Ha sido una noche agitada.
Los rumores circulan por la ciudad. Una bestia salvaje ha atacado las Cuadras Frondáurea, llevándose por delante a tres guardias elfos y varios equinos de incalculable valor. Las autoridades están haciéndose cargo de la investigación, ayudadas, al parecer, por una de la cuidadoras del establo y una espada de alquiler.
En otro orden de cosas, la ciudad debe lamentar la pérdida de una de las hermanas de la Casa de Mystra. Se ha arrojado por la ventana del templo al alba. No parecen estar claras las razones del suicidio, pero la familia está destrozada (entre ellos el famoso herrero de la localidad y marido de la fallecida, Orestes Vilion).
Podéis acceder a este rumor en cualquier lugar público donde haya cierta aglomeración de gente (tabernas, mercado, puerto...).
—Contempla la gloria de la luna en la noche. ¿Puedes sentir su empuje? ¿Puedes sentir la sangre palpitando en tus venas, llena de vida, llena... de PODER?
»No luches, todo acabará pronto. No puedes ganar esta pelea. TÚ eres la bestia ahora.
»¿Escuchas el relincho aterrado de los caballos, verdad? Vamos, aspira el aire con fuerza... paladéalo. ¿Lo hueles? Es el olor de la carne fresca, el dulce... olor... del miedo. Del miedo que te tienen a TI. El mundo se reduce ahora a cazadores y presas y tú, hija mía, eres la cazadora. Todas las demás criaturas son tus presas. Pronto... muy pronto sentirás su sangre caliente en tus dientes, su carne despedazada entre tus garras.
»Ahora, ve. Caza. Aliméntate, sacia tu sangriento apetito... hasta que volvamos mañana por la noche...
El sharino hizo esperar al hombre que permanecía junto a él unos momentos más, mientras miraba pensativamente la ciudad que se extendía bajo él. Al fin y al cabo, quería recordarle que quien estaba al mando era él. Se volvió al fin, lenta y deliberadamente, con una sonrisa en los labios.
—Uno de mis magos me acaba de decir que has perdido cuatro hombres en ese almacén mugriento.
—Matamos y morimos por Shar, Padre de la Noche; esos hombres servirán a la Dama de la Pérdida en la muerte igual que la sirvieron en vida —replicó el aludido envarando la poderosa espalda y levantando el mentón con orgullo.
El sharino no pudo evitar parpadear sorprendido. Había oído hablar del fanatismo de los Monjes de la Luna Oscura, por supuesto, y bien sabía él que a un auténtico siervo de Shar le estaba prohibido buscar el provecho propio. Pero la Orden Monástica no solía trabajar con la Iglesia de Shar y era la primera vez que el sharino lo comprobaba de primera mano. Su lealtad, puesta por encima de su propia vida, era incuestionable. Aunque en cierto modo... turbadora.
—¿Y era preciso despilfarrar a todos esos aliados en este mundo? —suspiró el sharino.
—Sí —replicó sin dudar el monje—, si no hubieran encontrado resistencia hubieran sospechado que se trataba de un trampa.
—Pero el caso es que ha habido un contratiempo —insistió el Sharino—. Entre los guardas que irrumpieron en el almacén había una elfa... una elfa vestida como los druidas del Cormanthor.
Un pesado silencio se abatió sobre el Monje de la Luna Oscura. El Sharino lo vio rebullir inquieto, alternando el peso entre una pierna y otra. Sí —pensó el sacerdote—, no es un idiota.
—Sé lo que tengo que hacer, Padre la Noche —replicó al fin el monje.
Ambos inclinaron la cabeza y el monje se retiró con un revoloteo de su túnica negra. El Sharino acompañó sus movimientos con la mirada antes de devolver su mirada a la ciudad de Valle de la Rastra. En la Casa de Mystra las campanas doblaron por la sacerdotisa muerta. Una sonrisa macabra se deslizó por los labios del Sharino.
—Ven a mi, Kanizhar, abraza la pérdida... aunque sólo sea para vengar a tus seres queridos —el sacerdote rió entre dientes y se preparó para marcharse. Había mucho por hacer.
Por las calles de la ciudad se ven carteles como este:
Arledrian salió del Templo de la Casa del Arpa Cantora. El joven guardia del Valle de la Rastra, de origen sencillo, no encontraba palabras para definir cómo se sentía. El mundo se había detenido cuando había visto aparecer a Khaila, y se había jurado a si mismo que nada podría hacerla daño mientras él viviera. Y sin embargo, el Maestro Erudito le había dado funestas noticias sobre ella. Peor aún, ella lo había mantenido al margen. ¿Qué podría hacer?
Sólo podía hacer una cosa.
Seguirla.
Seguirla hasta los mismísimos Nueve Infiernos si hacía falta. Se echó la capucha gris sobre el rostro, apoyó la mano sobre la empuñadura de la espada para darse confianza a si mismo y echó a andar, solo, hacia el Sendero de la Hachuela.
En dirección al Templo Maldito. Posiblemente, hacia su propia muerte. Pero el sargento Carbos le dijo una vez que sólo cuando se tiene miedo se puede ser valiente.
Arledrian se detuvo a cenar. Pensaba pasar el resto de la noche caminando para recortar la distancia que le debían sacar los aventureros, así que más le valía descansar un poco. Por suerte, la comitiva era numerosa y sus huellas aún estaban frescas. Por desgracia, sabía que estaban siguiendo el curso del río. Si en algún momento lo cruzaban, sería complicado volver a seguirles el rastro. Ojala tuviera a Canthus aquí, aunque el pobre animal estaba recuperándose de sus heridas.
El joven guarda juntó unas ramas secas para hacer una pequeña hoguera con la que calentarse. No había traído una manta, así que extendió su capa gris y se sentó sobre ella. Mientras daba cuenta de su cena se dedicó a contemplar las estrellas.
Mientras el grupo se estaba enfrentando a las pesadillas de la maldición en lo profundo del bosque, fuera de él era una noche tranquila y sobria. Casi espiritual, pensó Arledrian. Su madre había sido siempre muy religiosa y había inculcado su fervor en él. Siguiendo un impulso, hincó una rodilla en el suelo y apoyándose en la empuñadura de su espada musitó una sencilla plegaria.
Oh, Lágrimas de Selûne...
Tan numerosas que sois incontables,
Vosotras llenáis la oscuridad con vuestro orden y vuestra luz.
Sois las guardianas de la noche,
Siempre serenas y silenciosas,
Mantenéis a raya la oscuridad.
Oh, Lágrimas de Selûne...
Allí, en algún lugar entre tanta oscuridad,
Está Khaila, tratando de huir de su maldición.
Oh, estrellas, ¡sed testigos de lo que yo ahora os juro!
¡No descansaré hasta encontrarla y ponerla a salvo!
Hasta entonces, ¡por piedad! ¡Cuidad de ella!
Sí, el dibujo es mío. Y sí, ya sé que no soy Estigia :P. Pero se lo dedico a ella, que tantos dibujitos nos hace para esta partida.
Y por si cabe alguna duda, las lágrimas de Selûne es el nombre que reciben las estrellas en Faerûn.
Inadvertidamente para Arledrian, Selûne había escuchado su plegaria. No es que a la diosa le importaran un ardite los amoríos de los mortales, pero la oración había sido sincera y sentida. Más aún, era una novedad que el mortal estuviera pidiendo para otra persona y no para él mismo.
¿Quién era esa mujer que tales sentimientos despertaba?
¿Y qué hacía tan cerca de ese templo?