse en cazador y fuera quien fuera el nuevo Forestal sería su líder, y el joven esperaba que fuera una persona de confianza. Uno de los amigos de su padre quizá, aunque en su mayoría habían perecido con aquella funesta epidemia de gripe.
El joven tapó de nuevo el arco con el pañuelo que lo envolvía y cerró el arcón de golpe. Se levantó y salió de su casa para dirigirse a llevar el corcel al nuevo maestro de cuadras.
VIÑETA XVI: AÑO 148 de la Dinastía Targaryen.
Mes 10:
Interacción: Ser Baltrigar Tormenta, Ser Orsey Crakehall, Escudero Beldyr y Horace Crakehall, Ser Otter Crakehall, Ser Trycian de Dorne, Ser Madrigal, Escudero Gwraidd Tully, Escudero Pendrik Tully, Maestre Ammon, Escudero Haudrey Ríos.
El señor feudal se acomoda en su asiento, bien ataviado de pieles que le cubren y protegen del frío. Frente a él están todos los caballeros y escuderos del Castillo, así como el Maestre Ammon, mi fiel consejero. Es hora de hacer anuncios y bebo un poco más de vino caliente especiado para calentar el cuerpo y mejorar un poco mi salud. Despejo la garganta y hablo:
- "Hemos perdido a muchos miembros del castillo por culpa de la peste. Hemos perdido gente útil, gente querida, gente importante. Eso es algo que nos dolerá y nos costará reponer, pero no es lo más importante que hay que ver. Todos recordamos el asalto que esa maldita pirata hizo en el castillo y que puso todo en peligro. Sé que nuestros caballeros y guerreros estaban en Altojardín, pero también es cierto que nuestras fuerzas militares son muy pocas para considerarnos un feudo fuerte. La revuelta en Villamanzano nos enseñó que no tenemos ni siquiera las tropas para aplacar nuestras propias revueltas y, todo este asunto del nieto de Lord Tyrell nos planta la posibilidad, remota pero existente, de ser atacados. Debemos fortalecernos y para eso, lo primero es tener caballeros fuertes que luchen por nosotros."
Bebo un poco más, agradecido de que con el paso de los meses la tos ha remitido mucho y ahora son pocos los episodios de dicho malestar. Vuelvo entonces a hablar:
- "Pendrik, pensaba investirte como Caballero por tu desempeño en Altojardín pero la verdad es que no lo mereces. Podría hacerlo de todas formas pero sería una vergüenza sobre tu título y no quiero eso sobre mi heredero así que seguirás siendo el escudero de Ser Otter hasta que demuestres tu valor de la forma apropiada. Hasta entonces entrenarás muy duro."
Miro con un poco de pena mezclada con desaprobación a mi heredero. No me decepciona su persona pues es un buen chico, pero me decepciona un poco el entrenamiento que nosotros le hemos dado, siendo demasiado indulgentes. Quizás deberíamos haberle entrenado más duramente.
Luego de eso me dirijo a Ser Baltrigar:
- "He oído rumores acerca del apodo de Beldyr. Me apena mucho que el único de tus hijos con derechos nobles sea considerado un indigno de dicha posición. Probablemente el entrenamiento de un joven no deba dejarse nunca a cargo de su padre pues será muy indulgente. He tomado la decisión de que Ser Baltrigar cambiará de escudero y ahora entrenará a Horace Crakehall, mientras que Beldyr Tormenta será el escudero de Ser Orsey Crakehall. Espero que ambos jóvenes sean entrenados con la dureza necesaria pues son parte de la nueva generación de guerreros que defenderán y representarán a Aguasclaras. Sobre sus hombros pesa nuestro futuro. Eso es todo."
Me siento cansado y es hora de volver a descansar. Las cosas se han complicado en nuestra nueva situación y Aguasclaras es en este momento, un feudo de un poder ínfimo que no representa amenaza alguna para un ejército invasor. No puedo vivir en paz sabiendo que mi mujer e hijas viven a la merced de cualquier atacante, incluso una pirata de las Islas de Hierro que puede entrar y saquear este lugar como si fuese una granja.
Viñeta XVI. Año 148, creo que es el mes 10. Funeral de Din, el Forestal.
El año 148 fue un punto de quiebre en la vida de Darien “Piel de Lobo”, marcado a fuego por la tragedia, le hizo comprender que la vida era mucho mas frágil de lo que era en realidad
-Como el hielo que le costo la vida Din.- pensaba durante su funeral.
Estaba de pie, en silencio, tratando de aparentar una fortaleza que no poseía; y eso ya le costaba lo suyo. Tuvo una fuerte discusión con Vesania para poder asistir, ya que todavía no estaba del todo recuperado de su gripe. Había tenido que explicarle que el Forestal sería tal vez la única persona, además de su familia, por la que abandonaría voluntariamente su reposo. Lo había conocido cuando llego, siendo casi un muchacho y lo vio convertirse en un hombre; siendo además Din el que despertó su lado cazador, convirtiéndose en su mentor.
Se acerco a lo que quedaba de la familia del difunto, le dio sus condolencias y se puso a su servicio para lo que necesitarán. Luego, con un paso lento y poco seguro se alejo, apenas había recorrido unos pocos metros cuando sintió que se le aflojaban las piernas y tropezó. Hubiera caído de bruces al suelo si no hubiera sido por Russ; este lo vio, estaba empezando a sudar y tenía el semblante enfermo pero aún así se negó a recibir cualquier ayuda. Darien siguió por su propio pie caminando hasta su habitación, derrumbándose en su lecho apenas se llegó.
Año 148. Mes 6 (extraído de los diálogos con Tarmall, Theresa Nieve y Eremiel)
Fiebre del turno de noche
Las horas se sucedían con lentitud durante las guardias nocturnas. Royne apuraba una copa de vino aguado, sentado a la desportillada mesa de la sala de guardia de la barbacana principal. A esas horas todo era silencio. Y el silencio no era un buen acompañante para la torturada mente del ahora soldado raso.
Las semanas pasadas en las mazmorras solo habían conseguido acabar de hundir al bastardo de los Gemelos en una profunda depresión. Se sentía solo. Se sentía traicionado. Por aquellos a los que había jurado fidelidad y por sí mismo. Ya no sabía quién era ni qué hacía allí. ¿Cuál era su destino? ¿Cuál era su camino?
Con el último trago del avinagrado vino, con la cabeza ya algo embotada, Royne se percató de la larga ausencia de Tarmall, su compañero durante la guardia de esa noche. El soldado ya debería haber vuelto de su ronda por las murallas, pero habían pasado casi dos horas y aún no había aparecido.
- ¿Dónde se habrá metido...? -susurró con voz pastosa, mientras se ceñía con torpeza el cinto de la espada para salir a la fría noche.
Con paso vacilante, apoyando una mano en la pared para mantener el equilibrio, Royne ascendió los incontables peldaños de piedra que le llevarían a lo alto de los muros del castillo. En las almenas soplaba un viento gélido que amenazaba con despeñarlo con sus furiosos embates. Arropándose con la capa y manteniendo el cuerpo encorvado para resistir la fuerza de la ventisca, la antigua Primera Espada de Aguasclaras se arrastró como pudo hasta la torre nordeste, donde Tarmall solía montar guardia durante las horas de sol.
El frío era tal, que Royne no se detuvo a llamar a la puerta antes de entrar a la torre. En su interior, sentado en los peldaños de madera de la escalera que ascendía en vertical hasta la cima del torreón, estaba Tarmall. El soldado sonreía a la nada con una expresión beoda y bobalicona, sujetando entre sus manos una botella de arcilla y musitando por lo bajo palabras incomprensibles.
- ¿Qué demonios haces aquí, Tarmall?
- Oh, mi señor, oh vamos... me da igual que te hayan degradado, ya te ascenderán - dijo el Pocas ganas con una sonrisa-. Vamos, prueba ésto... te sentará bien. Calma las emociones, entras en calor, y da un cierto entusiasmo a todo lo que haces. Pero sólo un trago, ¿eh? Estas cosas son difíciles de encontrar y preparar.
Tarmall extendió la mano, ofreciendo a Royne aquella vasija para que probara su contenido.
- ¿Sabes? Con ésto sentirás que puedes volar. Pero en verdad no vuelas, ¡tenlo claro! La primera vez sentirás que a tu alrededor todo da vueltas, pero te irás acostumbrando.
El bastardo se sentó en uno de los bancos, junto a la puerta, y dio un trago, pensando que sería algún licor casero preparado por su compañero de guardia. Últimamente bebía demasiado, pero no encontraba brebaje con la suficiente graduación como para ahogar su vergüenza.
- La vida es para los que la saben disfrutar, mi señor -comentó Tarmall divertido; con un gesto vago, señaló la botella-. Si quieres tu propio repertorio, te lo puedo conseguir, pero tendrás que hacerme un favor. Este mundo se mueve por favores, si no nadie se levantaría de su asiento. ¿Comprendes, mi señor...? Bien... -dijo frotándose las manos, mientras una tenue luz de ilusión se encendía tras sus vidriosos ojos- Quiero ser devoto. No quiero terminar mis días siendo un centinela. Necesito que convenzas al acólito Eremiel para que me instruya, y yo te proveeré gustosamente de este medicamento para la felicidad.
Royne dio otro corto sorbo al extraño mejunje, mientras oía las divagaciones de Tarmall sin apenas escucharlas. Tenía un gusto especiado, con sabor a hierba fresca y orines de caballo. Tragó con dificultad, a punto de echárselo todo por encima en un acceso de náusea. Tras unos primeros minutos de arcadas y toses, la mente pareció ensanchársele hasta que el cráneo pareció pesarle una tonelada. Se sorprendió a sí mismo con el mentón pegado al pecho, contemplando extasiado como un hilillo de baba le goteaba de la boca abierta hasta el suelo, justo entre sus dos botas.
- No hay culpa... -murmuró sin darse cuenta- No hay dolor...
Antes de que Tarmall pudiera decir nada, Royne un último trago, más largo esta vez. El vello de todo su cuerpo se erizó de golpe y el pecho empezó a arderle como si fuera un caldero en ebullición. No notaba la punta de los dedos, ni las piernas por debajo de las rodillas. Los sonidos parecían llegarle de algún punto a cientos de millas de la torre donde se encontraban. Tarmall le estaba diciendo algo, pero sus labios parecían moverse con una lentitud inusitada y de su boca solo brotaban ruidos indescifrables. Sin que Royne pudiera hacer nada, el otro soldado tomó la botella de arcilla de entre sus manos y con una sonrisa cómplice y un gesto de la mano, le indicó que podía marcharse.
El bastardo de Lord Frey consiguió levantarse a duras penas. Sus primeros pasos fueron como los de un bebé, sincopados y torpes, pero consiguió mantener la verticalidad hasta alcanzar la puerta de la torre. Al abrirla, el vendaval estuvo a punto de hacerle caer de bruces, pero ya no sentía frío... ni miedo. Avanzó erguido, con una mano apoyada en las almenas, hasta que ganó la seguridad suficiente para caminar entre los embates de la ventisca como un Lord por su Sala de Ceremonias. La ventolera ya no traía consigo acusaciones y lamentos, sino elogios y palabras de ánimo.
- Esto es magnífico... -susurró con la cabeza bien alta, recibiendo la alocada carga del viento helado contra su pecho- ¡MAGNÍFICO! -gritó eufórico, perdiéndose su alarido en el caos de la ventolera.
Royne recorrió las murallas henchido de una energía inusitada, el alma inflamada de euforia y excitación. De las estrellas parecían emanar millones de colores y aromas desconocidos. Sin saber cómo, encontró las escaleras que bajaban al patio de armas e inició un arduo descenso, manteniendo el equilibrio por pura fuerza de voluntad. La coordinación de sus piernas no tardó en irse al traste, siguiendo el mismo camino que su sentido de la realidad había tomado unos minutos atrás. Con un corto alarido, se precipitó de cabeza a la fría nieve cuando ya solo le quedaban tres escalones para llegar a la blanca explanada.
La cara y las manos le ardían por el gélido viento y el chapuzón en la nieve, pero eso no era nada comparado con el aluvión de extrañas imágenes que se plasmaban en sus inquietas pupilas. La ventisca dibujaba difusas y amenazantes figuras moviéndose en la periferia de su visión. La nívea capa que cubría el suelo se presentaba a sus ojos como una masa anaranjada, con el mismo brillo cálido de las brasas que anidan en el fondo de una hoguera. Tapándose el rostro en un vano intento de detener tan angustiantes alucinaciones, Royne corrió sin rumbo hasta darse de frente contra una pared. Un tibio reguero le manó desde el nacimiento del pelo hasta el mentón, manchando sus labios con un fluido de sabor salado y ferroso. Palpando a su alrededor, con los ojos empañados en sangre, consiguió encontrar el pomo de una puerta que abrió al instante, ansioso por escapar de la tormenta de sonidos y estímulos del exterior.
Con paso inseguro, avanzó en la penumbra de una gran estancia, iluminada apenas por los rescoldos de un fuego moribundo. Aquí y allá podía distinguir la silueta de varias mesas y sillas. Al otro lado de la puerta, el vendaval seguía aullando su nombre. Fuertes temblores sacudían su cuerpo empapado, así que el bastardo de los Gemelos decidió acercarse al tenue resplandor de las ascuas del hogar. Tras tropezar con varios taburetes y desplomarse torpemente contra una mesa, consiguió caer rendido a la orilla de la chimenea. Alzó las manos hacia los mortecinos restos de la lumbre; sus dedos estaban azulados y arrugados, entumecidos al extremo.
- ¿Quién anda ahí? -gruñó una voz a sus espaldas.
Royne se volvió con dificultad, aterido de frío y tiritando. En las sombras pudo vislumbrar una figura vaga, aunque claramente femenina.
- ¿Dónde... dónde estoy...? ¿Tengo... frío...? -alcanzó a susurrar Royne, antes de caer inconsciente.
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Los delirios de un pecador
Por una vez, Royne no soñó con jinetes del infierno y muertos de mirada acusadora. No conocía la estancia en la que se encontraba, pero eso no dejaba de ser normal en el siempre confuso mundo onírico. Un muro de sombras le rodeaba; podía hallarse en una amplia estancia o en el centro de un oscuro e infinito yermo. Aunque podía moverse, no sentía su cuerpo. Estaba tumbado en un rígido lecho, cubierto de mantas, mientras una mujer de facciones difusas le acariciaba y frotaba su cálida piel contra la suya.
La muchacha pronunció su nombre en tono suplicante. Royne la veía mover los labios, pero el retumbante palpitar de sus sienes impedía entender lo que decía. El tacto de sus manos recorriendo el rostro del soldado era ardiente, como acero al rojo vivo. Uno de sus muslos se abría camino entre las piernas del bastardo de Lord Frey, que sentía cómo la excitación prendía fuego a su alma. En los sueños no existe la razón, solo el instinto; y los instintos de Royne, encrudecidos por el vino y el misterioso brebaje de Tarmall, chillaban furiosos por tomar a la muchacha y satisfacer sus ruegos con jadeos y sudor.
- ...Desconocido...
Royne acertó a entender esa única palabra de labios de la chica y su mente estalló en un frenesí de rabia descontrolada. Con un gesto violento se quitó a la mujer de encima, aprisionándola bajo el peso de su cuerpo. Las mantas cayeron a un lado, dejando al descubierto los dos cuerpos desnudos. Las encallecidas manos del soldado se cerraron como tenazas sobre las muñecas de la muchacha, dejándola indefensa.
- ¿El Desconocido? ¿Eso es lo que soy? -le ladró a medio palmo de la cara- ¿Por eso me deseas, mujer? -le gruñó, acompañando su pregunta con el primer embiste de cadera.
Su cuerpo penetró en el de ella con fuerza, sin misericordia. Los labios de la muchacha dibujaban palabras que no llegaban hasta los oídos enajenados de Royne, que seguía empujando su ser hasta lo más profundo del alma de la anónima moza.
Unas palabras se repetían en la enferma mente del bastardo como un salme, una y otra vez:
Soy el Desconocido. Traigo la muerte a mis iguales, sin importar el color de la sangre ni la finura de las manos. Soy el Desconocido, el Verdugo de los Siete.
Los sueños de Royne nunca habían sido tan reales. Ni tan ardientes. Royne seguía embistiendo con furia las entrañas de la muchacha sin rostro, henchido de un vigor abrasador que palpitaba en su pecho como el fuego de una forja a pleno rendimiento. Las uñas de la mujer se clavaban en su espalda y sus súplicas se habían convertido en jadeos y gemidos. Sus muslos rodeaban al bastardo de Lord Frey, apretándole contra ella en cada envite, ansiosa por que éste penetrara hasta el fondo de su ser.
Extraños colores y vagas imágenes se arremolinaban ante los ojos de Royne, que murmuraba palabras sin sentido en respuesta a los susurros que parecían llegarle de cada esquina de la estancia. Millares de almas, las que ya habían partido de este sangriento mundo y las que esperaban para ser segadas, observaban y jaleaban el ímpetu de la encarnación del Desconocido. Cegado por el frenesí, tomó a la moza por el cuello disfrutando de la visión que la exótica poción había despertado en él. En su mano estaba el poder de la vida y la muerte, la Autoridad Última de los Siete.
La muchacha le agarró de la cabellera, tirando de ella con fuerza suficiente como para que los huesos de la arquedada espalda crujieran torturados. La mirada del soldado quedo fija en el lugar donde debería haber estado el techo de la estancia, pero ahí solo había una oscuridad insondable que le trajo a la mente la imagen de un abismo sin fondo. Con un esfuerzo inhumano, consiguió volver a bajar la cabeza, sintiendo como toda su musculatura se tensaba hasta casi partirse. El desdibujado rostro de la muchacha había mudado a un semblante de facciones dulces y hermosas, que parecía sonreírle con una mezcla de inocencia y aceptación.
- Doncella... -susurró Royne deteniendo sus embates- Eres... la Doncella...
Soltó su engarfiada mano del cuello de la chica, incorporándose sobre las rodillas. La muchacha seguía tumbada frente a él, respirando aceleradamente por la pasión del reciente encuentro. Royne acarició su cuerpo desnudo, los enhiestos pechos, la curva de su cintura, los húmedos labios...
- Te das a mí, Doncella..., pues sabes que la vida no puede nacer del Desconocido... -murmuró roncamente.
La cabeza le daba vueltas, como si se encontrara al borde de un acantilado y estuviera perdiendo pie, a punto de precipitarse al vacío del olvido.
- Tú me has aceptado, Doncella... -consiguió decir mientras su cuerpo se inclinaba, a punto de caer en la inconsciencia- Demostraré al resto de los Siete que soy digno de servirles...
Y con un sonoro impacto, el soldado se desplomó de lado sobre las mantas que yacían en suelo.
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Desconocido amante
En aquella noche de invierno Theresa se afanaba, ociosa, en afilar una estaca de madera. No pensaba utilizarla. Tan solo quería evitar pensar, y tener las manos ocupadas era una buena manera de evadirse. Las noches como esa le recordaban todo aquello de lo que se había alejado. Sabían a pasado, a pérdida y a abandono. Sabían a ambición amarga y a frustración.
El frío viento invernal ululaba a través de las ventanas, colándose por las rendijas. El calor del fuego mantenía el frío alejado, aunque Theresa encontraba cierta familiaridad en la sensación que provocaba el aire helado en la piel. En el Norte, la nieve cubría alturas que podían superarla a ella misma. En el norte, los niños de pecho tenían suerte si la leche de sus madres no se les helaba en sus mismas entrañas.
Aquello para Theresa era un suave Invierno. Pero como cualquier Invierno, no debía ser subestimado. No temer las consecuencias del frío era ser un necio. Y precísamente un necio, irrumpió en la Casa de los Abanderados.
En un principio, la segunda espada no supo quién se acercaba al fuego.
- ¿Quién anda ahí? -dijo, levantándose y acercándose al extraño desde sus espaldas. Cuando el hombre se volvió, descubriendo su rostro, Theresa mutó su hosca expresión por una cargada de sorpresa y preocupación-. ¿Royne? -alcanzó a decir, con la voz ligeramente temblorosa, antes de que su compañero se desplomase sobre el suelo- ¡Por los Dioses, Royne! ¡¿Qué demonios estabas haciendo ahí fuera?! ¡Maldita sea! -dijo con cierta desesperación, mientras se agachaba junto a él y le frotaba los brazos- ¡Estás empapado! ¿¡Qué cojones estabas haciendo!? ¿¡Es que tu madre no te enseñó nada, imbécil!?
Aquella sarta de insultos salía de sus labios a medida que notaba cómo sus ojos se humedecían. No era una mujer dada a las lágrimas, pero la piel azulada de Royne, y sus manos agarrotadas, la hacían temer sobremanera. El fuego ya casi se había apagado, y su compañero de armas necesitaba entrar en calor urgentemente. Necesitaba deshacerse de aquellas ropas empapadas. Theresa tiró de sus brazos, y lo apoyó contra su hombro para arrastrarlo hacia sus aposentos. Como norteña, bien sabía lo que debía hacerse. No era la primera vez que veía a alguien acercándose peligrosamente a los brazos del que algunos llamaban el Desconocido por causa de una fuerte hipotermia. Cargó el inerte cuerpo de Royne sobre sus anchas espaldas y subió rápidamente las escaleras en dirección a sus aposentos.
Con prisa y sin miramientos, tumbó al bastardo sobre el lecho y le desprendió de las ropas empapadas y heladas. Una mueca de desesperación se dibujó en su boca al verle temblar violentamente. Le cubrió con mantas. Con todas las mantas que poseía. Pero aquello no parecía ser suficiente. Las mantas no estaban cálidas. Lo único cálido en aquella habitación era ella misma, que había recibido durante horas el calor del fuego en la sala común. Theresa emitió un suspiro resignado, pero no dudó. Se desprendió de sus ropas, y se tumbó junto a Royne. Dejó que su piel cálida entrase en contacto con la del congelado soldado, emitiendo un siseo de evidente incomodidad al sentir el frío penetrar en su cuerpo.
- Royne... -dijo, cacheteando levemente su rostro para intentar despertarle, mientras se afanaba en frotar sus piernas contra el cuerpo de su compañero, para proporcionarle el calor que necesitaba urgentemente- Royne, por favor, ¡respóndeme! Por los Siete Infiernos de los que tanto te gusta blasfemar... No puedes quedarte dormido. ¡El Desconocido vendrá a por ti!
Theresa se sintió aliviada momentáneamente, al ver cómo Royne recuperaba poco a poco el color y por fin reaccionaba. Pero su violenta reacción pronto hizo que su expresión mudase a un franco asombro.
Royne parecía borracho, y no sólo eso, parecía trastornado. Y borracho y trastornado, empujó a Theresa hacia un lado, para oprimirla a continuación bajo su peso, reuniendo una fuerza absurdamente desproporcionada. Sostuvo sus manos en alto y ella le miró, estupefacta. El bastardo ladró unas palabras que Theresa apenas comprendió, a medio palmo de su cara, y la tomó sin contemplaciones, provocando que emitiera un ronco jadeo cargado de sorpresa e incredulidad. Fuera de si, comenzó a embestir contra ella.
- ¡Royne! ¡Royne, para! ¡Soy yo, Theresa! ¡Por los Dioses, detente! -le gritaba, mientras el hombre parecía obnubilado, centrado en hincarse en lo más hondo de su cuerpo.
Theresa dudó, en medio de la violencia de aquel acto carnal, mientras su boca profería súplicas y gemidos que parecían no llegar a ninguna parte. Podía quitarse a Royne de encima, sin duda. Podía tratarle como a cualquiera de los hombres que a lo largo de su vida habían intentado propasarse con ella. Pero Royne no se encontraba bien. Royne no era él mismo en ese instante, y Theresa no quería dañarle. No quería hacerle afrontar, en su situación, el mal trago de saber que la había tomado sin permiso. No deseaba añadir aquella lacra a esa historia personal que tanto le atormentaba, y por la que había perdido el honor y el puesto.
De manera que finalmente decidió dejarse llevar. Respiró hondo, y se agarró a él, rodeándole con sus piernas. Pensó que al fin y al cabo había deseado tener a Royne en su lecho en muchas ocasiones. Quizá no de aquella manera, pero después de todo, no dejaba de ser él, su compañero, quien se encontraba sobre ella.
Todo terminó tan súbitamente como había empezado. Royne se detuvo de golpe, mirando a Theresa sin reconocerla. La acarició mientras pronunciaba palabras sin sentido. Nombraba a sus Siete Dioses, los Otros se los llevaran, justo antes de poner los ojos en blanco y derrumbarse al suelo.
Theresa vio caer a Royne, petrificada, asustada de manera casi tangible después de que éste intentase asfixiarla. Se encogió sobre sí misma, en el lecho, y se llevó las manos al cuello. La piel le ardía donde los dedos del soldado habían intentado estrangularla. Tosió y apretó los dientes, pues aquello le produjo un dolor atroz en la garganta. Sacudió las manos, que hasta ahora mantenían entre los dedos el pelo que le había arrancado a Royne, en su intento por liberarse de su delirio.
Se dijo que debía olvidar aquella noche. Se dijo que jamás le contaría a su compañero lo que había ocurrido realmente, por mucho que sintiese ganas en aquellos instantes de darle una paliza de muerte. Por mucho que en aquel momento se sintiese humillada, al saber que no había sido la protagonista de sus pensamientos cuando penetraba en ella.
Ah, pero lo sabría. Sí. Una cosa era ocultar el verdadero proceder de Royne para ahorrarle una desgracia, y otra que no fuera consciente de absolutamente nada de lo que había hecho. De manera que arrancó una manta de debajo del cuerpo desnudo del guardia raso y cerró los ojos, sabiendo que le costaría conciliar el sueño, debido a la rabia que sentía.
Que él soñase con su Doncella. Que soñase con una mujer pintada en una estatua de madera, que no poseía labios carnosos ni calor humano. Que bebiese de sus fantasías anhelantes y enajenadas.
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La resaca del despertar
Royne recuperó la conciencia unas horas más tarde, antes de que despuntara el alba. Sentía un frío atroz que le hacía temblar y repiquetear los dientes. ¿Dónde se encontraba? ¿Por qué estaba desnudo? Esas y muchas otras preguntas sin respuesta llovían en su torturada cabeza, como guijarros de hielo sobre el tejado del castillo. La habitación le resultaba familiar, pero estaba seguro que ninguno de los aposentos del barracón de la guardia era tan espacioso. Se levantó del suelo jadeando por el esfuerzo, recogiendo la manta sobre la que había yacido para cubrir su tiritante cuerpo. Junto a él, sobre el lecho del que sin duda debía haber caído, descansaba la silueta de una mujer.
- ¿Qué ha pasado...? -se preguntó alarmado.
Con un suave movimiento, apartó en silencio la rubia melena que cubría el rostro de la muchacha. Theresa Nieve dormía profundamente. Royne levantó un poco la manta que cubría a la norteña, dejando al descubierto los bien contorneados hombros y el nacimiento de los senos. La imagen de lo que había sucedido se plasmó a fuego en sus retinas: Theresa y él fornicando como perros, mientras la droga de Tarmall convertía al bastardo de Lord Frey en un animal sin sentido de la moral y del honor.
Royne dejó caer la manta sobre Theresa horrorizado por su último pecado. Cuando creía que no podía caer más bajo, descubría en sí mismo a un despreciable ser capaz de amancebarse con la primera mujer con la que se cruzaba, empapado en alcohol y sustancias alucinógenas. ¿Adónde le dirigían sus perversos pasos? ¿Qué vil camino estaba tomando su existencia?
Avergonzado y atormentado, recogió su ropa del suelo y se vistió apresuradamente. Se escabulló de la Casa de los Abanderados sin que nadie se percatara de su presencia, cruzando la blanca explanada del patio de armas perseguido por los remordimientos y la culpa. Nadie le esperaba en la barbacana. Tarmall debía seguir en la torre, embriagado aún con su demoníaco brebaje. Tras una hora de temblores y autocompasión, el relevo de la guardia llegó para tomar el puesto del martirizado Royne. Una sola idea martilleaba dentro de la cabeza del bastardo: debía encontrar un guía que le arrancara de su senda hacia la perdición.
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La Senda de los Siete
Al acceder al septo de Aguasclaras, un solemne y gélido silencio abrazó a Royne como una mortaja. Sus pasos resonaban sobre el suelo de piedra, con demasiada fuerza, como si su presencia ante el altar de los Dioses no fuera bienvenida. El pulso del antiguo Primera Espada se aceleró y un miedo reverencial trepó desde su vientre hasta anegarle el corazón. Su respiración entrecortada formaba densas y blancas vaharadas que ascendían lentamente, perdiéndose en la oscuridad que anidaba entre las vigas de madera del techo abovedado. Las mudas estatuas de los Siete parecían observarle atentamente desde las paredes de la estancia heptagonal.
La torturada mente de Royne formulaba extrañas y inquietantes visiones allá donde mirara: el Herrero empuñaba su martillo en postura amenazante; el Guerrero volvía la cabeza a un lado, avergonzado; la Madre gritaba sin voz con el rostro alzado hacia los cielos; la Vieja sangraba por una terrible herida en su costado; el Desconocido levantaba el velo que le cubría la cara, lo suficiente para poder vislumbrar su sonrisa lobuna; la Doncella lloraba arrodillada, levantando un brazo en posición defensiva, como si Royne fuera una amenaza. Los ojos del Padre destilaban desprecio y odio, mientras mostraba una balanza completamente destrozada y señalaba al bastardo de los Gemelos con un dedo acusador.
Royne cayó de rodillas, con amargas lágrimas surcando sus mejillas. La culpa y la rabia se habían ido acumulando en su alma durante ese último año, hasta tal punto que le costaba dormir y creía ver odio y rencor en todo aquel que se cruzaba en su camino. Del resentimiento había pasado al alcoholismo y, de ahí, a la pérdida de toda moral. El torturado soldado descargó un potente manotazo sobre las heladas baldosas, desatando por un instante la ira y la frustración que le acompañaban en su día a día y que lograba controlar a duras penas, aunque cada vez con más dificultad.
- ¿Qué debo hacer, Padre? -exclamó creyéndose a solas. - ¿También vosotros me creéis culpable de la muerte de ese anciano? Era mi deber...-añadió con un susurro preñado de tristeza. - Debía proteger a Ser Orsey... Esas eran las órdenes... Yo no sabía... No pensé...
El llanto brotó de su garganta como una inmensa y violenta ola que arrasaba todo a su paso, dejando solo un cuerpo tembloroso y sin fuerzas, postrado bajo la severa mirada de los inertes Dioses.
- ¡No me ayudasteis! ¿¡Qué debía hacer!? ¡Solo el vino parecía aligerar esa carga! -gritó furibundo- Yo... no sé cómo ocurrió lo de Theresa... Ayudadme... Mostradme un camino... -gimió Royne con un hilo de voz.
- ¿Qué te reconcome, hijo mío? -preguntó la dulce voz del acólito Eremiel a su espalda, mientras sentía el tacto reconfortante de una mano apoyándose en su hombro- Habla sin miedo, pues en estas paredes sólo los oídos de los Siete pueden oírte.
Royne se envaró sorprendido, intentando recomponer su compostura sin mucho éxito. Empezó saludando al acólito con un escueto "Buenos días", pero la insoportable presión de su mala conciencia y de la manía persecutoria que parecía mostrarle enemigos allá donde posara la mirada, rompió al fin las barreras de su dignidad noble. Toda la tristeza y la amargura de los últimos meses se desbordó en forma de palabras atropelladas.
- He perdido mi rumbo, Eremiel... -dijo con una voz temblorosa- Ya no sé distinguir el bien del mal... Creía que un hombre debe guiarse por sus ideales de honor y deber, pero seguir esos pasos solo me ha llevado a manchar mis manos de sangre inocente. Cumplía con mi deber..., ¡con mis órdenes!
La desesperación embargaba el alma del bastardo, que no miraba al acólito mientras se confesaba. Sus ojos estaban prendidos en el pétreo rostro del Padre, como si fuera la inerte estatua quién le hubiera susurrado la pregunta.
- He pecado... y soy un asesino a los ojos de todos. Solo por hacer lo que creía que debía hacer... He enajenado mi mente con alcohol y otras sustancias... hasta el punto de yacer con una mujer sin siquiera ser consciente de ello... Creía ser el Desconocido... y tomé a la que reconocí como a la Doncella... -Royne se dio la vuelta, todavía arrodillado, y tomó la mano del acólito entre las suyas, casi implorándole-. ¡Estoy perdido! ¡Maldito! ¿¡Qué será de mí, Padre!? -le gritó, dirigiéndose a él como si fuera la encarnación del mismísimo Padre de los Siete.
La consternación del joven Ríos era conmovedora. Hablaba con el corazón, con palabras de dolor y arrepentimiento, de frustración y amargura. Eremiel tomó las manos del soldado entre las suyas, escuchando con atención la desesperanza que poblaba su plática de odio hacia sí mismo.
- Tranquilízate, hijo mío... -comenzó lentamente.
Posó una de sus santas manos bajo el mentón del gimoteante bastardo e hizo que alzara los ojos, mostrándole una plácida sonrisa de paz, tranquilidad y calma.
- ...pues no es devenir de los hombres cuestionar el camino que los Siete en su infinita sabiduría han obrado para nosotros -dijo negando lentamente con la cabeza-. No, no has perdido tu rumbo, Royne Ríos... -anunció poniendo énfasis al pronunciar su nombre, para captar del todo su atención- pues aún no lo has encontrado.
El acólito le ayudó a incorporarse y dirigió su mirada hacia la vidriera con la representación de las siete deidades, tras el altar.
- Hilado en el tapiz del mundo, con hebras de la madeja de los tiempos, tu rumbo ha sido trazado por los Siete, entretejido en la maraña de fibras que nos rodean, que vivimos cada día. A veces, ese hilo parece oculto, esparcido o anudado entre los rumbos de los hombres, de los señores y sus vasallos, del transcurrir del día a día.
Eremiel se giró de nuevo hacia Royne, haciendo que éste volviera su atención hacia el acólito.
- Pero no debes perder la esperanza, hijo mío -dijo alzando un poco la voz para enfatizar sus palabras-, pues puedo asegurarte que tu rumbo sigue ahí, trazado, intacto. Lo único que debes hacer es buscarlo... tener fe en los Siete... dejarte guiar por ellos para encontrarlo -Eremiel calló durante unos segundos, dejando que su mensaje calara profundo en el alma del joven Royne- ¿Estás dispuesto a dejarte guiar por los Siete, hijo mío? ¿Estás preparado para encontrar tu camino?
Castillo de Aguasclaras, un carruaje con varios cuerpos lleva entre ellos al inconsciente Armase
Una luz clara me invade y me relaja del cansancio del último combate, en realidad parece que mi respiración en este lugar no importa, ni siquiera es necesario tener los ojos abiertos para sentir la luz que me rodea [...] por primera vez en mi vida me siento en calma, me siento en paz..
Miro mi cuerpo desnudo y ni siquiera veo los cortes que el hijo de puta del bandido me ha hecho, el Maestre Ammon ha hecho un gran trabajo.
- ¿Madre? ¿Qué haces aquí?
- Hijo mío, este no es tu sitio, tienes todavía trabajo pendiente...
- Pero Madre...
Siento sus brazos rodeándome y miro su tez, está tan joven como cuando padre estaba vivo... yo ni siquiera me acuerdo de aquellos tiempos, pero por alguna razón, sé que es así.
- Mi pequeñín, deja de llamarme Madre, no vas a ser menos hombre por decirme "mamá"
- Lo siento Mamá, [Armase traga saliva intentando retener las lágrimas] siento todo lo que te ocurrió, siento te hicieran trabajar hasta extenuarte, siento que te hicieran enfermar [sollozos], fue culpa mía, por llevarte a este castillo...
- Tsssss. Sus manos rozan mis labios Yo y tu padre estamos muy orgullosos de todo lo que has hecho, no podrías haber sido mejor hijo del que eres. Ahora vuelve y recupera el honor de la familia, lucha por tu vida y conserva tu cabeza alta...
- Mamáaaa, no te vayas... ¡MAMÁÁÁÁ!
-¿Madre? ¿Esto es algún tipo de broma?- Increpó Tarmall a la mujer que le daba la espalda. Estaba en su antigua casa, parecía que no había cambiado nada como si hiciese tan solo un par de días que se marchara al castillo, debía de estar completamente vacía pero entre la oscuridad, con solo una pequeña luz que danzaba rítmicamente había una mujer que no podía ser su madre, no, era imposible, ella murió hace ya mucho tiempo.
-¿Quién eres?- Espetó el hombre.
-No, no... ¿Quién eres tú Pocas Ganas?- La voz era de anciana, marcada por una mezcla pesar y nostalgia.
-Me llamo Tarmall y esta es mi casa. Será mejor que te vayas de aquí antes de que...-
-¿Antes de que te sientes? ¿De que vayas a dormir, a beber...?- Interrumpió la anciana- Eres Tarmall, hijo de Trall, los hombres cuentan como lucho por su señor, como murió con honor defendiendo su heredero, los hombres recuerdan al héroe... ¿Qué hablan de ti Pocas Ganas? ¿De como bebes, como duermes, como no haces nada...?
-¡Cállate vieja! No hables de lo que no conoces- Tarmall comenzó a rodear a la mujer con la daga en la mano.
-Todos conocen a Trall, todos saben quien es y lo conocen. Trall existió y vivió, tú, ¿Quién eres tú?-
-¡Te he dicho que soy Tarmall y vas a largarte de mi casa ahora mismo!- Se encaró a la mujer, tenia la cara arrugada por los años y el pelo prácticamente blanco y delante de ella, en el suelo, había una linterna que era el único foco de luz de la habitación. Se paró en seco al verla ahora de frente.
-Un hombre es lo que sabe ¿Sabes lo que eres Pocas Ganas? ¿Qué pueden aprender los hombres de ti?-
-¿Qué... Yo...?- Comenzó a temblar, aquella mujer no podía ser la Vieja, no, él no podía estar delante de ella- Yo... yo se cabalgar, se... se... luchar...
-No sabes nada Tarmall Pocas Ganas, no sabes nada, no eres nadie, una hoja en blanco, una historia vacía, una vida sin pena, sin gloria, sin alma.... no sabes nada... no puedo mirarte, ni hablar contigo, no quiero saber nada de ti por que no hay nada que saber- La mujer cogió su linterna y comenzó a andar hacia la puerta de la casa.
-No Vieja, por favor, espera, no te vayas- Tarmall andaba tras ella pero no podía alcanzarla, la anciana estaba ya bajo el marco de la puerta y con ella la luz desaparecía de la habitación.
-La luz solo ilumina al que busca ser iluminado, Pocas Ganas...- La puerta se cerró de golpe dejando la habitación completamente oscura y fría.
-¡No!¡No!- Tarmall se incorporó en la cama, estaba sudando a pesar del frío que hacía fuera y de que el fuego estaba casi extinto, se pasó las manos por la cara convenciéndose de que solo había sido un sueño o más bien una pesadilla ¿O una visión?... Se acercó a la mesa y se frotó la cara con agua fría, solo había sido un sueño extraño. Agarró un baso y al coger una botella de vino tiró algo al suelo, al agacharse a recogerlo vio una figura desgastada de madera de la Vieja, dejó la botella y el vaso y examinó la figura. Era vieja, estaba despostillada y gastada pero aun se distinguía la forma del farol y los ojos... casi siempre la llevaba encima y la utilizaba en sus rezos, la Vieja era su deidad, guardaba y otorgaba sabiduría. La puso sobre la mesa y se quedó mirándola un rato. "Un hombre es lo que sabe ¿Sabes lo que eres Pocas Ganas?" las palabras del sueño le vinieron a la cabeza de golpe y lo hicieron enfadar hasta el punto de golpear la mesa a la vez que soltaba una maldición... esperaba que la Vieja no le diera la espalda como en el sueño, esperaba estar aún a tiempo...
Año 98 de la dinastía Targaryen. Gwendolyn Caswell, abuela de Ser Madrigal, trabaja para satisfacerlos deseos de grandeza de Ser Lemon Oakenshaf.
- Eso es lo que te pido mujer. Así que menos gruñir y más trabajar que para algo te pago, y no pocas cantidades.
Aunque le faltaban algunos dientes y poseía una lengua débil y flácida, fruto del obligado silencio al que estuvo sometida durante años, a punto estuvo Gwendolyn Caswell de escupir en la cara de Ser Limón. Aquel hombre era despreciable, altanero, siempre con esa cara agria tan desagradable que le hacía parecer permanentemente enfadado. Sin embargo pagaba muy bien, y no estaba como para rechazar a su principal cliente. Llevaba ya tres años trabajando con Ser Lemon Oakenshaf y no podía quejarse demasiado. Su calidad de vida había aumentado tanto que a veces no se creía su propia suerte.
Pero era algo tan horrible lo que le pedía que se resistía a aceptarlo. Gwendolyn era capaz de que la naturaleza muerta pareciese viva y lo que le pedía Ser Limón era crear un esperpento. Quería fanfarronear de las piezas que cazaba, como siempre, pero esta vez jugando a ser dios, un dios de la muerte. Muchos, los que no la tomaban por bruja y pretendían acabar con su vida de las formas más imaginativas posibles, consideraban a Gwendolyn Caswell una artista de primera clase, pues sus obras poseían un buen gusto poco común en el oficio de la taxidermia. Miró al pequeño Otto, de tan solo 5 años, al cual había podido criar gracias a su esfuerzo y tesón, y asintió para aceptar el trato.
Hasta Madrigal conocía la historia pues su padre se la había relatado infinidad de veces. Lo que tuvo que hacer su abuela fue disecar un enorme gato montés y un águila casi del mismo tamaño. Hasta ahí todo era normal. Sin embargo, Oakenshaf le había pedido, digámoslo así, añadir algunas modificaciones. Un grifo, una criatura de leyenda, aunque eso Gwendolyn no lo sabía. Ella simplemente hizo lo que le ordenaron. Y no le quedó mal, aunque la muda mujer se arrepintiera toda la vida de su trabajo.
Esa no fue la única vez. Tras el buen resultado, Ser Limón le pidió algunos trabajos más de los que tampoco se sintió orgullosa. Ella, esperanzada de que el hombre cayera en la ruina y la dejara en paz de una vez, le cobraba cantidades astronómicas que, aún así, el derrochador hombre pagaba sin pestañear. Poco a poco Ser Limón fue aumentando su colección de esperpentos, llegando a vender muchos cuando cayó en la ruina. Otros desaparecieron sin más, o se estropearon con el paso de los años.