Haizea permitió que una pequeña sonrisa apareciese entre su seriedad con la broma de Morgana y sus hombros se encogieron muy poco, sin que llegase a responder con palabras a esa pregunta, como si prefiriese dejar en el aire cualquier aclaración que diese información extra sobre la organización de su comunidad.
Después asintió, todavía sin haber perdido del todo la sonrisa, aprobando con ese gesto la curiosidad que era, al mismo tiempo, virtud y defecto de Morgana. Siguió su mirada hacia el huerto para encontrarse después con sus ojos. No parecía incómoda por la intensidad con que la exmarine clavaba en ella sus pupilas. Más bien al contrario, pues su mirada devolvía la misma vehemencia que recibía, sin titubear ni apartarse, directa y clara, como si los ojos pudieran comunicarse sin necesidad de las lenguas.
Asintió de nuevo con la invitación y parecía a punto de responder cuando Morgana añadió algo más, poniendo en voz alta el pensamiento que le daba vueltas y aguijoneaba desde algún lugar cercano a su nuca. La mujer cerró la boca que había comenzado a abrir y contempló a Morgana en silencio durante dos segundos antes de volver a abrirla, como si estuviese midiendo qué decir y qué callar.
—La tierra lo sabe —dijo entonces con seguridad—. Y yo también. No temo lo que no veo, pero tampoco lo niego. Son señales. Carroñeros que huelen el cambio. Despojos, enemigos de la Madre —añadió, con una pizca de desprecio en su voz pero sin perder su expresión serena—. Esperan el momento de salir de los rincones en sombras, pero no entrarán en nuestro territorio. No lo permitiremos.
Hizo una breve pausa y cuando habló de nuevo parecía dar por terminada la conversación y su tono sonaba a despedida.
—Puede que os visite alguna noche.
Empezó a girar para encarar el huerto con su cuerpo, sin marcharse todavía y con los ojos aún detenidos sobre los de Morgana.
—No pierdas esa curiosidad de la que hablas, Morgana de los morris. La curiosidad te mantiene despierta y eso puede salvarte la vida. Que tengas un buen día.
Y, entonces sí, reanudó el paso para caminar hacia el huerto.
Morgana apretó los dientes por un par de segundos. "No se trata de tu territorio o del mío. Sino el nuestro, el de todos".
-Los putos rincones están muy sucios.
La jodida gente era igual en todas partes. Capullos preocupados solo por su pequeña parcela de vida, miraban a través del cristal ahumado de sus gafas, no por encima. Ella también era un poco así, anclada en un presente infinito, pero al menos veía, o imaginaba suponer, como se moldeaba y transformaba. Dejaba huellas de su paso aquí y allá, para bien o para mal. Sembraba semillas, es cierto, sin embargo debía reconocer que la mayoría de veces era en busca de beneficio propio. Otras...Otras, visualizaba un laberinto donde se cerraban los pasillos tras su espalda. Avanzaba, infatigable, sorteando escollos, torciendo en las esquinas o directamente derribando muros. Atrás quedaban sombras fluctuantes en la oscuridad, acechando su momento.
Haizea decía saberlo. Pero su inmovilismo la mantenía estancada abrazada a la Madre, a la tierra. O eso quería hacer creer a los demás; por supuesto,la reina de los elfos se guardaba información. Morgana le había tendido el extremo de una cuerda para que saliese de las aguas lodosas del pantano. Una piedra más en el lago creando círculos concéntricos, extendiéndose esperaba que no hacia la nada.
Asintió por dos veces, en silencio. No añadió nada más aparte de su propia despedida, un eco de la ofrecida por Haizea. Se quedó un momento allí, escuchando el trino de los pájaros y el rumor rasposo de los insectos, suspendida y relajada dentro de su dédalo personal. Al cabo, enfiló el sendero hacia el centro.
Primero se despidiría de Raisie, luego de que le diese la receta. No gritaría a Bentley, era decisión del chucho marchar con ella o continuar buscando ratones ágiles y escurridizos. Encaminaría sus pasos en dirección a la salida, recuperaría sus armas y caminaría de regreso al centro. Después de reparar la valla le quedaba la visita a los McAvoy, gente que hablaba su idioma y se dejaban de flipadas y gilipolleces acerca del Edén.
Tenían las suyas propias.
Los pasos de Morgana la llevaron al claro donde había encontrado al llegar a los tres Buscadores. Allí seguía Haritz, sentado en el suelo con los ojos cerrados, y Raisie no tardó en salir de una de las chozas, con un papel en la mano. En él estaba la receta escrita a lápiz, con una letra redonda y apretada que habría sido considerada algo infantil en los tiempos en que ir al colegio era la mayor preocupación de los críos de Nueva York, pero que en la época que nos ocupa resultaba incluso bonita.
La marcha a través del bosque deshizo los pasos anteriormente dados hasta que Morgana volvió a escuchar los rumores de hojas que delataban a los vigilantes en sus oídos entrenados. La pelirroja no tardó en aparecer, esta vez en el suelo, y tendió sin decir nada la pistola y el cuchillo a la exmilitar.
Así, Morgana terminó saliendo del parque, sin que Bentley hubiese aparecido a su lado. Seguramente el perro habría continuado el paseo por su cuenta y a esas alturas podría estar en el mercado, en algún solar cercano o quizás todavía en el parque, cazando a saber qué.
Vamos a: [Capítulo 1.1] Sugar Hill.