Partida Rol por web

El escarpado llano en el que se hayaba no se parecía a nada que hubiese visto jamás. El suelo contenía mil y un colores, sin orden, como si la isla misma estuviese compuesta de pedazos de tierra de diferentes lugares, pegados juntos como un niño reparase una vasija.

El viento ululaba, meciendo sus cabellos. Estaba sola, pero sentía los ojos de muchos sobre ella. En su hombro, su pequeño mono se arrebujaba en su cabello. Los sonidos que provenían de la isla parecían... no había nada que se le comparasen. Pero erizaban la carne de su piel como el llanto de almas desgarradas. ¿Donde iría, pensaba, si caía allí?

Entre dos escarpadas montañas, surgidas de ninguna parte, se habría un camino de tierra. El viento, que corría entre ellas, le traía el azote de la arena...

Era el momento. Se adelantó, empezó a andar, hollando la tierra del camino. Su kaftan negro, el color que había elegido para enfrentarse a la muerte en la Isla, ondeaba pegándose a su cuerpo, desnudo bajo la tela. Sabía que era ahora o nunca, todo o nada.

Pero, no tenía nada que perder.

Sólo ganaría la paz, o la venganza, y con ella, el bienestar de su pueblo. Apretó el saquito del extraño polvo que había estado rellenando la vasija. ¿Qué significado podía tener...? Pendía del cinto que llevaba en sus caderas, junto con las agujas, y los venenos. No llevaba nada más. Ni cuentas, ni monedas, ni abalorios. Ni afeites. No, su Danza sería su lenguaje, su rostro la verdad...

Siguió andando, surcando el viento, el Orgullo en la piel, el Orgullo Hakhim, el Orgullo de Aymée...

Sintió de repente como un escalofrío. Algo había rozado su pierna. Pero se encontraba sola.

El monito comenzó a chillar, inquieto.

Miró a su alrededor. A sus pies. No parecía que nada más que el viento estuviera tanteando su piel. Y la arena que éste levantaba... sin embargo... aquella sensación...

Acarició a Amelio, es su hombro, mientras echaba a andar de nuevo. Algo ominoso se cernía sobre ellos, lo notaba, ambos lo notaban. Pero había que seguir...

Otro roce contra su piel hizo que Aymée se girase violentamente...

...asesina... susurraba el viento, de ninguna parte.

¡¿Quién anda ahí...?! ¡¿Quien osa llamarme asesina, y se esconde...?!

Aymée sabía que no se escondía. No, sabía que algo maligno, antinatural la envolvía. Algo que la torturaría, que buscaba su debilidad. Ansiosa, miraba a su alrededor, desafiaba el viento...

...tu me mataste... decía una voz ...y a mi... contestaba otra. ...asesina...

Podía sentirlos junto a ella, rozándola, empujándola... pero no sabía de donde venían. Sentía su presencia. Eran varios, no cabía duda.

¿Que os maté...? ¡Entonces ¿qué hacéis aquí...?! ¡Dejadme en paz!

Siguió adelante. Alzó la cabeza. ¿Muertes, muertos...? Había asesinado, sí. Pero nunca por que sí. Siempre buscando un fin, algo mejor. Su maestra... los soldados... desde luego, siempre defendiendo su propia vida, o defendiendo el bien de su gente. No, no era una asesina, aunque hubiera asesinado... en todo caso...

¡Ejecutora! Eso es lo que soy, sombras de mi pasado...

No lo vio venir. Apenas si pudo sentirlo. Algo clavado en su espalda. El aliento fétido de un hombre tras ella.

...¿te acuerdas de mi? mi mujer nunca supo lo que le hacía a aquellos niños... pero tu lo sabías... lloró durante un mes antes de quitarse la vida por mi ausencia...

Se giró arrebatada, angustiada, enrabiada. ¡Fantasmas del ayer! ¿Qué esperaban de ella...?

¡Qué quieres...!, ¿mi arrepentimiento...? ¡NUNCA! ¡Merecías morir! Una vida, dos con la de tu esposa, por la de todos esos niños que salvé...

Se preparó, bajó a Amelio de su hombro. Si tenía que luchar con un muerto, lo haría.

¡Maldito seas! ¡Ataca a la cara!

El mono se quedó cerca de los pies de su ama. Había chillado de forma estridente cuando aquel ser le acometió desde la espalda.

Aymee giraba, como la habian enseñado, pero no podía ver a nadie. Decían que las almas liberadas por un asesino no hallaban descanso. Pero aquel lugar, lo sabía por la historia del Anciano, era un nexo entre mundos.

Tal vez, incluso entre mundos infernales.

El mono gritó de nuevo...

La Danzarina estaba asustada, y herida. El alma tenebrosa que la había atacado podía ser incorpórea. Pero no lo era la daga que se había hundido en su espalda, o, por lo menos, no lo era el profundo corte que sangraba.

Se revolvió, los ojos entrecerrados, buscando a su alrededor alguna referencia. No la halló. Siguió avanzando por el camino, mientras giraba en todas direcciones, intentando notar los cambios en el viento, en la suspensión de partículas de arena, en los destellos fugaces de luz... Esquivar... eso es algo que sabía hacer... si veía lo que la acechaba.

Aymée viró en el último segundo. La eterea garra que la amenazaba pasaba a su lado, aun sin poder ver a su asaltante.

El camino continuaba al norte, pero era largo y escarpado. Avanzó un poco, lo que pudo, pero el asalto de su oponente requería mucha atención.

Algo más cerca pudo divisar una especie de cúpula. Parecía una especie de capilla o templo, de una raza que desconocía, si es que aun existía.

¡Un Templo! ¿Sería el que buscaba...? Probablemente no, estaba demasiado lejos de la cima. Pero, por otro lado, nadie le había dicho qué debía buscar, exactamente. Y estaba herida...

Siguió moviéndose, en su baile de esquivas, esquivas de algo invisible. Quizá si buscaba cobijo en esa cúpula... Amelio comprendió su intención, y se agarró a la tela del borde del kaftán, trepando por él hasta quedarse colgado en la banda de cuero, ancha, que ceñía las caderas de Aymée. De él pendían también las bolsas con las agujas y los venenos, y el saquito con el polvo de la vasija.

Amelio sabía compenetrarse con su ama, de modo que no la molestó, ágil, se mecía con sus giros, mientras ésta trataba, paso a paso, de acercarse al misterioso lugar, evitando encontrarse de nuevo con la garra. Olía por si encontraba rastro del hedor que había sentido, miraba por si notaba cambios en el aire... agudizados sus sentidos, siguió adelante...

Cuando Aymée se acercaba al templo, casi a punto de llegar a la entrada, perseguida por los que ahora le parecían más de un invisible asaltante, vio algo girar un recodo, una nube oscura, de una negrura insondable, que se movía como un depredador.

Sobre ella, pequeños relampagos surcaban su superficie. Jamás había visto nada similar.

La nube se lanzó hacia la bailarina.

Corrió hacia el templo, con toda la energía que su cuerpo le permitía. Quizá esos espíritus no la siguieran dentro, quizá esa nube tenebrosa se quedara atrás... ¿qué otra cosa podía hacer...?

Giró, esquivándola, o intentándolo...

Aymée sentía el aliento de los muertos en su nuca, la presencia de la nube se acercaba a gran velocidad. Pero su cuerpo, entrenado durante años, tenía todas las de ganar. Y nada que perder.

Fintó hacia un lado, para lanzarse en una ágil acrobacia hacia la puerta. Entonces lo escuchó. Girándose, desde el umbral, vio como la nube engullía los espectros que buscaban su muerte. Surgiendo de ella, como si fuesen de agua, podía ver los rostros de aquellos que había matado por deseo de la orden. Gemían de dolor, mientras aquella cosa absorbía sus almas.

Una vez que hubo terminado, se lanzó contra la puerta. Aymée retrocedió, pero, como había supuesto. Aquella nube no podía penetrar en aquel lugar. Incluso dentro del caos de la Isla, había normas.

Miró a su alrededor. Algunos globos de luz iluminaban la estancia en la que se encontraba, cuyas paredes parecían cubiertas de escritos. En el centro, una esfera de brillante metal ocupaba un pedestal de piedra. Al fondo unas escaleras descendían al nivel inferior. El templo parecía encontrarse medio enterrado, y Aymée había entrado por el nivel superior.

De esas escaleras es de las que escuchó el grito de un hombre, en lengua de los hombres.

La escena fue pavorosa. Rostros olvidados, algunos por el paso del tiempo, otros por propia necesidad, regresaban ante ella, y se retorcían consumidos por la nube. Rostros de muerte, de sangre, de terror.

Aymée estaba sobrecogida, y la visión casi la paralizó. Torpe, siguió hacia el Templo, y tras ella la oscura amalgama de muerte se estrelló en la puerta... no pudo franquearla. Pero ella sí lo consiguió, y penetró en el sacro lugar jadeando, los ojos desorbitados, buscando el refugio de lo eterno, de lo divino.

Halló quietud, paz, silencio. Penumbra. Pero el silencio pronto se quebró... un grito. Un grito humano.

Avanzó hacia las escaleras que se hundían en las profundidades, de allí había surgido el grito. Miró con admiración lo que la rodeaba, pero no podía dejar sin respuesta esa petición de ayuda. Bajó, preparada, las agujas ya en sus dedos...

-¿Quién hay ahí...? ¿Qué ocurre?

Aymée bajó sigilosamente, con cuidado, hasta la estancia del piso medio del templo. Allí, se encontró, demacrado y con los ojos fuera de sí, a Juan Bautista.

En cuanto ambos pusieron un pie dentro de la estancia, rios de sangre brotaron del suelo hasta el techo, bloqueando ambas salidas. En el centro, separándoles, había un enorme foso.

Aquella era realmente una auténtica arena de sangre.

Tras el duelo, Aymée se encontraba sola en el templo. Sin embargo, sentía que la oscura presencia que acechaba el exterior la había abandonado. Tal vez, la liberación del alma del guerrero la había saciado. Quien sabía...

El pequeño monito se encaramo de nuevo en el hombro de su ama, como si quisiese consolarla. Parecía sentir su dolor, su consternación.

Ahora estaba sola.