Y en medio de la oscuridad, el rostro de la Muerte, envuelto en su mortaja roja. Aquel rostro putrefacto, cubierto por una máscara fragmentada del color del alabastro, mostraba sobre su superficie, de manera grotesca y cambiante, los rasgos de cada uno de los otros rostros que se encontraban en la sala negra. Su voz, escalofriante, resonó en medio de la penumbra.
— Este es el fin— sentenció— Habéis llegado a mis dominios. Y en mis dominios mi palabra es Ley, tal como lo fue la palabra de vuestro Soberano en su fortaleza. Hace mucho tiempo, ¿no es así? ¿O símplemente lo parece?— una mueca que parecía ser una sonrisa asomó a sus labios.
— Llegados a este punto, debo emitir mi juicio. Debo advertiros de que no habéis logrado segar mis semillas. Estáis cubiertos de malas hierbas, aunque quizá no tanto como yo me temía. No puedo negar que por un lado habéis hecho un gran trabajo, pero no ha sido suficiente.
Sus labios putrefactos se fruncieron en una fina linea, antes de proseguir, en un tono bañado por el reproche—He sido testigo de cómo habéis mentido, de cómo habéis acusado sin fundamento y de cómo la venganza o la ira han guiado vuestros actos. Os habéis cegado, y por ello no habéis conseguido lo que requerí de vosotros.
Con sus palabras, el aire comenzó a agitarse, y todo comenzó a dar vueltas, en un vaivén incansable. El vértigo y el miedo se mezclaban a partes iguales en la mente de cada uno de los presentes, y el dolor, poco a poco, iba manifestándose en aquellos que aún seguían vivos, que comenzaron a gritar, agónicos, horadando el silencio, revelando su presencia en la densa oscuridad a los demás.
— Debería acabar con vuestras vidas. Debería cumplir lo que prometí a los que ahora están muertos, ¿no es así? Y sin embargo... —en aquel momento, un grito desgarrado de Elisabetta resquebrajó la tensa atmósfera— Sin embargo, habéis traído con vosotros la Esperanza. El sueño de un mañana mejor...
Tras estas últimas palabras, Elisabetta profirió un nuevo alarido, seguido unos instantes después por un llanto infantil. La Vida. La Vida había tenido lugar aún en los dominios de la Muerte. El dolor fue cediendo, y el vértigo desapareciendo, a medida que la quietud volvía a hacerse presente.
Y tras la Oscuridad, la Luz. Una Luz radiante, blanca, pura, que tornó la figura envuelta en aquella mortaja roja en un hermosa y sobrecogedora aparición, con la mirada llena de compasión, y el rostro lleno de paz— La Muerte también sabe ser amable y justa. Y por ello será justa con vosotros. Habéis conservado la Esperanza, y por ello considero que ya no tiene cabida mi condena. Habéis aprendido a valorar vuestras vidas, y ahora comprendéis que sois vulnerables en extremo. Habéis obtenido una lección valiosa, que espero jamás olvidéis— sonrió— Me retiraré así, deseando que jamás olvidéis lo ocurrido, y que el día en el que volvamos a encontrarnos, no sea prematuro.
De aquella manera, la Muerte se despedía de los Hombres. Y los Hombres, aliviados y confusos a partes iguales, se miraron entre si. La Luz, seguía brillando. Procedía de un lugar lejano, de un lugar situado más allá de la Tierra, más allá de los Hombres.
Con el alma sobrecogida, los habitantes del castillo se tomaron de las manos, y caminaron juntos hacia ese lugar, con el corazón desbocado, con la Esperanza ardiente llenando sus anhelos. La luminosidad se intensificó, cegando sus pupilas, y sin embargo, siendo incapaz de detener su entusiasmo. Cegados por la Luz, apresuraron su paso, hasta que al fin, alcanzaron su lugar de procedencia.
Unas puertas, las mismas puertas que daban paso al interior del castillo de Próspero, abiertas de par en par, esperaban al final del camino, y fueron atravesadas con temor y determinación a partes iguales. Tras ellas, la libertad. Tras ellas, el fin de un encierro, y la Vida. Tras las puertas, los invitados y sirvientes de Próspero se encontraron mirándose los unos a los otros, con la mirada anegada en lágrimas de pura felicidad y el llanto de un infante como prueba de su irrefutable victoria. Estaban sanos y a salvo.
Atrás, quedaba la desolación y la podredumbre. La salas y corredores del castillo permanecían vacíos, con los ecos del encierro reverberando entre sus paredes a medida que la vida del reloj de ébano se apagaba, deteniéndose con el fin de la desesperación. Y las llamas de los braseros expiraron. Y la Muerte, la corrupción y las tinieblas, se disiparon, reduciéndose a la nada, y permaneciendo, sin embargo, en el recuerdo.