Lo que habían sacado de aquel tipo, así como el relato que había conseguido hilar a partir de los inconexos recuerdos de su propia interrogadora no dejaban lugar a dudas: habían jugado con ellos. En aquel lugar, buena parte de las élites, si no todas, se habían sumergido en un culto siniestro que encajaba demasiado bien con uno de los Grandes Cuatro. Sin embargo, no tenía nada que ver con el otro poder oscuro que habían visto en juego.
No, la putrefacción y la vida impía eran dominios de un demonio distinto a aquel que gustaba de jugar con la magia y las posibilidades. Que hubiera fuerzas de uno solo de aquellos entes ya era catastrófico, y podría ocasionar la purga del mundo si no estuvieran con las manos atadas. Ahora, dos juntos...
¿Podía considerar aquello motivo suficiente para invocar el Exterminatus? Seguramente, sí. Sin embargo... Habían hecho progresos, era innegable. Sus propias fuerzas personales, así como algunos de los miembros de la Guardia, habían demostrado tener agallas y capacidad de perseverar. Quizás aquel planeta podía ser salvado, después de todo. Pero más allá de esos pensamientos, había otra cosa más rondando su mente: la curiosidad.
Le atormentaba la idea de que eran dos, sólo dos. No uno solo, o todos juntos, como era habitual. Eran dos, y además, parecían enfrentados. Si eso era cierto... ¿Era realmente un complot por parte de ambos jugadores? ¿O quizás había más actores involucrados, o alguien estaba jugando contra su voluntad?
Se abría un mundo de posibilidades, y aunque sabía qué cabezas cobrarse, dado que le obligaban a tomarse el lujo de discriminar en sus purgas... Quizás sería interesante conocer a fondo quienes debían ser salvados. Porque en su cabeza empezaba a estar claro que allí, había víctimas. Era lo que se desprendía de los informes que habían llegado del frente, y de los interrogatorios a los prisioneros capturados. Si las sondas psíquicas y los métodos más arcaicos no mentían, esa gente realmente creía que el Emperador estaba de su lado. Realmente creía que ellos eran el enemigo.
Y dado que ahora sabía que el condenado Rey Constantin era un siervo del Gran Arquitecto, no podía decir que estuviesen equivocados.
Los días pasaban siempre igual, lentos y monótonos, caracterizados por la incomodidad, el dolor y la desesperación. ¿Cuánto tiempo llevaba encerrado allí abajo? Realmente no podía saberlo, aunque en buena lógica debían ser al menos unos cuantos meses, si no años. Notaba las muñecas y tobillos casi en carne viva por el roce de los grilletes, y el peso de las toscas ropas y embozos que vestía de forma forzada se hacía cada día más inaguantable para su debilitado cuerpo.
A su alrededor, por lo poco que veía cuando le alimentaban o limpiaban su celda, las cosas iban cambiando. Algo... Maligno se había apropiado de aquel lugar, a falta de una palabra mejor. Al principio había sido reducido y apresado por hombres. Ahora... Ahora, simplemente, no podía estar tan seguro. Al principio simplemente parecían enfermos, pero con el tiempo eso cambió. En el momento en que aparecieron tapados de la cabeza a los pies, supo que algo no andaba tan bien como debería. Las pocas ocasiones en que cometieron algún descuido en su vestimenta, su cordura se vio puesta a prueba por los retazos de carne que veía: podrida, descompuesta, con bocas donde no debería haberlas, heridas claramente mortales que no les incapacitaban en absoluto.
Y el olor. Santo Emperador bendito, aquel condenado olor. Lo peor de que el cubo que le servía de letrina estuviera lleno es que pronto tendría que lidiar con una peste mil veces peor que aquella cuando se lo vaciaran, aunque al menos esa se diluiría unos días después de que terminaran su tarea.
Por lo demás, intentaba mantener su mente ocupada, con éxito variable, para no caer en la locura. No solo por alejar sus pensamientos de los monstruos que le tenían cautivo, sino porque el aislamiento y la oscuridad casi perpetuas pueden hacer que la mente de un hombre se extravíe y pierda para siempre. Por ello se esforzaba en rememorar lecturas, poemas, canciones, historias de su juventud, recuerdos felices... Cualquier cosa que le alejara de allí y le recordara quién era.
Pero eso no era lo único en lo que pensaba el Rey Cristophe, pues también dedicaba no pocas horas todos los días a pensar por qué su hermano mintió de aquella manera, por qué le habían capturado aquellos clérigos locos y, sobre todo, por qué seguían manteniéndole con vida.