A Nicola la actuación de Lucrecia le pilló tan desprevenido como al resto, y desde luego fue una sorpresa muy poco agradable ver como la viuda devoraba vivo a aquel pobre desgraciado. Pero, aún con todo, no dejo que el miedo le paralizara, y rápidamente sacó su espada y se apresuró al lado de Martina y de Giuseppe. No iba a dejar que aquella cosa se los comiera, no sin luchar.
Sin embargo, la mujer parece recuperar el control tras acabar con la vida de Salvatore... Y, misteriosamente, hay quién incluso la defiende. Independientemente de haber acabado con alguien aliado con la muerte roja o no, debería ser evidente que la mujer es un monstruo. O que guarda uno en su interior. Nicola decidió que no debía decir nada aún, pues el capitán de la guardia y el senescal estaban tratando el asunto, y también sin duda la cobardía de los guardias. Pero su espada no bajó un milímetro, apuntando en la dirección en que estaba Lucrezia.
De la única manera que puedo reaccionar ante ese acto grotesco como ningún otro vería en mi vida es tapar a mis hijas el campo de visión girándolas con mis brazos y manteniéndolas dadas la vuelta mientras las abrazo.
- No miréis, Fionnna... - Le digo inútilmente, ella siente algo por ese pusilánime de Salvatore, pero ya no queda nada de él. - Que Dios nos mantenga a salvo...
Cuando Lucrezia vuelve en sí y nos da una explicación le digo con tono airado.
- Acaba de ganarse la votación, mi señora, si usted misma admite que está infectada. Muy noble por su parte... Lamentaré su pérdida...
Al final mis palabras acaban sonando triste y a modo de despedida.
Giuseppe asiente al gesto afectuoso de su hija y se lo devuelve. Martina querida, estoy bien, no noto ningún sintoma por el momento y tengo la sensación de que el Altísimo no permitirá que nos pase nada mientras nuestros corazones y nuestra alma sean justos...
Giuseppe trataba de calmar a su hija cuando todo cambió... No se dio cuenta de lo que pasaba hasta que escuchó los gritos de terror de Salvatore. Colocó a Martina tras de sí para tratar de evitar que viese semejante barbaríe.
¡¡¡Por Cristo nuestro señor!!! ¿Que le está pasando a la gente? ¿No le basta a Satanás con enfermarnos y corromper nuestros corazones que ahora también infunde la locura en nuestros cuerpos?
Trató de articular palabra pero su cuerpo estaba paralizado presa del miedo... Observó como Nicola les protegió sacando su espada, sin duda era una soldado valiente y tuvo para con ellos un gesto noble... ¿Pudiera ser que Nicola estuviese enamorado realmente de Martina?
Después de aquella orgía de sangre y vísceras parecía que Lucrezia había recuperado cierta cordura... Pero hablaba con poco sentido... ¿Podía ver a los esbirros de Satanás? ¿Y porque no actuó entonces? ¿Quizá un efecto de la muerte roja fuese ese?
Manteniendo la distancia y sin separarse de Martina Giuseppe trató de hablar con Lucrezia.
Lucrezia...aseguras que puedes ver a los esbirros de Satanás... ¿Cuando te has dado cuenta de ello? ¿Sólo cuando has bebido su sangre? Dios Santo... ¿en que juego macabro nos hace jugar Satanás? Lucrezia.... ¿porqué has hecho eso? Rezaré por tu alma Lucrezia, rezaré por tu alma...
- Yo no... yo no... yo no sabía que esto sería así, mi señor conde. ¿Cómo iba a saberlo? He estado fuera de mí durante... - No fue capaz de pronunciar nada más detallado, asqueada de sí misma. - Solo sé que tras la muerte de vuestra esposa vi mis manos llenas de sangre y un hambre atroz me atenazó. Hasta ahora, eso me ha permitido, probando un poco de cada uno, tener visiones confusas sobre ellos; pero ahora... ahora... - Miró el cadáver de Salvatore y volvió a llorar, llevándose las manos a la cabeza. - Ahora que lo tengo... a él... dentro de mí, he podido verlo con muchísima más claridad. ¡Conde! ¡No me votéis! ¡Os lo ruego! Estoy enferma ya, ¡ya estoy condenada! ¿Por qué querríais desperdiciar vuestro voto de esa manera tan absurda? Sé el pecado que acabo de cometer, veo ante mis ojos la magnitud de esta blasfemia y lo siento en mi boca, en mi garganta, en mis entrañas. ¡Y me asquea! Pero me dirijo a un infierno aún peor que éste si lo que dice vuestra hija Fionna es verdadero. No malgastéis la oportunidad que os da ese reloj al sonar la medianoche. No al menos... - Lo miró con el ceño fruncido. - No al menos si deseáis verdaderamente vencer a la Muerte Roja.
Bajó la cabeza de nuevo y tras un suspiro, miró a Giuseppe.
- Mi señor. Vos que habéis vuelto de entre los muertos sabéis que aquí ya nada es luminoso u oscuro, sino que todo está emponzoñado y manchado por la muerte. Que todo es gris... Creo que ése es mi caso. Estaba manchada antes de entrar. Mi... mis pecados tomaron forma en esta maldición. Y lo que he querido hacer es expiar todo ese mal acabando con un esbirro de la Muerte Roja. Y sé que lo he hecho. Salvatore era sin lugar a dudas uno de los lobos que acechaban entre las ovejas, como contaba Fausto.
Querida Lucrezia, ojalá tengas razón y el Altísimo expíe todos tus pecados una vez la muerte roja se te lleve...
Giuseppe estaba visiblemente consternados... ¿En qué se habían convertido? Satanás había ganado la partida sin tan siquiera haber empezado a jugar...
Fionna se encontraba complacida cómo Lucrezia enfrentaba a Salvatore pero no podía imaginar lo que vendría a continuación para él. La señora Lucrezia, en un ataque de canibalismo, acaba con Salvatore de una forma salvaje. Fionna es tomada por su padre y ella se abraza a él con fuerza pero con terror puede escuchar aún lo que ocurre. Comienza a llorar y gritar pues no era algo que imaginaba ver nunca en su vida. Era algo que se salía de lo habitual.
Cuando Lucrezia recupera la conciencia y habla como la dulce mujer que Fionna recordaba, su padre la acusa a pesar de que ella ha sido sincera sobre su enfermedad. Fionna, aún con lágrimas en sus ojos y la vista borrosa, le dice con voz quebradiza - Por favor, no. Ella morirá presa de la enfermedad, padre. Perdona su causa - dice entre lágrimas y permanece en silencio, abrazada a su padre. - Los esbirros de la Muerte no tienen males, sólo deseos de venganza -.
Como la inmensa mayoría, me quedo petrificada y horrorizada cuando la señora Lucrezia se abalanza sobre el señor Salvatore para acabar con su vida de manera inhumana. Por fortuna, mi padre nos protege de la visión del proceso apartándonos pero cuando finaliza me giro y observo cómo ha quedado su cuerpo inherte sobre un enorme charco de su propia sangre y trozos de carne de su cuerpo.
Me llevo las manos a la cara. Horrorizada. Hasta el momento, la indiferencia con la que algunos estaban tratando nuestra situación me mantenía horrorizada, pero ahora, ahora el gesto de la señora Lucrezia había ensombrecido las actitudes anteriores del resto de invitados.
- ¿Cómo... cómo ha podido?... Pobre mujer... -murmuro con el corazón encogido en un puño. Tengo miedo de que vuelva a ser peligrosa, pues asegura que tiene la enfermedad. ¿Y si además vuelve a perder el control y decide devorarnos uno a uno con la excusa de que lo ve con claridad? ¿Y si miente y en verdad es ella el esbirro? ¿Y si el señor Salvatore sabía algo que ella no quería que sacara a la luz? ¿Y si dice la verdad y nos puede librar de este mal? Demasiadas preguntas inundan mi cabeza y solo puedo mantenerme alejada, junto a mi padre y mi hermana, sin dejar de temblar aterrorizada de que ni los guardias puedan enfrentarse a una mujer que ha perdido el rumbo, como todos nosotros.
Cecile presenció la horrible escena protagonizada por Lucrezia y Salvatore. Se levantó asustada de su silla y se acercó al resto, quienes también estaban igual de impresionados. - ¡Dios mío! - Gritó llevándose las manos a los labios, contemplando cómo la mujer se dedicaba a arrancar las pieles y la carne del hombre.
Permaneció en todo momento alejada de la escena y cuando parecía que todo había terminado, su piel palideció.
Así que Salvatore... El hombre que, por lo visto, intentó lisonjear con más de una mujer a la vez... Aunque no pensé que su maldad iría más allá de esos juegos...
Al ver a Chiara en ese estado se dirigió a su lado para ayudarla. Apartó por ese instante el rencor que le había guardado. Al fin y al cabo, la consideraba una buena amiga.
No obstante, Enzo se encargó de ayudarla, así que al ver que se había recuperado, se quedó simplemente a su lado. - ¿Se encuentra mejor...? - Le dijo, sin poder evitar dirigirse cariñosamente a la joven.
Chiara va recuperándose poco a poco en silencio, aún junto a Enzo, cuando Cecile se acerca a ella a preguntarle por su estado. La joven se sorprende por el cambio de actitud de la otra mujer hacia ella. Lleva varios días distante y no hacía ni una hora estaba mirándola con rencor.
Sin embargo, disimula su extrañeza y responde a la otra mujer, todavía con la voz un poco temblorosa. — Sí, mi señora. Me encuentro mejor. Ha sido sólo una pequeña descomposición al ver el... espectáculo, por llamarlo de alguna forma. Gracias por preocuparos. — Por un instante siente ganas de expresarle a ella también sus disculpas por el voto emitido hacia Attilio el día anterior pero lo cierto es que no parece el mejor momento, cuando la corte está aún recuperándose de la tensa situación acabada de vivir. — ¿Habrá algún momento bueno alguna vez?
El cuerpo destrozado de Salvatore preside la sala, captando inevitables y horrorizadas miradas, siendo en si mismo, una evidencia de la crueldad que podía traer la Muerte consigo, a pesar de que en un momento dado, durante el transcurso de las horas, un par de sirvientes se acercasen para cubrirlo con uno de los tapices que colgaban de las paredes.
Las horas que aún quedaban para que llegase la medianoche, transcurrieron en medio del miedo y el sobrecogimiento. El estado de Lucrezia empeoraba a pasos agigantados a medida que se acercaba la medianoche. Comenzó a toser a lo largo de la tarde. Esas toses, que iban aumentando su caudal hasta resultar espeluznantes, y que ya todos identificaban como claro signo de la enfermedad que parecía querer devastar a todo ser viviente que se encontrase a su alcance.
Elisabetta se mantuvo a su lado, a pesar de que muchos insistieron en que, en su estado, no debía permanecer al lado de una enferma. Menos si aquella enferma podía enloquecer y provocar un daño mucho más horrible que la misma enfermedad. Lucrezia enfrentaba estas acusaciones con estoicismo, batiendo distraídamente su abanico, sin fuerzas.
Una vez más, antes de que el reloj volviese a sonar dando las doce campanadas de la medianoche, Alfredo caminó hacia el centro de la sala. Esta vez, acompañado por el capitán de la guardia, Hector.
A pesar de lo que había ocurrido en el momento en que Lucrezia había perdido el norte, los guardias rodearon a los invitados de Próspero, que se vieron impelidos a formar de nuevo un círculo en el que deberían señalar y condenar. Tras los hechos de aquella tarde, fueron muy pocos los que se mostraron reticentes a participar en la asamblea, pero la confusión y el temor estaban impresos en cada rostro.
Esta vez, la primera en hablar fue Cecile, que no dudó en señalar a Giuseppe junto a uno de los guardias. Éste a su vez, la señaló a ella, y ambos intercalaron sendas miradas de desprecio.
La joven Chiara señaló a Patricia, titubeante, y ésta última señaló a Nicola, que simplemente se encogió de hombros y se señaló a si mismo, provocando en algunos una sorpresa mayúscula.
Siguiendo su ejemplo, Martina decidió ofrecerse voluntaria para ser ejecutada, al igual que Enzo. Giuseppe tomó la mano de su hija, angustiado, pidiéndole que desistiera, pero ella estaba decidida y no veía lógico culpar a nadie más.
El conde Roderigo fue el siguiente en intervenir, señalando a Lucrezia, pero su hija, Elisabetta, le rogó que recapacitase, alegando que su madre se encontraba ya muy enferma y estaba sin lugar a dudas condenada. El conde, finalmente, accedió ante aquel ruego, y retiró su acusación, negándose a votar a nadie más. Fionna, su hija menor, alegó que para ella el único culpable era Salvatore, y que una vez muerto él, no podía señalar a nadie más.
Entonces, Fabiano pidió la palabra para señalar a Fausto. El dramaturgo, que no parecía sorprendido ante la acusación, señaló a su vez al chambelán, junto a dos doncellas del servicio.
Fabiano miró alrededor, indignado, asustado en cierta medida, posando su mirada sobre la agonizante Lucrezia y su hija, Elisabetta.
La viuda, señaló a Roderigo con su abanico, débil, sin a penas poder levantar su brazo. Con su voto, sólo quedaba por intervenir su hija, Elisabetta, que decidió acusar a Cecile.
Todas las miradas se posaron entonces sobre el chambelán, que se dirigió a todos los presentes, iracundo, advirtiendo que aquello era un error, alegando que en todos sus años de servicio jamás había traicionado a Próspero. Alfredo, el Senescal, parecía escucharle atentamente, y susurró al oído de su acompañante, el capitán de la guardia.
Éste hizo una señal a sus hombres, que desenvainaron sus espadas y se aproximaron al círculo, y para sorpresa de todos los presentes, apuntó con su dedo enguatado en guantelete metálico a Cecile, que dibujó una expresión atónita en el rostro.
La cortesana, a pesar de enfrentarse a una inesperada condena, hizo acopio de voluntad, y se mostró estoica ante el acercamiento de los guardias, dejándose arrastrar por ellos sin oponer resistencia.
Mientras la obligaban a postrarse sobre el suelo, dirigió una mirada aviesa hacia Giuseppe, señalándole de nuevo, advirtiendo a los presentes que tuvieran cuidado con él, mientras posaba sus ojos sobre Martina y Nicola.
Finalmente, miró hacia el suelo, esbozando una sonrisa. Después de todo, volvería a encontrarse con su amado y añorado Attilio.
Cerró los ojos, al tiempo que uno de los guardias alzaba su espada. De nuevo aquel sonido húmedo, metálico y desagradable. Y una estela carmesí.
Acto seguido, el grito desgarrador de Elisabetta confirmaba en ese mismo instante que Lucrezia perdía su batalla contra la Muerte Roja, dejando a su hija sola y desamparada, con un vástago sin padre en camino. Los ojos de la viuda se posaron, en un último y agónico esfuerzo sobre el rostro de aquella chiquilla que al fin y al cabo era su hija. La mujer esbozó una sonrisa, a sabiendas de que en la hora más oscura había logrado hacer algo en favor de la vida, en favor de los suyos y de la esperanza, a pesar de lo cruento y detestable de sus actos.
Profirió una última exhalación, con la boca llena de rubíes, y su abanico, salpicado por la sangre que había vertido con cada golpe de tos, se deslizó de entre sus dedos, cayendo desmadejado sobre el suelo.
Y entonces, la locura. Las campanadas del reloj comenzaron a resonar entre las paredes de la sala verde, dejando un intenso sabor metálico en cada lengua, provocando un grito en cada garganta. Los muertos volvían a quedar desamparados ante la sentencia final de la medianoche, y los vivos volvían a rugir, desesperados, buscando cualquier escapatoria.
De nuevo, con la última campanada cedía el pomo de una puerta, y con ella, una nueva esperanza que no era más que la prolongación de un encierro.