Lo tuviste todo. Tierras, una posición envidiable gracias a tu matrimonio y un heredero varón que era el orgullo de tu Casa. Pero Dios quiso arrebatártelo todo.
Tu marido murió en la guerra. Tu hijo fue presa de la enfermedad. Aún contemplabas la posibilidad de poder concertar un provechoso matrimonio para tu hija, pero también esa esperanza te fue arrebatada cuando ella llamó a tu puerta portando la semilla de un plebeyo en su vientre.
Juraste una y otra vez ante tus iguales que tu pobre hija había sido ultrajada, y que un desgraciado cometió el pecado de arrebatarle la pureza. Pero no puedes negarte a ti misma la verdad, y es que sabes que las relaciones que mantuvieron esas dos almas impías fueron consentidas y gozadas por ambas partes. Aún te preguntas por qué debía ocurrirte tal desgracia, pues siempre has sido una mujer de comportamiento intachable e incuestionable virtud.
Pensaste que jamás lograrías encontrar un marido para tu hija, "mancillada" y en cinta, por lo que tu sorpresa fue mayúscula al recibir una propuesta de matrimonio por parte de el Señor Lautone, un Conde cuyo título se sustenta en el aire y en la rúbrica de un pergamino, pues no posee tierras que lo sustenten. Todos en la corte saben que sólo es una excusa para justificar el hecho de que se entremezcle con gente que en origen no pertenece a su mismo estrato social.
Bien, hagamos balance después de los datos recogidos, sobre mi visión de los otros personajes:
¿Hasta qué punto puedo personalizar al personaje?
¿Puedo tener alguna opinión sobre el resto? ¿Basándome en lo que está puesto en la escena de los miembros de la corte?
En cuanto llegas a la Sala Azul, atemorizada, abrazas a tu hija para consolarla. Por un momento, sientes que algo no encaja, que algo en ti ha cambiado, y al parpadear, observas tus manos teñirse en carmesí durante un instante.
Lejos de sentirte atemorizada, miras alrededor, y un apetito voraz se despierta en lo más hondo de tu ser. Sientes que eres capaz de ingerir cualquier cosa, y que con ello conseguirías saber más de lo que sabes ahora.
Heraldo de la Gula- "La gula te proporciona la infelicidad y el hartazgo hasta el punto de hacerte odiar todo lo que has deseado"
Una vez por Sala, escogerás a un compañero. Ingiriendo algo de su pertenencia, ya sea un objeto material o una parte o fluido de su propio cuerpo, obtendrás información sobre él en forma de visiones que en ocasiones no son del todo claras pero que sin duda te serán útiles en más de una ocasión.
Una vez por partida, puedes decidir devorar la esencia de un personaje. Éste acto deberá ser público, y constituirá una escena un tanto macabra en la que el elegido morirá a tus manos.
Me gustaría quedarme con un trozo de cada vestido de forma disimulada. ¿Es posible hacerlo en secreto?
Guardo un trozo de cada vestido (de Chiara y Juliana).
Quiero ingerir el trozo de vestido que tengo de Chiara. Desconfío más de ella por ser la más joven de las dos amantes de Próspero, y quizás le haya enfurecido que Próspero mantenga a su anterior amante a su lado. Además, hay algo de las amistades de las chiquillas jóvenes de la corte que no termina de gustarme.
Tengo hambre... Oh, Señor, ¿por qué tengo tanta hambre?
Una pregunta. Si yo eligiera devorar la esencia de alguien, ¿sería como mi poder normal también y ganaría información o algo sobre esa persona?
Sí, ganarías información sobre esa persona como cuando sólo tomas algo de su propiedad.
Introduces con disimulo el pedazo de tela entre tus labios, y lo saboreas.
El tejido se empapa de tu saliva, y la sangre que lo mancha se disuelve en tu boca, proporcionándote un regusto herrumbroso. Tragas, ayudándote con un poco de vino, y de pronto sientes que tu consciencia se traslada a otro lugar.Te descubres en medio de una casa humilde, con dos hombres, uno mayor y otro más joven, ambos con rasgos que recuerdan a los de la joven amante del Príncipe. Sientes hambre y preocupación.
De pronto aparece una figura en escena. Un hombre, embozado en sombras tenebrosas, que porta una corona. Los dos hombres que habías visto antes y este se enzarzan en una lucha. Sangre, lágrimas, ruegas clemencia. Guardias, esposas, los barrotes de una celda.
Te ves envuelta de pronto de un lujo suntuoso que te hace sentir incómoda. Las miradas se posan sobre ti, malintencionadas, acusadoras. Elisabetta y Martina aparecen en la escena, tendiéndote la mano, esbozando una sonrisa cálida que te reconforta. Observas a la figura coronada, y sus rasgos son ahora más definidos, permitiéndote intuir el rostro del príncipe Próspero entre ellos. Se acerca a ti, te susurra— Si no haces lo que te pida...—miedo, adoración, impotencia. Observas a juliana, cuyas facciones ante tus ojos aparecen quasidemoniacas. Su mirada se posa sobre ti, e inevitablemente tiemblas. A lo lejos, Enzo te regala un guiño, y te ruborizas.
Tu consciencia se entremezcla en una maraña confusa de recuerdos y sentimientos, hasta situarse en medio de un baile, el cual eres capaz de recordar perfectamente. Una joven campesina es decapitada, y sientes un miedo profundo, al tiempo que observas a Próspero— No... él no lo haría...—huyes, temerosa, y observas a todos los que te rodean con precaución.
Próspero desfallece ante tus ojos, con el rostro empapado en carmesí. Desesperación, abandono, determinación. Te fijas entonces en Giuseppe, y la curiosidad te invade. Diriges una mirada de suspicacia hacia el padre de Martina, y de pronto, la visión se difumina. La consciencia vuelve a ti, y abres los ojos, encontrándote en la sala púrpura.
Cojo disimuladamente una de las cartas de la baraja de Fausto y la arrugo exagerando un momento de contrición. Después me llevo las manos a la cara, visiblemente agobiada y engullo disimuladamente.
Ingieres la carta, y un indistinguible sabor a tinta invade tu paladar.
De pronto, te ves sumida en una nueva visión. Estás en una corte. Hay aplausos, bebida y comida a raudales. Un príncipe Próspero mucho más joven se encuentra entre los invitados, y el viejo rey también.
Tu mirada se posa sobre la servidumbre, y entre las doncellas una llama tu atención. Sus cabellos son dorados, y sus rasgos te resultan tremendamente familiares. Sabes que no se trata sólo de una percepción de aquel a quien pertenece el naipe que has ingerido. Tú misma eres capaz de percibirlo. Has visto esa cara, y no sabes dónde.
La escena cambia, y de nuevo te encuentras con esa muchacha. Hay lujuria, pasión, jadeos, promesas, y una amarga despedida. Luego hay más vino, más aplausos, y de nuevo una corte. Buscas entre la servidumbre, pero no la encuentras. Desasosiego, temor, la visión de un futuro truncado. Luego hay desesperación. Días oscuros, inspiración. Más aplausos.
Tu consciencia viaja en el tiempo, hasta la sala opulenta en la que tuvo lugar el baile. Vino, embriaguez, miedo, huida. Un juego de cartas. Y en el momento de las votaciones, una mirada suspicaz dedicada a Nicola, y otra iracunda, esta vez dirigida hacia Juliana.
Temo estar ganándome enemigos con mi sinceridad, así que, si es posible, me gustaría dejar preparado mi poder de Devorar la Esencia, para usarlo a la desesperada si veo que me empiezo a encontrar mal, o si veo que empiezan a dirigirse los dedos acusadores en mi contra.
En caso de que me encontrara enferma, entre las fiebres y los sudores gritaría clamando perdón a Dios por lo que voy a hacer, pero el hambre me podría y despidiéndome de mi hija con una sonrisa, me abalanzaría sobre Chiara y la devoraría.
En caso de que fuera por votaciones gritaría que se están equivocando, que solo conseguirán que sigan muriendo si no votan a quien deben, y que aunque hayan desconfiado de mí, les libraré de uno de los males. Y haré lo mismo. Despedirme de Elisabetta con una sonrisa, pedir perdón a Dios, y matarla.
Si no se puede, dímelo. Pero vamos, que Lucrezia, al menos ahora mismo, solo usaría su poder a la desesperada.
Tras sonar las campanadas del mediodía, intentas recomponerte, evadiendo el miedo irracional, aferrándote a tu cordura.Sin embargo, a pesar de tus intentos, notas que algo no encaja. Algo no marcha bien.
Un escalofrío recorre tu cuerpo y parece decidido a no abandonarte, y de pronto la simple tarea de respirar se vuelve costosa. Te sientes débil, y estás seguro de que si alguien tocase tu frente notaría que arde en mares de fiebre. Estás enfermo, y no puedes evitar preguntarte si la Muerte Roja también ha decidido abrazarte. No puedes evitar preguntarte qué harán los demás si se enteran y sin embargo conoces la respuesta. Sólo el abandono es lo que aguarda a cualquiera sobre el que pese la marca de la Muerte Roja.
Por ahora te sientes capaz de actuar como si símplemente te encontrases de pronto cansado. Pero, ¿empeorarás? ¿serás capaz de mantener tu ardid? Y más importante aún, ¿es este tu fin? Algo en tu interior, un presentimiento casi tangible, te dice que has sido sentenciado, y durante algunos instantes, al parpadear, eres capaz de ver tus propias manos teñidas en carmesí.
Uso mi poder Heraldo de la Gula con el pelo de mi hija Elisabetta, que ingiero cuando finjo toser y llevo mi mano a la boca.
Temo que en su rebeldía haya caído en las maquinaciones de la Muerte Roja. Quizás si veo algo, aunque luego muera, pueda traer la verdad a través de Fionna.
Voy a usar la versión de Devorar la Esencia de mi poder sobre Salvatore.
Asintió a Chiara con pesadumbre, pero no pronunció palabra alguna al respecto de su pregunta.
- Bien... entonces, si nadie dice nada... tendré que seguir mi corazón. - Miró a Salvatore y caminó hacia él. - Vuestras lágrimas son falsas, vuestras promesas lo fueron, vuestro amor no fue más que una farsa... ¿Por qué no creerlo de vuestras plegarias y vuestro supuesto deseo de saber quién es realmente el responsable de estas muertes, bajo el abrigo de la Muerte Roja? Esa forma exagerada de defender a una, luego a otra, luego al de más allá... - Gesticuló, visiblemente ofendida, y acabó tosiendo. - No... - Llevó sus manos a la boca de su estómago y arrancó un par de lazos de su corsé. - Oh, Señor, perdóname. Elisabetta... perdóname, y no caigas jamás en la tentación. Perdonadme todos por lo que estoy a punto de hacer... Temo estar cometiendo una blasfemia incluso peor que la de los seguidores de la pestilencia, pero es lo único que me queda por hacer antes de morir. Ya estoy condenada, pero entenderé que me votéis para descabezarme. Espero... espero que entendáis que lo hago para que podáis salir de aquí. - Dijo, y empezó a llorar desesperada. Sus rodillas flaquearon un momento y se le cayó el abanico, pero no lo recogió. - Señor, voy a cometer un pecado. Perdóname. María, tú que eres madre como yo, ora por mí e intercede ante Dios. Sancta Maria Mater Dei, ora pro nobis peccatoribus, nunc et in hora mortis nostrae...
Lucrezia terminó de desatarse el corsé, y el efecto de los años fue visible. Soltó también, arrancándoselo, el tocado que mantenía su pelo recogido. El sonido de las perlas rebotando contra el suelo era una marca más de cómo estaba desatándose, dejando fluir las pasiones que se había encargado de reprimir durante los pasados días.
- La Muerte no pregunta... devora. - Repitió aquellas palabras que había dedicado a Juliana mirando a Elisabetta. - Pero antes de que ella me devore a mí, lo haré yo con ella. - Frunció el ceño, y a pesar de su palidez, pareció recuperar algo de cuerpo. Cogió aire, y su belleza delicada se convirtió en la de una auténtica Furia. Se adelantó y agarró a Salvatore por los hombros mientras se acercaba a sus labios. - Para vos, traidor, un beso de Judas... - Dijo, antes de abalanzarse con su boca a la del hombre, pero lejos de ir a plantarle un beso suave, abrió la boca para cerrarla con todas sus fuerzas sobre su rostro, y que sus dientes atravesaran piel, carne y hueso. Sus brazos fueron deslizándose por su espalda hasta agarrarlo en un abrazo mortífero y decidido. No pensaba dejarlo escapar, no hasta haber consumido todo su cuerpo, y toda su esencia.
Te lo dejo ahí porque tú sabes mejor que yo cómo funciona el poder XD
Aún extasiada y obnubilada, con el sabor de la carne y la sangre llenando tu boca, un fuerte mareo te invade de pronto en oleadas, y tu consciencia comienza a divagar, esta vez a una velocidad vertiginosa.
Guerras, sangre, temor. Un acuerdo. Impuestos y un prisionero a cambio de seguridad. Renuncia. Un adiós a todo lo que te representa. Tu familia, tu yegua favorita, aquella chica a la que sonreías en los bailes, tus aposentos... Todo, a cambio de una prisión dorada.
Los días se suceden en la Corte. Eres diferente, eres un prisionero, por mucho que las comodidades que te proporcionan tus captores quieran hacerlo parecer un encierro voluntario. Rencor, desidia. Las mujeres son un divertimento adecuado, que llena tus ratos libres y te ayuda a no pensar en tu situación. Una no tiene por qué saber que estás cortejando a otra, ¿no?
Te encuentras de pronto en el momento en el que comenzó la desgracia. Sientes miedo, acabas de ver morir a la esposa del conde Roderigo y huyes hacia la sala blanca en cuanto suenan las campanadas. Entonces tus manos se tiñen en carmesí, y lo sientes. Esa gente no podrá volver a reirse de ti nunca jamás. Impartirás justicia. La justicia de la Muerte.
Miras alrededor, y descubres que no eres el único. Dos siluetas borrosas cruzan sus miradas con la tuya, y juntos, os apartáis de los demás, para decidir a quién debéis señalar. Los susurros resultan indistinguibles, y de cuando en cuando escuchas un nombre. Primero Giuseppe, luego Fionna, y finalmente Lucrezia.
Estás convencida de que nada puede salir mal, cuando tu castillo de naipes comienza a desmoronarse. Una última visión de ti misma, acercándote con el rostro desencajado, dispuesta a ingerir la carne que cubre el rostro de Salvatore, inunda la visión, y te devuelve a la realidad de la sala verde.
Ñam Ñam...
En medio de tu agonía, aprovechas un golpe de tos para llevar los cabellos de tu hija, Elisabetta, a tus labios. El encierro y la falta de comida han despojado al pelo de cualquier sabor familiar, pero aún así, pronto te encuentras sumida en un mar de recuerdos.
Una casa. La casa donde creció tu pequeña. Una Elisabetta mucho más joven está sentada a la mesa, y su madre, una señora muy guapa a la que admira, ama y teme por partes iguales, corrige sus modales. También hay dos hombres, a los cuales reconoces de inmediato. Elisabetta los ama, pero le entristece que se encuentren tan lejos. Su hermano está aprendiendo a ser un hombre de provecho, y su padre debe servir al príncipe.
Diferentes escenas cotidianas, en las que te encuentras tu misma y eres capaz de observar otros rostros conocidos, se suceden, y de pronto, tristeza. Dos tumbas. Represión, encierro, ansia de libertad. Una mano humilde, la de un plebeyo, se extiende, y la tomas. Amor, esperanza. Desazón al encontrarte a ti misma sola y desamparada en medio de un paraje desolador. Miedo, y la figura de una madre decepcionada, distorsionada por las lágrimas y la incomprensión.
Cuchicheos, dedos que te apuntan, y mientras una semilla germina en tu vientre. Lautone, Lautone parece un hombre que entiende de libertad. Él te sacará de allí, él te llevará consigo, él te mostrará el mundo...
Te encuentras ahora en el baile en el que comenzó la desgracia. Huyes, tienes miedo, y sin embargo, llevas una mano a tu vientre y te dices que debes seguir adelante, que mientras tú sigas en pie habrá esperanza. La figura de Lucrezia se vuelve más clara ante tus ojos, y engrandece cuando Lautone cae víctima de la enfermedad. Es tu madre, al fin y al cabo. A pesar de lo estricta que puede llegar a ser.
Las lágrimas empañan tu visión cuando te encuentras ante una última imagen. La de tu propio rostro sonriente y moribundo. De nuevo, tristeza, y de pronto, vuelves en ti.