4º día del Doncel. Mes del Doncel. Año 242 D.D.
Lugar: Sala de audiencias.
Lady Harriet avanzó delante de Mawney, compartiendo algunas palabras con el maestre Debian, hasta llegar al sillón que había ocupado un rato atrás. En la estancia seguía habiendo soldados Tully, formados en las paredes y en las puertas. Tomó asiento y volvió a dejar su mandoble apoyado en el mismo lugar que antes. El maestre volvió a situarse a su izquierda, con la misma apariencia tranquila que había demostrado desde su llegada a Fuerte Floresta. Luego ella clavó su único ojo en el hombre y lo estudió en silencio durante algunos segundos hasta que finalmente habló.
—Tengo dos preguntas para ti —anunció, sin andarse con rodeos—. La primera es: ¿quién demonios eres tú? —Lo miró, seria, fría—. No hay ningún Cleve en los registros con el nombre de Mawney. Así que dime, ¿de dónde has salido?
Antes de que respondiera, alzó una mano, mostrando que no había terminado, y siguió.
—En Aguasdulces también se dicen muchas cosas —dijo entonces, escrutando su rostro—. Y se dice que quien dice esas cosas mezcla verdades y mentiras para que nadie sepa cuánto sabe realmente. Así que quiero que me digas alguna verdad que no hayas vomitado delante de todos. —Alzó un poco la barbilla—. ¿Te has guardado algo, lord Mawney Cleve? —preguntó, marcando con su tono aquel nombre de manera evidente.
Y en ese momento Mawney se dio cuenta de que le estaban poniendo a prueba, y de que de sus siguientes palabras podía depender todo su futuro.
Había llegado el momento de la encrucijada, y él lo sabía. El momento en que todo hombre ha de tomar una decisión crucial en su vida, y ha de tomarla solo, sin ayuda. Hasta ese momento otros han tomado las decisiones que lo marcan a uno, o incluso uno puede tomarlas por sí mismo, pero siempre en base a consejos, opiniones o incluso amistades.
Pero hay un punto de inflexión en el que el pasado ha forjado al hombre y su decisión forjará el futuro.
Mawney miró a Lady Tully en silencio por unos latidos. Pocos, no podía demorar su respuesta, a pesar de que de ella dependería su vida. Cerró los labios con fuerza, y buscó la resolución en su interior. Ahí estaba, firme, entera, como siempre.
-Mi nombre es Mawney, pero no pertenezco a la nobleza. Soy hijo de una soldado de las tropas de los Vance, que murió combatiendo, y de un cocinero de Nueva Esperanza. Fui compañero de juegos de Ser Guileon en nuestra infancia, hasta que se lo llevaron como rehén. Siempre he servido con lealtad a Lady Gianna, a la que respeto con todas mis fuerzas.
Se detuvo, tuvo que reunir todo su coraje para seguir adelante con la decisión que había tomado, que quizá le costara la cabeza. Inspiró y siguió, erguido, solemne.
-Cuando se llevaron a Guileon me marché de Nueva Esperanza. Y sí, me he guardado algo, Mi Señora Tully. Y es que aunque realmente soy ahora el consejero de Lady Vance, durante unos años me formé con la Hermandad de los Dedos Punzantes. Debéis quizá haber oído hablar de ella. Una Hermandad de asesinos.
Estaba hecho. Ahora, debía beber de las consecuencias de su decisión.
La mujer escuchó con atención las palabras de Mawney. Y cuando él dijo no pertenecer a la nobleza ella lo miró con cierto interés. Después siguió escuchando con el rostro inmutable... Al menos hasta que dijo haberse formado como asesino. En ese momento las cejas de Lady Harriet se fruncieron.
Por un momento la mujer siguió observándolo. Parecía estar escrutando en sus gestos e incluso en sus pensamientos. Algunos decían que cuando una persona perdía un ojo el otro ganaba más visión, incluso la capacidad de observar más allá de lo evidente. Si estaba mirando dentro del alma de Mawney, no lo demostró.
Tras algunos segundos desvió su vista hacia el maestre Debian, quien se acercó a ella. Intercambiaron unas palabras en voz baja que Mawney no logró percibir, y luego la voz de la mujer sonó con seca contundencia. Volvía a mirar a Mawney.
—¿Mataste tú a Lord Esthal Hawick?
- No, mi Señora. -Mintió con una seguridad aplastante.- Pero el rumor de que había un contrato era cierto. Y puede que fuera con una Hermandad.
La respuesta de Mawney en aquella ocasión no pilló tan por sorpresa a Lady Harriet. Apenas tardó un momento en responder mientras se echaba hacia atrás en su asiento, apoyándose en el respaldo.
—Si me mientes, hazlo bien —dijo, sin acusarle directamente—. Como vuelva a creer que contestas con evasivas tu cabeza y tu cuerpo abandonarán esta habitación por separado. —Pronunció aquellas palabras sin inmutarse, enunciando una realidad más que haciendo una amenaza.
—¿El contrato era con la Hermandad de los Dedos Punzantes?
Mawney frunció el ceño. No le había creído, pero su mentira había sido contundente, dejada caer con soltura y seguridad. Eso le descolocó. Debía optar. Seguir mintiendo, o cambiar a la verdad.
-Así es. Pero no importa. Y no es una evasiva a responderos, sino una verdad. Cuando hay un contrato cerrado, en firme, se cumple. Da igual quien, alguien lo hará, antes o después. Es extraño decir algo así a alguien como Vos, pero veréis, existe un Código de Honor entre asesinos. Un credo que condiciona el comportamiento de alguien que ha entrado en una Hermandad para que actúe como un todo con los demás hermanos.
No podía pensar, no había tiempo, así que optó por la verdad. La creyera o no la creyera.
-La Hermandad de los Dedos Punzantes ha cumplido el contrato, con alguna de sus manos. Si no hubiera sido esa, habría sido otra. Un contrato es un juramento. Y una sentencia.
—Dices que el Credo de quien ha entrado en la Hermandad condiciona su comportamiento, convirtiéndolo en un todo junto al resto de sus hermanos —señaló, repitiendo las palabras de Mawney—. ¿Eso dónde te deja a ti? Pues hablaste de tu entrenamiento con ellos en pasado.
»Antes has dicho que eran los Vance quienes tenían tu lealtad —dijo también—. Y has dicho que la lealtad es lo más importante para ti. —Se echó un poco hacia delante sin dejar de mirarlo—. Así que mi última pregunta, la más importante en realidad, es: ¿cuál es el precio de tu lealtad?
Lo miraba fijamente con su único ojo y a Mawney le pareció ver cierta expectación en ella, por su respuesta.
Mawney ahora sí se detuvo a pensar. ¿Tenía su lealtad un precio? ¿Era su lealtad sólo hacia Gianna? ¿Qué ocurría con Areesa? ¿Era él parte de la Hermandad aún, a pesar de haber castigado a aquellos que la deshonraron con la tortura de los jóvenes aspirantes?
Se había planteado muy seriamente dejar a Gianna atrás, y volver a su vida de asesino. Pero Gianna seguía siendo su Señora. Se lo debía.
-Lady Vance os ha entregado sus tierras, y Ser Guileon me ha mostrado ser indiferente a mi lealtad. Si soy fiel a mis propias premisas, eso me deja a vuestro servicio. No os negaré que estoy muy aturdido con todo lo sucedido, haber sabido que había perdido al... amor platónico de mi juventud... después de los años esperando recuperarlo, para la Casa, para su madre y... para mí... me está haciendo replantear mi vida, mi vida entera. Marcharme, volver con los Dedos Punzantes, vivir con el peligro y la sangre ardiente, el código que ennoblece incluso lo más abyecto. Pero...
Sacudió la cabeza, ni siquiera sabía exactamente por qué se estaba sincerando con esa mujer, estaba diciendo mucho más de lo que quería, y aún así, lo estaba haciendo.
-...no dejaré atrás a Lady Gianna. Si por comprar la lealtad os referís a que os sirva, no es necesario, ya la tenéis. Por Lady Gianna, como ella, me pongo a vuestra disposición.
Una vez más, la mujer escuchó con total atención a Mawney. Su postura cambió durante el discurso de él a una más reflexiva, pero no dijo nada. Una vez que él terminó de hablar apenas tardó un momento en responder.
—No puedes servir a las dos —dijo con seguridad, dejando claro que llegado el momento él tendría que escoger. Y el momento parecía cada vez más cercano. Antes de que respondiera, alzó una mano, mostrando que no había terminado, y siguió.
—En Aguasdulces también se dicen muchas cosas —afirmó entonces, escrutando su rostro—. Y me gusta ser la primera en saberlas. Te quiero allí, no en Nueva Esperanza.
La mujer hizo una pausa.
—Lady Gianna me ha ofrecido sus tierras, así es —recordó—. Pero en mi mano está no aceptarlas. En mi mano está devolverle parte de lo que fue suyo y perdió en la guerra. Y en mi mano está también que ella siga a la cabeza de los Vance, como la gobernante que ha sido, durante muchos años más. Incluso ayudarla a escoger un nuevo heredero, uno de confianza, y a que sea aceptado por el pueblo y por el Rey. —Lady Harriet hizo una pausa—. Si quieres lo mejor para ella, ven conmigo. Esa es la única forma en que puedes servir a ambas.
-Entiendo.
Oh, sí, claro. Entendía. La astuta Lady le acababa de ganar la partida. Si no quería perjudicar a Gianna, debía abandonarla. Y también su sueño de volver a la Hermandad.
No había otra.
-Como bien decís, deseo lo mejor para Lady Gianna, y la Casa Vance. Que ellos salgan no sólo indemnes, sino beneficiados. Ése es mi precio, Milady. Seré... ¿qué? ¿Vuestro Consejero? Porque no puedo ejercer mi cometido sin estatus ante el pueblo llano, reconocimiento entre los nobles, y oro. No soy noble, mi estatus es el de un cocinero y no tengo posesión ni renta ninguna.
Hizo una pausa, sabía que todo eso no le importaba lo más mínimo a la Señora de Aguasdulces, lo concedía con un levantar el dedo. No, era lo que iba a pedir a continuación lo que le preocupaba.
-Pero para hacer mi trabajo, y para el bien de los Vance... hay que acabar con las víboras que acechan entre las sombras. Que me conocen y atacarán a largo plazo, sin avisar. Incluso a Vos, no tienen límite. Por eso pido también el poder de contratar a la Hermandad cuando la necesite. Y juraré solemnemente ser vuestros ojos y vuestra daga. Protegeros, informaros, y nunca volver esa daga contra nadie que os interese, mi lealtad, absoluta, será vuestra.
Lady Harriet asintió levemente con la cabeza al escuchar el precio de Mawney, y luego escuchó lo demás con atención, hasta que el hombre terminó de hablar.
Lo miró durante dos segundos en silencio, escrutando su rostro, antes de responder.
—Así se hará. Lady Gianna y su Casa saldrán beneficiados de este lugar y tú vendrás conmigo. Escoge un nuevo apellido y crearemos un nuevo blasón para ti, a tu gusto. No puedes ocupar el lugar de otro noble en Aguasdulces, tendrás el tuyo propio, con todos los derechos. Ponle el nombre que desees a tu nuevo cargo, los dos sabremos cuál será el trabajo que harás para mí, y tendrás el estatus y el oro que necesites para hacerlo.
Hizo una pausa y agregó algo más.
—Los contratos con la Hermandad pasarán siempre por mi supervisión o, en mi ausencia, por la de Debian. Sólo ante él y yo misma responderás y sólo a él y a mí misma nos deberás total honestidad. Se hará lo necesario para proteger tu seguridad, si eso es lo que temes, pero la decisión final sobre el cómo y el cuándo será mía. Y, cuando mi hija ocupe mi lugar, la servirás a ella, tal y como me habrás servido a mí.
-De acuerdo, acepto todas vuestras condiciones, y agradezco vuestras concesiones. Tomaré un nombre para mi Casa. Eh... Stingmoon. Creo que se ajusta a mi esencia. Y mi cargo seguirá siendo el de Consejero. Si todo os conviene, sólo me resta pediros una cosa: que sea yo quien informe a Lady Vance. Creo que va a ser difícil para ella entender que no siga a su lado.
Tras lo cual Mawney hincó la rodilla en el suelo, y pronunció su juramento. Breve, como breve había sido la audiencia que acababa de variar por completo el rumbo de su existencia.
-Mi Lady Harriet Tully, Señora de Aguasdulces, yo Mawney os serviré con todas mis armas, acero y mente, y os juro lealtad. A Vos, y a vuestra hija cuando os suceda.
Después, sin levantarse, se inclinó, y esperó.
La mujer asintió con las primeras palabras de Mawney. Y al oír el apellido que escogía asintió de nuevo. Después dejó que el joven hiciera aquel juramente, y finalmente le hizo un gesto con la mano.
—Levántate, lord Mawney Stingmoon, consejero de Aguasdulces. —Hizo una breve pausa—. Dirige tu aguijón hacia nuestros enemigos, y tendrás un futuro prometedor a mi lado.
Después de eso hizo una breve pausa.
—Puedes marcharte. Pero seré yo quien se lo diga a Lady Gianna. Créeme: lo entenderá.
Se levantó, siendo otro. Ni mejor ni peor, pero desde luego otro.
Aún serio, aún solemne, se inclinó ante la que ahora era su Lady. Después le hizo un gesto de saludo al Maestre Debian, y salió del salón de audiencias erguido y pensativo.
No podía decírselo a Gianna. Por tanto, no la buscó. Si la encontraba, se haría muy difícil callar. Se haría imposible.
Por suerte eso no ocurrió, antes, allí en la pasarela entre las torres, alguien le chistó. Se giró y la vio. Areesa.