La guerra civil en Sélica había sido dura y amarga. A ambos lados de la línea de trincheras, los primeros días fueron protagonizados por estallidos de violencia y purgas, así como varios actos de saqueo y salvajismo... Y los meses siguientes, por los esfuerzos para recuperarse de semejante escenario, así como el apoyo al esfuerzo bélico. Un apoyo que con su incremento trajo aún más miseria.
Los partidarios de Cristophe, convencidos de la mentira de Constantin, desarrollaron un grado relativamente alto de paranoia. Cualquier acto podía ser uno de sedición. Cualquier expresión podía ser un código secreto de traidores. De este lado, las purgas nunca terminaron. Eso, unido a que la élite de la guardia real se posicionara con Constantin, que hizo que los reclutamientos tuvieran que ser más intensos para compensarlo, hicieron que la miseria campara a sus anchas.
Cada vez menos manos trabajaban los campos, y pronto el hambre llamó a las puertas de muchos pueblos, y con ella, la enfermedad. Fray Anselmus, junto con toda la orden monástica a la que pertenecía, experimentaron esto de primera mano. Apenas lograron salir de Selicia, la gran ciudad que ocupaba el centro de aquel continente, que fue reducida a nada primero por el combate urbano, y después por bombardeos casi constantes, ocupando finalmente su lugar como zona de grandes ruinas en el centro de la tierra de nadie. Liderando a toda una caterva de refugiados, llegaron a las líneas de Cristophe, y como buenos siervos del Emperador, ayudaron en todo lo que pudieron.
Se dedicaron en cuerpo y alma al alivio de los pobres y enfermos, intentando sostener con su esfuerzo y sus exiguos medios una situación que era insostenible. Cada vez más hambrientos, más pobres y más enfermos, uno tras otro empezaron a caer. Hasta que solo quedó el joven Anselmus, apenas un novicio cuando todo esto empezó, ahora un hombre desgastado y hundido. La enfermedad acabó cebándose también en él, hasta que quedó tirado a un lado del camino, moribundo pero aferrándose aún a la vida. No queriendo marcharse aún.
Entonces la esperanza vino a él. En sueños febriles, se manifestó la auténtica gloria ante él, el camino para superar la enfermedad y el sufrimiento. ¡Todo aquello podía acabar, para él, para todos! Simplemente debía aceptar la verdad y la mano que se le ofrecía, y podría ayudar a todo el mundo. Por supuesto, Anselmus lo hizo, y pronto la energía de la vida volvió a él.
El resto, como suele decirse, era historia. Volvió a su peregrinación y auxilio con energías renovadas, predicando la buena nueva, y como el buen pueblo de Sélica IV no tendría que sufrir más víctima del hambre y la miseria. Cada vez más se agruparon alrededor de él, aceptando sus bendiciones, aclamándole como un santo. Su cuerpo estaba cada vez más abotargado, y sin embargo no caía, ni sufría... Se seguía moviendo con facilidad, las llagas y pústulas no parecían afectarle, se reía con alegría y no parecía tener miedo a la muerte.
Él, junto a su grupo de fieles cada vez más creciente, promovió la Llamada. Él fue el responsable de que las bendiciones del Gran Abuelo cayeran sobre todos ellos, colmándoles de felicidad y prosperidad, dándoles fuerzas para resistir frente a los traidores y llevar Su Palabra más allá. Mucho más allá. Y, mientras miraba los portales que habían erigido con tanto esfuerzo, y como de ellos salía fila tras fila de disciplinados soldados, fieles al Padre de la Plaga, lo supo. Supo que pronto triunfarían. Entre labios recitó, con una voz de barítono que habría sido agradable de no estar cargada de flema, una simple oración, embargado por la emoción de ver desfilar a sus salvadores.
-Alabado sea Nurgle.