Tras el día agotador, lleno de emociones y misterios, cuando llegas a la habitación y cierras la puerta a tus espaldas, una imagen ronda tu mente, la de los hermanos Wesley y Penny Barrow cuchicheando descaradamente, contra toda norma de etiqueta y moral.
Aquella voz aún resonaba en mi cabeza. Tiré el abanico con dejadez sobre la cama, y me quedé pensando en todo lo que había dicho aquella voz, y en lo que acababa de ver cuando volvía a mi habitación. Aquel grupo hablando en cuchicheos. No era una persona cotilla, pero me intrigaba aquella actitud.
—Lo mío es cierto— me dije, mirando mi reflejo en el espejo, evaluándome de manera inconsciente para aquella rápida cita que tenía con aquel hombre italiano que me hacía estremecer, y sentirme deseada de nuevo—. ¿Debo suponer, pues, que lo de los demás es verdad?
Miré mi rostro, y noté una arruga perpetua en mi frente. Pura preocupación. De aquel hombre, de Fausto, habían dicho que había liquidado a más de mil personas. ¿Debía suponer que era cierto?
—Se lo puedo preguntar luego— me dije, sonriendo, haciendo un mohín.
Suspiré, y, sin colocarme el peinado, ni arreglarme las arrugas del vestido, me levanté del tocador, y cogí de nuevo mi abanico para darme un poco de aire.
Salí un momento a la terraza, mirando la luna, escuchando los sonidos del mar, y preguntándome si de ser aquello cierto, por qué estaba un montón de criminales sueltos por una mansión.
Hice tiempo, mientras pensaba, evaluaba la habitación, y miraba la luna, ensimismada. Cuando vi el reloj de la repisa, di un respingo, y comencé a ponerme en marcha.
Abrí la puerta de mi habitación con cuidado, y salí, andando por el pasillo hasta la habitación número 10 de la misma planta.
Pues, eso, Máster, como habíamos quedado Fausto y yo en su habitación, Ágape sale para ir a la habitación 10 a eso de las doce de la noche, tal y como habían dicho.