El otro pasajero de la barca era una criatura de una especie que Dagmar no había visto jamás. Los semiorcos revelaron que se trataba de un hombre lagarto —ella dudaba que la criatura se refiriera a sí mismo de tal forma—, que los suyos habitaban en buen número los marjales que rodeaban la ciudad, e incluso alguno de ellos vivía entre los muros. Era silencioso, parecía fuerte e iba bien armado, así que la mujer se mantuvo apartada de él durante el trayecto.
Cuando llegó la hora de descargar la bodega, hizo su parte y se marchó, hablando por primera vez antes de darse la vuelta y dirigirse a las calles de Tormentos.
Que la fortuna camine en tu sombra, le respondió.
Se despidió de los semiorcos cuando acabó el trabajo. Eran buenos chicos, pero no tenía más asuntos con ellos. Se lavó el torso desnudo en el río, ajena a las miradas de los vecinos más madrugadores.
De nuevo enfundada en su armadura, con el espadón colgando de su espalda, se adentró en la ciudad desconocida. Durante el viaje le habían hablado un poco del lugar, pero los semiorcos no conocían mucho más que los muelles; nada que pudiera usar de inmediato. Así que se dirigió al primer destino del recién llegado a cualquier lugar: una taberna.
Si se me permite avanzar, porque no me interesan ni los semiorcos ni, por ahora, Flanigan, Dagmar se dirige:
/A la Pezuña en la Boca (26).