Viñeta final: Participación silente Lady Olenna Crakehall. Aparecen Ser Gwraidd Tully, Haudrey Ríos, Ser Hadder Tully, Ser Trycian, Maestre Ammon, Lady Rowenta, Ser Otter.
Por Pendrik, hijo de Olenna.
A mi madre.
Epílogo.
Año 156 D.A. Monasterio de las hermanas silenciosas, celda de madre.
Cenicientas manchas cubrían aquí y allá su mano. Estragos de edad las llamaban. Máculas que dejaban su rúbrica ineludible en nuestras pieles, y en mayor medida en las almas a lo largo del trasiego de una vida, y que por mucho que tantas y tantas veces nos obstinásemos en tapar, ocultar, o bien en simplemente no ver, terminaban aflorando y marcándose con invisibles dedos acusadores. Haciéndose más latentes y duras si cabe que si se hubieran asumido en su verdadero momento.
Acababan de iniciar su paseo por los jardines, la climatología había mejorado ciertamente en los últimos meses, aquella mañana ya avanzada, el sol brillaba entre algún nubarrón plúmbeo que amenazaba con aguas copiosas e imprevistas. De un modo sutil pero insistente, ese sol calentaba ya el rostro de Pendrik. Observó el alero del espartano campanario aledaño al claustro. Debajo de una teja atestada de liquen y musgo goteante pudo ver lo que sin duda era un nido, el primero de la primavera, un nido con un estornino dentro. Negro como la obsidiana.
Miró a los ojos profundos de su madre. Ella correspondió con una mirada tierna y expectante.
Había dado unas pinceladas al respecto de los últimos acontecimientos acaecidos en casa. Pero no había entrado a valorar o profundizar en aspectos espinosos. Ya lo único que faltaba era hacer más daño a madre. Pero, de algún modo en el fondo de esos ojos, de esas pupilas que lo habían visto nacer pudo ver un gran anhelo.
Lo merecía…
Reflexiones y vacío.
Pasaron bajo un portentoso pino negro. Un rayo había alcanzado su tronco no hacía mucho y un tercio de su copa estaba seca y oscura, moribunda. El olor a resina, a dolor, a sangre vegetal lo inundaba todo. El flujo de sabia regresaba a borbotones una vez concluida la obligatoria hibernación. Aquello podía provocar el retorno a la vida del árbol o bien por el contrario su muerte por desangrado. Pulsos de vida, sangre en las venas e ilusión por un nuevo ciclo. Ammon le había inyectado en su niñez el veneno del ansia por el saber, un conocimiento que demasiadas veces únicamente y como en el caso del pino ansioso de crecimiento, entregaba dolor y hiel a cambio.
-Padre nunca resultó ser empático. Era ante todo Ser Hadder Tully, Ser Hadder Ríos en sus adentros. No sé si alguna vez dejó de fingir esa pose incluso a solas, contigo. – Observó de soslayo los ojos de su madre buscando adentrarse en ellos, intentando arañar un resquicio que contestase sin palabras a aquella reflexión.
-Para mí era un guerrero, como tal y como sucede en la mayoría de casos, primario. Para ser más exacto, un caballero. Luego su mente se transformó en la de un Señor feudal, un Lord protector que anteponía un bien general sesgado a los pequeños bienes particulares. Por ello, y por último, para mí un padre distante y gris.– Pendrik suspiró agrandando las aletas nasales inconscientemente. -Te lo diré ahora. No puedo decir que no tuviera cariño por padre ya que mentiría. Le apreciaba y quería, como a Ser Hadder. Pero sin duda, te aseguro que llegué a despreciarle como padre.-
Giraron en su paseo en una curva del parterre que daba paso a un terreno bastante más descuidado, sin arreglar. En realidad se transformaba en una pista forestal. Afortunadamente el terreno estaba casi seco y permitió continuar el paseo. En los ojos de madre pude ver cierta emoción infantil, como la de un pajarillo cuando abandona su nido por primera vez. Quizá, seguramente, llevaba años sin rebasar tanto los muros físicos, como los menos tangibles de una mente atrapada en el claustro. El olor a vida lo inundaba todo bajo la bóveda de la arboleda de piceas. El sotobosque de boj, helechos y acebo otorgaba un aroma embriagador al fresco aire matinal. Únicamente el sonido del calzado sobre la tierra chirriante les acompañaba. Un sonido que lo inundaba todo, reverberante, como si se hubiera amplificado en el vacío después de la última frase de Pendrik. Una frase que jamás había pronunciado delante de nadie. Despreciaba a padre.
-No sé cómo fue vuestra relación, no puedo imaginar más allá del estereotipo infantil que se me viene a la cabeza. Pero juro que muchos días te vi sufrir, sé que penaste por cosas innecesarias y yo incluso siendo niño lo notaba en tus gestos y abatimiento. No estabas sola madre. Por eso, llego a entender la posición que tomaste durante mucho tiempo al respecto de Haudrey. Distante, fría. Por algún dique tenías que aliviar tus sentimientos frustrados, y demasiadas veces pagan los más inocentes, los más queridos y los más cercanos. Por fortuna recapacitaste a tiempo.- Notó un apretón latente en su mano, desconocía en el fondo si era una reprimenda o bien una señal espontanea de liberación de sentimientos. Por su parte aquellos bellos ojos aguantaban sin decir nada en absoluto, estoicos. En todo caso pudo ver una pátina translucida que los barnizaba.
-La familia de Ser Baltrigar, caída en desgracia, fue perdonada y Ser Baltrigar… recibió en buena parte lo que merecía, no tanto como yo hubiera querido si te soy sincero. Haudrey todavía anda perdido por Solaz del Soldado y sus caminos. Sacrificado como el Tormenta, pero no puedo perder la esperanza de que vuelva a casa. Le entregue mis inmerecidas espuelas a Ser Trycian con la esperanza de que algún día mi hermano se pusiera en contacto con aquel que fue su referente, prócer y mentor. Él, que siempre será hijo tuyo, sí las merece. – Un ciervo se cruzó repentinamente desde el margen con cierto estrépito al fondo del camino. Para cuando llegó al medio del mismo se paró y miró fijamente a madre e hijo con ojos como cuencas brillantes y negras. Con un trote violento y repentino se adentró en la espesura dejando el ruido de ramas y pezuñas a su paso. Madre e hijo reanudaron el paso inconscientemente detenido ante la sorpresiva aparición. – Todo el plan creado por padre para acabar con los Lefford, y el desorden de Solaz del soldado consiguió de un modo preciso y certero su fin. Sin embargo, y como él y Ammon tuvieron que saber y sopesar, los daños colaterales de ese “bien mayor” aún se dejan ver en las almas de los más cercanos a Ser Hadder. Siempre se ha dicho que los más queridos serán los que más te hagan sufrir. Pero nunca esperas que ciertas cosas te ocurran en primera persona. Gwraidd ha estado sufriendo como yo, incluso más. Respecto a Haudrey no quiero imaginar por lo que habrá pasado. Ha dado tanto. Todo por Aguasclaras.- Giró el rostro meneando la cabeza tristemente, rememorando de un modo nítido todo lo acontecido desde la muerte de su padre, de repente sin buscar un punto en concreto paró en seco, y formuló la pregunta que tantas veces había anhelado y no se había atrevido -¿Tú conocías la enfermedad de padre, tú sabías los planes de padre?- Los ojos de su madre y sus manos dieron respuesta silente a aquella pregunta.
En la atormentada mente de Pendrik una idea, ahora clara y fulgurante como un relámpago le asaltó ¿Estaré viviendo con el juicio mermado? Comenzaba a atar cabos sobre pesadillas recurrentes y voces asaltándole en los corredores del castillo… Pero no, no puede ser, fíjate, recuerdas incluso las cosas tiempo atrás leídas para madre.
Madre gentil, fuente de toda piedad,
salva a nuestros hijos de la guerra y la maldad,
contén las espadas y las flechas detén,
que tengan un futuro de paz y de bien.
Madre Gentil, de las mujeres aliento,
ayuda a nuestras hijas en este día violento,
calma la ira y la furia agresiva,
haz que nuestra vida sea más compasiva.
Destino, confianza y traición.
Transcurrieron unos minutos eternos desde la reacción de madre. Habían continuado andando, quizá de una manera sucinta, deglutiendo en sus respectivos silencios interiores la liberación que ofrecía el abrir nuestros corazones a sentimientos largo tiempo cerrados bajo siete llaves y siete candados. Pendrik se sentía más ligero para cuando miró al cielo y observó que no tardando mucho la temperatura bajaría. Las nubes se aborregaban desde el oeste, mala señal. Sonrió a su madre. -Llegaremos a aquella fuente y volveremos si te parece bien, no quisiera que cogieras frío.- Lady Olenna aproximó la mano que no estaba atada a la de Pendrik al rostro de su hijo y realizo con la yema de su dedo sobre la comisura de sus labios unas leves caricias en dirección al cielo. Sé que quieres que sonría, pero me resulta cada vez más complicado…
-Gwraidd… el buen Gwraidd continua apoyándome como el mejor hermano que se pueda tener. Pero como sabes tenemos caracteres distintos. A veces le contrarían mis decisiones, pero, o me quiere mucho o me acaba entendiendo. Desgraciadamente nuestros viajes y labores nos han impedido venir a verte juntos.
-En el castillo todo marcha bastante bien, Ser Otter sigue trabajando casi con la misma energía que otrora desbordaba a todos a su alrededor. Le pedí como gran favor que continuara en su cargo, y correspondió con creces. Mis hermanas te dan recuerdos, están preciosas y con mejor salud. Ya sabes de las responsabilidades del matrimonio en las mujeres. – Llegado a tal punto, Pendrik recordó al respecto de su propio matrimonio y decidió del mismo modo que había hecho con anterioridad liberar cuanto su atormentada mente encerraba. – No confío en mi esposa... desde un principio aportó un gran carácter a la relación. Yo te aseguro, y me conoces bien, jamás la coarté, menosprecié o insulté en modo alguno. Sin embargo el carácter del que te hablo se tornó en recovecos, aristas y fisuras. Perdí la confianza en ella cuando llegué a pensar con razonamientos más que justificados que ella podía tomar decisiones de modo unilateral. Decisiones que podían afectar a los habitantes de Aguasclaras, contrarias a los mismos. Provocar revueltas y dolor, todo ello por el poder. Madre, nunca tendré el título de señor de Aguasclaras si para ello debe morir un único inocente, no puedo ser como padre, no valgo. Ningún título merece vidas, mucho menos por ego o intereses personales como los que atisbo en Rowenta. Quizá algún día tenga un hijo con ella. Pero no hasta que esté seguro de su fidelidad a Aguasclaras. Es decir hoy en día al actual señor de Piedras Viejas, que ahora no es otro que Ser Horwin Tully.- El paso se detuvo repentinamente y el hijo se enfrentó a la madre. La tomó de ambas manos. – Madre, además y con sinceridad, os confieso, no me atraen las mujeres.
Realmente el destino de Piedras Viejas deambulaba por sus propias ciénagas y pantanos traidores. Ser Horwin siendo heredero de una de las familias más importantes de los Seis Reinos no era al fin y al cabo más que otro peón dentro del gastado tablero de los juegos de poder. Pero un peón relevante, no como los peones de Aguasclaras. Por ello y transcurrido un tiempo que Pendrik consideró “de prueba” había terminado por confiar por completo en su primo. Era su mejor opción, posiblemente su única opción.
Vio a su madre ahuecar la mano para beber de la fuente. El caño de la misma, construido con dos lascas de pizarra hacía saltar al vacío a aquel cantarín y abundante chorro de agua, precipitándose un metro más abajo en pos de un pequeño abrevadero. Al retirar la mano después de beber pudo observar un cierto temblor en la misma. Pendrik arrugó el gesto, acongojado ante la latente debilidad de su madre. La sonrió y tomó su mano con presteza para darle su calor. ¿Debilidad, o bien estupor ante las crudas verdades?
-Al final he decidido creer plenamente en el primo Horwin. Le he confiado mis más íntimos planes. Los pensamientos gestados a lo largo de años pensando enfermizamente en nuestro feudo. Casi todos a decir verdad… quizá con suerte saquemos algo en claro de las prospecciones de mineral, del proyecto de mejorar la forja, la biblioteca, los derechos sobre la tierra y los diezmos. Los naipes vuelven a estar barajados y repartidos. Ahora no podemos achacar nuestro destino al Desconocido, tenemos que creer en nuestra mano, en la Vieja.
Sinopia.
El regreso a través de la pista forestal resultó onírico. Algunas gotas caían aquí y allá, a metros de distancia una de otra, reflejando en su interior prismas de luz y color del propio sol que se asomaba, ahora sí, ahora no. Las nubes se movían en el cielo con sinfónica fluidez y velocidad, parecía que habían realizado un pacto no escrito con ellos. Aguardaremos hasta que la débil madre regrese a lugar seguro, y Pendrik realizó un gesto de asentimiento con la cabeza agradeciendo la gentileza de aquellas vaporosas errantes. Quizá el abrasador sol de Dorne esté a punto de aparecer en lontananza de los Seis reinos. Asomándose por rendijas y recovecos desconocidos entre la neblina y la espesura. Los Siete quieran que no se desaten las bestias de la guerra. Que las levas e impuestos no ahorquen a la maltratada y convaleciente Aguasclaras.
¿Dónde estás Ammon? Me dijiste que no te marcharías del todo, que una parte de tu esencia permanecería en Aguasclaras. Dijiste que me ayudarías, ¡me aseguraste el apoyo de un cayado sabio y firme!. ¿Dónde estás Ammon? Me siento solo. Papel mojado. Pergamino garabateado y desechado por inútil. Un trozo de pasado sin futuro. La pieza de un engranaje tarado que nunca llegó a funcionar bien, chirriando, quejándose a cada vuelta de tuerca, a cada giro. Incomprendido en su avería sempiterna... ¿Qué? ¡Ahora no me vengas diciendo otra vez con que estás conmigo en mi juicio y mis acciones!
A su llegada a la celda madre se aproximó en silencio a la silla encarada hacia la chimenea. Había sido copiosamente alimentada en su ausencia y los leños tiraban con fuerza, chascando y quejándose amargamente con silbidos dolientes. Lady Olenna se sentó. Más bien se derrumbó agotada. Mientras, Pendrik se asomó a la estrecha ventana de la celda, más antigua aspillera que verdadera ventana y pudo observar lo que ya había escuchado. Una violenta tormenta se había desatado. El olor a electricidad, a chispas y energía le asaltaban vigorizándolo. Los todavía distantes relámpagos se podían vislumbrar en el horizonte gris. Como dioses infalibles saludando con golpes de martillo aquí y allá, al azar. Cuarteando y desvencijando la tierra, el mundo, a su paso. Tan simple como el destino. El otrora heredero de Aguasclaras cerró los ojos e íntimamente agradeció a esos poderes sobrenaturales e incomprensibles su cortesía.
La tormenta cesó de repente. Amainó el viento y los pájaros volvieron a revolotear. Un petirrojo macho aprovechó y se regaló un baño en un charco del parterre cercano. Al poco una hembra se aproximó altanera y comenzó a provocarle con movimientos dignos de un ritmo de baile elaborado. Tan rápido pasa la tormenta la vida regresa y todo parece olvidarse.
Se aproximó a su madre y descubrió que se había quedado dormida en la silla, muy tranquila. Regresó a la mesilla y tomó el saquito de hierbas. Se lo acercó con sumo cuidado a la mano y lo introdujo en el cálido hueco que la misma ofrecía entre la palma y el brazo de la silla. Sonrió para sí, la sonrisa de aquel niño que no se preocupaba por nada, aquel niño que nunca quiso gobernar. Hazme caso cabezón, los buenos gobernantes son los que no están interesados por el poder... ¡Ammon… basta!”
Se agachó, besó a su madre en la frente con la mayor delicadeza. Intentó memorizar para siempre esa postura ahora relajada y bella, sus facciones de porcelana, un poco desportillada. Guardarlas para toda la eternidad en su mente. Se giró sobre sus talones y abandonó la celda envuelto en silencio cerrando la puerta con suma delicadeza. Del mismo modo que su madre en su amor eterno hacía con él todas las noches de su niñez. Allá en la intangible distancia de un pasado mucho tiempo atrás, inalcanzable…
Viñeta Final
Casi he llegado al último de mis días, y me siento como si fuera una niña que da sus primeros pasos en un mundo hostil y lleno de secretos.
Al mirar a la anciana que se refleja en el espejo y contemplar sus ojos caídos, su piel cenicienta, sus labios secos, y su pelo deslustrado, me daba cuenta de que la vida pasaba sin que me diera cuenta. Ver siempre las mismas cuatro paredes, hacer siempre la misma rutina, orar a las mismas horas, tomar las comidas exactamente bajo la misma posición del sol, hacía que pareciera que siempre era el mismo día, que, de algún modo, nunca llegaba a su fin. Pero el sol se ocultaba, y volvía a salir por el horizonte, rompiendo la oscuridad de la noche, sin piedad y en silencio.
Mis años en aquel lugar no merecen la pena ser contados, al fin y al cabo una historia como la mía nunca debería de llegar a leerse. Fueron momentos de abatimiento, lucha y redención. Llegué a la conclusión de un sitio como aquel no era el mejor para mí, pero era el único en el que podía estar sin llenarme de ira.
Viví durante mucho tiempo odiando a diferentes personas que se cruzaron en mi camino. Unas lo merecían, otras... Me arrepentimiento tanto...
Me cansé de odiar, y de sentir rencor, y es triste que uno deba darse cuenta de que es inútil y una pérdida de tiempo sentirse mal siempre con los que te rodean a una edad tan tardía, pues sientes que has echado tu existencia por la borda, y nunca has llegado a vivir de verdad.
Terminé pensando que mi vida era como una vela agitada por un viento incasable: unas veces soplaba más fuerte, y sentía que debía acabar con todo, sin más, rápido, un corte horizontal, el río rojo bullendo, la vela apagada.
Sin embargo, había días en los que el viento no soplaba, y me mantenía erecta, incluso feliz y llegaba a sonreír. Eran los días en que mis hijos venían a visitarme.
Las cosas que más he echado de menos desde que ingresé en la orden eran mis hijos, a la sangre de mi sangre.
Nunca me voy a perdonar el hecho de abandonarlos por que fui demasiado débil como para soportar los golpes de la vida. Preferí hundir la cabeza, esconderme del mundo, y no saber nada de él.
No me merecía sus visitas. No me merecía ver sus sonrisas. No me merecía su amor. Supongo que por eso el destino quiso quitarme todo ello pronto.
Los días en los que venían desaparecía la oscuridad, la maldad, y llegaba a pensar que podía hacer cualquier cosa que me propusiera. Cualquiera, pues vivía a través de ellos, y me parecían príncipes, caballeros, con miradas dulces, capaces de hacer que una mujer se diera media vuelta para contemplarlos de nuevo.
Para mí, para su madre, seguían siendo sus pequeños.
Los amé siempre, a todos y a todas, incluyendo aquel que no salió de mis entrañas, y de quien me preocupaba de manera constante.
Hicieran lo que hicieran, los amé durante toda mi existencia.
Nunca llegué a pensar que el día que iba a morir me levantara sabiéndolo. Desde que abrí los ojos, contemplando el tenue rayo de sol que se filtraba hacia mi celda, supe que algo iba a acabar.
Mi cuerpo no respondía como siempre, y mi mirada se perdía, muerta, en la nada, casi como si se estuviera acostumbrando a otra fase, otro estadio, más allá.
Amanecí con un apetito inusual, y durante el día comí de manera abundante y saboreando todo lo que mi paladar podía. También me parecía que el sol brillaba más que nunca, y loa jardines eran más verdes que en la mejor de las primaveras. Incluso los rezos me elevaron a un estado de cierta alegría y sosiego inusuales.
Cuando ya el día llegaba a su fin, estaba preparada. Lo sabía; no sabía cómo, pero lo sabía. Era el momento.
Sentada en una silla de madera, junto al fuego, abrazada al saquito de hierbas, y contemplando a un anillo precioso, las llamas me parecieron danzar ante mis ojos, lo que me arrancó una sonrisa melancólica.
Pensé en mi difunto señor esposo, y en que no todo fue malo. Pensé en mis hijos, en todo lo que habían hecho por mí, y lo feliz que me sentía al saber que seguían ahí afuera, viviendo.
Por un momento, las llamas bailaron un poco más, brillantes, y mis párpados pesaban, de la misma manera que mi corazón latía deprisa, mucho más de lo que debiera. Noté un escalofrío recorrerme el cuerpo entero, y entreabrí mis labios para decir las últimas palabras de mi vida.
-Os querré siempre.
Móvil.
Año 156. Finales de Año, tras la convocatoria a Desembarco del Rey.
Con un último gemido, siento que Ser Horwin se viene... dentro de mí. ¡Dulce Madre! Mi lado más sensible, el que ansía un bebé que mecer se resiste a hacer caso a las campanas de alarma que mi faceta más pragmática, la que porta la máscara de la perfecta ama de llaves se empeña en hacer resonar en mi cerebro. Miro al hombre que, día a día he ido descubriendo. ¿Enamorada? Lo dudo. ¿Saciada? Mi experiencia no es tan dilatada como para establecer comparaciones, pero he disfrutado entre sus brazos las veces que me ha requerido a su lado.
Me incorporo en la cama, estirándome perezosa como un gato y mi mirada se detiene en la jofaina. Me levanto y me dirijo al palanganero sin cubrirme, perdida la vergüenza de que me vea desnuda. Mientras me lavo observo las anotaciones que quedaron a medias. Giro el rostro y sorpendo la mirada imposible de Ser Horwin siguiendo mis curvas. Me acerco para tomar mi camisa interior y taparme.
- Voy a trabajar un poco. Descansad, señor-indico con tono dulce.
Observo como deja caer los párpados y me pongo a repasar mis notas, comparando lo que teníamos con lo que ahora hay en el feudo. Mis dedos pasan sobre la pulcra caligrafía de Ser Gwraidd. Su espléndida recopilación sobre las arcas, activos y gentes bajo la potestas de Aguasclaras es simplemente... encomiable. Sin dejar de acariciar los escritos me reclino en la silla y con la vista fija en un punto indeterminado del techo me sumerjo en el recuerdo. Pronto hay que volver a Desembarco del Rey y todo debe quedar bien atado, si bien me puedo permitir el lujo de descansar un rato.
Año 156. Camino a Desembarco del Rey.
Por fin logramos dejar atrás el infierno de Harrenhall. Durante la primera jornada de viaje permanezco en el carromato vigilando de cerca a Ser Horwin. Mi enfado es tan patente que todos, incluídos Ser Trycian y el propio enfermo dejan de tratar de comunicarse conmigo. Sé que Ser Trycian se preocupa por mí. Estos años hemos establecido una relación cordial por nuestro interés común en las mujeres de su vida: Lady Arianna vuelve poco a poco a ser ella y parece más centrada en Atrya. La pequeña mejora. Cierto que muy lentamente, pero confío en que ahora que su madre está más pendiente y que sigue a rajatabla mis prescripciones siga por ese camino.
Al final de la jornada, mientras todos se afanan en montar el campamento, siento la mano de Ser Horwin cerrándose en torno a mi muñeca cuando me dispongo a desmontar para ayudar a los preparativos. Lo miro y dibuja con los labios un gracias apenas perceptible antes de volver a caer en el duermevela propio de un enfermo. Frunzo el ceño. Esta vez va a tener que esforzarse de veras para que pase página.
Tras varios días de rutina al fin vislumbramos Desembarco. No obstante, en la última parada decidimos pasar la noche en una posada en la que aún hay habitaciones libres. Aprovechando que convenzo a Theresa para que me escolte (después de los disgustos de Harrenhall ya no me fío de nadie ajeno al grupo) a unos baños exteriores y asearme, unas hermosas jarras de vino entran de contrabando en el dormitorio de Ser Horwin. Decidida a tomarme un rato de libertad, me reúno en el comedor con Maegor, Beldyr y Theresa. Nunca hemos coincidido mucho pero logran arrancarme una sonrisa con sus historias de entrenamientos. La camaradería y un par de vasos de vino hacen el resto.
- Es muy duro, Tanya. A veces pienso que usa por vaina su trasero de lo tieso que va...
Ahogo una risa tapandome la boca con la mano.
- Está detrás de mí, ¿verdad?
Theresa y yo, muertas de la risa, asentimos. Beldyr se pone totalmente rojo. Pero no tanto como el joven Maegor. La mezcla de chanza y situación peliaguda del escudero de Ser Trycian calan en su tierno carácter. Logro controlar mi hilaridad lo justo para interrogar al Primer Caballero de Aguasclaras.
- Creo que deberías acompañarme, Tanya- dice tan lacónico como de costumbre.
Asintiendo lo sigo hasta la habitación que ocupa nuestro señor. Y siento como mis impulsos homicidas de días anteriores cobran fuerzas. Agarro sin contemplaciones a la paleta que ha traído la cuarta jarra de vino de la trenza y la arrastro fuera del cuarto.
Un sonoro portazo no hace justicia a mi ira.
- Gracias, Ser. Vuestro honor impedía hacer lo que yo no he completado... -mis puños se abren y cierran tratando de controlar mi mal genio-. Tendremos suerte si mañana logra despertar para entrar en Desembarco.
VIÑETA FINAL. Ser Trycian de Dorne.
AÑO 155 D.A., MES 8:
La gracia de no esperar mucho de algo es que al conocerlo no puedes sufrir decepciones. En mi caso, nada había esperado de Desembarco del Rey por lo que no me molestó comprobar que es una mierda maloliente y sobrepoblada de prostitutas y delincuentes, aunque sede del torneo al que hemos asistido. Aunque incluso en una mierda de sitio como este nos reciben como si fuésemos mendigos. Si no fuese por Ser Horwin estaríamos durmiendo sobre la mierda del resto de los invitados.
Pero por suerte estamos ahora junto con la rama principal Tully y eso nos da un lugar de gran honor y respeto por parte de todos los presentes. Una posición sumamente honrosa y privilegiada.
El torneo comienza con calma aunque cosas extrañas suceden desde el primer momento, dándome a entender que las cosas no se desarrollarán de la manera limpia en que debiese. Descubro a Beldyr intentando sabotear el equipo de mis contrincantes, por lo que le llamo para que se reúna conmigo en nuestra tienda. Una vez el joven está a solas conmigo, me acerco a él y le propino un golpe con el revés de mi puño antes de hablarle:
- "Jamás vuelvas a hacer eso. Un caballero se mide con el poder de su oponente. Hacer mella de las capacidades del enemigo de manera poco honorable es ofendernos a nosotros asumiendo que no somos dignos de batirnos en condiciones normales. Es una conducta nacida del miedo y la cobardía. No consentiré esa clase de tácticas pues sería darle la razón a todos quienes nos desprecian y somos más que eso."
Le ayudo a ponerse de pie pues es joven y estoy seguro de que ha aprendido la lección. Algún día será un caballero, el único de su familia y eso es una gran responsabilidad pues deberá llevar el honor a su hogar que ninguno de sus otros hermanos hará, ninguno de los que le quedan.
El torneo prosigue con normalidad y finalmente soy derrotado por el propio Príncipe Aemon Targaryen, el Caballero Dragón. En la justa nos descabalgamos mutuamente y cuando voy a ponerme de pie, veo al caballero ofrecerme la mano para levantarme. La acepto y me pongo de pie con su ayuda. Los jueces van a declararle ganador cuando él les interrumpe y me pregunta si debemos justar nuevamente. Le respondo con la cabeza en alto:
- "Ha sido una justa limpia y es usted el ganador sin discusión. Acepto con honor mi derrota, Su Alteza."
Acepto nuevamente su mano y la levanto para indicarle a todos que es él el merecido campeón. El público aplaude con fuerza y los vítores ensordecen con potencia. Nunca había visto tanto amor y admiración de un pueblo hacia uno de sus señores nobles, pero es cierto que los Dragones son tan amados como temidos.
En la cena del final, vuelvo a cruzar manos con el Príncipe y esta vez me dice una enigmática frase. Respondo a ella con una sonrisa, sin desmentir ni confirmar pues es algo del pasado y en nada me importa ahora. Soy un miembro de los Seis Reinos, casado con una Señora noble y padre de una niña con el apellido Tully. Nada ya de lo que era antes me importa y no permitiré que a nadie tampoco le importe ya.
Dejamos Desembarco del Rey sin ningún percance y con un buen recuerdo por mi parte. Quizás mis días de Campeón de Aguasclaras estén acabándose pero aún me traen alegrías y enseñanzas.
VIÑETA FINAL. Año 156 de la dinastía Targaryen.
Podía sentir en la punta de su cálida lengua como la piel antes tersa y suave de la joven se erizaba a medida que el húmedo músculo de su boca salía de entre sus piernas, donde había trabajado sin descanso, y recorría la suave protuberancia del vientre flácido aún por el reciente parto. Desnudos, tumbado él sobre ella, con la cabeza pegada a su cuerpo de piel clara, la perspectiva le daba una excitante imagen del valle que formaban sus hinchados pechos.
- No sabes qué vista tengo desde aquí.- Madrigal podía ver a la mujer aún con la respiración agitada que hacía que su pecho subiese y bajase frenético. Unos senos que se le antojaban como dos frutas maduras que clamaban por el amor de sus labios. Puesto que la mujer aún daba de mamar a su hijo, nacido hacía tan sólo unos meses, de uno de los pezones comenzaba a formarse una pequeña gota de leche, como una diminuta y perfecta perla.
- Nunca fui un hombre celoso.- Dijo avanzando por la piel de la muchacha entre lascivos lametones húmedos e inocentes besos de septón.- No me importa compartirte con otros dos hombres más.- Se refería al marido de la mujer que yacía con él en la cama- y a la que acababa de hacer llegar al culmen del placer sexual con el único uso de su boca.- y a su bebé de tan sólo unos meses de vida. Con un delicado pero firme gesto, que mostraba a un hombre experimentado en las artes amatorias, agarró uno de sus pechos con la mano callosa y avanzó seguro hacia su objetivo. La fuerza justa hizo que aquella fuente de dulce néctar manara sus delicias y dulzuras.
- Déjame beber en la fresca fuente de tus senos la suave esencia del amor que no se acaba.- Zalamero hizo suyas palabras de otros. La mujer, rendida a sus encantos, se dejó hacer. En el mismo momento en el que robaba el alimento del recién nacido que reposaba dormido en la misma habitación, Madrigal volvió a penetrarla.
Ya relajados, los dos amantes reposaban en la cama con la piel perlada por el sudor, a pesar del frío que se colaba por las ventanas. La mujer se giró para colocarse, juguetona, de nuevo sobre él. Pudo sentir su propia semilla que se derramaba por los muslos de ella al incorporarse.
- ¿Y si me quedara embarazada?- Dijo ella mordiéndose el labio. Era la mujer de un noble y por mucho que le dijera Madrigal sentía miedo por su seguridad.
- Ya te lo he dicho. Mientras le sigas dando el pecho no corremos riesgos.- Eso al menos le había dicho la ya difunta Nana. Por eso Madrigal satisfacía sus necesidades buscando entre las insatisfechas nobles con hijos recién paridos. Por ahora tenía suficiente con sus dos retoños. Además, no estaba allí por él.- De todas formas, si tanto te preocupa, hay otras maneras.- Sonrió malicioso mientras besaba a la mujer y la colocaba de espaldas a su lado tomándola entre sus brazos para susurrarla al oído.
- Tú tenías una prima hermana en edad casadera, ¿verdad? No lo digo por mí, yo aún sigo de luto.- dijo en tono socarrón.- pero conozco a alguien…
Viñeta final. Comienzos del año 157
El jadeante joven extremó la precaución. El peso de su armadura ,y especialmente la de su escudo, hacían de él presa fácil de la fatiga y por ende abría sus defensas ante su adversario. Haciendo acopio de su inapreciable, pero sorprendente, resistencia física y en gran medida de su fuerza de voluntad, se recompuso tras el último ataque del caballero de la armadura bruñida, restableciendo su defensa.
Debajo de su yelmo se ocultó una sonrisa de satisfacción al comprobar su apta capacidad de combate. Una sonrisa de orgullo, al poder medirse a un guerrero de alto calibre y sentir que, en ocasiones, existía un tú a tú. Una sonrisa de diversión al lograr, al fin, disfrutar de la lucha con iniciativa, antaño inexistente, que suponía un suplicio agotador de aguantar una tormenta de ataques. Una sonrisa de cariño al rememorar todo el camino recorrido para alcanzar este momento.
Recordó cuando el rubio caballero, su padre, lo recogió siendo un chiquillo de Altojardín. Lo reconoció como hijo y se lo llevo con la idea de hacer de él un escudero. Le ofrecería un tipo de educación distinta a la que los maestres y cortesanos Tyrell le habían dispensado: el camino del caballero. Le ofrecería algo que los Tyrell nunca le habían aportado: cariño y una familia. En suma, le daría lo que siempre había anhelado y en las teóricas amables tierras del centro de los reinos nunca obtendría: reconocimiento.
El pequeño, delicado, tímido y cortés niño, en su día asustado por la incertidumbre de que le esperaba en Aguasclaras, siguió a su nuevo y primer padre. Siete años después el alto, fuerte, decidido y cortés joven (lo cortés no quitaba lo valiente)continuaba siguiéndolo, como aquel día.
El caballero de armadura bruñida se posicionó a un lado, tratando de flanquearle. El joven rotó intentando no dejar su flanco desprotegido, pero rápidamente se dio cuenta que el sol empezaba a molestar su visión. Con velocidad dejó de rotar y reculó, evitando el deslumbramiento. Bloqueó con su escudo varios ataques de la espada de su contrincante que pretendía devolverlo a su posición de desventaja. Con el mismo escudo envistió a su contrincante que retrocedió. Había afianzado su posición. El caballero asintió ante la estrategia adoptada por el joven, que demostraba una capacidad y pericia con el escudo notable, usándolo como defensa y como segunda arma, al mismo tiempo.
Eso le evocó al viaje que realizó con su progenitor a Piedras Viejas, en busca de la Vieja Meridia y de una posible cura o solución para su hermano, Alecto. En una ciénaga fueron atacados por el ser mas extraño y horrible que el joven pudiera imaginar. Y fue precisamente su escudo el que evitó que la bestia destrozara su rostro. Aguantó firmemente sus garras, afianzó su posición y cuando notó el peso de la bestia sobre su escudo echó su cuerpo hacia adelante, impulsando a la bestia hacia atrás y ganando un espacio por donde pudo maniobrar con la espada, sajando al monstruo. No hubiera podido aguantar mucho mas. En aquel entonces aun no estaba preparado. Afortunadamente su padre acometió y acabó con la alimaña. Aquel día experimentó, con cierto orgullo, su primer bautizo de sangre. Una leve herida pero hecha por un "monstruo indómito". O al menos le pareció a él en aquel entonces. Se mantuvo firme y con sangre fría, actuando como si el luchar contra esos seres fuera algo frecuente en él. Después de la lucha se preguntó como, tras ver semejante horror y siendo su primer combate real, no soltó el escudo y la espada y salió corriendo. Y a la conclusión que llegó es por que su padre le había enseñado bien. Su padre confiaba en él. Su padre estaba con él. No podía, no, no debía defraudarle. Su orgullo y el que podría producir en su padre se impusieron a su miedo. Fue ese día en el que el muchacho de frágil aspecto y suaves facciones supo que sería duro y fuerte. Como su padre.
Como el caballero de la armadura bruñida. Como los golpes de este, que le hacían trastabillar, poniéndole en series dificultades. Pero Ser Madrigal le había enseñado bien. Aguantó el envite escudo en alto como, a su vez, su abuelo Otto de Puenteamargo le había inculcado con dolor, sufrimiento y lágrimas. El duro entrenamiento había dado sus frutos. Y de nuevo aguantó el asalto de su contrincante, al que lanzó un par de estocadas bien dirigidas, obligándolo a retroceder. Parecía que el caballero no lograría abrir mella fácilmente en las defensas del muchacho. De nuevo, bajo el yelmo, sonrió sintiéndose todo un gran guerrero, al aguantar tanto tiempo en pie.
Sin embargo pronto pasó de la autosatisfacción a la perplejidad: el caballero de la armadura bruñida se relajó y bajó la guardia.
"¿Ya está?¿Esto es todo?", pensó sorprendido y decepcionado.
Entonces su oponente le señaló con su espada. El joven no comprendía que querría significar eso. Durante unos segundos de confusión esperó, cauto, observando a su contrincante que, quieto como una estatua, seguía señalándole con la espada.
Fue en ese preciso momento cuando lo vio: junto a su alargada sombra reflejada por el sol, a su espalda, otra vertiginosa se dibujaba tras él. A penas tuvo tiempo para girarse y levantar el escudo, bloqueando "in extremis" el proyectil de plumas negras que se abalanzó sobre él. El giro brusco y el impacto deshizo su defensa, mientras que la gran ave remontaba el vuelo dejando varias de sus oscuras plumas de recuerdo. Rápidamente volvió a su defensa original para encarar a su auténtico enemigo... Pero ya lo tenía encima. A duras penas logró parar su ataque con su espada y casi se mantuvo en pie tras el empellón siguiente que recibió. Casi.
Pesadamente cayó sobre la arena del patio, levantando cierta cantidad de polvo. Intentó levantarse rápidamente pero la punta de una espada a escasos centímetros de su cuello le comunicó que el combate había terminado. Pesadamente se dejó caer sobre el suelo, jadeando y recuperando el resuello. El caballero de armadura bruñida envainó su espada roma de entrenamiento y le tendió la mano.
El muchacho la apartó, molesto y se levantó por sus propios medios. Posteriormente se quitó el yelmo y sus sudorosos mechones blancos cubrieron su rostro, cayendo por sus hombros. Una mirada de enfado, de nuevo oculta tras sus cabellos, se dirigió hacia el caballero. Durante unos segundos el joven respiró pesadamente contemplando a quien, hasta hace poco, era su adversario. Finalmente estalló.
- ¡Habeis hecho trampa! - rugió Maegor de manera acusadora.
El caballero pareció mirarlo, bajo su yelmo, durante unos instantes. Alzó sus manos hacia este y se lo quitó. El rostro de Ser Madrigal emergió de él, sonriente. Extendió su brazo y el cuervo gigante, Hugin, se posó sobre él.
- Bien hecho, Hugin. Le hemos dado una lección al joven Maegor. Seguro que ahora se le bajarán los humos - bromeó Madrigal mientras que Hugin emitió un graznido que bien pudiera parecer una risa - Te has ganado un poco de grano.
- ¡Grano, grano! - grazno el cuervo que voló rápidamente al hombro de Maegor y con su gran pico comenzó a estirarle del pelo para que el joven le diera de comer, como de costumbre.
- ¿Será posible? Primero me traicionas ¡Y ahora pretendes que te recompense con grano por ello! - le espetó el joven, a lo cual el cuervo no hizo acuso de recibo, sino que siguió estirando su blanco cabello pidiendo comida. Se tornó de nuevo a su padre y con voz mas calmada y sosegada le habló - Habéis hecho trampa, padre. No esperaba esto de vos y menos de un caballero - parecía crítico y decepcionado.
No obstante su padre emitió una sonora carcajada que pareció desarmar su acusación. Apoyó su mano sobre el hombro libre de su hijo y con una sonrisa de afecto le habló.
- Hijo os estáis haciendo fuerte en cuerpo y mente. Dentro de poco no tendré mucho mas que enseñaros. A partir de entonces vuestra destreza y experiencias serán vuestros maestros. No obstante todavía hay algo que debéis aprender - con la mano libre, Madrigal, golpeó suavemente con su dedo índice sobre el peto del joven, a la altura del pecho izquierdo - Tenéis un corazón gentil y bueno, Maegor. Eso os aportará honor y nobleza. Os empujará a hacer y discernir lo que está bien y que es lo correcto. Pero en ningún momento creáis que tales virtudes son feudo de los caballeros y de los nobles. Ni mucho menos. Habrá quien intente aprovecharse de tu gentileza. Sin importar su condición social. No esperes que el resto siga el mismo código ético que tu. Su condición de caballero, señor, noble, dama o incluso realeza, será empleada por muchos como arma si tienen que enfrentarse o quieren obtener algo de ti. Para conseguir lo mejor prepárate para lo peor. No te pido que cambies. Eres una joya. Solo que seas prudente- concluyó su padre.
Maegor pareció asimilar las palabras de su progenitor y agachó su cabeza, apoyando su frente sobre el yelmo que sostenía entre sus manos. Y avergonzado recordó lo que la mera visión de Ser Baltrigar, volviendo tiempo después de asesinar a Ser Hadder, le enseñó. Recordó lo que Tanya y Beldyr, con su actuar, le mostraron durante el torneo de Desembarco del rey. Lo que diversos escuderos y lacayos, sin duda enviados por "nobles caballeros", durante los días de las justas, le hicieron ver con sus intentos de saboteo y ataques a Ser Horwin y Ser Trycian: que era un niño ingenuo y estúpido. Que la nobleza no la da un título o un linaje. Que el honor es como un jardín: para tenerlo y conservarlo hay que cuidarlo y cultivarlo a diario. Que de lo contrario se vuelve en una charca infecta llena de malas hierbas. Y que esos malos jardines abundan por doquier, en todos los estamentos.
- Gracias, padre - levantó su rostro con una sonrisa franca - Y a ti también, Hugin - el cuervo graznó sonoramente y volvió a estirarle del pelo - Me habéis recordado una valiosa lección. No caeré en esas artimañas - reprendió con un dedo índice y una sonrisa a su padre - pero no permitiré que me pillen por sorpresa - Aquello arrancó una gran sonrisa en su padre que pasó su mano a agarrar firmemente su nuca y terminó por atraerlo hacia sí, abrazándole.
Un aplauso lento de un hombre se fue acercando. Padre e hijo se separaron para observar el origen de aquel: el Maestro de Armas Otto.
- Bravo joven "querubín". Has estado soberbio - su abuelo palmeó su espalda, logrando cierto rubor en el joven- Os he observado desde la almena. Me infunde un profundo orgullo el saberme responsable de tu buen hacer con el escudo, Maegor. Lo intenté con un hijo mío, pero no tenía tanto talento - el joven sonrió y asintió, mientras su padre fruncía el ceño de una manera graciosa - No obstante es hora de que te asees, comas algo y termines de preparar tus enseres ¿No querrás hacer esperar a la comitiva?
- No, claro que no. Con vuestro permiso, padre, abuelo - diciendo esto abandonó el patio de armas con premura, seguido por Hugin. No pudo observar como los rostros sonrientes de ambos hombres se fue desdibujando y transformando en otro de preocupación y lástima. Preocupación por los nuevos tiempos que, sin duda, conllevaría que el joven se viera inmerso en conflictos. Lástima por los esperados pero a la vez temidos tiempos en el que el polluelo echaría a volar. Esos tiempos habían llegado: el viejo rey, Aegon III, había fallecido y uno nuevo ostentaba el trono de hierro. Todos los señores habían sido convocados a jurarle fidelidad tras la coronación. Y como hiciera pocos años atrás, ser Horwin retornaría a Desembarco del Rey. Y Maegor con él. A la comitiva no les esperaría un torneo, en el cual participar, si no la sombra de una posible guerra.
A mediodía, tras la comida, Ser Hadder y su comitiva se dispuso a partir. Las gentes del castillo salieron a despedir a su señor. Ser Madrigal y Otto así lo hicieron, acercándose a Maegor.
- Vaya, nadie diría que sois escudero. Con ese porte montando, sin duda, caballero - bromeó su padre.
- Para encandilar a las damas, montando a caballo, he aprendido las poses del mejor - contestó sonriente el joven, arrancando una carcajada de su padre y de su abuelo.
- Vuelve pronto, querubín. Y no te dejes encandilar por las damas de Desembarco del Rey. Por mucho "Fuegoscuro" que te digan, tu sitio esta aquí - se despidió el viejo maestro de armas.
- Adiós hijo. Y que los Siete te guarden - le dedicó Madrigal.
- Y a vosotros también - terminó Maegor, mientras espoleó su yegua y se despidió de ambos con la mano. Apenas el animal comenzó a moverse y volvió su rostro al frente, este adquirió cierto semblante de tristeza.
Su despedida con Alecto no había sido todo lo buena que hubiera deseado. El pequeño no había dicho nada cuando su hermanastro se despidió de él, como de costumbre, pero su mirada oscura y su gesto se tornaron duros y acusadores, reprochándole que lo dejara solo.
Su abuelo Otto, a pesar de aparentar lo contrario, cada vez era mas distante con su hijo y resultaba poco alentador el verlos juntos solo en ocasiones en que Maegor o Alecto eran el nexo de ambos.
Por otro lado, la figura mas admirada y querida por él, su padre, a pesar de ser un gran guerrero y excelente maestro, distaba mucho de lo que Maegor entendía por caballero: un formidable luchador, honorable tanto en la guerra como en la paz. Sus escarceos amorosos con doncellas y damas nobles no pasaban desapercibidos para el joven que sería en muchos aspectos inocente, pero no tonto ni ciego. En esos momentos recordaba a Aletheia y su memoria hacía que se apesadumbrase aun mas.
Ensimismado con esos pensamientos, atravesando la barbacana, sintió como un peso se apoyaba, repentinamente, sobre su hombro derecho. Por el rabillo del ojo pudo identificar, inmediatamente, la emplumada y familiar figura de Hugin, aferrándose y acomodándose a su hombro.
- ¿A donde crees que vas? Vuelve con padre - le inquirió el joven, mas el gran cuervo pareció ignorarle.
Se giró hacia su padre, buscando que este invocara al animal. Pero Madrigal miró directamente a su hijo y asintió con la cabeza. Aquel gesto logró disipar, en buena medida, la nube oscura que había comenzado a formarse en su interior. Correspondió con una sonrisa de gratitud y, con cierto ánimo y brío, espoleó de nuevo a su montura.
Maegor y Hugin, siguiendo la comitiva de Ser Horwin, abandonaron Aguasclaras hacia un futuro incierto.
VIÑETA FINAL. Ser Trycian de Dorne.
AÑO 155 D.A., MES 9:
Los cascos de mi caballo generan un sonido constante y rítmico sobre el camino a medida que avanzamos de vuelta a Aguasclaras. He perdido un corcel y una armadura pero he ganado dos de cada uno por lo cual mi ganancia no ha sido despreciable. El hermoso paisaje de los campos inundados nos recibe al momento de acercarnos a nuestro castillo debido a los rayos del sol reflejados en el agua que satura los sitios de cultivo como si de enormes humedales se tratase. El frío y la neblina son melancólicas pero la belleza de la escena es innegable. Este lugar del mundo es muy distinto a mi país natal pero he sabido acostumbrarme a sus encantos después de más de quince años viviendo aquí.
A medida que avanzo, pienso en las distintas cosas que han cambiado en el último tiempo y como nada he podido hacer para influir en ellas:
"¿De qué sirve ser el campeón de Aguasclaras si no puedo asegurarle a Ser Pendrik su herencia así como no puedo hacer que mi esposa mejore? ¿De qué sirve el poder de vencer a los oponentes si las enfermedades y la política no pueden ser vencidas con las armas?"
Mi rostro puede mostrar la eriedad de mis pensamientos y lo molesto que estos me vuelven. Mi semblante se muestra sombrío en este momento de cercanía al hogar a pesar de que debería estar más alegre.
"La frustración ha dominado mi vida desde el mismo momento del nacimiento de mi hija, momento en que mi mujer quedó mal. Mi mujer era la nueva razón de mi vida, dejando de lado una existencia vacía, alimentada solo por triunfos y la terca necesidad de triunfar. Ahora, tengo a mi hija para iluminar mi camino pero de nada me sirve obtener un regalo tan preciado como ella para perder en el instante a la mujer que amo. La vida es cruel y quita más rápido de lo que da."
Después de unos momentos el portón del castillo se abre para recibirnos y me bajo de mi caballo para pasarle a Woode las riendas de mis dos nuevos caballos. Si bien mi puesto en estos juegos no ha sido destacado, mis ganancias no son nada de lo que pueda quejarme.
Sin mediar palabra alguna con los presentes, subo a mi habitación a saludar a mi mujer y mi hija. Abro la puerta y mi hija corre a recibirme. Sin darme cuenta, ya tiene casi dos años y algunas palabras ya es capaz de balbucear mientras camina con cierta torpeza pero corre sin dificultad alguna. La levanto en brazos y la beso mientras camino al lecho donde su madre duerme. No se ha recuperado en dos años y eso es demasiado tiempo para cualquier clase de enfermedad. A estas alturas dudo realmente de que algún día sea la misma de antes. Me siento en la silla que reposa al lado de su cama, la que se ha vuelto el lugar en el que paso todas mis horas libres: Si no estoy acostado durmiendo a su lado o entrenando, me siento ahí y la observo mientras juego con mi hija. Siempre vestido y listo por si tiene alguna emergencia y necesito llamar a Sysa o a Tanya. Siempre preparado para la peor noticia que los Dioses puedan darme y que de a poco se concreta más y más mientras nuestras esperanzas disminuyen.
Dejo a Atrya en el suelo para agacharme sobre Arianna y besar su frente. La amo y no dejaré de hacerlo hasta que el último aliento abandone su cuerpo o el mío, lo que suceda después. Pero me duele verle en este estado después de haber contemplado su belleza y su vida, radiante e indómita. Ha perdido dos años de su vida y yo solo rezo a los Dioses porque no sean más los que vea pasar en vano.
Mi hija me sonríe con sus ojos oscuros de Dorniense y el cabello claro de los Tully. Es una hermosa mezcla de dos mundos muy diferentes y enfrentados, ahora y probablemente siempre. Su existencia es probablemente una ofensa para algunos pero sin duda un grito de triunfo y paz para otros. Para mí es la simple declaración de que la unión de los pueblos puede ser y con cada sonrisa que me da y cada bello gesto que muestra me enseña a entender y perdonar. Siempre seré de Dorne pero he conocido a mucha gente de los Seis Reinos, el mismo Príncipe Dragón y he sabido apreciar a las personas sin importar sus orígenes. He aprendido a amar sin importar los apellidos. Si tan solo todos entendiesen como lo hago ahora, la guerra se acabaría.
"Lamentablemente yo no soy nadie, nada realmente. Soy cuanto mis armas me brindan y permiten ser. Soy un guerrero, un campeón y mi valía solo es demostrada por la violencia. Jamás seré unificador pues nadie jamás me seguirá. Solo en la batalla puedo demostrar mi lugar y la guerra es la única ocasión en que se me respetaría realmente."
A veces me acuerdo de mi hermano y me apeno. La manera en que fui exiliado de Dorne y las circunstancias en las que tuve que marcharme sin siquiera poder decirle adiós a las personas que apreciaba y que me apreciaban es algo que me perseguirá por siempre. Muchas veces he escuchado rumores de que alguien en Lanza del Sol me odia y busca mi muerte. He tenido pesadillas donde despierto sudoroso pensando que alguien asalta el castillo para darme muerte a mí y a los míos pero eso nunca ha sucedido. En el fondo de mi alma sé que eso nunca sucederá pero el hecho racional no es capaz de apaciguar el alma que más que miedo siente profundo pesar por todo ese pasado que murió de forma violenta y hoy pena en busca de no ser olvidado.
Pero muchos son los enemigos que tiene Aguasclaras y Dorne no es ni el más cercano ni el más peligroso. El feudo por ahora está protegido pues Ser Horwin está acá y son muy pocos quienes se atreverían a atacar al heredero del Tridente. Sea como sea, el caballero ha sido un tipo de honor y no se ha ganado el desprecio de ninguno de sus súbditos. No me gusta que no sea Ser Pendrik el Señor de Aguasclaras pues cada día que su hijo no ostente el título es una ofensa a la memoria de Ser Hadder, quien fuera un gran señor de estas tierras, por siempre recordado y por siempre respetado pero Ser Horwin se ha ganado su lugar, no solo por nacimiento sino por actos. En algún momento pensé en negarme a su mandato, e incluso matarle si con eso aseguraba que los actos en vida y la propia muerte de Ser Hadder no fuese en vano pero he recapacitado por lo honorable que ha demostrado ser así como por mi más importante deber en este momento: Cuidar de mi mujer y mi hija.
Comienzo a jugar con mi hija en el suelo de la habitación. No entrenaré a Beldyr hoy, estamos cansados y merece un respiro después del torneo. Mañana le volveré a entrenar duramente mientras yo mismo practico mis técnicas. A mi edad es imperativo mantener el ritmo para que la degeneración física no merme las habilidades. Compensar capacidad con técnica es lo que decían mis instructores en Lanza del Sol que debía hacer cuando llegase el momento. Creo que lo he hecho pero nunca es suficiente.
Pero este es momento de jugar con una de las cosas más amadas que tengo pues nunca se sabe cuando será la última vez que pueda hacerlo. Puedo hacerlo con calma pues las criadas saben que me gusta ocuparme en persona de mi familia siempre que estoy presente. Así es como las disfruto cada momento:
"La vida a veces es más corta de lo que uno espera, Ser Hadder nos enseñó eso."
Incluso yo debí morir. Hace ya muchos años, cuando fui asaltado por bandidos y me perdí una año completo que no recuerdo. Esa ocasión me hizo cambiar mis Dioses y dejé de creer en los Siete para poner mi Fe en el Arciano que me cuidaba cuando me encontraron. No sé como sucedió, no sé qué es lo que realmente me salvó esa vez pues todos dijeron que debería haber perecido. Incluso Nana, que en paz descanse, sabía que yo debía haber muerto como si eso hubiese estado escrito en mi Sino. No sé realmente si destruí mi destino con ello o si solo fue que rompí las probabilidades pero el hecho es que estoy vivo cuando nadie pensó que podría. Quizás eso me hizo especial, quizás eso me volvió un hombre nuevo sin un camino escrito. El hecho es que intento hacer mi vida mejor de lo que nunca hice hasta el momento. No porque antes fuese un imbécil sino porque desde entonces tengo un propósito: Hacer que valga.
Escucho la risa de mi hija y deseo escuchar la de mi mujer. Veo los ojos abiertos de mi hija y deseo ver así los de mi mujer. Deseo ver a mi mujer con la vida que veo a mi hija a pesar de que cada vez que miro a Atrya veo a mi mujer en ella. Le sonrío, ocultando mis pesares pues una niña es una vida hermosa y luminosa, no necesita mis sombras. Juego con ellas hasta la hora de comer.
Prendo las velas para ver algo a esta hora pues en el invierno el sol se oculta con más rapidez que durante el verano. Cuando llega la criada con la cena, siento a mi niña en mis piernas y le doy su alimento. No lo desea, es mañosa como todos los niños a su edad, pero a base de risas, juegos e imitando a caballos con su comida, consigo que coma lo suficiente aunque ambos quedamos más manchados que si nos hubiésemos bañado en ella. Luego es hora de acostarla.
Arropo en su pequeña camita y le canto una canción de cunas típica de Dorne aunque claramente el canto no es mi fuerte. Mi hija ríe por mis desafinaciones y los sectores de letra que olvido y relleno con tarareos improvisados pero finalmente el peso del sueño sobre sus párpados puede más. Su respiración se calma cuando comienza a dormir profundamente. Beso su frente y subo las tapas de su cama para que no pase frío esta noche.
Luego vuelvo a sentarme en la silla y mirar a mi mujer descansar. Parece como si las horas no pasasen mientras ella duerme plácidamente. Me quedo sentado hasta que el sueño me vence y mis ojos también comienzan a cerrarse. La silla se vuelve mi cama otra vez como tantas veces antes. Las horas pasan mientras duermo sin sueño alguno, descansando después del largo viaje de vuelta desde Desembarco del Rey y de una tarde más con los míos. Mi vida puede no ser más que la de un Campeón de feudo pequeño, pero dentro de esta habitación está todo lo que deseo y amo en el mundo. Ningún título ni victoria puede darme una felicidad más grande que la de abrazar a mi hija y mirar a mi mujer aunque esta no me mire de vuelta.
VIÑETA FINAL- SER OTTER CRAKEHALL
Viejo. Era la única forma que tenía de definirse. Allí, sentado en su silla delante del fuego de la chimenea de su hogar que se apagaba lentamente el Castellano solo podía pensar en todo lo que había acontecido en el castillo y lamentarse. ¿Qué había hecho él durante este último tiempo? Nada en absoluto. Su cuerpo y mente ya no era la de antaño y simplemente había dejado que todo pasase a su alrededor, sin intervenir siquiera.
Viejo. Su cabeza daba una y otra vez vueltas a la situación de su casa. Tras la muerte de su señor, Ser Howin se estaba haciendo poco a poco con el control del feudo. Prácticamente, todos los sirvientes del castillo –incluyéndole a él- le juraron fidelidad. ¿Pero eso le gustaba? En absoluto. Él fue un servidor de Ser Hadder, y debía servir a su linaje hasta su muerte. Y en eso también fallo.
Dudó incluso de las posibilidades de Ser Pendrik, muchacho que crío como si fuera su hijo, pero que le consideraba débil, aceptando todo aquella situación con suma normalidad. Y sin embargo, Pendrik demostró estar a la altura de las circunstancias con humildad. Como aquella vez que se acercó a dar sus respetos a su familia tras la bochornosa y deshonrosa situación en la que se encontraron los Crackehall al anular el matrimonio de su hijo Horace. Incluso tras enterarse de que Ser Howin se convertiría en el nuevo señor de Aguasclaras, Pendrik actuó con cabeza, anteponiendo el deber y el bienestar de los ciudadanos por encima de todo. Estaba claro que el hijo estaba a la altura de su padre, y él no pudo verlo.
Viejo. ¿Y con su familia? ¿Qué había logrado con todos ellos? Su hijo mayor, un bruto, que ni el entrenamiento ni sus palabras había logrado aplacar su carácter. Esperaba que con su matrimonio la brutez de su primogénito se hubiera aplacado, pero no fue así. Horace era más listo que su hermano mayor, pero había sufrido más. Tuvo que vivir el bochorno de verse rechazado en público, y él no pudo hacer nada por evitarlo. En cuanto a su mujer… bueno, digamos que ya no congeniaban como antaño. Quizás nunca lo hicieron, y solo el tiempo mostró lo evidente. Estaba claro que con su familia también había fracaso.
Viejo. Eso era lo que era. Un viejo inútil que ya no servía de mucho. Antaño fue un buen castellano, pero eso quedaba lejos. Ahora el puesto le quedaba grande, demasiado grande. ¿Y entonces? ¿Por qué no dejarlo? ¿Por qué no pasar esa responsabilidad? Sabía la respuesta. Por miedo. A Otto solo le quedaba ese puesto, para sentirse importante,… no… para sentirse algo en aquel lugar. Se aferraba como un hombre ávaro se aferra a unas cuantas monedas. No podía ni quería renunciar al puesto, a lo único que le quedaba. Y sin embargo, en el fondo de su ser sabía que debía renunciar a su puesto. Ya no era útil siendo castellano, sino un estorbo.
Viejo. Y como un viejo, mientras sus ojos seguían posados en un fuego que se consumía, poco a poco sus párpados se cerraban hasta que quedó finalmente dormido. Como un viejo.
Y mientras, el fuego de la chimenea se consumió por completo. La habitación quedó completamente a oscuras, y solo se oía los ronquidos de un hombre que dormía.
De un viejo.
Viñeta Final: "Ruyara, hija mediana del Matatoros."
Un día de duro trabajo había llegado a su fin para Ruyara. Se dirigía a sus aposentos, perdida en sus pensamientos.
Tanto Roy, su hermano mayor, como Brandon, su futuro esposo habían muerto en la emboscada de Solaz del Soldado. No podía evitar imaginar como habría sido su vida si Brandon estuviera vivo en estos precisos instantes y la hubiera tomado como esposa. Quizás hubiera llevado una vida de felicidad, humildad y sencillez junto a su marido y posiblemente uno o dos hijos hubieran alegrado la bonita estampa. Pero, también debía tener en cuenta de que padre venía Brandon, un traidor. No le gustaría que eso pudiera afectar a sus descendientes.
Por la cabeza de la muchacha no dejaban de pasar teorías descabelladas. ¿Y su hubiera nacido varón? ¿Habría honrado a su padre, "El Matatoros"? ¿Hubiera sido algún día un conocido caballero? ¿Y si en vez de ser hija del Matatoros y la Costurera hubiera sido la hija de un gran señor lleno de riquezas? Le divertía imaginar todo tipo de posibilidades, algunas casi imposibles.
Una vez estuvo frente a la puerta de sus humildes aposentos entró en estos. Su hermana pequeña ya estaba durmiendo. Le acarició la cabeza dorada y depositó un pequeño beso en su cálida frentecita. Después se preparó para visitar a los dioses en sueños y se tumbó en la cama, pero no podía dormir. Su mente todavía tenía ganas de darle más vueltas a las cosas, y esta era demasiado tozuda. Seguramente al día siguiente tendría sueño lo cual no le importaba mucho. Hubiera dormido sus horas o no estaría llena de energía para cumplir las órdenes de Tanya, el Ama de Llaves, quién era protagonista de otra de sus teorías, y con razón. Le extrañaba que una mujer tan hermosa no hubiera encontrado todavía un buen mozo que la desposara....
Después de veinte largos minutos se cansó de estar en la cama. Cogió una pequeña vela medio gastada de su mesilla y tras prenderla fue a la habitación de sus padres, ahora alumbrada por la tenue luz que emitía lo que quedaba de lo que un día fue una vela. Su madre Bresa dormía plácidamente. Sonrió al ver que tanto ella como su hermana pequeña tenían la misma expresión angelical cuando dormían. De todos modos no era a su madre a quien buscaba, así que siguió buscando hasta que dio con su padre, que se encontraba dormido sobre una mesa junto a un pichel que había contenido vino en su interior hace no mucho. Esta soltó un leve suspiro, manteniendo su sonrisa y cubrió a su padre con una vieja manta, se sentó a su lado y tras rezar a La Doncella, su deidad predilecta, cayó dormida.
VIÑETA FINAL.
Agitó el cubilete de cuero cosido y lanzó con energía contenida.
Los dados de hueso rodaron abruptamente sobre la mesa hasta finalmente alcanzar su posición definitiva. El hombre con la cara de hurón sonrió abiertamente. El bigote de pelo corto, grueso y puntiagudo se plegó sobre el labio superior en una mueca retorcida, dejando a la vista unos dientes verdosos.
-Jerem… vas a perder. Te queda una tirada y no vas a sacar una mierda. Lo sabes.
El herrero sudaba profusamente. La taberna de dudosa reputación de Solaz estaba a rebosar de parroquianos y la chimenea central ardía con violencia. Jerem apretó los labios en una mueca angustiada antes de escupir en las palmas de sus manos. Luego, se las pasó por el cabello de ambas sienes pobladas de canas peinándolas hacia detrás.
-Me queda una tirada Punzón, ¡no me toques los huevos antes de tiempo!
Sabía que necesitaba un siete, ni más ni menos. Agarró los dados y los metió en cubilete. Los agitó mientras cerraba los ojos y mascullaba algo. Los lanzó y bailaron por la mesa…
El primero se detuvo, un cuatro. El segundo permaneció un tiempo que se asemejó para el herrero al infinito antes de parar.
Uno.
-Jeremyed, Jeremyed, Jeremyed. ¿Ves? Careces de fe, de otro modo habrías ganado. ¡Los Siete otra vez los Siete de mi parte!, y eso que no creo en ellos… jajajajaaja. Desde luego para una vez que te animas a jugar, vas, y te pierdes. ¡Qué lástima! En fin. Dame ese puto libro, paleto de Piedras Viejas.
Vagó toda la noche por Solaz del Soldado buscando... En realidad, no buscaba nada ya. Su esperanza de reunir dineros se había esfumado, así como parte de su futuro al haber perdido posiblemente su bien material más preciado y valioso. Sus esperanzas, su última carta, ya bien entrado en los cuarenta años había sido desbaratada aquel mismo día. Agotado, abrumado y con la cabeza embotada por el alcohol Jeremyed, se dejó caer escurriendo la espalda en una pared húmeda junto a una bocacalle oscura. Y allí, simplemente lloró como un crio.
Un último día.
Abrió el cajón de la mesilla del dormitorio y tomó un trapo que envolvía algo. Todavía no había amanecido. Besó a Aisa y se vistió en silencio.
Cerró con cuidado la puerta de la herrería y se encaminó en pos de su destino. Aguasclaras permanecía en el silencio mortecino previo a la alborada. Era el día, el día que cambió casi todo para él.
Finalmente y pese al ritmo pesado llegó a su destino. El pequeño monolito conmemorativo en la tumba de Ser Hadder. Tocó instintivamente el eslabón que el buen Maestre Ammon le cedió al "desaparecer" y que pendía de su cuello. Sacó de su sudario de tela el objeto que con celo había guardado tanto tiempo. Estaba en una pequeña caja de taracea, la abrió y allí seguía. Jerem nunca fue buen orfebre, sin embargo había compensado sus carencias en ese campo con horas y horas de esfuerzo. Había conseguido reunir una pequeña cantidad de plata, la suficiente para forjar una medalla lo bastante grande en la que la trucha Tully de Aguasclaras se sacudía en silencio. La tomó y observó en su reverso “honor”. La besó y la encerró en su cripta de taracea. Cavó una pequeña fosa a los pies de la tumba de Ser Hadder. La tapó con arena y piso el terreno.
Gracias por todo mi señor ha sido un honor serviros. Y gracias en nombre de mi hijo Aaron que os debe todo lo que es y lo que sin duda será...
VIÑETA FINAL
Tras salir de la carcel me dedico a entrenar en solitario pues aunque Darién vino a visitarme al principio de mi cautiverio para trasmitirme su plena confianza en mi no he vuelto a tener noticias suyas al respecto.
Lamento profundamente la muerte de Plumby pues habíamos empezado el entrenamiento juntos y en verdad habíamos congeniado bien. No obstante me repugna lo que hizo así que no lloraré la muerte de un traidor al Feudo.
La muerte de mi padre a manos de Ser Horwin es un jarro de agua fría para toda la familia y más teniendo en cuenta que Beldyr se encuentra en la Carcel. Intento ser fuerte para poder consolar a mi madre y al "pequeño" Charlton. Es lo único que puedo hacer. Tengo que aparentar serenidad para que ambos no se vengan abajo.
La gente sigue mirándome con desconfianza así que me paso la mayor parte del tiempo en el Bosque perfeccionando mis técnicas. Y cuando estoy dentro del Castillo paso casi todo el tiempo en la habitación familiar junto a mi madre hasta que esta decide irse del Feudo.
Con el paso de los meses poco a poco el dolor por la muerte de mi padre y la marcha de mi madre se va mitigando y voy recobrando la confianza en mis habilidades y recogiendo los frutos de tan duro entrenamiento. Si bien es cierto que la parte física la he dejado de lado mi destreza y sigilo van mejorando a un ritmo bastante mayor que el esperado.
Tanto es así que no son pocas las veces que consigo entrar y salir del Castillo sin ser visto por quienes montan guardia. Las cosas progresan adecuadamente.
VIÑETA FINAL:
Aquella mañana Dod había salido a pasear por el patio del castillo tras haber pasado la noche en blanco sin poder dormir a causa del mismo sueño que venía repitiéndose cada noche en las últimas semanas. Próximo a cumplirse el tercer aniversario de la muerte de su padre Blantel, cada vez que cerraba los ojos sus pensamientos volvían a aquella noche en que las fiebres causadas por una herida le habían entregado a los brazos del Desconocido.
"Dod podía ver a su padre de espaldas ocupado en su banco de trabajo. Desde donde se encontraba podía apreciar el pelo todavía negro de su padre, tal y como lo tenía cuando Dod era sólo un chico. Tras unos minutos de observar el trabajo de su padre, este da por finalizado su encargo y Dod puede ver el escudo de madera más bellamente tallado que jamás hubiera visto. Su padre orgulloso murmura un breve plegaria dedicada al Herrero sólo para desaparecer instantes después... el sueño continúa con Dod ya como adulto, trabajando la madera en el mismo banco en que su padre lo hizo antes que él... y cuando levanta los ojos de su tarea, puede ver la estatua del Herrero que se encuentra en el septo del castillo... mas cuando Dod eleva la vista hacia la estatua, donde debería estar el rostro del dios, es el de su padre el que ve...
Desde ese día Dod había pasado a ser oficialmente el Maestro carpintero del castillo, dejando de ser llamado aprendiz aunque en realidad, en el último año antes de la muerte de su padre este apenas realizaba trabajo alguno pasando la mayor parte del tiempo dormitando en un rincón del taller bajo los efectos del vino barato que bebía abundantemente.
Tras guardar siete jornadas de luto Dod comenzó a trabajar con ahínco, finalizando los encargos pendientes. Poco a poco, y espoleada por una mayor responsabilidad, la habilidad de Dod como carpintero fue aumentando llegando a superar en poco tiempo a su padre, llegando a ser su trabajo respetado en todo el feudo.
Además de la concentración en su trabajo, el otro pilar que ayudó a Dod a superar el fallecimiento de su padre fue Johanna, la sirviente de Lady Rowenta. Pensar en ella, incluso después del tiempo transcurrido, aún causaba una opresión en el pecho de Dod. Lo que había comenzado como un simple juego de miradas cuando Lady Rowenta se presentó en el taller para encargar un escudo para uno de sus guardianes había crecido de manera imparable hasta un nivel que Dod no había sentido previamente.
Aún en vida de Blantel, Dod había comenzado a cortejar a Johanna y el sentimiento había sido mutuo. Tras el fallecimiento de Blantel, la presencia constante de Johanna a su lado había servido para curar la herida del corazón de Dod, ayudándole a superar la ausencia de su padre que siempre había estado a su lado desde el fallecimiento de su madre al darle a luz. Poco a poco Dod fue recuperando la alegría por la vida y decidió dar siguiente paso y tras reunir el valor suficiente solicitó una audiencia personal con Lady Rowenta.
Desgraciadamente cuando Dod le planteó la solicitud de matrimonio esta fue rechazada. Ni en su peor pesadilla había pensado que dicha posibilidad fuese posible. Los sentimientos de Dod por Johanna eran fuertes como los propios cimientos del castillo y a su vez eran correspondidos, por eso cuando Lady Rowenta se reafirmó en su negativa a pesar de los ruegos de Dod la vida perdió parte de su significado.
Cada uno de los rincones del castillo le evocaban recuerdos dolorosos del tiempo pasado con Johanna... el patio por el que paseaban en sus ratos libres de trabajo... el taller donde Johanna le había entregado su virtud... cada momento era una nueva puñalada directa a su corazón... cada respiración sólo acrecentaba el dolor que sentía... y lo que más daño le hacía era continuar viendo a su amada a diario, sin posibilidad de pasar con ella el resto de la vida que los Siete le otorgasen.
Han pasado varios meses desde que Lady Rowenta le negase la felicidad al rechazar su oferta de matrimonio con Johanna pero el dolor aún continúa como el primer día y Dod toma una decisión desesperada intentando ahogarlo y dirige sus pasos hacia el septo.
La mayoría de la gente del castillo aún dormía cuando Dod empujó las puertas de madera con la estrella de siete puntas que el mismo talló años atrás cuando todavía era un simple aprendiz. Una vez dentro del septo, Dod avanzó hacia el altar donde estaban las estatuas que representaban a los Siete. Pasó por delante de la doncella... del guerrero... de la vieja... hasta que finalmente se detuvo delante del Herrero.
Susurrando para sus adentros y con la vista fija en el suelo, Dod recitó la estrofa dedicada al Herrero de la canción de los siete
- El Herrero trabaja sin descanso,
para nuestro mundo enderezar.
Usa su martillo. enciende su fuego,
todo para los niños -
Recitó la estrofa una y otra vez, cada vez con voz más alta hasta que, gritando a pleno pulmón, levantó la mirada hacia la estatua exclamando
- Renuncio a todo el amor en esta vida... únicamente el trabajo me acompañará hasta que el desconocido me lleve... -
Las palabras de Dod se vieron bruscamente interrumpidas cuando su mirada llegó a la parte alta de la estatua y pudo observar el rostro de su padre observándole.
No era un sueño... fue su último pensamiento antes de perder el conocimiento a los pies de la estatua...
VIÑETA FINAL
Año 154
La Muerte de Ser Hadder y posterior toma de posesión de Ser Horwin provocan un gran revuelo en el Castillo que me afecta de forma frontal.
Ser Orsey, mi Maestro, intenta consolarme pero aunque las agradezco enormemente no hallo consuelo en sus palabras. Los entrenamientos se espacian más en el tiempo puesto que él se está dedicando más a aprender de su padre todo lo que tiene que saber para ser nombrado Castellano que de entrenarme para ser instruido caballero, así que paso la mayor parte del tiempo entrenando solo.
Un día descubro entre los papeles del Septon Eremiel unos pergaminos que le implican en el secuestro de Lady Arianna cuando esta era apenas una niña. Antes de poder salir del despacho el Septón me intercepta armado con una daga. Con algo de fortuna consigo escapar indemne tras propinarle un empujón y llevarle los papeles a Ser Pendrik, Ser Gwraidd y Ser Horwin. Cuando Theresa fue a buscar al Septón lo halló muerto y eso provocó mi encarcelamiento hasta que se aclararan las cosas. ¿Que más podría pasar?
En ese año nada más pasó salvo alguna visita de algún miembro del Castillo a los Calabozos para vernos a Brocelyn o a mí. Cada vez que pensabe en mi madre se me partía el alma. Un esposo traidor y dos hijos en el calabozo. Sin duda tendría que ser uno de los centros de cuchicheos más grandes del Castillo.
Año 155:
Tras ser excarcelado y con la muerte de mi padre todavía en mi cabeza, Ser Horwin decide que ahora soy el Escudero de Ser Trycian. Espero que él me dedique más tiempo del que me dedicó Ser Orsey. Lo que no me esperaba era lo que me deparaba el futuro, pues si los entrenamientos con Ser Orsey fueron duros quedan en aguas de borraja en comparación con los de Ser Trycian. Me sentía un completo inútil cuando crucé espadas por primera vez con mi nuevo Maestro.
- ¿Como puede haber tanta diferencia entre ambos? - Me pregunto por un instante al comprobar que mis movimientos que hacían sudar a Ser Orsey ni siquiera llegaban a inquietar a Ser Trycian. - Por algo él es el Campeón del Feudo. - Me respondí a mí mismo.
Poco a poco voy mejorando mientras los entrenamientos se vuelven cada vez más intensos. Tengo todo el cuerpo lleno de moratones, pero agradezco enormemente la dureza con que me entrena Ser Trycian, pues sin duda es lo que necesitaba.
Año 156:
Sigo mejorando en el Combate Cuerpo a Cuerpo, pero sin llegar a hacer sombra a mi Mentor.
- Más vale que redoble esfuerzos. - Me digo a mí mismo tras cada entrenamiento.
A mediados de Año, Ser Horwin decide ir a un Torneo en Desembarco del Rey y Ser Trycian irá como el Campeón del Feudo, por lo que yo iré como su Escudero.
- Por fin iré a otro Torneo. - Pienso satisfecho.
Durante el viaje nos asaltan unos bandidos exigiéndonos que paguemos un peaje. No puedo consentir que Ser Horwin o Tanya estén en peligro, así que me adelanto para encarar a los líderes siendo herido por uno de ellos. Por fortuna para mí Ser Trycian y Theresa cargan contra los bandidos acabando con varios de ellos y poniendo al resto en desbandada.
Finalmente llegamos a Harrenhall y Ser Trycian me felicita por el valor demostrado.
- Gracias. - Le digo. - Es todo un Honor viniendo de vos.
Durante nuestra estancia en Harrenhall Ser Horwin es envenenado mas conseguimos salir de una pieza gracias a la astucia de Tanya.
Durante el Torneo, Tanya y yo empezamos a manipular el equipamiento de los oponentes de nuestra comitiva hasta que somos "descubiertos" y nos vemos obligados a parar para que no haya una investigación oficial acompañada del correspondiente castigo ejemplar.
Una noche alguien intenta sabotear el equipo de Ser Trycian mas consigo hacer que huyan y pasar el resto del Torneo sin incidentes a destacar.
Los escuderos y Royne nos vemos obligados a intentar pasar de ronda para ganar tiempo para que Ser Horwin se recupere siendo un estrepitoso fracaso por parte de los tres.
Finalmente, Ser Horwin se clasifica y tanto él como Ser Trycian empiezan a pasar de rondas llegando este último hasta el Lance en el que es derrotado por el Caballero Dragón.
Tras la Cena de Finalización nos encaminamos de regreso a Aguasclaras. Tocaba seguir entrenando para llegar a ser un digno sucesor de mi Maestro.
VIÑETA FINAL, año 154, mes 2.
"Buenas tardes, sino, en el ocaso de mi existencia. ¿Hay algo más que quieras arrebatarme?
Muere entonces, y da paso al libre albedrío, porque yo siempre creí en ti, pero mi fé no se
ha visto recompensada con un destino favorable".
Meridia caminó a desgana por entre las ruinas de Piedras Viejas, con hombros bajos y ojos caídos, agobiada por la sensación de derrota. Un silbido despreocupado la puso en aviso de que alguien más había allí, en aquel rincón olvidado.
"¿Un encapuchado? Lo veo. Sentado y de espaldas a mí, solo puede ser un incauto, incons-
ciente de estar llamando a la Muerte... O es la Muerte misma, que a la muerte no teme".
Si es un incauto, Meridia debería actuar rápido. Y si es la Muerte, daba igual si la anciana se acercaba o no, pues la Muerte a todos alcanza antes o después. Con sigilo, desenvainó la daga amortiguando el sonido de sus pasos con la hierba aplastada por sus pies.
¡Listo!-exclamó el encapuchado, poniéndose en pie, y girándose accidentalmente a la vez que Meridia ocultaba su daga-¿Eihn? Señora, ¿quién es usted? No me esperaba encontrar a nadie aquí... ¡Pero me alegro! En buena compañía, las horas se pasan más rápido. Mi nombre es Bethan. No tema por mi aspecto fiero, soy más amable de lo que insinúa mi cara.
Meridia prestó atención a lo que las manos de Bethan portaban. Una daga. Un palo de un pie de largo al que el hombre le había sacado punta. Por encima de la roca en la que aquella cara torcida había tenido sus posaderas, la anciana también vió un amago de arco, de juguete, como el que podría hacer un niño. Una mera vara de mimbre curvada y en tensión por la cuerda. Todo muy rudimentario.
¿Esto? Bueno... digamos que mi entorno laboral está sufriendo muchos cambios últimamente, y quiero ganar unas monedas extra en la noble profesión del furtivo. Pero, ssssh... que eso quede entre nosotros dos.
Bethan pronto perdió interés en la conversación, y en conocer el nombre de Meridia. Tan pronto como lo que tarda un pájaro sobre sus cabezas en emitir un graznido. El hombre soltó la daga, cogió el arco, montó la flecha. Realmente no había muchas posibilidades de que ese disparo saliera bien, siendo el arma tan precaria. Cuando la flecha salió escupida, Meridia volvió a creer en el sino.
Oh, vaya... Se me ha roto el arco, con lo que me costó hacerlo.
En el impás de esa frase, el pájaro cayó al suelo con el pecho atravesado por la primitiva flecha. Era un cuervo, pero no uno cualquiera. Tenía una anilla en la pata como los que hay en la torre del castillo. Bethan cogió el mensaje y lo desenredó para leerlo. Su vista se había gastado con los años.
Eeeessss... tiiiima... do...
Con reflejos felinos, Meridia le arrebató el papel, y movió muy rápido los ojos a derecha e izquierda según leía para sí. Sonrió. Bethan también sonrió: si aquella mujer arrugada lo hacía, debía de ser una buena noticia.
"Es una invitación a un torneo. Bethan, hace unos días hice algo muy malo a una persona.
Ahora los dioses me piden que haga algo bueno para equilibrar la balanza. ¿Te gustaría
participar en una justa?"
Bethan se encogió de hombros. Los Hijos del Trueno jugaban a ser bandidos y soldados, no a caballeros. No era algo que despertara su interés. Además, no podía ausentarse tanto tiempo del castillo como para viajar... a dónde quiera que sea eso.
¿Dónde se celebra?
"Al norte de Los Dedos. Pero no te preocupes, muchacho, tan solo te pido un día de tu tiempo".
No se trataba de hacer una buena obra por aquel desconocido, el fin no era que tuviese una experiencia gratificante. La vida que había perjudicado pertenecía a la nobleza, y ahora necesitaba un acto de igual alcurnia. Bethan se fue con la promesa de volver a las ruinas la mañana siguiente. Meridia, por su parte, se pasó la noche en vela: quedaban muchas adivinaciones por hacer. El cuervo caído fue abierto en canal, y sus tripas inspeccionadas, hasta leer el futuro que allí estaba escrito.
A la mañana siguiente, Bethan cumplió su promesa y volvió.
"Muy bien, chico. Túmbate sobre esa losa y bebe de este cuenco. Su efecto será
parecido al poder de los cambiapieles. Tu cuerpo se quedará aquí, sobre la roca,
y tu esencia volará a Guijarro. Ten cuidado con los escudos. Lo he visto en el sino:
no hay tormenta, pero sí rayo, en la noche de las estrellas del afortunado. Espera
a que el noble cuya casa se ajuste a esta descripción esté solo. Luego entra en su
cuerpo, y por un día podrás ser él".
No habían transcurrido más de diez segundos desde que Bethan bebió. Ante él, decenas de carpas, con sus pendones y sus jerifaltes. "No hay tormenta, pero sí rayo, en la noche de las estrellas del afortunado". Bethan buscó...
En la tienda de los Dondarrion había tres nobles: Lord Manfred y sus dos hijos, Ser Ryman y Ser Doran. Estaban desayunando pollo. ¡Pollo! Cómo se las gastan los nobles. Bethan permaneció en la carpa, invisible a los ojos de los mortales, sin saber qué hacer. Aquel pollo asado se fue consumiendo, distribuyendo su carne entre distintos platos y distintas bocas. Hasta que al fin, llegaron a la clavícula. Ryman había sido descalificado la jornada anterior. Manfred y Doran se disputaban la suerte de aquel día. El hueso de pollo cedió por la parte del padre. Doran era el afortunado al que la anciana quería que Bethan sustituyese.
Nos saltaremos la parte en la que Doran se quedó solo, y la desorientación y la confusión que sintió Bethan los instantes inmediatos a ocupar aquel cuerpo. ¡Lo de las justas fue lo más divertido que Caratorcida había hecho nunca! Espolear al caballo... alzar la lanza... mantenerla ahí, que la punta no subiese o bajase demasiado... la adrenalina... tratar de no cerrar los ojos en el último instante a pesar de saber que cuando tu rival y tú choquéis será inevitable, inconsciente, un acto reflejo. ¿Y los aplausos? Ooooh... los aplausos. La gente coreando tu nombre, o por lo menos el nombre de aquel al que has poseído.
Bethan no tenía ni idea de quienes eran sus contrincantes. Con la visera del yelmo bajado no había mucho que ver, y todos los escudos se le parecían. Juraría que en uno de los lances, había derribado al propio padre de Doran, aunque de esto no estaba muy seguro. Al final de la jornada, se enfrentaba a un tal Rosby. Tenía nombre de carne asada, rosbif. Alguien encarriló el caballo de Bethan paralelo a la mediana, quizás Ser Ryman, o un mozo cedido a propósito por los organizadores, ¿qué más da?
Espoleó al caballo...
Alzó la lanza...
La mantuvo ahí, ni muy alta ni muy baja...
El borde superior del escudo del señor Carne Asada rozó la lanza por debajo, y la impulsó hacia arriba. Bethan hizo blanco en el pecho de Carne Asada, pero no lo suficientemente perpendicular. Su rival se había tambaleado en la silla, pero no había caído. Segundo lance.
Espoleó al caballo...
Alzó la lanza...
La mantuvo ahí, ni muy alta ni muy baja...
Bethan sintió cómo algo le succionaba del cuerpo de Ser Doran Dondarrion, mientras éste recibía indefenso la lanza de Lord Whalon Rosby. Despertó de nuevo en las ruinas. La anciana estaba junto a él.
¡No! ¡Estaba a punto de ganar! ¡Tienes que devolverme, vieja! ¡Dame de beber otra vez del cuenco! Tú lo dijiste: hiciste algo malo a alguien, ahora tienes que hacer algo bueno por mí. No es justo cortar esto cuando aún me quedan los aplausos y las ovaciones y los besos de las doncellas. No te redimirás dejándome con la miel en los labios.
"Bethan, mi buena obra no era para contigo. Uno de los rivales estaba destinado a
morir accidentalmente en uno de los lances, un buen hombre no iba a ganarse su
escudero, que habría terminado sirviendo a otro, y muchas cosas iban a cambiar
en Poniente con ese capítulo del libro. Tan solo había que poner a un jinete menos
habilidoso para cambiar la historia".
Bethan propinó una patada a un guijarro, y se fue de las ruinas entre aspavientos y palabras malsonantes. Meridia se quedó mirando sus espaldas mientras se marchaba. ¿Debía avisarle que tiene el aura negra, como aquellos que están predestinados a morir en menos de un año? ¿O debía guardar silencio, y que las decisiones que tomase Bethan a partir de ese día le encaminasen más y más a la muerte?
Del silencio de Meridia vino el sí de Bethan al dinero de Isaura Pike. De su regalo de ese día, Bethan decidió que las justas eran lo mejor que un padre podría dar a su hijo. Unas semanas después, juraba a Ser Horwin con condiciones...
Finales del Año 156 después del Desembarco del Rey.
Castillo de Aguasclaras.
Una brisa fresca recorre las empantanadas llanuras, jugueteando con las hojas que penden flácidas de las ramas de los árboles. Una de ellas es arrancada y baila a lomos del viento, volando lejos de su bosque natal. Vuela libre sobre los campos anegados; sobre la niebla baja que cubre con un manto gris las aldeas; sobre las murallas de piedra gris cubiertas de verdín. Con su último aliento, el caprichoso céfiro porta a su pasajera a través de una ventana, hasta depositarla con dulzura sobre un brazo velludo y cubierto de viejas cicatrices.
El roce de la hoja logra despertar al soldado, que dormitaba sentado, con los brazos cruzados sobre la mesa y la cabeza apoyada en las muñecas. La habitación está en penumbra, el fuego del hogar ya reducido a unos pocos rescoldos de un naranja deslucido. La claridad del alba apenas asoma sobre los muros del castillo.
El jefe de la guardia se frota la áspera barbilla antes de escupir a un lado. La boca le sabe a vino rancio y los oídos le silban promesas de dolor y resaca. Al incorporarse, una manta resbala de sus hombros y cae a sus pies con un susurro sordo. El Matatoros la recoge y la observa durante unos instantes, confuso. Un suspiro a su derecha le hace volver la mirada, solo para descubrir a su hija postrada a su lado, en la misma postura que tuviera él momentos atrás. Ruyara... mi pequeña... El hombre deja de ser soldado para ser padre, tomando a la muchacha en brazos como si pesara menos que un gorrión acabado de salir del huevo. Con pasos lentos, intentando no hacer ruido, acarrea a la chica hasta una habitación cercana. La cama es grande, para dos personas, pero ya hace años que sus visitantes nocturnos se han reducido a la mitad. Muchas noches no recibe visitante alguno... La dicha que otrora el viejo soldado viviera entre sus sábanas, se ha convertido en una mezcla de amargura y nostalgia. Russ posa el cuerpo dormido de su hija sobre el colchón de paja, arropándola con la misma manta que ella usó para taparle. Con una de sus callosas manos, aparta un mechón de pelo de la frente de la niña. Un beso. Una caricia. Y los pesados pasos del padre se alejan por el pasillo hasta perderse.
El patio de armas está vacío, con el embarrado suelo cubierto por una ligera pátina de escarcha. Los únicos sonidos provienen de los establos y los corrales: el relincho de un caballo y el cloquear de las gallinas; los fuertes ronquidos de un cerdo que duerme tumbado en el lodo. Una figura solitaria se recorta contra la luz del amanecer, arriba, en las almenas que coronan la barbacana principal. Russ cruza la muda explanada mientras se envara haciendo crujir sonoramente su entumecida espalda. El rastrillo está bajado, pero entre sus gruesos barrotes puede contemplar los primeros rayos de sol luchando por atravesar la bruma. Sin detenerse, accede a la sala de guardia del interior de la barbacana, donde un pequeño fuego mantiene caliente el puchero con que los guardias combaten el frío de la noche. El jefe de la guardia toma una escudilla de madera y se sirve algo del denso potaje: mucha verdura y poca carne, pero lo suficientemente grasiento como para calentar a cualquiera en las horas más gélidas. De todas maneras, el Invierno ya ha terminado.
Y ha sido un largo y duro Invierno.
Con las nieves llegó la muerte: muerte por congelación; muerte por peste; muerte por espada. Roy cayó en Solaz del Soldado, degollado en un callejón sin nombre. Ser Hadder murió en la Sala de Ceremonias de su mismo castillo, atravesado el corazón por uno de sus más fieles servidores. Bresa... Bresa murió de tristeza, aunque aún se mantenga en pie allá en Orilla Azul... Demasiada muerte y demasiada tristeza.
El Matatoros come sin hambre, masticando desapasionadamente, sus pensamientos vagando a la deriva por un océano de melancolía. Russ detiene la cuchara a medio camino de la boca, perdida la mirada en la miríada de arañazos y raspaduras que cubren la superficie de la mesa como las letras en los papiros de los Maestres. Si alguien supiera leer la historia escrita sobre esas tablas, podría conocer las horas que los guardias de Aguasclaras compartieron a su alrededor, el vínculo de hermandad que nació y perdura entre unos hombres sin más destino que el de servir, luchar y morir. Russ no sabría descifrar ni la más corta de las misivas que viajan a lomos de los miles de cuervos que cruzan Occidente, pero desliza la yema de sus dedos sobre los tatuajes gravados sobre la madera y puede ver otra vez el rostro de todos los que un día se sentaron a compartir un plato de guiso durante los turnos de guardia. ¿Dónde se fueron las risas que tiempo atrás resonaban entre esos gruesos muros? Armase y su acerado humor dorniense se perdieron en el horizonte para no volver jamás. No hay ya salpicaduras de leche sobre los tablones de esta mesa. Caster, con la lengua más sucia de este lado del Mar Angosto y la cara más fea que el culo de una mula... Maldito cagarro... ¿Dónde estás, hermano...?
Dejando el desayuno sin terminar, el jefe de la guardia asciende por la enroscada escalera de piedra hacia la cima de la barbacana. El hombre que viera minutos atrás, pasea por las almenas ignorante de la presencia de su superior, cosa que no apena al Matatoros. Ya hace tiempo que prefiere la soledad y el silencio, hablando con sus hombres solo para ordenar los turnos de guardia y poco más.
El inmenso soldado da la espalda al día que empieza a despuntar en la lejanía, posando sus cansados ojos sobre la dormida figura del castillo. La torre del homenaje aún muestra las manchas de hollín del incendio que se llevó buena parte de los aposentos del desaparecido Maestre Ammon. Una torre oscura para un hombre plagado de sombras... Las ventanas de la Casa Señorial siguen mudas de luz. Russ puede imaginar a ser Horwin durmiendo en la amplia cama con dosel que un día ocupó su tío. Diferente amo, pero la misma correa. El Matatoros no lo piensa con acritud; ha nacido sin apellido y su sino es servir. Y luchar y morir, no lo olvides, viejo... Ser Horwin no es quizás tan fiero como lo fuera ser Hadder, pero la sangre es la sangre y ha demostrado ser un digno Señor, de ojos despiertos y mano rápida cuando es necesario.
El sol consigue finalmente rebasar la sempiterna muralla de niebla y calienta con su cálido abrazo las espaldas del jefe de la guardia. Un nuevo día llega y nadie sabe lo que pasará mañana. ¿Morirá el Rey? ¿Estallará la guerra con Dorne? Quién sabe... Bueno, quizás ese cuervo de Ammon pudiera saberlo...
Con un último esputo por encima de las almenas, Russ emprende su ronda tantos años repetida.
Servir, luchar y morir.
VIÑETA FINAL- Edder "Clavopié".
El Sol aún no había salido, pero el horizonte ya comenzaba a adquirir esos tonos violetas que no son sino el preludio de los naranjas y amarillos del nuevo día. Edder lo sabía bien, había pasado años levantándose a esas horas, y a otras muchas, según lo requerían sus guardias. Pero aquel día, aquel amanecer, sería diferente a todos cuantos había vivido el anterior año.
Durante aquel tiempo muchos habían ido y venido. Era normal, era ley de vida. Pero para Edder una de esas marchas le había afectado más que el resto. Su señor había muerto asesinado, y qué puede alterar más la vida de alguien que la muerte del hombre que rige sus destinos, de la persona encargada de que el orden se imponga al caos y de que la tradición perviva manteniendo a raya la incertidumbre del cambio. Pero no solo era eso, años al servicio de su señor habían enseñado a Edder a apreciarle, a respetarle como un hombre justo y magnánimo, un hombre que por mano del inconformismo y el caos, de la sinrazón, había sido asesinado. Así pues el cambio había llegado al Castillo de Aguasclaras y había que aceptarlo con sus pros y sus contras. Oponerse a él y a lo que traía consigo para un hombre tan insignificante como Edder, también llamado Clavopié, era como nadar contra corriente con la armadura puesta.
Los rosados dedos de la aurora empezaban a dejarse ver. Mientras caminaba hacia la muralla Edder se frotó las manos intentando ganar algo de calor; iba a ser un día bastante frío. La guardia tenía pinta de que no sería especialmente agradable, pero al menos sería aburrida, y eso, se quiera o no, es un consuelo para la gente de a pie. Para Edder, aquel día, también. El labrador lo único que quiere es trabajar, realizarse cumpliendo su deber, y volver a su casa para encontrarse con su mujer sin tener que preocuparse de guerras, bandidos o intestinas luchas de poder. Las emociones, el deseo de conflicto, son un reclamo para jóvenes y locos. A los primeros los atempera el tiempo; a los segundos la muerte que reclaman en cada uno de sus actos.
Edder hacía tiempo que había dejado atrás la juventud, igual que las ilusiones de un futuro que nunca llegó. Aquel yelmo que llevaba, el casco que protegía una cabeza que a base de decepciones y experiencias le había llevado a ser un hombre razonable y de deber, un hombre que aceptaba su lugar y que no se aventuraba en empresas estúpidas, era testigo de aquel pasado en el que él mismo había soñado ser caballero y señor. Sueños que la realidad había aplastado, y daba gracias a ello, pues los sueños si no se toman como tales terminan llevando a la decepción y al rencor, raíz de las envidias y otros tantos males.
Sonrió recordando la juventud que a cada instante se alejaba y alzó la vista al cielo. Aquel cielo hacía el que se había elevado el humo del fuego que había consumido el cadáver del culpable del crimen que había alterado la vida de todos los habitantes del castillo. No le alegraba su muerte, en absoluto, pero tampoco le entristecía. Con su muerte se había hecho lo que había que hacer. La muerte era el castigo justo por sus crímenes y con ella, si bien lenta, la justicia había regresado trayendo de la mano el orden que se había trastocado.
Un nuevo señor había ocupado el lugar del antiguo. Edder prefería no juzgar si mejor o peor, era más apropiado dejar que el tiempo decidiera, pero creía que la magnanimidad demostrada con Ser Baltrigar y la justicia alcanzada por el crimen de Ser Hadder eran muy buenos indicios de lo que estaba por llegar.
Aun enfrascado en sus pensamientos llegó a la muralla y allí relevó a su compañero Royne. Comenzó su ronda, como siempre hacía, cuando el sol despuntaba y, como todos los días, se asomó para contemplar las tierras que se extendían alrededor del castillo, silenciosas y tranquilas a aquellas horas...
Edder suspiró.
Las aguas habían vuelto por fin a su cauce y un nuevo día comenzaba.
Año 155. Mes 9. Salinas.
Clarissa había llorado a los pies de las ascuas ardientes del cadáver de Metetripas hasta que no le quedaron lágrimas que derramar, fervientemente convencida de que aquel que finalmente había sido ajusticiado había sido su marido, Baltrigar.
Los meses tras aquel incidente habían sucedido como una eternidad oscura y carente de vitalidad, en la que apenas había probado bocado y en la que su pelo había acabado por encanecer de manera evidente. La vida se escapaba de su cuerpo, como si ya no desease permanecer allí, y era quizá el apego que sentía por sus hijos lo que había evitado que sucumbiese a aplicar las mismas medidas que había aplicado Vesania en su día para librarse de su tormento personal.
A penas hablaba con nadie. A penas salía de las dependencias de los Tormenta. Cada día odiaba más aquellos muros que eran el castillo de Aguasclaras, y la inquina que profesaba hacia Ser Horwin Tully desde el día que su "esposo" había sido ejecutado de aquella forma ignominiosa e infame, crecía a pasos agigantados. Al punto de hacerla pensar que tan sólo el porvenir de Beldyr, Charlton y Brocelyn le impedían intentar hacer con él lo mismo que había hecho Baltrigar con Ser Hadder Tully. Después de todo, se decía, saliera bien o mal, habría acabado ensartada en el espadón de Theresa Nieve, que siempre se encontraba a su lado, y aquello la habría liberado del tormento que había pasado de consumirla lentamente a devorarla por dentro de manera acuciante.
Fue una mañana del noveno mes del año 155 cuando Ser Horwin la mandó a llamar, y viéndose tentada de precipitarse hacia él con las más nefastas intenciones, Clarissa acabó por aceptar lo que se le ofrecía: abandonar Aguasclaras, acudiendo a Salinas, donde al parecer se había arreglado un lugar en el que podría residir y recibir visitas de sus hijos.
Clarissa atribuyó aquel repentino gesto de generosidad a un sentimiento de culpa por parte de Ser Horwin. O a una recomendación por parte de sus consejeros, que quizá habían percibido sus más que evidentes miradas envenenadas cada vez que se había cruzado con el señor feudal en los meses que habían seguido a la muerte de Baltrigar.
Sus posesiones no eran cuantiosas y había poco que verdaderamente quisiera conservar. Las pocas ropas que había acumulado durante los años, el ajuar de su boda, unos lazos de seda de diferentes colores cuidadosamente guardados que habían permanecido con ella desde el día en el que había conocido a Baltrigar, y las pequeñas mantas que había tejido para cada uno de sus hijos, incluidos Brandon y Carlysle, a los que el Desconocido se había llevado prematuramente, originando todo aquel cúmulo de desgracias por el que había pasado su familia durante los últimos años.
Dos días después de la propuesta de Ser Horwin, Clarissa partió del epicentro del feudo al que ella finalmente comenzó también a llamar Piedras Viejas. No miró atrás cuando se alejó de las murallas del castillo, pues nada, salvo sus hijos, la retenía ya ahí. Ni siquiera los recuerdos.
Se mantuvo acompañada por Beldyr durante la mayor parte del camino, por su propia seguridad. Ambos cabalgaban al paso, el uno al lado del otro, en un silencio cómodo y tranquilo, tan solo roto por el sonido de las herraduras de los caballos y por momentáneas y familiares conversaciones, que dado el mutismo en el que la propia Clarissa había ido sumiéndose debido a su innegable tristeza, se apagaban por si mismas.
En las cercanías de Salinas, su hijo se despidió de ella. Debía volver, le dijo. Tenía órdenes. Y Clarissa observó con desidia cómo partía hasta que desapareció en la leganía del camino, y luego, continuó.
Siguió el reguero de pequeñas casas, atravesó la plaza que era centro de aquel emplazamiento. Siguió las indicaciones de Beldyr, y vio a lo lejos una pequeña edificación, que reconoció como aquella en la que, según la descripción de su propio hijo y de ser Horwin, podría descansar.
Suspiró, y avanzó, sobre el caballo.
Una figura encapuchada esperaba en la linde del camino, y Clarissa pensó que quizá, con suerte, era alguien dispuesto a clavarle un cuchillo en el centro del pecho, y le ahorraba el dolor lacerante que sentía en aquellos momentos.
Avanzó, indolente, y la figura masculina se acercó a ella. Vagamente familiar, acelerando el paso, y descubriendo su rostro cuando a penas unos metros los separaban. Una radiante sonrisa apareció en los labios del extraño, y Clarissa lo observó como si éste hubiera salido de un sueño.
No tenía barba, ni armadura, ni tampoco llevaba el mismo pelo. Pero habría reconocido aquellos ojos hasta en lo profundo de los Siete Infiernos.
Era Báltrigar. ¡Báltrigar! Su marido. ¡Los Siete habían venido a llevársela! Y él había venido para tomarla de la mano, para enseñarle el camino. ¡Oh, al fin el Desconocido había escuchado sus plegarias!
Pero aquel hombre, aquella aparición, la tomó para hacerla bajar del caballo. Y sus brazos eran tan fuertes como ella recordaba. La abrazó, y notó su calidez, sintió el latido de su corazón. Clarissa lloró, confusa y extasiada, y posó las manos sobre las mejillas de aquel varón, que era mitad aparición y mitad hombre- Báltrigar…-dijo, con la voz ahogada, y lo besó. Lo besó largamente, hasta que se quedó sin aire, y hasta que pudo sentirlo real y tangible. Hasta que dejó de ser un enviado del Desconocido y al fin volvía a ser su marido.
¿Pero cómo? ¡Ella había visto su cadáver! Lo había llorado. Lo había velado. Lo había visto arder. Volvió a mirarlo, temblorosa, llena de lágrimas, absolutamente confusa y perpleja.
Necesitaría muchas respuestas. Necesitaría tiempo para entender aquello, y para digerir el enfado que seguramente vendría cuando supiese toda la verdad. Pero, al menos, ahora le tendría a él. Su marido. Su compañero en la vida. Su mitad.
Y casi sin darse cuenta, comenzó a sonreir entre sus brazos. Sonrió como hacía mucho tiempo que no hacía, y lo miró, ilusionada, con la misma expresión que portaba en el rostro aquella niña que, envuelta en lazos y telas de colores, se había encontrado fortuitamente con un muchacho que decían, era bastardo de los Baratheon.