El viaje no fue placentero, pues lo único que era peor que manejar un submarino sin conocimiento previo de ello era manejar un submarino descapotable sin conocimiento previo de ello siendo perseguidos por un pulpo mecánico movido bajo mano de obra esclava además de infantil. Por suerte los Millonarios lograron dar esquinazo al Conde Olaf y esquivar el cadáver del Dr. Henry Walton Jones en el proceso.
Llegando a una conclusión —una frase que aquí significa “después de mucho pensar, y debatir con mis camaradas”— el capitán Widdershins estaba equivocado en muchas cosas. Estaba equivocado acerca de su filosofía personal, porque hay muchas ocasiones en las que uno debe dudar. Se había equivocado acerca de la muerte de su esposa, ya que como Fiona sospechaba, la señora Widdershins no había muerto en un accidente con un manatí. Se había equivocado al llamar “Cookie” a Phil, cuando es más amable llamar a alguien por su nombre, y se había equivocado al abandonar el Queequeg, no importa lo que escuchó de la mujer que fue a recogerlo.
El capitán Widdershins se había equivocado en confiar en su hijastro durante tantos años, e hizo mal en participar en la destrucción del Acuático Anwhistle, e hizo mal en insistir, como lo hizo ya hace muchos años, diciendo que la historia de El Diario Punctilio era completamente cierta, y al enseñar el artículo a tantos voluntarios, incluyendo al Dr. Montgomery Montgomery, a la familia Anwhistle, a los hermanos Snicket y la mujer que una vez amé.
Pero el capitán Widdershins tenía razón en una cosa. Él tenía razón al decir que en este mundo hay demasiados terribles secretos como para que los niños los sepan, por la sencilla razón de que en este mundo hay demasiado terribles secretos como para que cualquier persona los sepa, tanto si son jóvenes como Fiona o viejos como Gregor Anwhistle, secretos tan terribles que deben permanecer en secreto, que es probablemente la razón de porque los secretos se vuelven secretos en primer lugar, y uno de esos secretos fue la larga y extraña forma que los Millonarios vieron, primero en la pantalla del sónar del Queequeg, y después, mientras mantenían el ojo de buey en su lugar, afuera en las aguas del mar.
Había caído la noche, lunes por la noche, así que afuera se veía muy oscuro, y los Millonarios apenas pudieron ver la enorme y siniestra forma. Ni siquiera podrían decir, al igual que yo tampoco podría, si se trataba de algún horripilante dispositivo mecánico, como un submarino, o de alguna criatura marina fantasmal. Simplemente vieron una enorme sombra, enrollándose y desenrollándose en el agua, como si la única ceja del Conde Olaf se hubiera convertido en una enorme bestia que vagaba en el mar, una sombra tan escalofriante como un resplandeciente villano y tan oscura como un villano en sí.
Los Millonarios nunca habían visto algo tan absolutamente inquietante, y permanecieron inmóviles como estatuas, presionando contra el ojo de buey perforado en silencio total. Probablemente fue el silencio lo que los salvó, porque la curveada y siniestra forma comenzó más y más a desvanecerse en la oscuridad del mar.
Con las primeras luces del alba, pudieron divisar su destino y una vez llegado a él y sin más discusión los Millonarios subieron por la escalera, haciendo eco con sus pisadas mientras subían por el estrecho túnel, hasta llegar a la escotilla. Ya fuera del submarino,
—¡Mira qué misteriosa figura emerge de la niebla! —dijo uno de los Millonarios.
Los Millonarios giraron sus cabezas y allí vieron como esa forma familiar se detuvo frente a ellos, se quitó la chistera y tosió sobre un pañuelo blanco.
—¡Millonarios! —dijo el Señor Poe, cuando terminó de toser—. ¡Por los dioses! ¡No me lo puedo creer, no puedo
creer que estén aquí!
—¿Usted? —Saimon preguntó, mirando atónito al banquero—. ¿Usted es con quien se supone nos debíamos de encontrar?
—Supongo que sí —dijo el señor Poe, frunciendo el ceño y tomando un trozo de papel arrugado de su bolsillo—. Recibí un mensaje diciendo que iban a estar aquí en la Playa Salada hoy.
—¿Quién le envió el mensaje? —Dennise preguntó.
El señor Poe tosió una vez más, y luego se encogió de hombros con cansancio. Los Millonarios notaron que se veía bastante más viejo que la última vez que lo habían visto, y se preguntaron qué tan mayores se verían ellos mismos por toda la tensión, el miedo, el horror, el pánico, el estres y la angustía que habían sufrido hasta ahora.
—El mensaje está firmado por J.S. —dijo el señor Poe—. Supongo que es de algún periodista de El Diario Punctilio... Geraldine Julienne. ¿Cómo diablos han llegado hasta aquí? ¿Dónde demonios han estado? ¡Debo admitir, Millonarios, que había renunciado a toda esperanza de volver a verlos! Bueno, pero eso no importa ahora, Será mejor que vengan conmigo... mi coche está aparcado cerca. Tienen mucho que explicar.
—No —dijo Reginald.
—¿No? —dijo El Sr. Poe con asombro y tosió con violencia sobre su pañuelo—. ¡Por supuesto que sí! ¡Han estado ausentes por mucho tiempo Millonarios! ¡Fue muy desconsiderado que huyeran sin decirme dónde se encontraban, sobre todo desde que fueron acusados de asesinato, incendio premeditado, secuestro, y algunos delitos más! Vamos a subir de inmediato a mi coche, los llevaré a la comisaría y...
—No —dijo René otra vez—. Verso Fluctuante Declarativo.
—¿De qué están hablando? —preguntó el Señor Poe—. ¿Qué está pasando?
—Las palabras que faltaban —dijo El Patrón al resto de los Millonarios, como si el banquero con tos no hubiera hablado— , eran “taxi” y “espera”. No se supone que debamos ir con el Señor Poe. Se supone que debemos tomar un taxi —el señaló al otro lado de la playa, y los Millonarios pudieron ver, apenas visible por la niebla, un coche amarillo aparcado en una acera cercana.
Los Millonarios asintieron con la cabeza, y Anya se dirigió al banquero—. No podemos ir con ustedes, hay algo más que
tenemos que hacer.
—¡No seas absurda! —El señor Poe farfulló—. No sé dónde han estado, o cómo llegaron aquí, o por qué es que está usando una imagen de Santa Claus en sus camisetas, pero...
—Es Herman Melville —dijo El Patrón—. Adiós, Señor Poe.
—¡Tú vienes conmigo, muchacho! —le ordenó el Señor Poe.
—Sayonara —dijo Reginald, y los Millonarios caminaron rápidamente a través de la playa, dejando atónito al banquero que comenzó a toser.
—¡Esperen! —les ordenó, cuando se quitó el pañuelo—. ¡Vuelvan aquí, Millonarios! ¡Ustedes ricos! ¡Jóvenes de oro! ¡Adinerados!...
La voz del Sr. Poe se oía cada más y más débil a medida que los Millonarios caminaban por la arena.
—¡Millonarios! —La voz del señor Poe era casi inaudible, como si los Millonarios sólo hubieran soñado que habían estado allí en la playa.
—¿Crees que el taxi nos está esperando? —René preguntó.
—Eso espero —dijo Anya, y echó a correr. Y los Millonarios, corrieron tras ella, mientras sus botas levantaban arena con cada paso—. Quigley —dijo en voz baja, casi hablando para sí misma, y entonces lo repitió más fuerte—. ¡Quigley! ¡Quigley! —por fin los Millonarios llegaron al taxi, pero las ventanas del coche estaban polarizadas, una palabra que aquí significa “oscuras, por lo que los Millonarios no podían ver quién estaba dentro”.
—¿Quigley? —Saimon preguntó, y abrió la puerta, pero el amigo de los Millonarios no estaba dentro del taxi.
En el asiento del conductor había una mujer que los Millonarios nunca antes habían visto, llevaba un largo abrigo negro abotonado hasta su cuello. Tenía un par de guantes blancos de algodón en sus manos, y en su rodillas tenía dos libros pequeños, probablemente para pasar el tiempo mientras esperaba.
La mujer se asustó cuando Saimon abrió la puerta, pero cuando vio que los Millonarios la saludaron asintiendo con la cabeza muy amablemente y le dieron una ligera sonrisa, como si no fuera una extraña en absoluto —pero tampoco un amiga— les devolvió una sonrisa a los ricos, era como las sonrisas que le puedes dar a un socio o algún otro miembro de una organización a la que perteneces.
—Hola, Millonarios —dijo, y les dio a los ricos un pequeño saludo levantando la mano—, suban a bordo.
Los Millonarios se miraron con cautela. Ellos sabían, por supuesto, que nunca se debe entrar en el coche de un desconocido, pero también sabían que esas normas no se aplican necesariamente a los taxis, cuando el conductor es casi siempre un extraño. Además, cuando la mujer levantó la mano para saludarlos, los ricos reconocieron los nombres de los libros que estaba leyendo para pasar el tiempo. Había dos libros de poesía: “La morsa y el carpintero, y otros poemas” de Lewis Carroll, y “La tierra baldía” de T.S. Eliot.
Tal vez si uno de los libros hubiera sido de Edgar Guest, los ricos hubieran dado la vuelta y se hubieran ido corriendo de regreso con el Señor Poe, pero es raro encontrar a alguien en este mundo que aprecie la buena poesía y los ricos se permitieron dudar.
—¿Quién es usted? —preguntó Dennise finalmente.
La mujer parpadeó y se volvió hacia los ricos dándoles nuevamente una ligera sonrisa, como si hubiera estado esperando a los Millonarios todo este tiempo para responder a su pregunta.
—Soy Kit Snicket —dijo ella, y los Millonarios subieron al taxi, volviendo las tornas de sus vidas y rompiendo su desafortunado ciclo por primera vez.