Alejémonos un instante de Sultünge. Apartemos la mirada de aquellas tierras condenadas y, como si fuéramos seres hechos de energía pura, atravesemos el mundo con nuestra mirada.
¿Qué vemos?
Huellas recientes en la nieve. A lo largo de varios kilómetros, los animales presienten que la ventisca ha terminado. Su instinto les apremió a alejarse antes de que empezara todo. Los que quedaron fueron consumidos por el frío y los demonios. ¿Pero y ahora? Un terreno inhóspito se abre ante ellos. Desierto, desolado... Pero libre. Así que se acercan, con miedo. Grandes y pequeños, se acercan. Volverán a poblar esos bosques. Y cuando llegue la primavera, será como si el círculo nunca hubiera ocurrido.
Alejémonos un poco más. A varios días de camino, la gente se refugia en sus casas. Revisan sus reservas, para comprobar que sus cálculos no son errados, que lograrán superar el invierno. No son conscientes de que, semanas más tarde, recibirán la visita de aquellos desdichados que lo han perdido todo. ¿Cómo reaccionarán, entonces? ¿Compartirán lo que tienen, compasivos y generosos? ¿Exigirán algo, se aprovecharán de su desesperación? ¿O cerrarán sus puertas y dejarán que el norte les reclame?
Sigamos volando, lejos de allí. Cientos de kilómetros de distancia nos separan ahora de Sultünge: un viaje de varias semanas, y topamos con una pequeña aldea. Un cartel roto, en la entrada, indica con letras medio borradas el nombre del asentamiento. Si es que merece tener nombre, pues apenas consiste en varias casas apiñadas a un par de horas de uno de los caminos más transitados de la zona. En su momento, debió de albergar a algo menos de un centenar de personas. Sin embargo, ahora está vacío.
¿Lo oís? Exacto: nada. El silencio, opresivo, parece dar la bienvenida al viajero con una mueca burlona. Y rápidamente se entiende que algo no va bien. Ni el sonido de los niños, jugando en la nieve, ni el de los adultos, gruñendo mientras trabajan o charlando animadamente al final de la jornada. Nada. Caminamos entre las casas, sin entender. ¿Dónde están todos? El graznido de un cuervo, en la lejanía, hace que nos sobresaltemos. Y entonces algo nos llama la atención. De la puerta de una casa asoma una mano.
Nos acercamos a mirar. Dentro del edificio está oscuro, pero en nuestra calidad de observadores casi omniscientes, podemos percibir cada detalle con facilidad asombrosa. Y probablemente algo se revuelva en vuestro interior al contemplar la horrible escena, sacada de las más horribles pesadillas, que allí se muestra. Incluso aunque la nieve no hubiera reclamado aquel rastro de civilización, sería imposible reconocer sus cuerpos... O lo que queda de ellos. En las otras casas, la escena es parecida.
Un par de jinetes tomarán un desvío, en un par de días. Se acercarán al pueblo en busca de cobijo, dispuestos a ofrecer algunas provisiones y bienes como pago por la hospitalidad de sus anfitriones. Al encontrar la escena, se marcharán de allí aterrados. Más adelante, una patrulla del clan Yngling se acercará a investigar la zona. Culparán a un clan cercano, con una reputación algo salvaje, lo que desembocará en un conflicto menor que se saldará rápidamente con un par de batallas sin importancia. Tarde o temprano, todos olvidarán lo ocurrido.
Pero no nos estanquemos más en este tenebroso lugar. Volvamos a atravesar las tierras goldarianas hasta llegar a una posada, situada en un camino secundario, a poco más de un mes de viaje de Sultünge. Tres hombres se sientan en una mesa, junto al fuego, bebiendo algo que podría llegar a considerarse cerveza, sino fuera por su aspecto terroso. Uno de ellos tiembla, y relata algo que vio unos días antes, por la noche. Los otros dos le escuchan en silencio, compartiendo miradas de escepticismo.
Un último viaje, no más. Más lejos aún, a algo menos de un millar de kilómetros de Sultünge. Una granja apartada, situada junto a un pequeño lago. La luna ilumina el lugar, pero no corre casi nada de viento. Se oye el llanto de una niña, y la voz de su madre, que le grita que corra. Luego golpes, y acto seguido un grito de dolor. Tras unos segundos de silencio, el ruido de algo partiéndose. El gruñido, gutural, demuestra una crueldad única, y una satisfacción enfermiza. El agua del lago está en calma.
La niña corre, llorando. Su mente bloquea lo que ha visto, pues sabe que le persigue. Bloquea la sangre en el suelo, el rostro desencajado de su padre, los ojos desorbitados de su madre, las convulsiones de su hermano al ser... No, no puede pensar en ello. Histérica, corre. Como un autómata que sigue la última orden que le ha sido dada, corre y corre, bloqueando su mente. Los ecos de una niña, tantos años atrás, corriendo como ella, son inevitables. ¿Será este caso parecido? ¿Vivirá para crecer con el horror?
Una sombra aparece frente a ella, y la incertidumbre se despeja. Su rostro cubierto de sangre, sus extremidades retorcidas en una silueta de pesadilla. Su cuerpo, inmenso, supera los tres metros. Sus cuernos se alzan hacia el cielo, mezclándose con la noche negra, pues no luce estrella alguna. Y sus ojos blancos, antiguos, le muestran los horrores de tanta muerte pasada... Y la que vendrá. Da un paso hacia ella, y la luna ilumina su tatuaje: tres cuernos entrelazados. Lo último que verá la niña, antes de ser engullida por el invierno.