Tu toque de nariz no produjo ningún efecto, y tampoco lo hicieron al principio tus intentos de accionar la pequeña gota, como si llevase tanto tiempo sin que nadie la tocase que el polvo hubiera atascado su mecanismo.
De repente, en uno de tus movimientos notaste algo y cuando le pillaste el truco fue sencillo deslizar la moldura por una ranura invisible hasta llegar a un tope.
Bajo tu dedo empezaron a brotar zarcillos de una luz pálida que se enredaban en la madera dejando runas a su paso. Una lágrima de luz líquida cayó desde lo alto de la estantería en un reguero sinuoso por la madera hasta superponerse en la que habías tocado y entonces escuchaste primero un «clic», luego un «clac» y finalmente un chirrido metálico.
A la altura de tus rodillas la estantería se había abierto hacia fuera, dejando ver unos escalones que bajaban hasta perderse en la más absoluta oscuridad.
Cuando la lágrima cedió me sentí como Arturo de Camelot, probablemente porqué me estaba convirtiendo en una versión de su leyenda.
Presté gran atención a las runas de la madera, luego las buscaría en el libro pero ahora... ahora me tocaba disfrutar de las luces y la magia de mi destino al fin revelado.
El reguero de luz atrajo las yemas de mis dedos pero no llegué a tocarlo por miedo a cargarmelo todo y entonces fue el clic y el clac y la escalera y mi corazón sonreía tanto que dolía dentro del pecho por no caber en mi piel.
Miré a mi espalda por si ahora era cuando llegaba el villano para robarme el triunfo a punta de pistola y algo en mí se decepcionó al no ver a A.B. no sabía porqué y quise pensar que por regodearme pero me hubiese gustado que estuviera conmigo.
Me encogí de hombros y bajé las escaleras. Gi Sun Yun Herondale de los Nephilim de Londres tenía cosas que ver.
Nadie te devolvió la mirada cuando giraste la cabeza y, sin embargo, esa especie de presentimiento, volvió a recorrer tu espina dorsal de arriba a abajo con la sensación de que había algo allí que tus ojos no alcanzaban a ver.
Los tres primeros escalones eran de madera, de la misma que el suelo de la biblioteca, pero los siguientes eran de corte más burdo y parecían excavados directamente en la piedra, girando en caracol y descendiendo hacia la oscuridad cada vez más profunda.
Notaste que los escalones terminaban a tientas y tardaste algunos segundos en empezar a distinguir los volúmenes del lugar. Poco a poco tus ojos se fueron acostumbrando a la negrura, lo suficiente para encontrar un candil y una caja de cerillas con aspecto de llevar allí mucho tiempo. Te costó varios intentos conseguir que una de ellas prendiese, pero al hacerlo pudiste ver que era un cuarto realmente pequeño y cubierto de una buena capa de polvo.
Tus pies dejaban huellas en el suelo al moverte y apenas había una mesa y una silla en una pared y una especie de atril de piedra en el centro. Sobre él había un pequeño libro con cubiertas que un día debieron ser malvas y que a esas alturas ya sólo eran grises y sobre el libro una nota, escrita con una caligrafía cuidada y puntiaguda, algo inclinada hacia la derecha. La tinta estaba algo borrada y al coger la nota una nube de polvo se levantó a su alrededor, pero todavía podía leerse si acercabas el candil.
A nadie le importa mi historia, todos han decidido por mí lo que soy, quien soy. Pero no tienen ni idea del peso que cargo sobre los hombros. No saben lo que puede pesar un simple anillo o un corazón.
Tal vez algún día haya alguien que quiera saber la verdad. Mi verdad.
Si eres ese alguien, abre el libro. Si no lo eres, deja mis memorias descansar en paz.
J. Lovelace
Contraje y relajé mi espalda en diversos puntos para sacudirme aquella sensación de compañía y me apresuré a bajar la escalera. Mis pasos se relajaron cuando las escaleras empezaron a ser una incógnita en la oscuridad, y me engañé a mí misma convenciéndome de que frenaba porqué no huía de nada como buena Gi no porqué me diera más respeto meterme dónde no veía nada que lo que me pisaba los talones.
Avancé con cautela hasta que las escaleras dejaron de amenazar con romperme la crisma y pasaron a ser suelo llano.
— Buenas noches —saludé con educación a la oscuridad—. Espero no molestar.
Parpadeé más de cuatro veces y menos de seis antes de acostumbrarme a la falta de luz y encontrar la silueta insinuada de un candil al que agradecí de corazón que hubiese tenido el detalle de estar.
Con la llama encendida eché un vistazo alrededor, dejando la mesa para el final pues sabía que en cuanto pusiera mis ojos en ese libro, podrían apuñalarme cuatro veces por la espalda que no me enteraría. Era esa clase de lectora, de la mejor clase existente.
Finalmente me acerqué al atril, y tras leer el papel asentí.
— Estoy aquí por tu verdad Jesamain —hablé al aire dejando el escrito sobre la mesa con sumo cuidado—. Con tu permiso...
Dejé el candil sobre la mesa y puse mis manos sobre las márgenes del libro que levanté con mucho cuidado, como si fuera a desintegrarse por el movimiento, una ves lo tuve cerca, lo recosté en un antebrazo como su fuera un bebé y con la mano contraria le limpié la manta de polvo con suaves caricias.
— Vamos allá— me dije con la navidad en el corazón al abrir el libro dispuesta a leerlo entero y creer hasta la última palabra—.
Notaste las páginas quebradizas entre tus dedos cuando te decidiste a abrir el libro, como si fueran delicadas alas de mariposa traídas a ti desde el pasado. Todas parecían estar en blanco pero cuando tus ojos se posaron en la primera, de pronto unas líneas de tinta empezaron a dibujarse en ella, formando palabras, como si alguien las estuviese escribiendo ante tus ojos, sólo para ellos.
Si estás leyendo esto, es porque estoy muerta. Hace tiempo que me balanceo en la cuerda floja, en un equilibrio demasiado precario... No he perdido aún la esperanza de poder escapar con Nathan y ser feliz a su lado lejos de Londres, pero cada noche mis grilletes pesan más y mis posibilidades de escapar son menos.
Me pregunto en estas noches cómo he llegado a esta situación. Encarcelada, escuchando ese goteo continuo que al principio tanto me molestaba. Mi vestido de seda está hecho jirones, irreconocible. Ah, madre, si pudieras verme ahora, cuánto dolor sentirías.
Añoro a mi madre, quizá incluso más que cuando les perdí. Pensar en mis padres me trae recuerdos de otro tiempo, cuando aún era feliz. Porque fui feliz, sencilla y completamente feliz, hace tiempo.
Nunca me ocultaron mi ascendencia, ellos nunca me mentían. Vivíamos en una preciosa mansión cerca del Regent's Park, con un enorme jardín y paredes blancas y luminosas. Mi padre tenía algunos negocios en los que nunca me interesé y vivíamos bien, apartados de La Clave y los peligros del mundo de las sombras. Como renegados.
En aquel momento no sabía realmente todo a lo que mis padres habían renunciado por mí, para cuidarme. No sabía que teníamos más familia que nos repudiaba por vivir como mundanos. Mundana era lo único que yo deseaba ser, alejada de la violencia. ¡Por el Ángel! Yo sólo quería hacer lo que cualquier otra jovencita. Ser presentada en sociedad, preocuparme por vestidos y peinados y encontrar un buen mozo con el que desposarme.
Recuerdo esos días teñidos con el dorado del sol. En ocasiones las sombras se deslizaban por el rabillo de mi ojo, pero las ignoraba... Hasta el incendio.
Nunca supe en realidad qué fue lo que lo provocó. Las autoridades dijeron que una ventana abierta había hecho que la cortina prendiese con una vela, pero... Es difícil creer en una explicación tan sencilla cuando se sabe lo que hay en el mundo. En aquel momento no le di muchas más vueltas. Era mucho más joven y frívola que ahora, por fuerza.
De pronto me vi en el Instituto con apenas lo puesto. Pude salvar la réplica de nuestro hogar que mi padre había mandado construir para mí, con mi bebé Jessie en el cuarto de juegos. Supe que tenía familia, hermanos de mis padres, tíos, primos... Pero ninguno quiso hacerse cargo de mí, de una mundana, de la hija de unos renegados. Así que no tuve más remedio que quedarme en el Instituto, bajo el cuidado de Charlotte Branwell. Y odié ese lugar con toda la fuerza de mi corazón...
Los puntos suspensivos continuaron reproduciéndose, uno tras otro, hasta llegar a siete. Y en ese momento las letras ya leídas comenzaron a desaparecer desde el principio, disolviéndose en la blancura de la página hasta que, poco a poco, también los puntos se marcharon como si nunca hubieran estado allí.
Entonces fue cuando sentiste ese tirón en tu pecho.
Tus ojos se abrieron como un resorte, con la inhalación repentina de quien sueña que se cae. Estabas en tu cama y tan sólo la luz rosada de Kitty iluminaba los contornos de los muebles, como cada mañana. En la mesilla de noche el despertador anunciaba que faltaban cinco minutos para que comenzase a sonar y todo parecía dolorosamente normal.
La luz del candil, el libro misterioso, la sensación de ser acompañada y el descenso a una cripta secreta me hacía sentir como una princesa de cuento, delicada, hermosa, mágica y románticamente nostálgica.
Todo parecía movido por querubines, pero cuando el libro empezó a escribirse mi reacción fue un poco más terrenal.
— ¡Joder! ¡coño! —aparté mi torso pero mis ojos no se despegaron del libro.
Leí sin poder evitarlo, ni quererlo. Estaba ahí por una razón: mi destino era ser una heroína. Un fantasma me había elegido y ahora el libro me probaba digna.
Cada letra despertaba más mi curiosidad y mi necesidad de vengar a mi falso ángel de todo lo que le había pasado en su vida hasta que me confesó, a mí y solo a mí, que no quería pertenecer al mundo de su sangre.
Era una rajada y por eso estaba muerta. Y aun así, sentía cierta empatía por ella, por esa rajada, repudiada, malquerida pseudomundana asesinada.
Apresuré los puntos suspensivos para que siguieran hablando, para que me contaran cómo la había tratado el Instituto pero en vistas de que había acabado encerrada y asesinada por un marido escorpión, muy bien no le debió ir.
Memoricé el nombre de Charlotte Branwell, y decidí que le preguntaría a A.B. y Herondale jefe por ella, algún día.
Maldecí que esa niñata me hubiese sacado de la cama en pijama sin llevar mi teléfono encima y antes de acabar de lamentar no tener una cámara las letras ya había desaparecido para quedar solo en mi memoria.
Un golpe de pecho me hizo despertar en mi cama, con las manos limpias de polvo y la sensación de haber perdido una parte de mi en algún punto de ese súbito despertar.
Apagué el despertador antes de que sonara, bajé los pies al suelo y los arrastre hasta mi neceser. Me sentía estafada, triste y sin ganas de comprobar si realmente solo había sido un sueño.
Cuando te decidiste a bajar a la biblioteca en busca de una gota que despertase una lluvia de luz, no encontraste nada. Estabas segura de estar mirando el sitio correcto, esa moldura que el fantasma había señalado en la estantería... Pero no estaba allí. La madera totalmente lisa parecía una burla hacia un sueño que habías sentido más real que ninguno antes. Por mucho que apretaras, rascaras, intentaras mover o tocases con la nariz, nada reaccionaría allí, como si nunca hubiera existido esa lágrima.
Sin embargo, cuando preguntaste a Gareth por Charlotte Branwell, sí conocía el nombre. Al parecer había sido una de las directoras del Instituto de Londres junto a su marido Henry. Charlotte, Fairchild de soltera, había terminado siendo Cónsul en Idris gracias a sus logros como directora, aunque Gareth no conocía los detalles sobre eso. Sí que te comentó que como Cónsul erradicó la tradición de dirigirse a los nephilim desde un balcón, como hacían los anteriores. Te dijo que seguramente en la biblioteca podrías encontrar más sobre la historia de una nephilim importante como ella y también que en el tercer piso había un pasillo con retratos de los antiguos directores del Instituto, donde podías encontrar uno suyo y otro de su marido, que era famoso por haber sido el inventor —junto a un brujo— de los portales que los nephilim seguían usando hasta ese día.