17 de mayo de 1999 - 11:31
Después de pasar en Blois cerca de dos semanas, Ariadna ya se había hecho al devenir de la corte. Sabía los horarios y los tiempos, y el carácter de la mayor parte de duendes que participaban en ella. Había logrado, incluso, conseguir la deferencia e interés de algunos de ellos... pero Sir Marin había insistido en que buscase al Conde Lothar y trabase amistad con él. Así, le dijo, codo con codo con el gobernante del Condado, podría comprender el modo de actuar de la alta nobleza. Algún día ella sería la Duquesa de las Nubes, y era de esperar que lo hiciese bien. ¿Quién mejor para enseñarla que el propio Lothar?
Así pues, Sir Marin abandonó el castillo cuando terminó la sesión de corte. Ariadna tenía como tarea la de hablar con Lothar y mejorar su relación con él. Su tutor había sido firme en ello. Y, dado que Sir Cedric no estaba, no había excusa para no hacerlo.
Con cierta desgana y mucho remoloneo arreglándose el pelo y escogiendo la ropa, Ariadna se dispuso a localizar al Conde bien entrada la mañana y tras asegurarse de que Sir Cedric no estaba en ningún recoveco de la biblioteca. Al menos lucía espléndida con un vestido blanco que dejaba sus hombros al descubierto.
Tras revisar varias estancias comunes y preguntar a un par de Quimeras, lograron indicarle dónde se hallaba Lothar con aquel aire triste y desganado de siempre. Nada más verle sintió que no tenía ganas de estar allí y comenzaron a ocurrírsele muchas otras cosas en las que invertir su tiempo, pero era su deber así que trató de sonreír con amabilidad y hacer que su voz sonara todo lo melodiosa y dulce que sabía.
-Buenos días, mi Señor –saludó con deferencia-. ¿Interrumpo?
El Conde se giró. Entre manos tenía un pergamino que enrolló al ver llegar a Ariadna.
-En cierto modo. Pero no importa. Podéis estar aquí.
Fue a apartar la vista cuando de pronto la miró más atento. Frunció el ceño levemente y luego su rostro se dulcificó.
-Hoy estáis hermosa, Dama Ariadna.
Los ojos de la dama se apartaron unos segundos atraídos de repente por algún objeto del mobiliario.
-Gracias, mi señor, sois muy amable. Por fortuna para los ojos de vuestra corte, vos siempre lo estáis –respondió con timidez, lo que no era mentira pues el Conde le parecía alguien de suma belleza y muy respetable a pesar de los rumores que había escuchado al respecto. Quizás estaba siendo demasiado testaruda respecto a las palabras de Sir Marin y debía darle una oportunidad en condiciones-. ¿Cómo os encontráis esta mañana? Os he notado ligeramente abatido estos días… Gobernar un condado no debe ser tarea fácil en absoluto.
-No os mentiré: aún sigo abatido. Hay un asunto privado que me tiene algo preocupado, pero que procuraré arreglar cuando me sea posible.
Manoseó el pergamino y lo dejó sobre la mesa antes de volverse hacia Ariadna.
-Creo que no os prestado la atención que merecéis, Dama. Lo lamento. No es una temporada demasiado buena para mí.
Ariadna asintió, no pretendía molestarle. Avanzó un par de pasos y tomó asiento jugueteando
-No tenéis que disculparos por nada, Conde Lothar. Sois una personalidad importante y vuestro deber es lo primero, es comprensible. Mi padre me envió aquí para aprender de vos y el resto de la corte, y ver la realidad tal cual es, es la mejor forma de aprender. Además, me encuentro a gusto en este lugar, no me siento para nada desatendida a pesar de que pueda disfrutar poco de vuestra presencia. No obstante... -comenzó, esta vez suavizando la voz- Si me permitís el atrevimiento, mi señor, creo que vuestro estado de ánimo también es importante. Sé que las circunstancias no acompañan y que es complicado, pero os ruego que miréis un poco por vos. Seguro que tenéis gente de confianza a la que relegar parte del peso que lleváis sobre vuestra espalda. Mas es sólo una opinión... Tampoco os conozco en demasía ni quisiera aventurarme a hablar sobre lo que no sé. Por ello, si he dicho algo inapropiado, os ruego que me disculpéis.
-¿Y en quién debería delegar, Ariadna? -preguntó Lothar con tono suave e interesado-. ¿En Axelle? ¿En Sarianne? ¿En alguien más de la Corte Oscura?
Ariadna dudó ante la pregunta sin saber muy bien qué de lo que había dicho anteriormente era lo incorrecto. Escudriñó los ojos claros del Conde tratando de descifrar hacia dónde quería llegar, pero aquellas artimañas no eran lo suyo. Al final negó con la cabeza sin tener una respuesta clara.
-No lo sé, mi Señor. No conozco a esa gente lo suficiente como para responderos, pero si vos mismo os cuestionáis esos nombres no deben ser merecedores de vuestra confianza. La corte Oscura... No sé, después de lo del Barón Ibrahim empiezo a preguntarme dónde está el límite de los hombres y su codicia. -En su voz se apreció cierto matiz de desprecio, después se calló unos segundos meditando sobre el asunto mientras su dedo índice se enroscaba en un tirabuzón y continuó-. Es obvio que no podéis dejar asuntos importantes en las manos equivocadas, y perteneciendo a la misma casa que vos soy consciente del peso extra que conlleva algo así. Demasiado en juego. Yo… sólo remarcaba el hecho de que quizás necesitéis un respiro, es sólo mi opinión. Pero creo que después de una falta tan grave no sería capaz de confiar en nadie para los asuntos de la Corte. Al menos los de mayor importancia.
Inocente, como siempre, dijo lo que pensaba sin llegar a ser consciente de ello.
-No sé si vuestra intención es interesaros por mi bienestar o, de algún modo, intentar manipularme para que os elija a vos o a alguien que vos preferiríais para que se ocupe de los asuntos del condado -dijo él con franqueza-. Pero dado que sois quien sois y que vuestra manera de mirarme no me inspira desconfianza, voy a optar por la primera opción. Y os pregunto, ¿en quién confiaríais para delegar en él o ella?
Ariadna se sorprendió de las palabras del Conde y luego se avergonzó de las suyas propias. ¿Cómo podía ser tan descuidada? Al menos Lothar no la había tomado por una trepa o algo peor. Agachó la mirada y se frotó la sien con una mueca de disgusto.
-Lo siento… No era mi intención daros una impresión errónea de mí- se disculpó, y acto seguido trató de enmendar su error-. Para nada me interesa hacerme cargo de los asuntos de vuestro Condado, mi señor. Ni siquiera soy de aquí. Sir Marin está aquí como mi tutor así que su posición es similar. La otra persona que conozco y de la que tal vez podría decir algo a favor sería Sir Cedric. Lo encuentro amable, gentil y servicial a parte de trabajador. Por lo poco que he visto considero que es alguien de confianza y que demuestra interés por su trabajo, más su trabajo no es precisamente gobernar. Sir Earil y la Dama Danielle también despiertan mi simpatía, pero como he dicho antes preferiría no delegar esos asuntos en nadie. De tener que elegir obligatoriamente optaría por Sir Cedric.
Aunque, en realidad, sus motivos para escoger a Cedric eran meramente emocionales. Le caía bien y se le veía una persona capaz de manejar asuntos con seriedad. Aun así, esa no era una opción sensata. Pero claro, tampoco conocía a nadie más.
Lothar abrió los ojos de par en par. Se atragantó con el aire que respiraba.
-¿Sir Cedric? ¿Sir Cedric? -Incrédulo, frunció el ceño-. ¿Es que... así lo veis vos?
Ariadna pestañeó vaias veces, sorprendida también por la reacción del Conde.
-Emm... Sí. ¿Hay algún inconveniente? -dijo titubeando sin saber muy bien cómo debía reaccionar-. Es por lo pronto la persona que más atenciones a tenido conmigo en la corte. Le considero un posible buen amigo.
-¿Por qué? -quiso saber el Gwydion, ahora un poco más relajado y menos inquisitivo.
Ariadna estaba perdiendo el hilo de la conversación. ¿A qué venía tanta insistencia? Si se llevaban bien...
-¿Ha de haber una razón especial? Comparte mi afición por el teatro y la música, es atento y agradable. Disculpadme, pero vuestra insistencia me desconcierta.
-Quería saber la opinión de alguien recién llegado, sin prejuicios. Pero ya veo que Sir Cedric os ha conquistado con su encanto. Es, en verdad, un buen hombre.
Lothar se masajeó las sienes.
-Disculpad mi brusquedad. En ocasiones soy inquisitivo en exceso. Dama, cuando llegasteis me dijeron que cantábais. ¿Podríais cantar para mí y llenar así el silencio incómodo que ha producido mi pequeño estallido? Sois libre de hacerlo, por supuesto, pero me agradaría.
Los labios de Ariadna se despegaron para replicar, pero la voz de su maestro resonó en su cabeza recordándole que debía contentar al Conde. Si consideraba que su juicio estaba sesgado por los encantos de Cedric no iba a ser ella quien se lo reprochase. En cierto sentido lo estaba, pero porque el escriba había tenido la delicadeza de prestarle atención mientras el Conde había estado demasiado ocupado. ¿A caso era delito? Y del resto, mejor no hablar.
-Como deseéis, mi señor.
La Gwydion respiró hondo con los ojos cerrados mientras buscaba en su repertorio algo que pudiera ser de agrado para el Conde. No estaba segura de si era buena idea o no, pero ya era un poco tarde para pensárselo. Se puso en pie y dejó que su melódica voz inundase la habitación tal y como había pedido Lothar.
El Conde la escuchó ensimismado. La hermosura de su voz lo había atrapado de tal modo que, cuando terminó, apenas pudo pestañear. Se acercó a ella y tomó sus manos entre las suyas.
-¿Me perdonáis, mi señora, por los agravios causados? ¿Por mi brusquedad y mi despreocupación hacia vos? Vuestra voz es un regalo. ¿Me perdonáis?
Con el corazón desbocado en el pecho, dejó que el Conde cogiese sus manos mientras un leve rubor le teñía las mejillas al escuchar sus palabras. Por un momento se sintió realmente halagada, pero tras recordar ciertos comentarios recuperó la sensatez y la compostura. No se iba a dejar embelesar, ni por el Conde ni por nadie. Tenía que aprender a valerse por sí misma, y no quería despertar rumores inciertos por la corte.
-No tengo que perdonaros nada, mi señor –respondió con deferencia-. No es culpa vuestra que tengáis tantos quehaceres, hay que ser comprensivo también. No quiero entreteneros más de la cuenta, así que, con vuestro permiso, me retiro.
-No os retendré si no lo deseáis. Pero espero poder veros pronto, Ariadna.
El Conde la soltó y se recostó en su asiento, aguardando a que dejase la sala.