Tarado marchaba con los Campamenteros. Al frente podía divisar a lo lejos la empalizada que protegía el Fuerte Chuda. Sus enemigos estarían atrincherados ahí dentro. Iba a ser un día importante… con toda probabilidad Tarado por fin derramaría sangre en nombre de la Compañía. Con suerte sobreviviría a la batalla. Y con todo eso cumplido pasaría a ser un miembro de pleno derecho, un Hermano Juramentado. Al menos cumpliría los requisitos.
Tendría más voz y voto para poder influir algo en la Compañía. No valdría sólo con el ejemplo que él daba acerca de no matar. Sabía que tenía que ir ganando en rango y posición, para poco a poco llamar la atención de más gente y poder influirles para bien.
Estaba mentalizado para la batalla, aunque sabía que no mataría salvo en defensa propia o para salvar la vida de alguno de sus compañeros… y eso sería un problema. Porque permitiría al enemigo atacar primero.
Por un momento Tarado se distrajo. Le pareció ver a alguien caminando por el campo de batalla, lejos de ambos bandos. Una figura reconocida para él. Era su abuelo, de la tribu de los Nubes Dispersas. Parecía caminar lentamente sobre el campo de batalla, observando. Tarado siguió su recorrido con la mirada embelesado, no podía ser cierto. Aquel hombre llevaba tiempo muerto. Aunque según las creencias de su tribu, los ancestros observan y juzgan a los vivos en todo momento… Eso quería decir que estaba ahí para observar y juzgar a Tarado. Debía comportarse siguiendo los ideales de su familia, pero también debía ayudar a la Compañía… intereses contrapuestos.
Tarado parpadeó un par de veces y volvió en sí. Sin darse cuenta había pasado el tiempo, la batalla había comenzado, a lo lejos oía los gritos de los moribundos y los vivos, el entrechocar de espadas y veía a sus compañeros en el interior del Fuerte. ¿Cómo podía haber pasado tanto tiempo y él ni se había percatado? Serpiente estaba fuera del Fuerte, pero lo suficientemente cerca de sus rivales como para desatar su poderosa magia. Había causado estragos y Tarado no envidiaba a aquellos que hubieran sufrido su ira. Instintivamente se llevó la mano al pecho, a la cicatriz de la herida producida por la magia negra del brujo de la Compañía.
Los ojos de Tarado siguieron desplazándose por el campo de batalla, sus compañeros campamenteros ya estaban muy adelantados, parecía que la batalla casi había acabado. Se lamentó en silencio y maldijo entre dientes. Entonces comenzó a avanzar todo lo rápido que pudo, pero escuchó los clamores cuando todavía estaba fuera del fuerte. Parecía que habían vencido.
Los pocos rivales que quedaban en pie se habían rendido, la Compañía había ganado pero Tarado no había podido evitar ninguna de las muertes de sus compañeros, y habían sido bastantes.
Había sido un buen día para la Compañía, un mal día para Tarado. No había podido demostrar su valía, ni a la Compañía ni a su familia. El espectro de su abuelo había desaparecido dejándole solo con un mar de preguntas.
Tarado caminó lentamente por el campo de batalla y se aprestó solícito a echar una mano para transportar a los heridos. Por el momento poco más podía hacer. Debía mentalizarse para que algo así no volviera a sucederle en siguientes batallas.
Piojillo alzó la mano para cubrirse el rostro a modo de visera. En el horizonte se imponía el Fuerte Chuda, con sus recias empalizadas apuntando al cielo y sus defensas arrogantes. Al K´Hlata se le antojó inexpugnable incluso para el perezoso ariete que, sobre las ruedas de un carro, se movía bajo la fuerza de los hombres de la Compañía Negra.
Siguiendo órdenes formó a un lado de la escuadra de los Campamenteros, de la que hasta hacía bien poco había sido el segundo. Sus compañeros avanzaba cubriéndose con los escudos como un armadillo, mientras él mantenía el flanco a lomos de Dante, el caballo de Lengua Negra. La montura parecía haberlo aceptado, pues cada vez sus movimientos eran más fluidos y respondía con suavidad a sus órdenes. Era importante, en breve entrarían en combate y debían ser uno, como un centauro mitológico.
Dante relinchó y se agitó levemente, notaba la tensión en el ambiente y Piojillo también. Miró a su alrededor para ver miradas frías, cargadas de determinación algunas, miedo, ira o dudas. Era la guerra y era más inevitable que el ocaso. Los nervios le hacía sudar bajo la armadura de cuero bajo un sol de justicia, pues el astro asistía como testigo imparcial y les castigaba a todos por igual, amigos o enemigos.
Entre el polvo y el ruido de decenas de pisadas se alzaron las órdenes y llamaron a formar a la caballería. Hizo avanzara a Dante y se unió a los otros cuatro jinetes. Se proponían nada menos que llegar hasta la puerta para lanzar un barrilete de aceite que hiciese arder la puerta mediante flechas incendiarias, debilitándola para el ariete. Piojillo, junto con otros tres, harían una maniobra de distracción mientras Matagatos lanzaba el aceite.
Tocó los amuletos que colgaban de su cuello esperando protección y buena suerte mientras los cinco caballos empezaban a caminar. El paso dio lugar al trote y este al galope contenido. Los jinetes avanzaban a la par haciendo tronar el suelo con los cascos herrados de sus monturas. A la voz, todos se dispersaron en un galope tendido mientras Matagatos enfilaba hacia la puerta.
El cielo se oscureció bajo una lluvia de lanzas. Piojillo se agazapó sobre el cuello de Dante y alzó el escudo viendo como Matagatos conseguía su objetivo de forma parcial. De pronto sintió el lacerante mordisco de dos lanzadas que a punto estuvieron de desmontarle. Gritó, chilló, dudó y tuvo miedo, miedo de morir antes de empezar, de no haber servido más que de señuelo en esta guerra. Pero aguantó mientras la inconsciencia le acosaba y se le velaba la vista, aguantó por muchas razones, aunque la principal fue la rabia.
Espoleó su montura hasta la retaguardia e inútilmente trató de contener la hemorragia, pues la sangre ya teñía el pelo blanco de Dante. Enrolló trapos y se los metió bajo la armadura, pero la sangre fluía como las torrenteras. Era mejor morir luchando que taponando sus propias heridas, así que azuzó a su montura y se incorporó de nuevo a la lucha. Sus compañeros eran diezmados, pero el ariete por fin consiguió violar la entrada y por aquella apertura se deslizaron los hombres de la Compañía repartiendo hierro y muerte, aunque también se la encontraron.
Piojillo buscó la manera de entrar pero sus propios compañeros cerraban los huecos con afán de sumarse a la lucha. Dante cabrioleaba impotente de un lado a otro mientras parte de la Compañia se acuchillaba a conciencia dentro del baluarte.
El hueco se hizo y Piojillo pudo entrar saltando sobre los cadáveres del enemigo. Se mantenía montado a duras penas, pero ardía en deseos de matar y quería buscar una buena posición para cargar. Se deslizó entre las tiendas bajo el temor de que algún rezagado saliese de ellas y terminara de rematarle pero consiguió rodear al enemigo al tiempo que se le sumaba Lengua Negra, su oficial al mando. Ambos cargaron sobre el grupo en el que Ponzoña, Pipo, Derviche, Sicofante, Campaña y otros más, se debatían a muerte. Pues el el centro se alzaba el caudillo del enemigo Chugrat y cuya hoja se estaba borracha de la sangre de la Compañía.
Piojillo ensartó a un Fantasma con su lanza después de atropellarlo con Dante y luego se giró para herir a un segundo, que no tuvo tiempo de responder pues Lengua Negra terminó con su vida. Ante él estaba Chugrat, acosado pro todos sus compañeros como si fuese un oso frente a una rehala. Hizo que Dante se alzase sobre sus cuartos traseros para derribar con su peso al gigante, pero en se momento Campaña asestó un mandoble con su alabarda que hizo volar la cabeza del temible enemigo. Su cuerpo se desplomó como un fardo entre un surtidor de sangre al tiempo que Dante caía con sus cascos sobre el cadáver. La montura piafó sobre los restos en una macabra celebración hasta que Piojillo hizo que se retirase.
El enemigo se rendía, aquellos que podían lo celebraban, habían ganado, ¡HABÍAN GANADO!
Hemos ganado, ¿pero cuanto hemos perdido?
Se preguntó el K´Hlata mientras se apoyaba sobre el cuello de la montura. Debía ocuparse de ayudar con los heridos y de la montura de Lengua Negra. Y luego buscaría un buen lugar para desmayarse.
El pacto estaba sellado. El mago y la vidente iban a ayudarle a recordar. De la manera más blasfema posible, no había otra teniendo en cuenta que el artífice del método iba a ser Serpiente. Sabía que debería pagar un precio por ello, un precio que sería alto; pero no le importaba, la nebulosa de su mente debía desaparecer.
—Tened cuidado. Tenemos un trato. — Les dijo a ambos antes de partir.
Guepardo se miró el dedo pulgar de la mano izquierda. Lo tenía tan deformado por el continuo callo que provocaba al afilar su lanza que pensó que podría detener una estocada de cualquier espada con él. No obstante, le dio el último repaso a su arma antes de colgársela a la espalda. Tras ello cogió su odre y lo derramó por su cabeza, y volvió a llenarlo y volvió a hacer la misma operación. Se miró el rostro en el reflejo del agua del barril y vio algo que nunca había visto antes: angustia. No era miedo lo que sentía, pero por primera vez en mucho tiempo tenía un motivo para volver de la batalla, tenía un objetivo. Debía regresar con vida para cumplir su parte del pacto…y sabía que iban a la boca del lobo.
Miró a su alrededor y vio a todos sus compañeros: Hostigadores, campamenteros y exploradores. Cuántos de aquellos desgraciados volverían con vida esa noche. Cuántos morirían en nombre de El señor del Dolor, quizás la criatura más infernal y malvada de todas cuanto se iban a enfrentar aquel día. En su mente seguía la idea de escapar de allí, de largarse en cuanto supiera la verdad, en cuanto cambiase su cuerpo con Khadesa. Pero antes debía volver vivo…y debía hacer todo lo posible porque los otros dos también lo hicieran.
BATALLA DEL FUERTE CHUDA: GUEPARDO
Matagatos les ofreció cuerda para subir por la empalizada. Guepardo era un ranger, era bastante bueno escalando e iba a aceptar cuando se dio cuenta de que si lo hacía perdería de vista a Serpiente y Khadesa. Y aquello no podía suceder…así que rechazó la cuerda. La alternativa a la cuerda era el ariete, y ahí se dio cuenta de su error. Poco podía hacer empujando aquel monstruo de madera por nadie, pero menos por él mismo si le atacaban. No tenía escudo ni armadura y miró con espanto como los arqueros enemigos les esperaban con una malévola sonrisa en los labios. Entre sus compañeros debajo de aquel engendro mecánico se encontraban Pelagatos, Sabandija, Ponzoña o Reyezuelo. Era curioso. Iba a luchar mano a mano con el hombre que le había puesto la capa y con su apadrinado. Éste comenzó a dar indicaciones de cómo manejar el ariete y él se sintió orgulloso. Reyezuelo sería un gran soldado, estaba seguro. Dio un grito de aliento al resto y comenzó a empujar con todas sus fuerzas hacia el fuerte.
Pronto, en cuanto estuvieron lo bastante cerca, las lanzas comenzaron a volar cerca de sus cabezas, pese a que sus compañeros trataban de contrarrestarlas desde la retaguardia estaba claro que el objetivo del enemigo eran los miembros del ariete. Se sentía desnudo e indefenso y más cuando vio como dos de los proyectiles se clavaron a un par de palmos de distancia de sus pies. Guepardo se sentía como un felino enjaulado e incluso por su cabeza pasó el salir de debajo de aquel mecanismo y volver a la retaguardia…pero eso significaba la muerte. Estaba sumido en esos pensamientos cuando escuchó el grito de Sabandija. Lo miró y vio como sus manos se cerraban en su pecho y la sangre brotaba entre sus dedos. Si no estaba muerto le faltaba poco.
—¡Empujad o moriremos todos! —gritó desesperado. Debían llegar a las puertas fuese como fuese.
El ariete siguió avanzando pero iba a un ritmo demasiado lento, las órdenes de Ponzoña estaban siendo confusas. Guepardo sabía que el Hiena era como él, un hombre de acción, no alguien que supiera manejar esos artilugios ni estuviera acostumbrado a exponerse debajo de aquella lluvia de lanzas. No obstante, entre todos pusieron más énfasis y llegaron, sin mucha dilación, a las puertas del fuerte. Cerca de él un enemigo cayó desvanecido…agradeció mucho el buen entrenamiento de los arqueros de la compañía.
Por fin llegaron a las puertas. La primera embestida no se hizo esperar, desafortunadamente su impacto no fue suficiente…pero el segundo no se hizo esperar y se abrió una pequeña brecha. Antes de que pudiera pensar vio como Pipo saltó dentro como un poseso. Decidió que él también entraría antes de que las cerrasen…prefería morir con la lanza entre las manos que atravesado por una flecha. Antes de saltar al interior miró atrás y vio a Serpiente y a Khadesa. Parecían estar bien, protegidos en la retaguardia. Era el único de los tres que estaba expuesto…era momento de luchar.
Saltó encima del ariete y, desde allí, se tiró al interior del fuerte. En él, más de una docena de enemigos los estaban esperando. Pipo luchaba como un loco con los primeros que le salían al paso. Antes de que pudiera hacer nada, Sino saltó por encima suyo y se situó entre los soldados enemigos. Guepardo sacó una lanza corta y lanzó hacia uno de los soldados que tenía más cerca…dio en el blanco, pero cuando se dispuso a sacar su lanza a dos manos otro le hizo un corte superficial. Tras ello, el antiguo jaguar le asestó un potente golpe que acabo con su vida. Enseguida tuvo dos más encima y decidió ponerse en posición de defensa. Apenas podía mirar más allá de sus combatientes, pero pudo ver cómo Sino era ensartado una y otra vez pero en su demencia no dejaba de atacar y de derrumbar enemigos. Pipo parecía más sosegado y Guepardo gritó que se reuniesen, pues el resto de miembros del ariete aún no habían podido pasar. Pipo se acercó a él para hacerse fuertes utilizando la puerta como escudo trasero.
Ambos lograron resistir, incluso se permitieron atacar a algún enemigo, pero cuando vieron entrar a los refuerzos, la alegría para el antiguo jaguar duró poco: un enemigo atravesó su defensa y le golpeó. Por un instante, un solo instante, Guepardo pensó que resistiría, pero sus piernas temblaron, sus manos flojearon y su mente voló muy lejos de allí.
Khadesa...Serpiente...Guepardo...
Guepardo...
Guepardo...
BATALLA DEL FUERTE CHUDA: LOMBRIZ
El campamento de los otros era enorme. Tenían pinchos encima de la madera y las crestas de algunos parecían orugas traspasando los maderos. Aquello le hizo gracia, pero no rió. Sabía que no podía reír en aquellos momentos antes de la batalla…eso era una de las cosas que no había que hacer. Otra era no pedir permiso para mear cuando se estaba en formación…te podía costar muchos varazos. Le picaba la cabeza, así que usó una de sus lanzas cortas y se frotó el pelo. Vio algo salir volando de su cabellera, pensó que sería un piojo...un piojo enorme. Lo cazó al aire y se lo metió en la boca, no sabía a nada.
La batalla estaba a punto de empezar. Los campamenteros estaban junto a Lengua Negra esperando órdenes. Al parecer su labor sería proteger el ariete. Pero… ¿qué era un ariete?
Cuando por fin lo supo le faltó poco para gritar. Varios hostigadores lo estaban empujando. ¿Qué harían con aquello? ¿Lo lanzarían por la empalizada o treparía por los maderos como un caracol? Eso quería verlo. Sorbió la baba que le surgía por la comisura del labio cada vez que se quedaba absorto y escuchó las órdenes de Lengua Negra. Debían permanecer juntos y avanzar. A su lado gente como Manta, Michou , Odio o Chamán Rojo parecían bastante seguros de lo que hacer… solo debía imitarles para hacerlo bien. Ese era su secreto, obedecer, imitar y no meter la pata. No quería que lo echaran de aquel lugar, la otra gente era mala.
El ariete iba avanzando y ellos detrás, dejando el suficiente espacio. Lombriz pensaba que esa distancia era demasiado poca, aquel artefacto se podía volver contra ellos. Manta les ordenó que se parasen, y así hicieron. Sin embargo el ariete comenzó a avanzar más rápido y el suelo retumbó bajo sus pies. El enemigo comenzó a lanzar proyectiles contra él. Tragó saliva, aquello no le gustaba nada. Todo empeoraba pues la nube de polvo que iba dejando no le permitía ver qué pasaba, y si no podía ver, bien sabía que no podía luchar.
El tiempo pasaba muy lento y la mente de Lombriz estaba más cegada que sus ojos. Al menos, sus compañeros parecían tranquilos y eso siempre ayudaba. Antes de que pudiera fijarse más, Manta ordenó que siguieran avanzando. Debían posicionarse tras la máquina, pero no adelantarla. Podía estar tranquilo, no pensaba ponerse delante de aquel cacharro demoníaco.
Al cabo de un rato de andar tras ese trasto le mandaron parar. Era momento de atacar, de arrojar sus lanzas contra el enemigo. Sin pensarlo sacó una de su portalanzas y la lanzó contra un enemigo que parecía estar mirando a otro contendiente. Le acertó, pero frunció el ceño pues la diana había errado su destino, que no era otro que el corazón. En lugar de eso le dio en un costado, con lo que se la pudo sacar fácilmente.
Antes de poder lanzar otra escuchó un estrépito enorme. En ese momento supo cómo funcionaba un ariete, y el método era lo más sencillo del mundo: solo había que estamparlo contra la puerta. Sonrió ante lo simple del manejo…hasta él podría haberlo hecho. Unas cuantas lanzas cayeron cerca de ellos y Manta volvió a ordenar que avanzaran, pero esta vez en posición de defensa. Lo que hizo entonces fue agacharse un poco y situar sus brazos frente a la cabeza. Sin un escudo era de lo poco que podía hacer para detener las flechas.
Una vez lo bastante cerca era hora de volver a atacar. Según sus cuentas le quedaban tres lanzas con lo que sacó una de ellas y la lanzó a un enemigo que lo miraba con odio. Falló. Rápidamente cogió otra, mientras los proyectiles caían a su alrededor, y repitió: volvió a fallar. Estaba empezando a desesperarse y a sentirse un inútil, así que respiró hondo, metió la mano en el portalanzas y, por tercera vez arrojó su arma. Cuando se dio cuenta vio como lo que volaba era una vara de madera que había cogido un día para hacer fuego y se le había olvidado sacar de la bolsa.
Lo que más rabia le daba es que nadie parecía hacerle caso en aquella batalla. Ningún enemigo se había dignado a lanzarle nada aún. ¿Tan inferior lo veían? Indignado comenzó a recolectar lanzas por el campo de batalla. Vio que Chamán Rojo hacía lo mismo. Los gritos que surgían de dentro del fuerte eran espeluznantes, pero no importaba, su labor era acabar con los enemigos de la empalizada. Tras recoger seis cortas, se concentró y arrojó dos a un enemigo, el cual no sabía muy bien si era el anterior o no, pues todos se parecían mucho. Esta vez si acertó bien, en plena cabeza. El soldado cayó de espaldas y Lombriz supo que había muerto. Con lo cual decidió situarse al lado de Michou, el cual tenía un escudo enorme que le daba bastante seguridad.
—¡Venceremos! —Le gritó, sobresaltando al campamentero, en un ataque de júbilo muy poco digno de un guerrero. Nunca se podrá saber si fue por esto o por lo otro, pero dos venablos procedentes de los zarrapastrosos fantasmas atravesaron a Michou de parte a parte, haciéndolo caer en el suelo junto con su escudo. El odio le rebosaba por los cuatro costados con lo que estiró su brazo y cogió una de las lanzas. La disparo contra uno de los atacantes de su compañero con la mala fortuna de que solo le acertó en una pierna. No obstante, antes de que pudieran reaccionar, comenzaron a ponerse verdes como sapos, cayendo un par de ellos muertos, con las lenguas amoratadas. Lombriz pensó que podía ser una indigestión pues ya ha de saber todo el mundo que cierto tipos de ranas son venenosas y no se pueden comer. Cuánta lástima le dio que no les hubiera pasado antes para que la suerte de Michou hubiera sido otra.
Un par de desgraciados quedaron en pie, pero debieron quedar tan impresionados con su puntería que cuando lo vieron levantar el arma corrieron como perros. Y cual fue su sorpresa que, al mirar a través de las puertas, vio correr a los pocos enemigos vivos que quedaban. Pensó entonces, el audaz Lombriz, en cómo de rápido se habían corrido la voz por el campamento de su gran pericia a la hora de aniquilar enemigos con sus precisos lanzamientos.
El alba estaba anunciando su llegada. El sol despuntaba sanguíneo, avisando el resultado de la batalla en ese día. Recé a los espíritus para que nos protegieran, para que me dieran fuerzas para vencer y resultar útil a mi Compañía, para no deshonrar a Dedos. Pero, como siempre, no me respondieron. Por mucho que los sintiese, sólo estaban ahí. Quizá no venían a velarme, pero menos era estar sin ellos.
Caminé junto a mi grupo en silencio. Temía romper esa hermandad que había surgido con una palabra de ánimo. Ahora las palabras no servían. Una palabra no se podía volver un arma mortal. Era más probable que hiciera perder nuestra concentración.
Debíamos estar concentrados. Debíamos combatir codo con codo. Debíamos vencer al enemigo. La victoria debía ser nuestra.
Lengua Negra nos dirigió unas palabras para levantar el ánimo, ¡y claro que lo hizo! Por algo era nuestro superior. Donde yo no hubiera conseguido nada, él lo dijo todo. Él hizo que nuestras almas desearan pelear y ganar.
Comenzamos el avance en formación tortuga. A mi lado, en segunda fila, estaban Manta, Michou, Lombriz y Misteriosa. ¿Cuántos sobreviviríamos a la última batalla? Todos pensé esperanzado. Trabajaríamos en equipo y conseguiríamos vencer de esa manera.
Manta ocupó el lugar de Lengua Negra. Observé con admiración a ese hombre. Había sido elegido Segundo y algo le decía que haría bien su papel. La confianza no me abandonó, empezó a aumentar en mi interior. Agarré con fuerza mi arma, deseando que comenzara la batalla.
Aún pensándolo, las lanzas empezaron a caer como si fuera una lluvia mortal. Los Exploradores fueron los elegidos, y Berrinche cayó herido. Cerré la mandíbula con fuerza. Se recuperará, hay que vencer me repetía mentalmente. No fue el único en ser dañado en ese primer ataque; Rastrojo también sintió el mordisco de la lanza.
Nos detuvimos, aunque no entendía muy bien por qué. ¡Había que atacar cuanto antes, evitar que más lanzas se clavaran en el cuerpo de nuestros compañeros! Pero la razón era lógica: El ariete tenía que derribar la puerta, tenía que tener su tiempo para llegar. Esa espera se hizo eterna, por mucho que nos colocáramos tras el ariete para seguir su avance.
Más lanzas volaron. Esa vez, los heridos fueron Matagatos, Lengua Negra, Sicofante y Piojillo. La tensión empezó a ser palpable; prácticamente me quitó el oxígeno, obligándome a cerrar los ojos para serenarme. Son cosas de la guerra, hay que mantenerse en pie...
Reanudamos el avance tras el ariete. Como si eso desatara algún tipo de trampa, las lanzas del enemigo surcaron en cielo, casi formando una nube muy espesa y mortal. Cayeron y golpearon. La sangre empezó a manchar nuestro suelo. La sangre nos ayudará, nos dará fuerzas y ansias de venganza. A una orden, como su fuéramos una persona, todos levantamos nuestros escudos para protegernos de esos proyectiles. Seguí con la mirada esa lluvia. Mi cuerpo se tensó cuando vio que Dedos estaba en peligro, pero casi sufrí un desmayo al ver cómo Guepardo no podía esquivar una de esas lanzas. Mis ojos se desorbitaron y casi salgo corriendo en su ayuda. Pero no podía, todos éramos necesarios en esa batalla, no podía abandonar mi puesto. Apretando mi arma con tanta fuerza que me hice daño, me obligué a serenarme de nuevo y continuar mi avance.
Pronto pude desquitarme. Manta ordenó el ataque. La tercera fila adelantó y atacó con sus lanzas. Mi fila avanzó y también las lanzó. Por último, la primera fila recuperó su posición tras atacar también.
Cuando el ariete arremetió contra la puerta, todo se volvió un caos, a pesar de que seguíamos manteniendo nuestra orden. El ariete consiguió aguantar otro envite más; las puertas se abrieron y comenzó el combate cuerpo a cuerpo.
Manta ordenó atacar con las lanzas quien tuviera, pero yo me encontraba sin ellas. Miré al suelo y allí estaban. Parecían brotes de hierba en un campo frondoso. Me agaché y recogí dos. Al incorporarme para guardarme una de ellas, noté que un frío traspasaba todo mi cuerpo. Mis ojos se desenfocaron por esa sensación tan extraña. Una capa azulada empezó a descender por mis ojos, y dejé de ver lo que le ocurría a mis compañeros.
Pude comprender lo que sentían los chamanes. Al fin podía verlos. O mejor dicho, ellos se había mostrado. Me observaban y me hablaban, pero no conseguía entenderles. Me dijeron que me detuviera, que las almas que se fueran en esa batalla habían cumplido su destino y tenían que partir. La guerra estaba ganada, ellos lo sabían. Y ahora yo también.
Quería saber, quería preguntar... Pero ellos se empezaron a difuminar. Esa capa azulada se empezó a deshacer y pude ver lo que había pasado a mi alrededor. La batalla había concluido. Había participado poco, pero los espíritus me habían anunciado la victoria. Una victoria para la Compañía y una victoria personal.
BATALLA FINAL FUERTE CHUDA
La primera impresión que se llevó de aquel campo de batalla era que había una inmensidad hasta llegar a los enemigos. Tardarían mucho en alcanzarlos, y quién sabe quién se quedaría por el camino.
Lengua Negra le había ordenado que se situase en la última línea de la formación de los Campamenteros, cumpliendo con su palabra al resguardar su vida. Sabía que no tenía dotes como guerrera, pero al menos lo intentaría con todas sus fuerzas.
Se pusieron en marcha, aunque pronto tuvieron que parar. Cosa que agradeció al no estar acostumbrada al tacto de la armadura, que le causaba poco importantes roces en la piel, y que la hacía sentirse un tanto incómoda al tener más peso encima del que estaba acostumbrada.
Las órdenes no tardaron en llegar. Tenían que arrojar todas las lanzas que tuviesen, que no fuesen de dos manos, claro. No recordaba que anteriormente se le había entregado una lanza, en el Campamento, antes de darle la armadura. Pero no tardó en darse cuenta, y lanzó la lanza corta que se le había entregado. Ésta no llegó muy lejos, y menos mal que no dio a ningún compañero.
Se sonrojó tras la metida de pata con la lanza. Observó a sus compañeros, que seguían avanzando pero algo llamó su atención. Había más lanzas en el suelo, que supuso que eran las que habían arrojado los enemigos desde la empalizada. Se apresuró para coger unas pocas, y volvió a fallar al intentar lanzarlas.
El bajón que esto le causó hizo que se quedase bloqueada. No tenía puntería, tampoco sabía manejar la lanza de dos manos, ni la daga. Se volvía a sentir totalmente inútil. Las lágrimas llenaron sus ojos. Esta vez tampoco sería digna para jurar, y tendría que volver a renunciar a ser una Hermana Juramentada, formando así parte de esta gran familia. Formando parte de... algo. ¿Habría algún lugar para ella en la Compañía?
Estaba tan sumida en sus pensamientos que ni siquiera se dio cuenta de que sus compañeros, los Hostigadores y los Exploradores, habían acabado con la vida de todos los enemigos, ganando así la batalla. Lengua Negra cumplió con su promesa de mantenerla a salvo, resguardada de cualquier peligro, pero ella volvía a sentirse pequeña, inútil. Y él lo sabría en cuanto la viese. Se daría cuenta de que no merecía la pena perder el tiempo intentando instruirla, y la echaría como si de un perro se tratase.
Las lágrimas resbalaban por su mejilla. Y al contrario de lo que podrían pensar los que se hallaban cerca, eran de pena, no de alegría por esa gran victoria para la Compañía.
BATALLA FINAL FUERTE CHUDA
El momento de la batalla había llegado. Los últimos días habían sido duros, duras decisiones, duras conversaciones... Demasiados golpes morales en tan poco tiempo, y eso conllevaba el desanimo por parte de la guerrera durante la batalla.
El alba ya estaba luciendo en un hermoso día. La luz era clara, y el tiempo fresco. La pequeña Dedos se dedicó durante un rato a afilar sus armas, para luego unirse a sus compañeros. Las premoniciones de Khadesa eran malas, quizás muriesen en esa batalla, que además tenía pinta de ser una misión imposible. Muchos enemigos a los que matar, poca o nada de estrategia por parte de los suyos, sólo avanzar y golpear. Como siempre habían hecho hasta entonces.
Le habían encomendado proteger a Serpiente y estaba decidida a hacerlo, con su vida si hiciese falta. Se pondría delante de cualquier proyectil que se dirigiese al mago, por mucho que él no le gustase. La realidad era que era necesario para la Compañía, y por tanto era necesario para ella. En cuanto se pusieron en movimiento intentó no separarse de él y protegerle con su cuerpo tanto de la mirada de los enemigos como de sus lanzas. Suponía que aquella magia que hacía necesitaba de mucha concentración, demasiada, ya que Khadesa, que parecía más una estatua que una persona viva y coleando, tenía que darle apoyo con la magia que llevaba en su interior.
No tardó en aparecer en el aire un hedor muy desagradable, que salía del cuerpo de Serpiente. ¿Era eso algo normal en el uso de la magia? Esperaba que sí, porque no se apartó de él y tampoco se paró a preguntar. No quería romper la concentración del mago, tampoco la de la pitonisa. Se limitó a arrugar la nariz y seguir avanzando, protegiendo con su cuerpo al mago.
Tampoco tardaron en aparecer los primeros golpes de la batalla. No sabía muy bien qué estaba pasando ahí adelante, pero Matagatos estaba cabalgando con el resto de los jinetes hacia la puerta de la empalizada, donde los esperaban los enemigos. Lanzó algo contra la puerta, y por ello se llevó un lanzazo que le dio de lleno. Observó horrorizada como Matagatos se alejaba de los enemigos, sin poder evitar soltar un gemido de desesperación.
De verdad que espero que salgamos con vida de esta... Y que todo vuelva a ser como antes.
La impotencia era evidente en su mirada, y el dolor que ésta le causaba también. Deseaba correr y matar con sus propias manos a esos bastardos que tanto daño les había hecho a las personas que ella quería. Aunque esto fuese una guerra, le daba igual que los enemigos tuviesen sus razones para luchar. Ella lo único que sabía es que le habían arrebatado a R'Gaa, que habían herido hacía sólo un momento a su amado, y que habían muerto multitud de sus compañeros de pelotón en manos de esos bandidos. Pero era consciente de que seguramente no llegase a tocarlos con las manos durante aquella batalla. No estando en el puesto en el que estaba. Y eso le causaba una frustración que se le clavaba en el alma como si se tratase de un cuchillo demasiado afilado para ser soportable.
Siguieron acercándose a la empalizada. Los enemigos los vieron y una lluvia de lanzas calló sobre ellos. Dedos pudo esquivar todas las lanzas que se dirigían más certeramente hacia ella, pero Serpiente se llevó más de un golpe. A la frustración inicial se le añadió la frustración de fallar en su cometido, y eso la hizo enfadarse mucho, más consigo misma que con los propios enemigos. Reaccionó y se posicionó defensivamente ante el mago, para que no pudiesen herirlo más.
Seguía corriendo tras Serpiente, y cuando éste paró una vez más, ella hizo lo propio. Se situó delante suyo y descargó a través del arco toda la rabia que tenía acumulada tras el tiempo trascurrido en combate. Cogió una de las flechas colgadas en su espalda, y con un movimiento fluido disparó. En ese momento Serpiente volvió a ponerse en movimiento. Tuvo un momento, antes de echar a correr a su lado interceptando cualquier proyectil que volase en su dirección, de ver que la flecha se había clavado en lo alto de la empalizada sin dar a ningún enemigo.
-Agggh. - Gruñó por lo bajo. ¿De verdad no soy capaz de acertar una flecha? Es la única manera que tengo de matar a alguno de los enemigos hoy, y voy y la desperdicio. ¡Qué asco de día! ¡Qué asco de batalla! - ¡¡AAAGH!! - gruñó más fuerte.
Cegada por la rabia, volvió a disparar. Sus movimientos eran suaves y fluidos, pero su puntería dejaba que desear. La primera flecha volvió a clavarse en la empalizada, y un resoplido de impaciencia acompañó la salida de una segunda. Ésta rozó al mismo enemigo al que estaba intentando matar Ojopocho, causándole demasiado poco daño para sentirse orgullosa del disparo.
Otra lluvia de lanzas cayó sobre ellos y esta vez acertaron en su pequeño cuerpo. El dolor comenzó a aturdirla, tanto que ni siquiera se dio cuenta de cómo Serpiente seguía corriendo buscando una mejor posición para lanzar su hechizo.
Sólo la sacó de su aturdimiento el extraño ácido que cayó sobre la empalizada. Sabía que era obra de Serpiente, aún así un desagradable escalofrío le recorrió el cuerpo entero, haciendo que se le erizasen los vellos del cuerpo. Definitivamente, esa magia oscura no le agradaba.
Miró hacia atrás y vio que Caracabra la estaba sustituyendo, protegiendo el cuerpo del mago. Khadesa estaba sola, mirando hacia la empalizada, y Dedos, más despacio por las heridas sangrantes, se acercó a ella, poniendo delante su cuerpo, por si caía otra lluvia de lanzas.
Las heridas la habían fatigado, su respiración entrecortada no aportaba el suficiente oxígeno a su cerebro y por ello se sentía mareada. Se sentía inerte, no era capaz de moverse, de disparar. No era capaz de hacer más que respirar con dificultad, luchando por no desmayarse. Tal era su estado que ni siquiera se dio cuenta de que había acabado la batalla. Y no sólo eso, sino que la Compañía Negra, había salido, una vez más, victoriosa.
Coloqué mi mano sobre la frente, tapando el naciente sol que aparecía lentamente sobre el horizonte. Aunque esa luz me dañaba la vista, me estaba dando energía y fuerza. Recordé a mi madre y sus palabras de agradecimiento cuando veía el sol.
Un nuevo día es un regalo, hay que dar gracias por seguir aquí
Pensé el la diosa de la que me habló Loor y un escalofrío recorrió mi cuerpo. Loor... ¿Sería digna de su confianza? ¿Conseguiría en esta batalla demostrar que había hecho bien en ser mi hermana de capa? Mis piernas temblaron por el pánico y casi me desplomé. Empecé a ver borroso y mi garganta empezó a cerrarse, impidiendo que el aire entrara en mi interior. Cuando mi cuerpo estaba a punto de caer, algo empezó a abrirse paso a través de mis oídos. Unas palabras fuertes y seguras consiguieron penetrar en mi cabeza, haciendo que mi cuerpo recuperara su temple. Las formas borrosas se disolvieron y pude ver a Lengua Negra frente a nosotros, dirigiendo palabras reconfortantes y que levantaban el ánimo. Mucho más serena, contesté al grito con júbilo, levantando la lanza con furia, dispuesta a darlo todo en esta batalla.
Comenzamos a avanzar lentamente, cumpliendo órdenes de Lengua Negra y de Manta, que le sustituyó cuando se fue cabalgando. Los enemigos nos atacaban con flechas cargadas de odio y maldad, pero nuestros escudos las desviaban de sus objetivos... Aunque no todos. La sangre de nuestros compañeros fue la primera en derramarse. La pena me llenó el corazón. Por mucho que supiera que era parte de una batalla, no me gustaba. Además, había otras formas de combatir, sólo había que fijarse en Loor... Pero parecía que si la sangre no bañaba la tierra, nadie era feliz.
Manta nos detuvo para que el ariete tomara posiciones delante de nosotros y así pudiera golpear y derribar las puertas. Aguanté con relativa calma esa espera, viendo cómo más compañeros caían heridos. Cuando las lanzas volaban en nuestra contra, sólo era capaz de levantar el escudo y cerrar los ojos. Parecía que era mi cuerpo el que sufría las heridas, pues me estremecía cada vez que escuchaba algún grito o gemido de dolor. Estaba acumulando rabia, mi cuerpo se estaba calentando por las ganas de venganza que surgía de mi corazón como si fuera lava de un volcán.
Cuando Manta ordenó el ataque, casi podía saborear la sangre de nuestros enemigos. Me vi bailando sobre su esencia vital derramada sobre su fuerte, celebrando la victoria de nuestra compañía. Levanté la lanza, entrecerré los ojos para apuntar y disparé al tiempo que acompañaba a la lanza con un grito. Seguí con deseo el movimiento, viendo cómo impactaba sobre uno de ellos. Cerré el puño con fuerza y alegría, llevando mi otra mano hacia las lanzas que tenía guardada. Pero algo me paralizó. Cuando vi cómo la sangre brotaba de la herida de mi enemigo, mis ojos casi salieron de sus órbitas a la par que mi boca se desencajaba. Sangre... ¡Sangre! ¡Había hecho sangrar a mi enemigo!
¡NO! grité, como si una lanza me hubiera atravesado el estómago.
¿Qué pensaría de mi Loor ahora? La había deshonrado, ¡había fallado! Ni la muerte sería un justo castigo para subsanar mi error. Le había dicho lo mucho que detestaba ver sangrar a mi enemigo, ¡y, no sólo le había herido, si no que me había alegrado!
Esta vez no había vuelta atrás. Mis piernas empezaron a temblar a gran velocidad, impidiendo que me mantuviera en pie ni un segundo más. Caí de rodillas, intentando coger aire, pero no podía. Las lágrimas acudieron a mis ojos por el ataque que estaba sufriendo. Apoyé una de mis manos en el suelo mientras que me daba golpes en el pecho con la otra, buscando liberar mi garganta de aquello que la había atrancado. Moriría, sentía el dedo de la diosa de Loor sobre mi cuerpo, aplastando mi debilidad y mi falta de palabra.
Debí perderme en un mundo distinto, porque cuando recobré el sentido, seguía en la misma posición. La batalla había acabado y, a pesar de los heridos, parecía que la victoria había sido nuestra. La alegría no podía cubrir el dolor que mi corazón albergaba. Pero tenía que afrontar los hechos. Con la mano todavía en el pecho, cerré el puño sobre mi corazón intentando recuperar el coraje perdido. Miré al cielo y vi el sol, que seguía allí.
Hoy no ha sido un regalo...
El miedo era un sentimiento al que estaba acostumbrada de sobra, pero tenía un efecto curioso en ella. Hasta el momento se había preocupado de proteger a aquellos que podía, dándolo todo por su nueva y forzosa familia... y sin embargo, esta vez el miedo era distinto a todo. Las voces sonaban amortiguadas cuando se elevaban con órdenes ininteligibles, pero los pasos que daban retumbaban al tiempo en sus oídos donde se le agolpaba la sangre latiendo con fuerza. Una gota de sudor se deslizó desde su nuca por el camino que marcaba su columna vertebral hasta donde la espalda perdía el nombre. La armadura le estorbaba por muchos arreglos que llevara. El cuero, toscamente tratado, le rozaba la piel agobiándola, acrecentando su sudor.
Lengua Negra había marchado y Manta se deslizó hasta ocupar su lugar, o eso pensaba ella, bien podría haberse adelantado al resto rompiendo la formación en un arrebato de fiebre de mando como segundo del oscuro.
Tragó saliva mientras marchaban y ésta le raspó la garganta pues tenía la boca seca y el gesto había sido reflejo, no porque tuviera saliva que tragar.
Junto a la Compañía vio una mujer de rostro curtido por el viento, la arena y el sol cuyos ropajes no eran más que telas envolviendo pobremente su envejecido cuerpo, sin ocultar los estragos que el tiempo había hecho en su pecho y en la piel de los brazos y el vientre. Una boca de pobres dientes ennegrecidos sonreía y movía los labios mas Plumilla no alcanzó a oír lo que decía, pues en el viento se alzaron los alaridos de alarma de los Exploradores y el silbido de las armas al sobrevolarles para clavarse en la tierra… o en la carne.
Detuvo su paso mirando a su alrededor con un leve pitido en sus oídos, pero al mirar hacia donde la mujer había estado no la encontró, en su lugar sólo había el caos del orden, de la premura.
Era el principio del fin y la aniñada bailarina lo sabía, podía verles moverse absurdamente despacio todos, como si ella en realidad no estuviera ahí y fuera uno de esos sueños extrañamente lúcidos. Todos los Campamenteros emprendieron la marcha para alcanzar el ariete y Plumilla avanzó por la inercia del empuje del grupo. La sangre salpicó la tierra mientras avanzaba agazapada, temerosa de ser alcanzada por una de esas lanzas hasta que llegó donde se había ordenado.
Sin pensar, sin sentir.
Desvió su avance ligeramente mientras otros disparaban, otros tantos dedicaban sus esfuerzos al ariete. Hombres y mujeres capaces mientras que ella era sólo una muchacha escuálida de grandes ojos de color miel aterrada que caminaba agazapada, tensa, intentando protegerse de cualquier amenaza que decidiera reparar en su mísera presencia.
Alcanzó en el fragor de la batalla a Belleza y a Niña de Oro, ellas, a las que había cuidado con todo su cariño de sus heridas se encontraban ahí, y, pese a la confusión, Plumilla no pudo evitar sentir lástima por ellas. Se merecían descansar, no tenían constitución para la lucha… y, sin embargo, ahí estaban. Habían sobrevivido a algo que ella no había podido hacer frente y se mantenían con orgullo cumpliendo con lo que se esperaba y se les ordenaba. No podía evitarlo, admiraba su fortaleza y, esa extraña ensoñación le pasó factura… Un aguijonazo seguido de un estallido blanco de dolor.
¿Qué?
Algo cálido bajaba por su brazo y ahí estaba, el asta de una lanza. No era tanto el dolor como la impresión y la chica sintió que el mundo le daba vueltas y sintió pánico en medio de la confusión que abrumaba a los Campamenteros. Ella no quería morir. No estaba preparada, quería pasar más tiempo con él, reír, aprender de su mano cosas que ella no llegaría a comprender por sí misma jamás. No quería marcharse de allí dejándole atrás.
Manta. Sus dioses le acogieran… ella sintió moviéndose con torpeza. Sabandija. ¿Dónde estaba?
Le vió tendido, inconsciente y, en un breve delirio de desesperación pensó que ya le había visto así antes, el día que Pesadilla murió… el día que Pesadilla murió entre sus manos pese al esfuerzo que hizo por salvarla. Quizá fue la desolación lo que salvó a Sabandija en aquella ocasión. Hincó una rodilla a su lado y le llamó en un susurro confiado y ronco mientras sus ojos volaban sobre el cuerpo del chico inconsciente, observando con horror sus heridas.
Matagatos tenía razón, ella podía encargarse de tratarlos, las lanzas no llegarían hasta ahí. Alzó la mirada mientras apretaba parte de la ropa que llevaba bajo la armadura, rasgada para poder parar la hemorragia de Sabandija y la vio de nuevo. La anciana de antes que movió los labios dibujando con ellos el nombre de Plumilla.
- Soy Plumilla, quédate con nosotros, Sabandija… - el hedor de la muerte, del metal sanguinolento y de la carne abierta les envolvía incluso estando aparte - todo va a ir bien. - Tiene que ir bien.
No fue bien para todos, habían caído muchos, demasiados para su opinión y no acertaba a saber quiénes pues su confusa mente vagaba de uno a otro recitando de memoria los nombres que conseguía recordar, buscándolos con la mirada entre la confusión.
- Todo va a ir bien - sollozó con voz rota. Había sido una victoria para la Compañía, sí, pero no podía sentirla como tal. Huecos que no se llenarían, más tierra removida y fetiches agitándose en el viento. ¿Escupirían Derviche u Odio sobre esas tumbas? ¿Habían sobrevivido acaso?
Sabandija seguía yacente bajo sus manos, y su herida quemaba, recordándole que estaba viva.
Viva.
La batalla amenazaba con ser sangrienta, pero no por ello menos gloriosa, tenía claro que ya era un hermano de la compañía, ya era uno mas de ellos e iba a demostrarlo. Todo había empezado rápidamente, el ariete avanzaba los hermanos se movían y Michou junto a ellos, siguiendo las ordenes de Manta, tal y como se le había ordenado. El avancé fue junto a la compañía siempre junto a ellos, en su mente sabía que no podía hacer mas que luchar, lo suyo no era lanzar lanzas, nunca se le dio bien, así que continuo.
Pronto todo era caos, su mente estaba dispersa, sus sentidos estabas alterados por demasiadas cosas, ruidos, ordenes y gritos, alaridos de dolor y mas ordenes, todo esta comenzando a nublar su vista y hacer que las ordenes de su superior le costaran mas, pero todo cambió cuando todos se movilizaron hacía el ariete y la negrura se apodero de su mente.
La boca le sabía a hierro, a sangre, sus piernas flaquearon mientras todos corrían y sus rodillas tocaron el suelo, todo era extrañamente oscuro, extrañamente lento y sobre todo, doloroso. había fallado como hermano, finalmente había fallado como guerrero. Sin fuerzas su rostro se estampo contra la tierra mientras su vista le fallaba, todo acababa ahí, sentía como no podía levantarse, como sus brazos se entumecían y su mente poco a poco iba abandonándole. Ya no existía dolor, ya no había nada de eso, solo es cosquilleo de aquella herida que no pudo evitar, solo la espera del inevitable fin.
"Nunca fui digno, los dioses lo sabían y ahora me castigan por ello" Los dioses, para Michou solo eran seres que jugaban con la vida de los mortales, no existía benevolencia en ellos y cuando algo se salía fuera de sus planes, lo destrozaban sin mas. Para él, ese era el motivo, nunca destaco, nunca llego a ser mas de lo que era y los dioses no querían ver a alguien así como un guerrero "Lo siento... Sino... no soy un hermano digno"
Aquella lagrima fue la ultima sensación que la mente del joven pudo recordar, cayendo cálida por su mejilla fría. Finalmente el cuerpo sin vida de Michou se quedo como muchos otros mas, tendido en el campo de batalla, muerte de guerrero dirían algunos, muerte por la compañía, al menos esa sería su esperanza, aunque para muchos otros siempre sería aquel traidor, aquel al que no se debía de confiar.
BATALLA FINAL FUERTE CHUDA
Keropis marchaba junto con sus compañeros del pelotón de Campamenteros por primera vez en una batalla como dios manda. Formaban un pelotón un tanto extraño, pero al menos la incorporación de Lengua Negra les había traido disciplina. No era Cochinillo, el cual era más carismático, más amigo. Lengua Negra era un líder que era necesario para ese momento.
Marchaban en formación, pero Keropis dejó de ver lo que tenía a su alrededor. En vez de eso tenía recuerdos, visiones. Veía un momento muy anterior a su incorporación la Compañía Negra, cuando él había luchado en una guerra sin par por sus creencias y su pueblo.
Volvía a ver a esos enemigos, volvía a ver a esos rivales, pero se superponían con sus nuevos compañeros. Vió como Piojillo caía. ¿O no era Piojillo?. El caso es que vio a un compañero a caballo caer, parecía moribundo, o al menos herido de gravedad, pero él tenía que mantener la formación y seguir adelante.
El ariete se movía despacio, demasiado para su gusto, y eso que él era el más lento de toda la Compañía por su armadura. Caminaba y mantenía el paso del pelotón mientras aún veía las flechas volar desde esa fortaleza. Por instinto buscó al cabo Cortaplumas, pues en la anterior batalla que el ermitaño había luchado, éste arquero había masacrado las defensas enemigas desde la distancia, y pensaba que eso les daría cierta ventaja, aunque no consiguió verlo.
Los estruendos del ariete contra la madera comenzaron a sonar, con su crujidos y gritos tanto de maldiciones como de los heridos. Mantenían el paso constante, siguiendo las órdenes de Manta, y cuando todos estuvieron cerca comenzó la batalla.
Keropis cargó al ver a Derviche desmarcarse de la formación junto al ariete y como este abría brecha. Corrío y lanzó dos golpes con su espada khopesh, provocando sendas heridas en el rival que tenía delante, pero sin llegar a matarlo. En ese momento ya no estaba en el Fuerte Chuda, volvía a ver aquella batalla que cambió todo para él. No tenía a sus compañeros ni a sus rivales de entonces. En ese momento todo era más complicado y sabía todo lo que iba a pasar.
En ese momento se quedó paralizado, intentando luchar contra un rival mientras veía superponerse la silueta de Matagatos sobre su caballo con el que era su comandante en aquel entonces. Eso le despistó. Ya no sabía que era real y que no, donde estaban. Escuchó un grito atroz y volvió en sí. Ahí estaba Matagatos, herido, Pelagatos gritando para que acudiera Plumilla o una curandera o algo.
Keropis se quedó de pie, paralizado. Él se veía como un buen luchador, y ahora no había hecho nada y no había podido ayudar a nadie. Muchos habían muerto luchando, muchos que el veía como "inferiores" en algunas cosas, en cambio habían demostrado que eran mejores que él.
Tendría que demostrar muchas cosas a partir de ahora.
Se notaba que iba progresando. Míralo, ahí, codeándose con el Analista, el "cliente", un par de magos y un par de cabos. Ah, sí... y también Loor. Pero salvo Loor, el resto de gente era respetable y con más o menos poder. Como Rastrojo, que ya era todo un chamán...
El motivo que propició semejante reunión fue el Juego de los Puñales. Gordo Wem ya sirvió la primera ronda de Grog gratis. El Grog gratis, aunque de garrafón, era el mejor Grog del mundo para un tacaño como Rastrojo. Se agarraba a la jarra como si en cualquier momento se fueran a dar cuenta de que no era lo suficientemente bueno como para estar allí, y se la fuesen a arrebatar.
Primera ronda. Rastrojo había tenido que desprenderse de cinco valiosas piezas de plata a las que había cogido especial cariño. Cuarenta platas en el centro de la mesa bien valían el riesgo. Ansia de Dominio se pasó y el Cabo Barril se quedó en un factible 12.
Vamos bien... vamos bien...
Los ojos de Rastrojo se abrieron como platos. El Cabo Lemur acaba de sacar la Vieja Dama, dos cincos en los dados, y añadía veinte monedas más al bote. Sesenta de premio gordo y ya solo quedaban cinco con posibilidades de llevárselo.
Mejor que te lo gastes apostando que pagando falsas predicciones y tirando todo ese dinero al pozo.
El Cabo Lemur fue el pánfilo que le pidió a Khadesa que le leyera la fortuna, poco antes de que Rastrojo robara... ehm... tomara prestado los huesos de Añoranza. Desde entonces, para Rastrojo el Cabo Lemur era el oficial que menos respeto le infundía.
Sedoso afinó sus tiradas logrando veintidós puntos y convirtiéndose en la marca a batir. El otro mago se pasó. Llegó el turno de Rastrojo, que agitó los dados entre las manos y dejó un pequeño resquicio entre los dedos para soplar y llamar a la suerte. En tres tiradas igualó a Sedoso, ahora solo faltaba una tirada pareada antes de pasarse. Los dados ruedan a la vez, el primero que se para es un seis... es mala noticia. Ahora solo le vale un seis para ganar o algo menor de tres para volver a tirar. El otro dado sigue rodando. La mitad de los resultados le descalifican. Una gota de sudor cae por la frente de Rastrojo... ¡Cuatro! ¡Rastrojo se pasó!
Loor se quedó corta y Analista se pasó, aunque son resultados que ya poco consuelo daban al chamán. Sedoso se llevó el bote, y Rastrojo recordó las palabras de Caratótem: el padre secreto del mestizo era un mago de la Compañía. Aumentaron sus ganas de seguir apostando... quizás si se quedaba en un mano a mano con Sedoso, se ganaría suficiente respeto como para que le confesase a su hijo bastardo su parte de autoría en la concepción.
Sedoso puso de apuesta mínima diez platas.
Mecagoen...
Rastrojo se bebió lo que quedaba de Grog de un tiro, mientras Gordo Wem servía la segunda ronda para los jugadores. Buscó en lo más profundo de su bolsa y arañó diez míseras monedas, pero que para él era una fortuna. Y se las jugó. Nadie se escaqueó, así que el bote era esta vez de ochenta platas.
Segunda ronda. Sedoso se pasó. Tragasapos saca dos cincos. Es la segunda vez que sale la Vieja Dama en la partida. Y en dos manos consecutivas, para más inri. Mal augurio. Tragasapos solo tiene treinta y cinco piezas de plata, y juega un anillo para completar la apuesta. Queda a merced de los jugadores de la mesa, que si desdeñan el anillo podrán ahogar a Tragasapos. Ningún jugador es tan rastrero como para matar a uno de los magos más poderosos de la Compañía. Es un activo valioso, tanto para sus compañeros, como para Ansia de Dominio. Al "cliente" no le interesa pagar lo mismo por un ejército con un mago de menos. Al final, la política también llega a la mesa de juego. Consciente de ello, Rastrojo acepta sin dudar el anillo. Además, es un anillo de un mago. Seguramente sea un anillo más cinco... más que las cinco monedas por las que fue canjeado.
Un anillo mágico... Tengo que ganar esta mano...
Tragasapos se levantó de la mesa. No podía ganar esa ronda, ni le quedaba plata para seguir apostando.
Es mi momento de la suerte... es mi momento de la suerte... Dos... y... y... ¿dos?
¡¡¡NOOOOOoooooOOOO!!!
Dos doses. El lazo. Rastrojo eliminado de la ronda. Debió levantarse de la mesa en aquel momento, mientras todavía le quedaba honra. Pero la partida seguía. El tío de Campaña sacó treinta y dos puntos. Por su parte, el Cabo Lemur sacaba la tercera Vieja Dama de la noche. ¿Qué pasaba con los putos cincos en esos dados? Muy mal presagio. Tanto que hasta hizo callar a los mirones que se arremolinaban en torno a la mesa de los jugadores. El Cabo Lemur quiso pagar con su armadura para evitar ser ahogado.
Esta es la mía... Te vas a fastidiar, amigo de las Pitonisas. ¿Es que sus visiones no te prepararon para esto? ¿Eh? ¿Eh, idiota?
Entonces dudó. No porque fuese una persona piadosa. No conocía las reglas lo suficientemente bien. Rastrojo había sacado el lazo, y técnicamente estaba fuera. ¿Su voz contaba para aceptar esa apuesta? No estaba seguro. Si se ponía en contra del Cabo, podría dejarse en evidencia sin conseguir la muerte de uno de esos lamecoños pro-pitonisas.
Ningún problema, por mí aceptamos la armadura-dijo, sin que nadie le preguntase, solo para quedar bien.
Tampoco hubo otro que se opusiese. Barril se llevó el bote y el Cabo Lemur se levantó de la mesa.
Tercera ronda. Barril subió la apuesta a quince platas. Rastrojo sacó de su bolsa la última de sus monedas. No tenía dinero, pero quería seguir jugando. Colocó el machete, regalo de los Exploradores por salvar a Enmascarado, en el centro de la mesa, y Ansia de Dominio no lo aceptó.
Vamos, hombre... es un machete del bueno.
Suspiró, y humillado se retiró de la mesa. La tercera ronda se la llevó el Cabo Barril, pero ya poco interés tenía para el desdeñado Rastrojo. Lo que renovó el interés del mestizo por la partida fue la cuarta ronda. Quedaban en la mesa el Cabo Barril y Ansia de Dominio, y habían puesto en el bote doscientas monedas cada uno. Rastrojo jamás había visto tanto dinero junto. Es lo que tiene ser honrado.
Ambos contendientes, en liza por cuatrocientas platas, se pasaron en la cuarta ronda. El bote quedó en el centro, y el Cabo Barril y Ansia de Dominio se jugaron diez monedas en la quinta ronda.
¿No se supone que es exigencia nunca bajar la apuesta?
Chssst... calla, aguafiestas-reprendió Rastrojo, que quería seguir disfrutando del espectáculo al menos una ronda más.
Ansia de Dominio y el Cabo Barril se limitaron a despreciar a la metomentodo, incluso el verdugo pasó de ella. Finalmente, el Cabo Barril se llevó la última ronda con una puntuación de treinta, y no salió ninguna cuarta Vieja Dama.
Cuando el tío de Campaña, llevado por la euforia de la victoria y por la fortuna amasada, se puso a invitar a jarras de Grog, Rastrojo le animó para que siguiera invitando e invitando. Contando las dos jarras de Grog que tomó gratis como jugador de los Puñales, Rastrojo perdió el conocimiento en su octava jarra. La mejor noche de su vida, nunca tanto Grog gratis corrió por su garganta. Eso sí, le habría salido más a cuenta pagarse las bebidas que darse al juego.
Todo había sido muy rápido, los sentidos del anciano ya no estaban hechos para las tribulaciones de aquellas batallas, pero eso no quitaba que estuviera allí, arco en mano listo para dar caza a sus enemigos. Las primeras ordenes fueron confusas, no pudo colocarse en una posición concreta hasta que finalmente la voz de Lengua Negra le indico el lugar. Bracero listo y la lluvia de flechas comenzaron, no eran solo las suyas muchos también habían dejado llover sus flechas en el enemigo, aunque sus sentidos estuvieran algo desgastados pudo oír como gritabas cuando las llamas comenzaban a consumirlos.
Pero no todo iba a ser gloria, podía ver como muchos de sus nuevos hermanos caían al suelo heridos o casi muertos, era el caos de la batalla, el caos de la guerra, algo que no se podía evitar. Las flechas siguieron volando mientras la batalla se llevaba acabo, hasta que el estruendo hizo que se tambaleara.
El ariete había conseguido quebrar la puerta, sus hermanos seguían luchando y él seguía enviando sus flechas al enemigo hasta que finalmente se quedó sin ellas, tomó su lanza corta y comenzó a avanzar para dar con sus compañeros, pero su anciano cuerpo le pasaba factura, sus brazos le dolían de los repetidos movimientos del arco y finalmente al llegar poco pudo hacer mas que observar aquella masacre, la sangre de los enemigos y de los aliados, por igual derramada en el suelo del fuerte, una nueva victoria para la compañía y una nueva para el nuevo guerrero.