Mi rostro se vuelve duro como si estuviera tallado en tierra. No, no puede ser. Sin apenas fuerza en la voz y en un tono neutro me dirijo a Chiara.
- ¿Estáis hablando de la envidia? ¿Estáis diciendo que el pecado de mi hija es la envidia?
— No. Estoy diciendo que vuestra hija Patricia ha hecho un pacto con la Muerte Roja para matarnos a todos. Incluidos vos y la pequeña Fionna. Estoy diciendo que ella es una de esas semillas que buscábamos. — Responde Chiara, cansada de explicar lo mismo una y otra vez.
Reía escandalosa y francamente. Aunque la tos me interrumpía y al hacerlo me dejaba sin aliento. Golpeaba mi pecho con fuerza tratando de recuperar la respiración.
Apresurado, viendo que el reloj avanza y en poco tendremos que votar ignoro la respuesta de Chiara y sigo.
- Tú acabas de acusar a dos "portadores" de la Muerte Roja de sus pecados capitales, ¿verdad? Mientras que de Nicolai has dicho una virtud. Los pecadores son los que pueden traer la muerte a nosotros... - Miro hacia mi Patricia. - Mi habilidad es poder condenar los pecados, un poder extraño que desconozco y no sé si estoy dando buen uso... - Me encamino hacia mi hija mayor, sin estar seguro de lo que voy a hacer. - Patricia, tesoro, estoy seguro de que vos pecáis... Pecáis de envidia, por vuestra hermana menor, Fionna. No lo neguéis, sólo sed sincera. - Cojo sus manos y miro sus ojos con miedo y duda.
Chiara observa a Roderigo confusa, sin comprender sus palabras ni por qué no quiere entender lo que ella dice. Saca fuerzas para incorporarse de nuevo y dirigirse a él con voz débil.
— No, mi señor. No os engañéis. El corazón de vuestra hija no esconde la envidia, sólo esconde odio hacia todos nosotros. Sólo desea castigarnos en nombre de la Muerte Roja. — Llegado a este punto, la joven tiene que detenerse para toser, salpicando de nuevo el pañuelo de rojo. — No os confundáis. A mucha gente la mueven sus pecados, pero eso no los convierte en asesinos. Ni Giuseppe ni Fausto son heraldos de la Muerte Roja, como sí lo es Patricia. Y si lo que dijo la señora Lucrezia es cierto, aparte de Patricia, queda otra semilla escondida entre nosotros. Si... Si yo muero, buscadla, por favor. No os dejéis llevar por las rencillas y buscad esa semilla.
En este momento, Chiara debe detenerse de nuevo por un ataque de tos. Ella no puede explicarlo mejor, si no quieren entenderlo, ya es por cabezonería. Despacio, lleva el dorso de la mano, con su crucifijo a su frente y empieza a rezar por su vida, que siente escaparse de su cuerpo a cada instante, intentando mantener la esperanza.
Una débil sonrisa apareció en el rostro de Nicola de manera fugaz, cuando fue nombrado por Chiara. Las pocas dudas que quedaban respecto a su don se habían disipado... Pero parecía que los esbirros de la Muerte Roja también se habían dado cuenta, y su muerte se acercaba...
-Quizás seáis salvada como Giuseppe, no desesperéis...-dijo el antiguo caballero, para después mirar duramente a Patricia. Quizás había unos rescoldos de resquemor por la votación en el fondo de su mirada, pero lo que verdaderamente la motivaba era la decisión. Allí, sin ninguna duda, estaba uno de los responsables de tantas muertes.
-Deberíais aprovechar para despediros de vuestra familia... Y quizás confesar vuestros pecados. De ése modo, tal vez el Señor perdone lo que sin duda habéis hecho.
Bastante irritado ya, el chambelán mira al dramaturgo.
-Me sigo resultado curiosa vuestra cruzada personal en mi contra, y más que me acuséis de tergiversar las votaciones cuando habéis sido el primero en hacerlo, susurrando en los oídos del servicio para que voten por lo mismo que habéis votado, recordar mis años de servicio y hacer ver el embuste de sus palabras y que solo le mueve la ira y la estupidez, no es ningún truco. Y además, os lo repito porque quizás vuestros oídos plebeyos no son lo suficientemente finos: Soy chambelán, no mayordomo.
Mantengo una mirada dura en Chiara y Nicolai sin soltar a Patricia.
- Por favor, hija mía, responded...
Miro la conversación que Chiara está manteniendo con mi padre, esforzándose en hacerse escuchar por todos los ahí reunidos. Cuando mi padre se dirige a mí, me encogo suavemente de hombros:
- Creo que el menor de los pecados que hay en esta sala es el de la envidia padre, pero parece que es el turno de que pague la carne de cañón antes que las verdaderas cabezas de ésta descalabrada y macabra situación levanten sospechas. Hay otros pecados en esta sala como la lujuria, la ira, la vanidad... Incluso hay bastardos e hijos sin padre en esta sala. Tan callados todos... Aguardando en la sombra y delegando en su protavoz para que mueva los hilos adecuados. Pero descuidad padre, todos estamos cayendo bajo su influjo sin ver la verdad aún. Cuando la verdad salga a la luz, será demasiado tarde. Afortunadamente, preveo que no estaré aquí cuando eso suceda... -beso la mejilla de mi padre y sonrío- Envidia entre hermanas es algo normal y no considero un pecado envidiar su situación. He vivido la vida que he querido pero quizás he añorado vuestra atención más de lo debido. Quizás en la otra vida pueda pasar más tiempo con madre que cuando vivíamos. Quién sabe...
Enzo limpió con suavidad la perlada frente de sudor de Chiara, tenéis cada vez peor aspecto pero permanecería a su lado hasta el final. Cuando Fausto habló sobre su padre, no pudo evitar dedicarle una sonrisa irónica.
- Mi señor Fausto, no lamente hablar así de mi padre. A mi no me ofende pues en verdad es la persona a la que más detesto... Yo fui el fruto de una violación, mi madre era una inocente criatura de Dios, que tuvo el desatino de sanar a ese hombre... yo crecí pensando que mi padre había muerto siendo yo un niño de corta edad. No puede usted imaginarse el dolor que sentí cuando mi amada madre me rebeló la verdad en su lecho de muerte...-miró al dramaturgo con tristeza e impotencia, el recuerdo de su madre le provocaba mucho dolor.
Después, se sucedieron más conversaciones y cuando Patricia volvió a hablar decidió intervenir nuevamente.
- Señora Patricia, debería usted hablar sin tapujos pues nos va la vida en ello. Si usted desea rebelar algo tenga la bondad de hablar claro y proporcionar un nombre.
Acusaciones, miedo, muerte. Las horas transcurrían lentas, insoportables bajo el influjo del reloj, cuyo tictac macabro se mezclaba con las toses cada vez más intensas de aquellos que habían tenido la desgracia de ser escogidos.
A pesar de las acusaciones vertidas sobre él, Alfredo no se había pronunciado, ignorando los comentarios dirigidos hacia su persona. Había dedicado una mirada de desaprobación a su hijo bastardo, y simplemente se había mantenido expectante, hasta poco antes de la medianoche, cuando, como en los días anteriores, volvía a levantarse, dirigiéndose hacia el centro de la sala, convocando otra vez aquel juicio macabro. Aquella asamblea en la que todos deberían señalar más o menos a ciegas, y condenar a alguien a un destino horrendo, quizá preferible a la Muerte Roja, pero no deseable.
Aún el recuerdo de lo acontecido anteriormente, de Juliana, Attilio y Cecile, siendo decapitados, hacía titubear a algunos. Pero las Malas Hierbas seguían creciendo. Había que podarlas y ya nadie dudaba de eso.
La primera en pronunciarse en esta ocasión fue Chiara, que aún en su agonizante estado, señalaba con determinación a Patricia. Enzo, sosteniéndola, también la señaló, provocando en la joven primogénita del conde una notable reacción de disconformidad, que no tardó en manifestarse en forma de voto cuando su dedo se alzó para señalar a Chiara.
Su padre, el conde, apoyándola, señaló también a la plebeya enferma, en cambio su hija menor, Fionna, se cubrió el rostro con las manos, ofreciéndose a si misma como candidata a la ejecución, incapaz de señalar a nadie más, para disgusto de su familia. Fabiano decide también ofrecerse, declarándose harto de aquel encierro.
Giuseppe se muestra de acuerdo con él y le señala. Su hija Martina, por el contrario, señala a Fausto, junto a uno de los caballeros de la guardia, que alza su guantalete para apuntar hacia el dramaturgo.
Éste, agonizante también, apunta, débil, hacia Patricia, apoyado por Elisabetta y Nicola. A ellos no tardan en unírseles dos doncellas del servicio.
La joven Patricia mira entonces alrededor, temerosa e iracunda, y comenzó a retroceder a medida que los guardias se acercaban hasta ella. Sin posibilidad de escapatoria, terminó por resignarse. Su rostro se llenó de odio a medida que los hombres la obligaban a postrarse sobre el suelo, y sólo se dulcificó cuando, justo antes de que la espada sesgase su vida, dedicó una mirada a su padre, y a su hermana. Sus ojos se humedecieron, antes de mirar hacia el suelo.
Un sonido metálico, húmedo y desagradable. Toses, y un murmullo de asombro escapando de la boca del dramaturgo, junto con un borbotón de rubíes, que empaparon el suelo.
Entonces, la señal que todos esperaban.
El reloj comenzó a sonar, llenando los corazones de aquel miedo inexplicable que parecía pegarse a los huesos y aturdir la mente. De nuevo ese sentimiento de huida, ese frenesí de supervivencia incontrolable, que parecía aumentar con cada campanada y que cada noche se volvía más intenso.
No había hambre, no había cansancio cuando la Muerte llamaba a la puerta. Nada impidió a los que aún vivían arremeter contra las ventanas y las puertas, abandonando los cadáveres aún calientes de sus seres queridos, hasta que por fin, con la última campanada, se abría una nueva posibilidad, ¿o el pasaje hacia una nueva jornada de desesperación?