Fionna mira cómo todos se le acercan a Elisabetta para ayudarla. Fionna se conmueve y mira a Chiara. - Lo importante es que ella está cómoda y el bebé tenga un lugar limpio, o al menos lo posible donde llegar. Por eso una de vosotras, que pueda ayudarle, ubicad sus piernas dobladas y ayudad al bebé a salir. Creo que la señora Lucrezia sabe mejor qué hacer - sonríe y mira a Elisabetta.
- Debéis estar tranquila. Por favor. Mi señora Chiara, tomad su mano para ayudarle a soportar el dolor - arranca un pedazo de su hermoso vestido y limpia el sudor de la frente de la joven - Debéis estar preparada. Falta poco - espera la llegada y que todos se acomoden como es debido.
Dándome por vencido ante las palabras de Patricia agacho la cabeza, avergonzado de mí mismo.
- Tenéis razón, Dios sabe que la tenéis y que yo me arrepiento... - Mi voz suena afectada y derrotada. Haría lo que fuera por ella ahora mismo, y eso no es más que mi egoísmo, pues he tenido que perderla para valorarla como se merece.
A pesar de parto que está sucediendo y de que todos se desvíen hacia él yo hago oídos sordos y me retiro a una esquina.
El inesperado parto de Elisabetta llegaba en medio del caos y de la muerte, marcado quizá por el destino, marcando quizá, los días de reclusión a los que habían sido sometidos todos los que habitaban en el hogar de Próspero.
Las mujeres se habían hecho cargo de la situación, mientras los hombres habían quedado relegados al mero papel de espectadores. Espectadores de un alumbramiento bizarro, en el que tanto los muertos como los vivos colaboraban, dejando a un lado, al menos momentáneamente, las rencillas y las traiciones surgidas a lo largo del encierro.
Las horas transcurrían, lentas, tensas, protagonizadas por los quejidos de la parturienta, que se encontraba cada vez más cerca de completar su particular batalla, y por el nerviosismo de quienes se preguntaban si aquello era pura coincidencia o quizá una señal.
El devenir de los acontecimientos, hizo que por vez primera tras varios días, el reloj volviese a sonar dando las doce campanadas del mediodía, sorprendiendo a los presentes, que a pesar de hacer lo posible por seguir atendiendo las necesidades de Elisabetta, no pudieron evitar envararse y dibujar una expresión desencajada en el rostro.
Las doce campanadas sonarían, se decían. Sonarían y todo volvería a un estado de quiescencia, incómodo pero preferible al terror. Todo sucedería como había sucedido durante otros seis largos días. Y sin embargo, esta vez fue distinta.
Con la última campanada, una densa oscuridad comenzó a propagarse en la sala. Una densa oscuridad que cegó por completo a todo el que se encontraba en la estancia, y que acalló cada voz y cada sonido, hasta llenarlo todo de la más pura negrura y el más profundo silencio.
Cada uno de los invitados y sirvientes de Próspero se encontró de pronto en la más absoluta soledad, con el miedo y la duda atenazando sus pensamientos, acelerando su respiración, y haciendo su corazón latir de manera desbocada, con un desenfreno jamás experimentado, en lo que parecía ser una lucha. Una lucha por la vida.
La misma pregunta, expresada quizá en distintas palabras, pero con la misma intensidad, pululaba en cada mente pensante. ¿Era este... El fin? Las lágrimas comenzaron a empapar cada rostro, al tiempo que la propia conciencia se iba perdiento. ¿Era realmente el fin? Parecía ser así... Y sin embargo, tras todo lo acontecido, resultaba increible.